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Authors: Andrzej Sapkowski

Tags: #Fantasía épica

La torre de la golondrina (41 page)

BOOK: La torre de la golondrina
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—Demawend y Meve tenían un ejército parecido. Emhyr los deshizo en veintiséis días. Lo mismo les sucederá a los ejércitos de Redania y Temería si no os reforzáis. Apruebo vuestra idea, Dijkstra, tuya y de Filippa Eilhart. Os son necesarios soldados. Os hacen falta soldados de caballería experimentados, bien entrenados y bien equipados. Os hace falta una caballería de un millón de bisantos.

El espía confirmó con un movimiento de cabeza que tampoco a aquella cuenta se le podía poner ninguna pega.

—Como tú sin duda alguna sabes —siguió el rey con sequedad—, Kovir siempre fue neutral y siempre lo será. Un tratado nos enlaza con el imperio de Nilfgaard, firmado por mi abuelo, Estéril Thyssen, y el emperador Fergus var Emreis. La letra de ese tratado no permite a Kovir apoyar a los enemigos de Nilfgaard con ayuda militar. Ni dinero ni tropas.

—Cuando Emhyr var Emreis acabe con Temería y Redania —carraspeó Dijkstra—, entonces mirará hacia el norte. Emhyr no va a tener suficiente. Puede resultar que vuestro tratado de pronto no vaya a valer ni un pimiento. No hace mucho que hemos hablado de Foltest de Temería, cuyos tratados con Nilfgaard no le sirvieron más que para comprar dieciséis días de paz...

—Oh, querido —se burló Esterad—. Así no se debe argumentar. Los tratados son como el matrimonio: no se los hace pensando en traicionar, y cuando se los hace, no se sospecha. Y al que no le guste pues que no se case. Porque no se puede ser cornudo sin estar casado, pero reconocerás que el miedo a los cuernos es una explicación triste y bastante ridícula para un celibato obligado. Y los cuernos en el matrimonio no son un tema para reflexiones del tipo qué pasaría si... Mientras no se llevan cuernos, no se toca ese tema, y si se llevan, entonces no hay de qué hablar. Y hablando de cuernos, ¿cómo le va al marido de la hermosa Marie, el marqués de Mercey, ministro del tesoro redano?

—Vuestra majestad —se inclinó rígido— tiene informadores dignos de envidia.

—Ciertamente, los tengo —reconoció el rey—. Te asombrarías de cuántos y cuan honorables. Pero tampoco tú tienes que avergonzarte de los tuyos. Los que tienes en mis palacios, aquí y en Pont Vanis. Oh, doy mi palabra de que cada uno de ellos se merece la más alta nota.

Dijkstra ni siquiera pestañeó.

—Emhyr var Emreis —continuó Esterad, mirando las ninfas del techo— también tiene algunos agentes buenos y bien asentados. Por eso repito: la razón de estado de Kovir es la neutralidad y la regla de «pacta sunt servanda». Kovir no viola los tratados. Kovir no los viola ni siquiera para preceder a la violación del pacto por la otra parte.

—Me atrevo a advertir —dijo Dijkstra— de que Redania no intenta convencer a Kovir de que viole los pactos. Redania no intenta conseguir de ninguna forma un pacto o una ayuda militar de Kovir contra Nilfgaard. Redania quiere... tomar prestada una pequeña suma, que devolveremos...

—Ya estoy viendo cómo la vais a devolver —le interrumpió el rey—. Pero esto son reflexiones en el aire porque no os vamos a prestar ni un duro. Y ahórrame manejos hipócritas, Dijkstra, porque te pegan como a un lobo un babero. ¿Tienes algún otro argumento, serio, inteligente y certero?

—No tengo.

—Has tenido suerte de haberte hecho espía —dijo Esterad Thyssen al cabo de un instante de silencio—. En el comercio no hubieras hecho carrera.

Desde que el mundo es mundo, todas las parejas reales han tenido dormitorios separados. Los reyes —con muy diversa frecuencia— visitaban las habitaciones de las reinas, había casos en que las reinas visitaban inesperadamente las habitaciones de los reyes. Luego, sin embargo, los matrimonios se separaban, yendo a sus propias habitaciones y camas.

