Authors: C.S. Lewis
Esto fue una gran ventaja, pues de otro modo, ahora que no había estrellas en el cielo, todo habría quedado en la más completa oscuridad y no podrías ver nada. En cambio así, la multitud de estrellas a su espalda daba una luz intensa y blanca por encima de sus hombros. Ante ellos podían ver kilómetros y kilómetros de bosques narnianos que parecían estar iluminados por focos. Cada matorral y casi cada hoja de hierba tenía su sombra negra detrás. El borde de cada hoja se alzaba tan afilado que podrías creer que te ibas a cortar un dedo en él.
Sobre el pasto, delante de ellos, caían sus propias sombras. Pero lo grandioso era la sombra de Aslan. Ondeaba a la izquierda de los demás, enorme y muy terrible. Y todo esto bajo un cielo que no tendría nunca más estrellas.
La luz detrás de ellos (y algo a su derecha) era tan fuerte que iluminaba hasta las laderas de los páramos del Norte. Algo se movía allá. Enormes animales se arrastraban y bajaban deslizándose hacia Narnia: descomunales dragones y gigantescos lagartos y aves sin plumas con alas que se parecían a las alas de los murciélagos. Desaparecieron dentro de los bosques y durante unos pocos minutos reinó el silencio. Luego vinieron, al comienzo desde muy lejos, ruidos de lamentos y después, de todos lados susurros y ruidos de pasos ligeros y aleteos. Se acercaban más y más. Pronto ya podías distinguir el correteo de piececitos del pisar de grandes patas, y el claclac de ligeros y pequeños cascos del tronar de los grandes. Y luego pudieron verse miles de pares de ojos que brillaban. Y, por fin, saliendo de la sombra de los árboles, corriendo a matarse cerro arriba, por miles y por millones, llegaron toda clase de criaturas: Bestias que Hablan, Enanos, Sátiros, Faunos, Gigantes, Calormenes, hombres de Archenland, Monópodos, y extraños seres extraterrestres de las islas remotas o de las desconocidas tierras del Oeste. Y todos subieron hasta el portal donde se encontraba Aslan.
Esta parte de la aventura fue la única que les pareció más bien un sueño en esos momentos y la más difícil de recordar correctamente después. Especialmente, uno no podía asegurar cuánto tiempo había transcurrido. A veces parecía haber tardado apenas unos escasos minutos, pero otras veces parecía que había durado por años. Obviamente, a menos que o bien la puerta hubiera crecido inmensamente o las criaturas se hubieran achicado como un mosquito, una cantidad de gente como ésa jamás habría podido intentar siquiera pasar a través de ella. Pero en esos momentos nadie pensaba en cosas de ese estilo.
Las criaturas llegaban a toda prisa, con sus ojos cada vez más brillantes a medida que se aproximaban al grupo de Estrellas. Mas en cuanto llegaban frente a Aslan, una de estas dos cosas les ocurría. Todos lo miraban directamente a la cara; no creo que tuvieran otra alternativa. Y cuando lo miraban, en algunos la expresión de sus rostros cambiaba terriblemente reflejando miedo y odio, excepto que, en las caras de las Bestias que Hablan, ese miedo y ese odio duraba sólo una fracción de segundo. Te dabas cuenta de que súbitamente dejaban de ser Bestias
que Hablan.
Eran simples animales corrientes. Y todas las criaturas que miraban a Aslan de esa manera se desviaban hacia su derecha, a la izquierda de Aslan, y se perdían dentro de su inmensa sombra negra, la cual (como has oído) ondeaba a la izquierda del portal. Los niños no los volvieron a ver más. No sé qué les habrá sucedido. Mas otros miraban el rostro de Aslan y lo amaban, a pesar de que algunos estaban aterrados a la vez. Y todos entraron a la puerta, a la derecha de Aslan. Había algunos especímenes muy curiosos en medio de ellos. Eustaquio reconoció incluso a uno de los mismos Enanos que habían ayudado a matar a los Caballos. Pero no tuvo tiempo de admirarse de esta suerte de cosas (y además no era asunto suyo), porque una inefable dicha borraba todo lo demás de su pensamiento. Entre las felices criaturas que ahora se agrupaban en torno a Tirian y sus amigos, estaban todos aquellos que creyeron muertos. Allí estaban el Centauro Perspicaz y el Unicornio Alhaja y el buen Jabalí y el buen Oso y el Aguila Largavista y los queridos Perros y Caballos y Poggin, el Enano.
