Authors: C.S. Lewis
El Enano Poggin y los niños abrieron sus bocas para vitorear, pero aquellos vítores jamás fueron dichos. Repentinamente el aire se Llenó de un zumbido de cuerdas de arcos y un silbar de flechas. Eran los Enanos los que disparaban y —por unos momentos Jill apenas daba crédito a sus ojos— disparaban contra los Caballos. Los Enanos son arqueros certeros. Caballo tras caballo fueron derribados. Ninguna de aquellas nobles Bestias alcanzó a llegar hasta el Rey.
—¡Canallas! —chilló Eustaquio, pataleando de ira—. ¡Bestiezuelas sucias, inmundas, traidoras!
Hasta Alhaja dijo: “¿Quieres que corra detrás de esos Enanos, señor, y ensarte a diez de ellos con mi cuerno a cada arremetida?” Mas Tirian, con su cara dura como la piedra, dijo: “Cálmate, Alhaja. Si vas a llorar, querida (esto a Jill) vuelve tu cara para otro lado y cuida de no mojar las cuerdas de tu arco. Y calla, Eustaquio. No regañes como una fregona. Los guerreros no regañan. Su único lenguaje es o las palabras corteses o los golpes rudos.
Pero los Enanos se burlaban de Eustaquio.
—Fue una sorpresa para ti, ¿no es cierto, muchachito? Creíste que estábamos de tu lado, ¿eh? Ni pensarlo. No queremos más Caballos que Hablan. No queremos que ni ustedes ni los otros ganen. No pueden engañarnos a
nosotros.
Los Enanos con los Enanos.
Rishda Tarkaan se encontraba todavía hablando a sus hombres, sin duda haciendo los planes para el próximo ataque y probablemente arrepentido de no haber mandado todas sus fuerzas al primero. El tambor sonaba siempre, bum, bum. Luego, para su espanto, Tirian y sus amigos escucharon, muy débil como si viniera de una gran distancia, otro tambor que respondía. Otro ejército de calormenes había oído la señal de Rishda y venía a apoyarlo. No habrías adivinado en el rostro de Tirian, que había ya perdido toda esperanza.
—Escuchen —murmuró con voz flemática—, hay que atacar ahora, antes que aquellos sinvergüenzas reciban refuerzos de sus amigos.
—Acuérdate, señor —opinó Poggin—, que aquí tenemos la buena muralla de madera del Establo a nuestras espaldas. Si avanzamos, ¿no será posible que nos rodeen y nos encontremos con puntas de espadas en medio del pecho?
—Yo diría lo mismo que tú, Enano —repuso Tirian—, si no fuera porque su plan es precisamente obligarnos a entrar al Establo. Lo más alejados que estemos de aquella mortal puerta, será mejor.
—El Rey tiene razón —dijo Largavista—. Apartémonos a cualquier precio de este maldito Establo, y del duende que lo habita.
—Sí, vámonos —dijo Eustaquio—. He llegado a odiar su sola vista.
—Bien —dijo Tirian—. Ahora miren allá a nuestra izquierda. Deben ver una gran roca que brilla como blanco mármol a la luz del fuego. Primero que nada atacaremos a esos calormenes. Tú, damisela, saldrás a nuestra izquierda y dispararás lo más rápido que puedas contra los soldados; y tú, Aguila, vuela a la derecha, directo a sus caras. Entretanto los demás cargaremos contra ellos. Cuando estemos tan cerca, Jill, que no puedas seguir disparándoles por miedo a herirnos a nosotros, regresa a la roca blanca y espera. Los otros, mantengan el oído atento, incluso en medio del combate. Tenemos que obligarlos a replegarse en pocos minutos o no lo lograremos, ya que somos menos que ellos. En cuanto yo grite “Atrás”, entonces hay que correr precipitadamente a reunirse con Jill en la roca blanca, donde tendremos protección a nuestras espaldas y donde podremos respirar un rato. Ahora, vete Jill.