La pareja real de Kovir también en este sentido era una excepción. Esterad Thyssen y Zuleyka dormían siempre juntos, en un mismo dormitorio, en una enorme cama con un baldaquino enorme.

Antes de dormir, Zuleyka —poniéndose unas gafas, algo que le daba vergüenza mostrar delante de sus súbditos— solía leer su Buen Libro. Esterad Thyssen solía hablar.

Aquella noche tampoco fue distinto. Esterad se colocó su gorro de dormir y tomó el cetro en la mano. Le gustaba sujetar el cetro y divertirse con él, pero oficialmente no lo hacía porque temía que los súbditos le llamasen pretencioso.

—Sabes, Zuleyka —dijo—, últimamente tengo unos sueños rarísimos. Ya no sé desde hace cuántos días seguidos sueño con esa arpía, mi madre. Está junto a mí y repite: «Tengo una mujer para Tancredo, tengo una mujer para Tancredo». Y me enseña a una mozuela simpática, pero muy joven. ¿Y sabes, Zuleyka, quién es esa mozuela? Es Ciri, la nieta de Calanthe. ¿Recuerdas a Calanthe, Zuleyka?

—La recuerdo, marido.

—Ciri —siguió hablando Esterad, jugueteando con el cetro— es la que ahora parece que se quiere casar con Emhyr var Emreis. Un matrimonio raro, sorprendente... Así que, ¿de qué forma, diablos, podría llegar a ser la mujer de Tancredo?

—A Tancredo —la voz de Zuleyka se cambió un tanto, como siempre cuando hablaba de su hijo— le vendría bien una mujer. Puede que así sentara la cabeza...

—Puede... —Esterad suspiró—. Aunque lo dudo, pero pudiera ser. En cualquier caso, el matrimonio es una posibilidad. Humm... Esa Ciri... ¡Ja! Kovir y Cintra. ¡La desembocadura del Yaruga! No suena mal, no suena mal. No sería mala unión... Ni mala coalición... Pero si Emhyr le ha echado el ojo a la pequeña... Sólo, ¿por qué ella precisamente se me aparece en sueños? ¿Y por qué, diablos, sueño yo estas tonterías? En el equinoccio, recuerdas, entonces te desperté también... Brrr, qué pesadilla, me alegro de no poder recordar los detalles... Humm... ¿Igual llamamos a algún astrólogo? ¿Una adivina? ¿Un médium?

—Doña Sheala de Tancarville está en Lan Exeter.

—No. —El rey frunció el ceño—. No quiero a esa hechicera. Demasiado lista. ¡Me crece otra Filippa Eilhart! Estas mujeres sabias huelen demasiado a poder, no se las puede envalentonar con privilegios y confianzas.

—Como siempre, tienes razón, marido.

—Ufff... Pero esos sueños...

—El Buen Libro —Zuleyka pasó unas cuantas páginas— dice que cuando el ser humano duerme, los dioses le abren los oídos y le hablan. Por su parte, el profeta Lebioda enseña que al ver un sueño se ve o bien una gran sabiduría o bien una gran estupidez. Lo importante está en saberlas reconocer.

—El matrimonio de Tancredo con la prometida de Emhyr no parece ninguna gran sabiduría —suspiró Esterad'—. Y si hablamos de sabiduría, me alegraría muchísimo de que una me viniera en sueños. Se trata del asunto que trajo aquí a Dijkstra. Es un asunto difícil. Porque sabes, mi queridísima Zuleyka, la razón no permite alegrarse de que Nilfgaard suba tanto hacia el norte y esté dispuesto a conquistar Novigrado cualquier día, porque desde Novigrado todo, incluyendo nuestra neutralidad, tiene otro aspecto que desde el sur. Estaría bien que Redama y Temería contuvieran el avance de Nilfgaard, que devolvieran el ataque de vuelta al Yaruga. Pero, ¿estaría bien que lo hicieran con nuestro dinero? ¿Me escuchas, querida?

—Te escucho, marido.

—¿Y qué dices de esto?

—Toda la sabiduría se encierra en el Buen Libro.

—¿Y dice tu Buen Libro qué hacer si acude un Dijkstra y te pide un millón?