“¡Más adentro y más arriba! “, gritó Perspicaz y se oyó el tronar de su galope hacia el Oeste. Y aunque no lo comprendieron, sus palabras, no sé por qué, quedaron retintineando por todos lados. El Jabalí les gruñó alegremente. El Oso estaba listo para musitar que todavía no entendía nada, cuando divisó los árboles frutales detrás de ellos. Se fue contoneando hasta aquellos árboles lo más rápido que pudo y ahí, sin duda, encontró algo que entendió perfectamente bien. Pero los Perros se quedaron, moviendo la cola, y Poggin se quedó saludando a todos y con una gran sonrisa en su cara tan franca. Y Alhaja inclinó su cabeza blanca como la nieve por sobre el hombro del Rey y el Rey murmuró algo en el oído de Alhaja. En seguida todos volvieron nuevamente su atención a lo que alcanzaban a ver por el portal.
Los dragones y los lagartos gigantes tenían ahora toda Narnia para ellos. Iban de acá para allá arrancando de raíz los árboles y masticándolos como si fuesen varillas de ruibarbo. Minuto a minuto veías desaparecer las selvas. Todo el país quedó desierto y podías ver toda suerte de cosas en su superficie, todas las pequeñas protuberancias y cavidades que nunca habías notado antes. El pasto se secó. Pronto Tirian se encontró mirando un mundo de rocas y tierra desnuda. Casi no podías creer que algo hubiese alguna vez tenido vida allí. Los mismos monstruos envejecieron y se echaron y murieron. Su carne se consumió y aparecieron los huesos: muy luego fueron únicamente inmensos esqueletos que yacían aquí y allá sobre la roca yerta, y parecía que habían muerto miles de años atrás. Durante mucho tiempo todo quedó en silencio.
Finalmente algo blanco —una larga y pareja línea de blancura que resplandecía a la luz de las estrellas paradas— vino moviéndose hacia ellos desde el confín oriental del mundo. Un potente ruido rompió el silencio: primero un murmullo, luego un estruendo, después un rugido. Y ahora pudieron ver qué era lo que venía, y cuán veloz venía. Era una espumante muralla de agua. El mar estaba subiendo. En aquel mundo sin árboles podías verlo muy bien. Podías ver que todos los ríos se ensanchaban y los lagos crecían y los lagos que estaban separados se juntaban, y los valles se convertían en nuevos lagos, y los cerros se convertían en islas, y luego esas islas desaparecían. Y los altos páramos a su izquierda y las más elevadas montañas a su derecha se derrumbaron y cayeron con gran fuerza y estruendo en una montaña de agua; y el agua llegó formando remolinos hasta el umbral de la puerta (pero no pasó de allí) haciendo que la espuma salpicara alrededor de las patas delanteras de Aslan. Y ahora todo era una sola superficie de agua desde donde ellos se hallaban hasta donde el agua se juntaba con el cielo.
Y allá afuera empezó a clarear. Una raya de triste y desastroso amanecer se extendió a lo largo del horizonte y se fue ensanchando y haciéndose más brillante, hasta que finalmente apenas advertían la luz de las estrellas ubicadas detrás de ellos. Finalmente salió el sol. Cuando lo hizo, el Señor Dígory y la Señora Polly se miraron uno al otro e hicieron un gesto de asentimiento: los dos, en un mundo diferente, vieron una vez un sol moribundo, de modo que supieron al instante que este sol también estaba muriendo. Era tres veces, veinte veces más grande de lo normal, y de color rojo oscuro. Cuando sus rayos cayeron sobre el gran Gigante Tiempo, éste se puso rojo también; y con el reflejo de ese sol todo aquel desierto de aguas sin playas pareció ser de sangre.