Sintiéndose terriblemente sola, Jill corrió unos veinte metros, echó atrás su pierna derecha y adelantó la izquierda, y colocó una flecha en la cuerda. Hubiese querido que sus manos no temblaran tanto. “¡Ese fue un tiro pésimo!”, dijo cuando su primera flecha partió hacia el enemigo y voló por encima de sus cabezas. Pero ya tenía otra en la cuerda al segundo siguiente: sabía que era la rapidez lo que contaba. Vio algo grande y negro que se precipitaba a las caras de los calormenes. Era Largavista. Primero un hombre y luego otro soltaron su espada y ambos levantaron las manos para defender sus ojos. En seguida, una de sus propias flechas hirió a un hombre, y otra hirió a un lobo narniano que, al parecer, se había unido al enemigo. Pero llevaba apenas unos escasos segundos disparando cuando tuvo que detenerse. Con un centellear de espadas y de colmillos del Jabalí y del cuerno de Alhaja, y con fuertes ladridos de los perros, Tirian y su grupo atacaban a sus enemigos como si estuvieran corriendo una carrera de cien metros. Jill estaba asombrada de ver lo desprevenidos que parecían estar los calormenes No se daba cuenta de que esto era el resultado de su trabajo y el del Aguila. Muy pocas tropas pueden continuar mirando fijamente al frente si están recibiendo flechas en la cara por un lado y los picotea un Aguila por el otro.
—¡Oh, qué bien! ¡Pero qué bien! —gritó Jill.
El grupo del Rey se abría camino derecho en medio del enemigo. El Unicornio lanzaba hombres por el aire como tú podrías lanzar el heno con una horqueta. Hasta Eustaquio le pareció a Jill (que después de todo no sabía gran cosa sobre esgrima) que se batía brillantemente. Los Perros agarraban las gargantas de los calormenes. ¡Iba a resultar! Por fin lograban la victoria...
Con un horrible y frío terror Jill advirtió algo muy raro. A pesar de que los calormenes caían a cada golpe de espada narniano, nunca parecía disminuir su número. De hecho, eran actualmente más de los que había cuando empezó el combate. Eran más numerosos a cada segundo. Subían desde todos lados. Eran nuevos calormenes. Estos traían lanzas. Había tal cantidad de ellos, que Jill casi no podía ver a sus propios amigos. Entonces escuchó la voz de Tirian gritando:
—¡Atrás! ¡A la roca!
El enemigo había recibido refuerzos. El tambor había cumplido su tarea.
Jill ya debería estar de regreso en la roca blanca, pero en su emoción de presenciar la batalla olvidó esa parte de las órdenes. De pronto se acordó. Se volvió al instante y corrió hacia allá, y llegó escasamente un segundo antes que los demás. Por eso fue que, durante un momento, todos daban la espalda al enemigo. Se dieron media vuelta en cuanto llegaron a la roca. Sus ojos se encontraron con una escena terrible.
Un calormene corría hacia la puerta del Establo llevando algo que pateaba y forcejeaba. Cuando pasó entre ellos y el fuego pudieron ver claramente tanto la figura del hombre como la de lo que llevaba. Era Eustaquio.
Tirian y el Unicornio salieron corriendo a rescatarlo. Pero ya el calormene estaba más cerca de la puerta que ellos. Antes de que cubrieran la mitad de la distancia arrojó a Eustaquio adentro y cerró la puerta tras de él. Media docena más de calormenes había subido en pos de él. Se formaron en línea en el espacio abierto frente al Establo. No había posibilidad de acercarse ahora.
Hasta en esos momentos Jill se acordó de volver su cara hacia un lado, bien alejada de su arco.
—Aunque no pueda parar de lloriquear,
no
mojaré las cuerdas —dijo.
—Cuidado con las flechas —dijo de súbito Poggin.
Cada cual se puso su yelmo, encasquetándoselo hasta las narices. Los Perros se agazaparon detrás. Pero aunque les llegaron algunas flechas, pronto se hizo evidente que no les estaban apuntando a ellos. Griffle y sus Enanos practicaban arquería nuevamente. Esta vez disparaban con toda frialdad contra los calormenes.