—El libro —Zuleyka parpadeó desde el otro lado de sus gafas— no dice nada del indigno mammón. Pero en uno de los pasajes se dice: dar es mayor felicidad que recibir y el ayudar al pobre con una limosna es noble. Se dice: reparte todo y esto hará noble a tu alma.

—Y de grandes cenas están las sepulturas llenas —murmuró Esterad Thyssen—. Zuleyka, aparte de los pasajes acerca de nobles repartos y limosneos, ¿tiene el Libro alguna sabiduría relativa a los negocios? ¿Qué dice el libro, por ejemplo, de intercambios equivalentes?

La reina se colocó los oculares y pasó rápida las páginas del incunable.

—Como Jacobo a los dioses, así los dioses a Jacobo —leyó.

Esterad guardó silencio durante un largo rato.

—¿Y puede —dijo por fin alargando las sílabas— que algo más?

Zuleyka volvió a pasar las páginas.

—Encontré —anunció de pronto— algo entre las sabidurías del profeta Lebioda. ¿Lo leo?

—Por favor.

—«Y dice el profeta Lebioda: en verdad, da al pobre en abundancia. Mas en vez de dar al pobre toda la sandía, dale media sandía, porque al pobre pudierasele poner tonta la cabeza de la alegría».

—Media sandía —bufó Esterad Thyssen—. ¿O sea, medio millón de bisantos? ¿Y sabes, Zuleyka, que tener medio millón y no tener medio millón ya hacen un millón entero?

—No me has dejado terminar. —Zuleyka le lanzó al marido una severa mirada desde detrás de sus gafas—. Sigue diciendo el profeta: «Y todavía mejor dar al pobre un cuarto de sandía. Y lo mejor de todo es conseguir que algún otro le dé la sandía al pobre. Puesto que yo os digo que siempre se encuentra alguno que tenga una sandía y esté presto a compartirla con el pobre, si no por su nobleza, sea por cálculo o por otra cualquiera causa».

—¡Ja! —El rey de Kovir golpeó con el cetro en la mesita de noche—. ¡De verdad, el profeta Lebioda era un tío listo! ¿En vez de dar, conseguir que otro dé? ¡Me gusta, esas palabras son miel a mis oídos! Busca en la sabiduría del tal profeta, mi querida Zuleyka. Estoy seguro de que todavía encontrarás en ella algo que me permita arreglar mis problemas con Redania y el ejército que Redania quiere organizar con mis dineros.

Zuleyka pasó las páginas del libro durante bastante rato hasta que por fin empezó a leer.

—«Díjole cierta vez al profeta Lebioda un su discípulo: enséñame, maestro, cómo he de actuar. Antójasele a mi prójimo mi más amado perro. Si doy a mi amado perro, el corazón me estalla de pena. Si por otro lado no lo doy, seré infeliz porque heriré a mi prójimo con la negativa. ¿Qué hacer? ¿Tienes acaso algo, preguntó el profeta, que te guste menos que tu perro amado? Téngolo, maestro, respondió el discípulo, un gato travieso, bichejo pellejo. Y no lo amo para nada. Y dijo el profeta Lebioda: toma el tal gato travieso, bichejo pellejo, y regálaselo a tu prójimo. En tal caso hallarás felicidad por dos veces. Libráraste del gato y alegrarás a tu prójimo. Puesto que la mayor parte de las veces, el prójimo no es el regalo lo que anhela, sino ser regalado».

Esterad guardó silencio durante cierto tiempo, tenía la frente arrugada.

—¿Zuleyka? —preguntó por fin—.Pero, ¿era éste el mismo profeta?

—«Toma el tal gato travieso...»

—¡Ya lo oí la primera vez! —gritó el rey, pero se mitigó al momento—. Perdóname, querida mía. Lo que pasa es que no entiendo mucho lo que tiene un gato...

Se calló. Y se sumió en profundas meditaciones.