Luego salió la luna, en una posición absolutamente anormal, muy cerca del sol, y también se veía roja. Y al verla el sol comenzó a arrojarle grandes llamaradas como bigotes o serpientes de fuego carmesí. Parecía que fuera un pulpo tratando de atraerla hacia él con sus tentáculos. Y a lo mejor lo logró. Como sea, ella fue hacia él, lentamente al principio, pero después cada vez a mayor velocidad, hasta que por último las largas llamas la envolvieron y los dos empezaron a girar juntos y se transformaron en una descomunal bola semejante a un carbón ardiente. Grandes masas de fuego iban cayendo de la bola al mar, levantando nubes de vapor.
Entonces Aslan dijo:
—Hazlo terminar ya.
El gigante arrojó su cuerno al mar. Luego extendió un brazo, que se veía muy negro y de miles de metros de largo, a través del cielo hasta que su mano alcanzó al sol. Tomó el sol y lo exprimió como tú podrías exprimir una naranja. Y al instante se hizo la oscuridad total.
Todos, excepto Aslan, dieron un salto hacia atrás por el aire glacial que empezó a soplar a través del portal. Sus bordes se cubrieron de carámbanos.
—Pedro, gran Rey de Narnia —dijo Aslan—. Cierra la puerta.
Pedro, tiritando de frío, se inclinó hacia afuera en la oscuridad y tiró de la puerta. La puerta chirrió sobre el hielo al empujarla. Luego, torpemente (porque en ese momento tenía las manos entumecidas y amoratadas) sacó una llave de oro y con ella la cerró.
Habían visto bastantes cosas extrañas a través de aquel portal. Pero más extraño que todo eso fue mirar a su alrededor y encontrarse a la tibia luz del día, con el cielo azul sobre sus cabezas, flores a sus pies y la risa en los ojos de Aslan.
Se volvió con rapidez, se agazapó, se azotó alegremente con su propia cola y salió disparado como una flecha dorada.
—¡Vengan más adentro! ¡Vengan más arriba! —gritó por encima del hombro. Pero ¿quién podía seguirle el paso? Echaron a andar hacia el oeste, en pos de él.
—Así, pues —dijo Pedro—. La noche cae sobre Narnia. ¡Cómo es eso, Lucía! ¿No me digas que estás
llorando?
¿Con Aslan adelante y todos nosotros aquí?
—No trates de impedírmelo, Pedro —repuso Lucía—. Estoy segura de que Aslan no lo haría. Estoy segura de que no está mal lamentarse por Narnia. Piensa en todo lo que ha quedado muerto y helado detrás de esa puerta.
—Sí, y yo esperaba —agregó Jill— que podría durar para siempre. Sabía que
nuestro
mundo no podía durar. Pensé que Narnia sí.
—Yo la vi nacer —dijo el Señor Dígory—. No creí que viviera para verla morir.
—Señores —intervino Tirian—. Hacen bien las damas en derramar sus lágrimas. Vean que yo también lloro. He presenciado la muerte de mi madre. ¿Qué otro mundo he conocido yo fuera de Narnia? No sería una virtud sino una gran descortesía si no la llorara.
Se alejaron de la puerta y de los Enanos que seguían sentados muy juntos en su Establo imaginario. Y mientras caminaban conversaban sobre las antiguas guerras y la antigua paz y los antiguos Reyes y todas las glorias de Narnia.
Los Perros todavía iban con ellos. Intervinieron en la conversación pero no demasiado, porque estaban ocupados en sus correteos hacia adelante y hacia atrás y se abalanzaban a oler los aromas del pasto hasta que los hizo estornudar. De súbito descubrieron una huella que pareció excitarlos muchísimo. Empezaron a discutir qué era: “Sí, si es... No, no es... Eso es lo que yo dije... Cualquiera puede oler lo que es... Saca tu narizota de en medio y deja que los demás puedan oler”.
—¿Qué es, queridos amigos? —preguntó Pedro.
—Un calormene, señor —dijeron varios Perros al unísono.
—Guíennos a él, entonces —dijo Pedro—. Así sea que venga en son de paz o de guerra, será bienvenido.
Los Perros partieron disparados y volvieron un minuto después corriendo como si su vida dependiera de esta carrera y ladrando ruidosamente para decir que era en realidad un calormene. (Los Perros que Hablan, al igual que los comunes, actúan como si pensaran que cualquiera cosa que estén haciendo es inmensamente importante).