La última tribu (15 page)

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Authors: Eliette Abécassis

Tags: #Intriga

BOOK: La última tribu
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»Pero ahora lo más urgente son las armas de destrucción masiva con fines terroristas y de terrorismo nuclear. En ese terreno, espero conseguir todavía más informaciones, como qué productos son los más susceptibles de utilización, cómo podrían obtenerlos los terroristas y a través de qué medios podrían lanzarlos sobre los objetivos designados. ¿Se han utilizado ya, o amenazado utilizar, esas armas? Si nunca ha habido una amenaza o un atentado, ¿para qué se están preparando? ¿Qué buscan? A juzgar por lo que se observa actualmente en el mundo y por la evolución reciente de los actos terroristas, es posible que utilicen agentes químicos o biológicos. Forman parte de grupos terroristas que podrían sentirse muy inclinados a recurrir a esos medios.

—Pero dices que Ono se ha convertido al budismo… El budismo ofrece un código moral fundado en la compasión y la no violencia, y no exige en el discípulo la fe, como ocurre en el cristianismo.

—Para Ono, la práctica de la meditación budista se asemeja a la actitud de los cazadores acechando a sus presas, a la de quienes meditan físicamente inmóviles y mentalmente concentrados.

—¿Piensas que Ono quiere servirse del budismo para crear escuelas y formar adeptos que extiendan su religión?

—Exactamente.

—No puedes quedarte sola aquí, Jane. No puedo permitirlo. He venido a buscarte para llevarte conmigo, para estar juntos los dos. Quiero llevarte lejos de aquí, quiero que nos vayamos ahora, enseguida, cuando todavía estamos a tiempo.

—Es imposible, Ary. Tengo que continuar mi misión.

—¿Por qué en Jerusalén no me dijiste que te ibas? ¿Por qué no me diste noticias tuyas? ¿Por qué me dejaste sin una palabra? ¿Has pensado en lo que yo podía sentir?

—No tenía derecho a hacerlo, Ary. Es una misión ultrasensible. No pensé que vendrías hasta aquí.

—Tu misión. ¿No hay nada más que cuente para ti? ¿Y yo? ¿Es que no soy más importante que tu misión? ¿Ya no te acuerdas?

—Claro que sí, Ary. Pero también hay…

—¿Qué?

—El mundo que nos rodea, que va tan mal. Estos peligros terribles. Fuiste tú precisamente quien me habló de nuestra responsabilidad en relación con el mal, ¿no es así?

—Shimon me ha enviado…

—Lo sé. Y además, tú no me habrías dejado ir, ¿no es así?

—Pero Jane, ¿cómo habría podido? Te amo. Quiero que vuelvas conmigo. No quiero investigar más. Quiero vivir contigo.

—De momento es imposible.

—No puedo dejarte aquí, sola, en peligro —continué, sin escucharla—, y además en una casa de geishas…

—Es mi trabajo.

—¿Tu trabajo? Pero ¿en qué consiste tu trabajo?

—Ary —murmuró—, baja la voz…

Me di cuenta de que gotitas de sudor perlaban sus sienes. Sus manos temblaban ligeramente, como también sus párpados.

—Jane, ¿estás segura de que te encuentras bien? —dije tomándole las manos, húmedas.

—Sí, sí, muy bien. No duermo bien, últimamente. Tal vez me siento un poco fatigada.

La miré, horrorizado.

—¿Fatigada? ¿Por qué?

Su mirada se endureció de pronto.

—Escucha, Ary, no te lo he contado todo sobre mí. Soy…

Un escalofrío me recorrió la espalda.

—¡Eres una prostituta! Jane…

La miré sin comprender, sin querer comprender lo que, por su parte, habían comprendido ya las palabras que habían salido de mi boca.

Lívido, salí de la habitación, mientras Jane intentaba retenerme. De nuevo nos cruzamos en el pasillo con el hombre tuerto que vacilaba, y enseguida, como si le temiera, Jane volvió a entrar en la habitación.

Dejé la casa dormida en la noche, corrí por las calles a la débil luz del amanecer, a la deriva por las calles de Kioto, fuera del barrio de Gion, fuera de aquella ciudad maldita, de aquella mujer; corrí hasta que mis piernas se negaron a sostenerme.

Me había quedado mudo ante aquel desastre, aquel descubrimiento aterrador, ante la extensión del mundo tenebroso en que la propia Jane había quedado sumergida, hundida, perdida, tragada. Yo había caminado, corrido tras ella hasta muy lejos, había deseado amarla siempre, lo había abandonado todo, lo había dado todo por ella, hasta mi Dios, todo lo había sacrificado en el altar del Amor, y ella era la traidora que reinaba sobre el imperio del mal, ella era la reina de las sombras.

¡Oh, Jane! Ahora lo comprendía todo, sí, ahora sabía por qué se había marchado sin decir nada, porque cómo decir lo indecible; sabía por qué se había ido sin una palabra, sin un gesto, sin una señal: porque ella sabía la vergüenza que le esperaba.

Me sentí sumido en un abismo de desesperación, de duda, y la había seguido hasta su madriguera. Ella lo había destrozado todo, saqueado todo, ¿cómo vivir, ahora? Mientras nos amábamos, le pregunté si ella me amaba, y después del amor le hablé del amor, le dije que la amaba.

Nada de todo ello contaba; ahora sólo quería quedarme solo y marcharme, y recordar el momento fulgurante en que la había amado, tanto que habría podido morir de amor.

Nada de todo ello existía ya, nada tenía importancia, y me sentía incapaz de levantarme de nuevo, porque aquello era el fin del amor. Era el fin y yo iba a desaparecer.

Recordé aquella noche y la mañana que la siguió, mis ojos sonrieron después de la noche, pequeño eclipse de sueño, mis ojos se asombraron al verla despertar, felices, prendados, y el Amor sonrió, feliz en su reposo, orgulloso y sereno, sonrisa de lado, sonrisa de frente, sonrisa por nada, placer de la felicidad y placer de la vida, era el Amor el que sonreía, mis ojos en los suyos, mi cuerpo contra el suyo, en medio el Amor que sonreía. Lo recuerdo, oh sí, lo recuerdo muy bien.

Fui hasta ella, le dije: «No hay nada más que tú en el mundo, ninguna otra cosa, ninguna otra persona más que tú, y todo el resto no es sino dolor, materia, vacío, lentitud, torpeza, separación de ti y de mí, no hay nada más que tú, tú eres el objeto de mi pensamiento único, tú me apasionas, me preocupas, me inquietas, yo te quiero, te espero, no hay nada más que tú en esta espiral, estás tú, y es todo.»

Y ahora no había sino noche, oscura, abundante, cortante, había la noche temible, y yo tenía miedo, miedo de la negrura, miedo de mí, había la noche y yo estaba solo. Mi corazón desterrado recordaba su historia. Recordaba, oh tristeza.

Ayer pensaba: «nos hemos reunido, no nos separaremos más», y hoy era un extraño en la noche, un desconocido frente a una desconocida, y aquel amor era un feto, un aborto, un juego tal vez.

Estaba solo en el abismo de la noche.

Así partí a la carrera lejos de Jane, hija de Satán, prostituta que entregaba su cuerpo por la CIA, es decir por su trabajo, o por no sé qué. Jane, a la que amaba por encima de todo, a la que amaba más que nunca y a la que odiaba como nunca había odiado a nadie.

Al amanecer me encontré vagabundeando, huraño, por un Kioto envuelto en niebla. Sin haberlo decidido, mis pasos me condujeron hasta el templo del maestro. Entré en el santuario sin saber muy bien por qué, sin siquiera pensar que buscaba un refugio. Reinaba el silencio en la gran estancia oscura, iluminada por algunas velas, el incienso humeando. La atmósfera digna y calmada de aquel lugar, llena de serenidad, no me apaciguó.

El maestro estaba sumido en la meditación, solo. Pasó largo rato antes de que alzara sus ojos para mirarme.

—Eres un caballo insaciable, Ary Cohen. Día y noche, olvidas cuidar de tu espíritu. Por esa razón te he hecho esperar las veces anteriores, antes de recibirte. Para que estuvieras tranquilo, para que no olvidaras tu espíritu, cuando te comportabas igual que un caballo irascible.

—Ay —dije—, ¿qué puedo hacer? ¿Qué voy a hacer ahora?

—¿No te había dicho que deberías practicar el Arte del Combate?

—No, no quiero combatir, quiero caminar sin rumbo, o tal vez regresar a mi casa y abandonarlo todo.

—¿A tu casa? ¿Sabes siquiera dónde está?

Sonreí; en efecto, no había ninguna «mi casa». No tenía ningún lugar, ni a nadie, que poder llamar mío.

—Debes ser fuerte para recuperarte. Crees haber llegado al límite de tus fuerzas, pero no es así, Ary Cohen, no es así en absoluto. El verdadero blanco al que debes apuntar es tu propio corazón.

—Mi corazón está herido. Desgarrado.

—¿Deseas curarlo?

—No creo que eso sea posible.

—Vamos, vamos, hablas así porque lo ignoras todo acerca de nuestra vía hacia la curación. Es la vía del corazón…

—Pero no había mencionado de qué combate se trataba. El más terrible, el más duro, el más inesperado.

—El combate supremo: el combate contra ti mismo.

Se acercó a mí. Sus ojos negros me examinaron. Su quimono blanco bañaba de una luz casi transparente su fina piel. Colocó la mano en mi hombro y una especie de corriente eléctrica recorrió mi espina dorsal.

—Has de aprender a conocerte —dijo—. Y para eso has de aprender a dominar tu cuerpo. Si te colocas en armonía con el pequeño universo que es tu cuerpo, éste estará en armonía con el cosmos. Para ello, el comienzo está en la verdadera concentración. La Vía del Combate es convertir el corazón del universo en tu propio corazón, lo que significa estar unido al centro del universo.

—Si conozco mi cuerpo, ¿me conoceré a mí mismo?

—A ti mismo… ¿Por qué hablas de «ti mismo»? No te encontrarás de verdad si antes no te pierdes. Cuando hay un ego, hay un enemigo. Cuando no hay ego, no hay enemigo.

—¿Cómo abandonar el ego?

—¿Qué es el ego? ¿La nariz, el corazón, los oídos, el cerebro? No es posible detener el corazón, y si se quiere dejar de pensar, los pensamientos igual surgen. Se vive por interdependencia. Cuando uno está sujeto a sí mismo, no puede ser feliz.

Me tomó del brazo y me condujo hasta el espejo suspendido sobre el tatami, junto a la entrada. Vi su reflejo y el mío. Él estaba en calma, sus rasgos finos no transparentaban otra cosa que una especie de bondad plácida, y en los míos no se veía otra cosa que el tormento, un alma sufriente.

—En el reflejo del espejo aparece la forma de tu rostro. Te reflejas a ti mismo, puedes ver y comprender tu espíritu, conocer tu verdadero yo.

Sonreí al oír sus consejos, tan sencillos en apariencia y tan difíciles de aplicar.

—¿Hay alguien que realmente conozca el espíritu, en este mundo?

—Quien alcanza el desasimiento llega a desembarazarse de todas las aflicciones, que no son sino las del espíritu.

—Me gustaría llegar a desasirme. Por desgracia, es imposible. No me siento capaz.

—Quererlo es el medio más seguro de no conseguirlo. No, primero hace falta que tomes conciencia de ti mismo, que aprendas a descubrirte. Sea cual sea la extensión de tus conocimientos, si no te conoces a ti mismo, no sabrás nada del mundo ni de los demás, y entonces será cuando verdaderamente perderás tu tiempo.

—Yo creía conocerme. Creía ser un guerrero, y era un monje. Creía ser un monje, y era el Mesías. Creía ser el Mesías, y soy un hombre… ¡Creía amar a una mujer, y la detesto!

—Quienes no se conocen en profundidad critican a los demás desde el punto de vista de su yo inculto. Admiran a quienes les adulan y detestan a quienes les critican. A causa de sus prejuicios, acaban por volverse irascibles, como tú, roídos por la cólera y prisioneros de los sufrimientos que se infligen a sí mismos. Si los demás te parecen malvados, ¿por qué deseas serles agradable? Sólo quienes han conseguido superar los prejuicios no rechazan a los demás, de modo que éstos, a su vez, pueden acogerlos.

Me volví hacia él.

—Así pues —dije—, ¿estudiar su ciencia es estudiarse asimismo?

—Y estudiarse a sí mismo es olvidar el yo. Olvidar el yo es despertar a todas las cosas.

—Entonces, dígame, maestro, ¿cómo puede uno conocerse a sí mismo?

Se acercó a mí, y mirándome al fondo de los ojos murmuró:

—Nuestras ideas y nuestros sentidos son semejantes a bandidos que han robado nuestro espíritu original y son frutos de nuestro propio pensamiento. Debes dejar de ser común, Ary Cohen. Debes dejar de tomar la ilusión por la realidad, y de adoptar la actitud de quien se fija en las apariencias, y de ese modo engendra la cólera, la incomprensión y las necesidades enfermizas. Estás demasiado ocupado en generar toda clase de aflicciones psicológicas; y es porque has perdido el espíritu original. Por esa razón eres incapaz de la menor concentración, y por eso eres un juguete de tu propio pensamiento. Como careces de todo apoyo psicológico, te has convertido en una persona triste y melancólica; como estás sujeto a las apariencias, vagas por el mundo sin destino y, sobre todo, sin comprender.

—Maestro —dije, y me sorprendí de estar llamándole así, por el nombre que daba a mi rabí de la época en que era un hasid—, ¿qué debo hacer? ¿Qué debo hacer para practicar?

—No necesitas sabiduría ni talento, y todo lo que sabes te resultará un estorbo.

—¿Debo convertirme en un guerrero?

—Un guerrero, sí, pero el guerrero último. El guerrero que mata a la propia muerte. Entonces conocerás la perfección. Detendrás los sufrimientos de los demás, proseguirás tu misión, y finalmente encontrarás la paz.

—Maestro, ahora estoy tranquilo, déme una lección y la recibiré.

Me observó largamente, como juzgando si era apto pare recibir una lección suya. Y yo le miré, intentando captar su mirada y resistir el deseo de bajar la mía delante de su fulgor, su perseverancia y clarividencia.

Sólo entonces, vi.

Llevaba una túnica de lino blanco y, sobre ésta, un chal con franjas de ocho hilos y cuatro nudos. Sobre su cabeza había una cajita negra. A su lado se encontraba el cuerno de un animal.

—Maestro, ¿qué ritos está usted realizando? ¿Practica esos ritos por mí?

—Son nuestros ritos.

—¿Cómo? Pero ¿esas filacterias, esas franjas, ese chofar? ¿Ese chal de oración y ese vestido de lino blanco, el de nuestros sumos sacerdotes?

—Son nuestros ritos, Ary Cohen.

—¿Vuestros ritos?

Lo miré perplejo; ¿acaso estaba gastándome una broma? Pero no, parecía serio, tranquilo y sosegado.

—¿Qué quiere decir eso? ¿Cuál es vuestra doctrina? ¿Cuáles son vuestros ritos?

—Carecemos de objetos sagrados. Los del budismo y el cristianismo impresionan más, así como su arquitectura. Nosotros los sintoístas no tenemos nada de todo eso. Nuestras casas de oración son muy sencillas si se las compara con el Vaticano de Roma, o con las catedrales… Nuestro vino sagrado es el sake. El alimento y la bebida son componentes necesarios de nuestro ritual, con la música y la danza, que celebran la vida. Eso es todo.

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