Al cabo de ochenta y cinco años, cuando la situación cambió tanto que se podía hablar ya sin peligro acerca de ciertos asuntos y personas, habló Guiscard Vermuellen, duque de Creyden, nieto de Esterad Thyssen, hijo de su hija mayor, Gaudemunda. El duque Guiscard era un viejecillo provecto, pero los hechos de los que había sido testigo los recordaba bien. Precisamente fue el duque Guiscard el que reveló de dónde salió el millón de bisantes con los que Redania equipó a su caballería para la guerra con Nilfgaard. Aquel millón no procedía, como se suponía, del tesoro de Kovir, sino de las arcas del jerarca de Novigrado. Esterad Thyssen, reveló Guiscard, consiguió el dinero de Novigrado por su participación en unas compañías recién formadas de comercio ultramarino. La paradoja era que aquellas compañías se habían constituido con la activa cooperación de comerciantes nilfgaardianos... De las revelaciones del anciano duque se desprendía que la propia Nilfgaard —en cierta medida— había pagado la organización del ejército redaño.

—El abuelo —recordaba Guiscard Vermuellen— decía algo acerca de unas sandías, sonriendo picaronamente. Dijo que siempre se encuentra quien quiera regalarle al pobre aunque no sea más que por cálculo. Dijo también que dado que la propia Nilfgaard aportaba para elevar la fuerza y la capacidad militar del ejército redaño, no podía tener quejas con respecto a otros.

»Luego —continuaba el viejecillo—, el abuelo llamó a padre, que era por entonces jefe de los servicios secretos, y al ministro del interior. Cuando se enteraron de la orden que tenían que ejecutar, les entró el pánico. Pues se trataba nada menos que de liberar de prisiones, campos de internamiento y destierro a más de tres mil personas. Además, a centenares se les tenía que levantar el arresto domiciliario.

»No, no se trataba sólo de bandidos, criminales comunes y condottieros a sueldo. La amnistía abarcaba sobre todo a los disidentes. Entre los afectados por la amnistía se encontraban los partidarios del depuesto rey Rhyd "y las gentes del usurpador Idi, sus acérrimos guerrilleros. El ministro del interior estaba asustado, papá muy intranquilo.

»Por su parte, el abuelo —contaba el duque— se reía como si se tratara de la mejor de las bromas. Y luego dijo, recuerdo cada palabra: «Una gran pena, señores, que no tengáis como libro de cabecera el Buen Libro. Si lo leyerais, entenderíais las ideas de vuestro monarca. Y de este modo las ejecutaréis sin comprenderlas. Pero no os preocupéis sin necesidad y por demasía, vuestro monarca sabe lo que se hace. Ahora id y dejad salir a todos mis gatos traviesos, bichejos pellejos».

«Exactamente así dijo: gatos traviesos, bichejos. Y se trataba, entonces nadie podía saberlo, de los futuros héroes, caudillos cubiertos de gloria y fama. Estos «gatos» del abuelo eran los luego famosos condottieros: Adam «Adieu» Pangratt, Lorenzo Molla, Juan «Frontino» Guttierez... Y Julia Abatemarco, que brilló luego en Redania como «La Dulce Casquivana»... Vosotros, jóvenes, no lo recordáis, pero en mis tiempos, cuando jugábamos a la guerra, todo chaval quería ser «Adieu» Pangratt y cada muchacha Julia «La Dulce Casquivana»... Y para el abuelo éstos eran gatos traviesos.

«Luego —murmuró Guiscard Vermuellen—, el abuelo me tomó de la mano y me condujo a la terraza, en la que la abuela Zuleyka echaba de comer a las gaviotas. El abuelo le dijo... dijo...

El viejecillo poco a poco y con gran esfuerzo intentó recordad las palabras que entonces, hacía ochenta y cinco años, el rey Esterad Thyssen dijera a su esposa, la reina Zuleyka, en una terraza del Palacio de Ensenada que dominaba el Gran Canal.

—¿Sabes, mi queridísima esposa, que he visto todavía otra sabiduría de entre las del profeta Lebioda? ¿Una que me da todavía una ventaja más de haber regalado mis gatos a Redania? Los gatos, Zuleyka mía, vuelven a casa. Los gatos siempre vuelven a casa. Y cuando mis gatos vuelvan, cuando traigan su sueldo, su botín, sus riquezas... ¡les pondré impuestos a los gatos!

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