En suma, mi abuelo Mitannuwa y mi padre me educaron en temas distintos con métodos distintos. Yo escuchaba con atención lo que me explicaba mi padre, pero prefería las lecciones que me daba mi abuelo en su casa frente al Éufrates.
La comandancia se levantaba en una de las altas colinas que había junto al Éufrates. Era un agradable edificio de un solo piso. Tenía un pequeño jardín muy bien cuidado al que daban sombra albaricoqueros, ciruelos y moreras. El jardín estaba rodeado por una tapia de piedra. El edificio, que recordaba un cubo de bastante buen tamaño, estaba justo en el centro del perímetro. Aparte de los dos soldados de la puerta, en cada esquina del cuadrado que formaban los muros había garitas. Los soldados montaban guardia en aquellos puntos día y noche sin que les importara el calor en verano o el frío en invierno. Entre la comandancia y el río se levantaba el pabellón construido para los oficiales y sus familias, un edificio de dos plantas con cuatro viviendas. El jardín del pabellón estaba más cuidado y era más vistoso que el de la comandancia. Justo al lado de ésta pasaba la carretera de asfalto que unía el pueblo con las aldeas, que estaba llena de baches aquí y allá porque no la habían arreglado desde las últimas elecciones. Los campesinos que iban al pueblo no habían visto vacíos los puestos de guardia ni un solo día. Sin embargo, a pesar de que los enfrentamientos duraban ya dieciséis años, no se habían dejado sentir demasiado en aquella zona. Hacía cinco años los guerrilleros kurdos habían atacado un convoy militar, pero la mayoría de ellos había muerto en el choque. A partir de entonces no habían realizado más acciones armadas, exceptuando algunos incidentes mínimos. El difunto Hacı Settar lo achacaba a que la región era rica. Todo el mundo tenía algún jardín que cuidar o algún huerto o campo que sembrar. ¿Quién iba a dejar el trabajo y echarse al monte? El capitán lo interpretaba como resultado de que los guerrilleros hubieran recibido la respuesta adecuada ya desde su primer ataque. Con todo, no se podía decir que Eşref estuviera demasiado confiado. Aunque no intentaran acciones armadas, estaba seguro de que la organización seguía desarrollando sus actividades en la zona. Sabía que no todo el mundo era miembro de la organización, pero estaba convencido de que tanto en el pueblo como en las aldeas cercanas tenían simpatizantes y gente que les apoyaba. Especialmente sospechaba de los Genceli. Y el hecho de que Mahmud, el hijo menor de aquella amplia familia, uno de los dos grandes clanes de la zona, se hubiera echado al monte, corroboraba sus sospechas de que los Genceli tenían conexiones con la organización. El otro gran clan, que llevaba el apellido Türkoğlu a pesar de que eran kurdos
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, siempre se había puesto de parte del Estado. En realidad, al capitán tampoco le gustaban mucho. Pensaba que los Türkoğlu aparentaban estar de parte del Estado sólo por las rentas que conseguían con sus funciones como miembros de la milicia rural, y no confiaba lo más mínimo en que no volvieran sus armas hacia los soldados en cuanto cambiara el equilibrio de fuerzas.
Esra había percibido la inquietud de Eşref desde que llegaron a la zona. Cuando empezaron la excavación, él les había ofrecido una escolta de soldados, pero ella la había rechazado sin dudar ni un instante.
—No creo que nos ataquen —le había dicho—. Somos científicos.
El capitán la miró como si estuviera viendo a una niña inocente que no tuviera idea de lo que ocurría en el mundo.
—No los conoce. Para ellos lo importante es provocar desórdenes. Y no dudan en hacer lo que sea para conseguirlo. Les importa un rábano que ustedes se dediquen a la ciencia.
Pero Esra sí que los conocía. Hacía dos años, cuando trabajaba en la ciudad antigua de Milidia, cerca de Malatya, una noche habían irrumpido en el yacimiento. En la oscuridad no se podía saber cuántos eran. Sólo uno de ellos se les acercó. Aquel hombre alto y delgado, de barba encrespada, que atravesaba con la mirada y que dijo llamarse Azad, les pidió provisiones en un turco en extremo correcto.
Como Ertem Bey, el jefe de la excavación, se lo tomaba con excesiva tranquilidad, Azad señaló con el fusil la cabaña que usaban a modo de cocina.
—Si no nos las dan, nosotros las tomaremos —dijo. El hecho de que un perfecto extraño conociera el campamento hasta el punto de saber dónde guardaban las provisiones asustó al jefe de la excavación, que ordenó que le dieran de inmediato lo que pedía. Mientras preparaban las provisiones, a Azad le llamaron la atención los hallazgos que habían extraído. Después de observar con curiosidad las piedras con jeroglíficos, las estatuillas de dioses y diosas y otros objetos, preguntó:
—¿Y todo esto es muy importante?
—Sí, mucho —le contestó Esra—. Nos da información sobre lo que ocurría hace miles de años. En cierto sentido, salvamos el pasado de la oscuridad.
El hombre se pasó el fusil a la otra mano.
—Un hermoso trabajo —murmuró, y luego, clavando la mirada en ella, añadió—: Pero en realidad lo que habría que salvar de la oscuridad es el presente. No basta con sacar a la luz el pasado mientras un pueblo vive oprimido y en la oscuridad.
A Esra le habría gustado decirle que no estaba de acuerdo con aquella forma de pensar, que la ciencia y la política eran cosas distintas y, sobre todo, que con el terror no se llegaba a ninguna parte, pero le dio miedo Azad, al que el silencio le confería un aspecto más temible que el arma que empuñaba, y no fue capaz de decir una palabra. Mientras se disponía a irse con las provisiones que le habían preparado, Azad les previno:
—Si avisan a los gendarmes, les ajustaremos las cuentas —y desapareció en la oscuridad con el resto de sus compañeros.
No avisaron a los gendarmes. No habría servido de nada buscarse problemas.
Esra no le había contado aquel suceso a Eşref. Por mucho que confiara en el capitán, pensaba que él formaba parte de aquella guerra y temía que cualquier hecho lo relacionara con los enfrentamientos que vivía la región.
Todo aquello se le pasó por la cabeza mientras el microbús se acercaba a la comandancia.
El capitán Eşref les esperaba sentado a una mesa bajo el anciano albaricoquero del jardín. Un mantel de cuadros con fondo azul y rayas negras cubría la mesa. Sobre el mantel crepitaba un voluminoso
walkie-talkie
. Al ver que entraban por la puerta de la comandancia, Eşref se puso en pie sonriendo. No llevaba puesto el quepis y el pelo corto le dejaba al descubierto la amplia frente; el equilibrio entre sus salientes pómulos y los ojos oscuros bajo las gruesas cejas se completaba con una mandíbula poderosa, y la piel bronceada por el sol le añadía un atractivo muy masculino.
«Qué forma más dulce de sonreír tiene este hombre», pensó Esra. Había oído que, como ella, estaba divorciado, y que tenía una hija.
—Bienvenidos —el saludo de Eşref la hizo volver en sí. Mientras les señalaba unos taburetes vacíos junto a la mesa, parecía que el capitán hubiera superado el nerviosismo de aquella mañana. Al verle así Esra le preguntó esperanzada mientras se sentaba:
—¿Han capturado a Şehmuz?
Eşref se puso serio.
—Todavía no. En cuanto me llamaron por teléfono, envié un equipo a su casa, pero no le encontraron. Han ido a la estación de autobuses. Esperemos que esté allí.
Esra le escuchó irritada por su propia precipitación. Se produjo un silencio entre ambos mientras ella se quitaba las gafas de sol y el sombrero de paja y los dejaba sobre la mesa junto al chirriante
walkie-talkie
.
—¿De verdad fue él quien mató a Hacı Settar? —preguntó el capitán.
Por el tono de voz de Eşref, ella comprendió que aquello le parecía bastante improbable, pero en lugar de preguntarle por qué no lo creía, le dijo:
—Eso es lo que dice Halaf —y añadió volviendo la mirada al joven cocinero, que aún permanecía de pie—. Siéntate. Siéntate y cuéntaselo al capitán.
Mientras Halaf se acomodaba con actitud tímida en el taburete que tenía frente a sí, Eşref pidió que les sirvieran unos tés. Un soldado se los trajo rápidamente.
—¿De qué aldea eres? —le preguntó el capitán después de tomar un trago de la infusión.
—De Alacagöz —contestó Halaf señalando con la mano el cerro que había más allá—. Detrás de la colina. A unos diez kilómetros de aquí.
—¿Eres kurdo?
El cocinero se puso nervioso y no sabía qué contestar. A Esra también le resultó extraña la pregunta.
—Te lo preguntaré de otra forma. ¿Sabes kurdo?
El rostro tostado por el sol de Halaf se suavizó.
—Sí, mi capitán. En nuestra aldea todo el mundo lo habla.
La mirada suspicaz del rostro del capitán no se alteró lo más mínimo.
—Bien, ¿y desde cuándo conoces a Şehmuz?
—Desde hace mucho. Lo veía siempre que bajábamos al pueblo desde la aldea.
—¿Sabe kurdo él también?
—Claro, mi capitán. Por aquí la mayoría de la gente sabe hablar kurdo.
—¿Cómo te llevas con él?
—No nos llevamos; hola, hola, eso es todo.
—¿Y por qué te contó que iba a matar a Hacı Settar si no sois amigos?
Halaf empalideció pensando que le acusaba de algo.
—No lo sé, mi capitán. Estábamos en el microbús. Acababa de ponerse en marcha. Yo estaba sentado atrás y el asiento de al lado estaba vacío. Entonces Şehmuz se me acercó. La verdad es que desde que trabajo en la excavación intenta hacer amistad conmigo. Delante de la estación de autobuses vimos a Hacı Settar y Şehmuz empezó a insultarle. Y yo le pregunté: «¿Por qué insultas a ese santo?» Y él se pasó todo el viaje contándome lo que quería a Rojin. Me dijo que algún día mataría a Hacı Settar.