—¡Sigan, muchachos! —se oyó gritar a Griffle—. Todos juntos. Con cuidado. No queremos Negritos, como tampoco queremos Monicacos, ni Leones, ni Reyes. Los Enanos con los Enanos.
Podrás decir muchas cosas de los Enanos, pero nadie puede decir que no son valientes. Podían haber huido fácilmente a algún lugar fuera de peligro. Prefirieron quedarse y matar los más que pudieran de ambos lados, excepto cuando ambos bandos eran suficientemente amables al evitarles la molestia matándose mutuamente. Querían que Narnia fuera sólo para ellos.
Lo que quizás no habían tomado en consideración era que los calormenes vestían armadura y en cambio los Caballos no habían tenido ninguna protección. Además, los calormenes tenían su líder. Rishda Tarkaan gritaba con toda su voz:
—Treinta de ustedes vigilen a esos idiotas de la roca blanca. El resto, síganme, para que les enseñemos a estos hijos de la tierra una buena lección.
Tirian y sus amigos, jadeantes todavía por el combate y agradeciendo los escasos minutos de descanso, se pusieron de pie para mirar; en tanto, el Tarkaan dirigía a sus hombres contra los Enanos. El espectáculo era bastante extraño. El fuego había ido bajando; daba mucho menos luz, y de color rojo oscuro. Hasta donde uno alcanzaba a ver, todo el lugar de la asamblea se encontraba ahora vacío, ocupado tan sólo por los Enanos y los calormenes. Con aquella luz uno no podía darse cuenta claramente de lo que estaba ocurriendo. Parecía que los Enanos libraban una buena batalla. Tirian podía oír a Griffle lanzando palabrotas y al Tarkaan gritando de cuando en cuando: “¡Agarren a todos los que puedan vivos! ¡Agárrenlos vivos! “
Como quiera que se haya desarrollado ese combate, no duró mucho. El ruido se fue desvaneciendo. Entonces Jill vio que el Tarkaan regresaba al Establo: lo seguían once hombres, arrastrando a once Enanos atados. (Nunca se supo si los otros habían sido muertos o bien habían huido).
—Arrójenlos al santuario de Tash —ordenó Rishda Tarkaan.
Y después de que los once Enanos, uno tras otro, fueron empujados de un golpe o de un puntapié dentro de aquel negro portal y la puerta se cerró nuevamente, él hizo una profunda reverencia ante el Establo, diciendo:
—Estos también son para que ardan en ofrenda a ti, señor Tash.
Y todos los calormenes golpearon con fuerza sus escudos con la parte plana de sus espadas y gritaron: “¡Tash! ¡Tash! ¡El gran dios Tash! ¡Tash el inexorable!” (Ya no decían más tonterías acerca de “Tashlan” ahora).
Los del grupito que estaba junto a la roca blanca contemplaban estos acontecimientos y murmuraban entre ellos. Habían descubierto un hilillo de agua que bajaba por la piedra y todos habían bebido con ansias, Jill y Poggin y el Rey con sus manos, en tanto que los cuadrúpedos bebieron a lengüetadas en la pocita que se había formado al pie de la roca. Era tal su sed, que les pareció la más deliciosa bebida que habían tomado en toda su vida y mientras la bebían eran perfectamente felices y no podían pensar en nada más.
—No sé por qué tengo el presentimiento —dijo Poggin de que todos, uno por uno, atravesaremos esa puerta oscura antes de mañana. Puedo imaginar cien muertes que hubiera preferido a ésta.
—Realmente es una puerta siniestra —dijo Tirian—. Más parece una boca.
—¡Oh!, ¿no podemos hacer
algo
para acabar con esto? —exclamó Jill con voz temblorosa.
—Nada, leal amiga —dijo Alhaja, acariciándola suavemente con su nariz—. Puede que ésta sea para nosotros la puerta hacia el país de Aslan y que debamos cenar en su mesa esta noche.