El capitán escuchó al joven cocinero con extraordinaria atención, como si temiera que se le pudiera escapar cualquier gesto de su cara o el menor temblor en el tono de su voz.
—Muy bien —dijo cuando terminó con todo lo que tenía que preguntarle—. Gracias por tu ayuda. Ahora tómate el té. Mira, no lo has tocado. Bébetelo y que los muchachos te tomen declaración por escrito.
—Esto…, mi capitán —empezó Halaf con voz temerosa después de tomarse el té, que se había quedado helado—, Şehmuz no se enterará de que le he denunciado yo, ¿verdad?
Eşref clavó una dura mirada en el rostro preocupado del joven.
—Y si se entera, ¿qué?
—Nada, mi capitán —Halaf tragó saliva—. Pero estas gentes son como perros rabiosos, cuando menos te lo esperas, te atacan por la espalda.
Eşref frunció sus espesas cejas con suspicacia.
—¿Quiénes son «estas gentes»?
—Los hombres de Memili,
el Manco
. Şehmuz es una de sus alimañas.
—Memili,
el Manco
, también se dedica al contrabando de piezas de valor histórico. —Esra se sintió obligada a dar una explicación. Parecía incómoda por la presión a la que el capitán estaba sometiendo a Halaf—. Puede que fuera él quien provocó a Şehmuz.
—Es posible —concedió Eşref sacudiendo la cabeza. Luego se volvió hacia Halaf y añadió con una sonrisa amistosa—: No te preocupes, nadie se enterará de que has declarado.
El joven se terminó el resto del té de un trago y el capitán lo condujo al interior del edificio. Al quedarse sola en la mesa, Esra volvió la mirada al Éufrates, que fluía allá abajo siguiendo su propio ritmo. A pesar de que llevaba días en la región y de que había visto el río en múltiples ocasiones, era la primera vez que lo comparaba con el Bósforo. Parecía que hubiera retrocedido miles de años y observara el Bósforo desde alguna colina. No había nada, ni viejos palacetes de madera, ni chalets de cemento, ni restaurantes, ni cafés, ni carreteras de asfalto permanentemente atiborradas de automóviles. Sólo una corriente de agua azul que fluía entre árboles dejando un surco verdísimo. Y en medio de tanto verdor, civilizaciones que Dios sabe cuántos miles de años llevaban alzándose y desplomándose, desplomándose y alzándose…
—¿En qué piensa tan absorta? —la voz del capitán Eşref la hizo volver en sí.
—En nada —le contestó reponiéndose—. Por un instante el Éufrates me ha parecido el Bósforo.
—¿El Bósforo?
El capitán también miró el río.
—Claro que el Bósforo de hace cientos o quizá miles de años.
—Echa de menos Estambul. Yo también —luego se dio cuenta de que el vaso de Esra estaba vacío—. ¿Otro té?
—Sí, gracias —aceptó ella con una sincera sonrisa.
El capitán le hizo un gesto al soldado que esperaba a unos metros de ellos para que les trajera otros dos tés. El joven salió disparado.
—¿Tiene a alguien en Estambul? —le preguntó Esra.
—A mi madre y a mi hija —contestó Eşref. De repente se quedó ensimismado—. Mi madre vive sola en Üsküdar. Ya está bastante mayor y me da miedo que le pase cualquier cosa. Mi hija vive con mi mujer.
—¿Piensa regresar a Estambul?
Él volvió la mirada a Esra. La miró con una enorme intensidad, como si fuera a revelarle un secreto, como nunca antes la había mirado. Ella sintió que se disponía a decir algo importante y se preparó para escuchar con atención, pero él apartó repentinamente la mirada como un niño que teme que se descubra la travesura que ha cometido.
—No —dijo como evasiva—. Y usted, ¿a quién tiene en Estambul?
—A mis padres.
—¿Vive con ellos?
Esra se echó a reír.
—Vamos, capitán, me da la impresión de que me cree una jovencita que acaba de terminar la universidad. Hace tiempo que dejé a mi familia. Me casé el año que terminé la carrera, hace ya diez años de eso, y me mudé a mi propia casa. Desde entonces vivo en un piso en Küçük Çamlıca.
Una expresión vergonzosa cubrió el rostro de Eşref. Señaló con la cabeza la mano izquierda de Esra intentando disimular.
—Al no ver la alianza pensé que estaba soltera.
—Divorciada… Nos separamos hace dos años.
En ese momento el soldado trajo los tés y comenzó a recoger los vasos vacíos. Esra sacó del bolso el paquete de cigarrillos y se lo ofreció a Eşref. El capitán le echó una mirada lejana. Ella pensó que no lo aceptaría, pero él se estiró y tomó uno.
—Supongo que no pasará nada porque me fume uno —dijo colocándose el cigarrillo entre los labios.
—¿No ha fumado nunca? —le preguntó Esra sacando otro para ella.
Eşref le lanzó una mirada significativa.
—Hasta hace un año era un gran fumador. Pero los médicos me han prohibido el tabaco.