Rishda Tarkaan volvió la espalda al Establo y caminó lentamente hasta pararse al frente de la roca blanca.
—Escuchad —dijo—. Si el Jabalí y los Perros y el Unicornio vienen a mí y se entregan a merced mía, perdonaré sus vidas. El Jabalí irá a una jaula en el jardín del Tisroc, los Perros a los caniles del Tisroc, y el Unicornio, una vez que le hayamos extirpado el cuerno, tirará un carro. Pero el Aguila, los niños y aquel que fue Rey, serán ofrendados a Tash esta noche.
Por respuesta sólo recibió gruñidos.
—A ellos, guerreros —dijo el Tarkaan—. Maten a las bestias, pero traigan a los de dos piernas con vida.
Y entonces comenzó la última batalla del último Rey de Narnia.
Lo que la hacía casi perdida, incluso aparte del número de enemigos, eran las lanzas. Los calormenes que habían apoyado al Mono desde el principio no tenían lanzas; eso se debía a que habían llegado a Narnia de a uno o de a dos, simulando ser pacíficos mercaderes y, por supuesto, no habían llevado sus lanzas, pues una lanza no es algo que puedas esconder así no más. Los de ahora debían haber llegado más tarde, después de que el Mono hubo afianzado su posición y ellos pudieron hacer su marcha abiertamente. Las lanzas marcaban toda la diferencia. Con una lanza larga tú puedes matar a un Jabalí antes de que éste te alcance con sus colmillos, y a un Unicornio antes de que te alcance su cuerno; siempre que seas extremadamente rápido y no pierdas la cabeza. Las rectas lanzas rodeaban ya a Tirian y a sus últimos amigos. Al minuto siguiente todos luchaban con desesperación.
Hasta cierto punto no fue tan terrible como podrías pensar. Cuando estás usando al máximo cada músculo, agachándote bajo una punta de lanza por aquí, dando un salto por allá, arremetiendo, retrocediendo, dándote vuelta, no te queda mucho tiempo para sentirte ni asustado ni apesadumbrado. Tirian sabía que ya no podía hacer nada por los demás; estaban todos perdidos. Vagamente vio al Jabalí caer a uno de sus costados, y a Alhaja que peleaba furiosamente al otro. Por el rabillo del ojo vio, pero solamente vio, a un enorme calormene que tiraba del pelo a Jill hacia alguna parte. Pero apenas pensaba en cualquiera de estas cosas. Su único pensamiento era vender su vida lo más caro que pudiera. Lo peor de todo era que no podía mantener la posición en que había estado al comienzo bajo la roca blanca. Un hombre que pelea con una decena de enemigos al mismo tiempo debe arriesgarse cada vez que puede; debe atacar en cuanto ve a su enemigo bajar la guardia de su pecho o cuello. Unos pocos golpes pueden distanciarte considerablemente del sitio donde estabas al principio. Pronto Tirian se dio cuenta de que se alejaba más y más a la derecha, acercándose al Establo. Tenía una vaga idea en su mente de que había alguna buena razón para mantenerse apartado de allí. Pero ya no recordaba cuál era esa razón. Y como sea, no podía evitarlo.
De repente comprendió todo claramente. Se encontró combatiendo con el mismo Tarkaan. La fogata (lo que quedaba de ella) estaba justo al frente. De hecho se encontraba peleando en el propio portal del Establo, pues éste estaba abierto y dos calormenes sujetaban la puerta, listos para cerrarla de un portazo en cuanto él estuviese dentro. Ahora recordó todo, y se dio cuenta de que el enemigo lo había estado acercando al Establo a propósito desde el comienzo del combate. Y mientras pensaba esto, luchaba con el Tarkaan encarnizadamente.
Una nueva idea se le vino a la cabeza. Dejó caer su espada, se lanzó por debajo de la curva de la cimitarra del Tarkaan, cogió a su enemigo del cinturón con ambas manos, y saltó hacia atrás dentro del Establo, gritando: