La última tribu (3 page)

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Authors: Eliette Abécassis

Tags: #Intriga

BOOK: La última tribu
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¡Oh, amigos, si supieseis! Mi lengua se trabó, la letra no llegó, y me volví hacia Jane en el momento de decir, después de la
Yod
y la

, la
Vav
; y ésta se alargó misteriosamente y se convirtió en
Noun
. Y dije:
Yohan
, Jane.

Y de pronto llegó la evidencia: yo no quería encontrar a Dios, quería encontrar a la que tenía ese nombre, a Jane. Quería amarla como se ama a Dios, porque es así como se ama. Desde que nos conocimos, ella me había buscado, luego fui yo quien la siguió y la perdió, y creí buscar a Dios cuando era a ella a quien quería, con todo mi corazón, con toda mi alma, con toda mi voluntad y todo mi poder. Pero la mujer a la que amaba estaba allí, detrás de mí, y por eso cedí a la llamada de su nombre y su nombre vino a mis labios: «Jane.»

Jane y yo partimos, unidos en aquella noche, en la Jerusalén dormida después de los combates de la víspera. Solos. Lejos de todos, éramos. La tomé en mis brazos y le di un beso de amor, ella me lo devolvió y nuestros alientos se mezclaron, nuestros cuerpos se tocaron mediante una gran caricia, así sea. La amé en su verdad, su dulzura, su carne y su espíritu. En mis miradas ella estaba presente, en sus ojos yo era consciente, yo nacía y ella surgía a la vida, y yo descubrí la existencia que es amor. Y yo le dije: «Que el Eterno te guarde. Que Él te cubra con su diestra. El día, el ardor del sol, no te quemará, y la noche, el frescor de la luna, no llegará hasta ti.»

Al día siguiente, las campanas repicaban en Jerusalén y yo dormía. Junto a mí no había nadie. ¿Había soñado? No estaban su fino rostro de pómulos altivos, sus ojos oscuros y su cabello rubio apenas revuelto por el sueño, su boca de labios escarlata, no estaba la sonrisa de Jane ni sus ojos en los que yo veía el reflejo de mi rostro, sus ojos en los que yo me amé por amor. Yo tenía una barba corta, poco espesa, que ocultaba mis pómulos salientes, una boca de labios finos y ojos azules protegidos por unas gafas redondas. Mis músculos destacaban en la piel porque había ayunado mucho cuando me volví hacia la religión, y en el reflejo de sus ojos me veía bello y delicado, me amaba a través de su mirada.

Quería tomarla entre mis brazos, envolverla en mi abrazo, pero no había nadie; sólo el aura del sol en las sábanas blancas, sólo su luz sobre la Jerusalén febril, sólo la ventana entreabierta por la que entraba una suave brisa. Pero mi amiga había desaparecido.

Pocos días después llamaron a mi puerta, y era Shimon que venía a verme a mi habitación. Como un ángel anunciador, me reveló que Jane había marchado a Japón. Sin una palabra, sin un hasta la vista, sin un adiós. Se había marchado.

Pero él sabía, y yo también, que iría a buscarla allá donde estuviese, al fin del mundo, a la bóveda celeste o a las profundidades del infierno, iría a buscarla. Así sea.

Después de la entrevista con Shimon viajé a Qumrán. Subí al autobús que seguía la ruta que, partiendo de Jerusalén, desciende serpenteando al desierto de Judea. Eran las primeras horas de la tarde, la luz era fuerte y el sol caía a plomo, pero el paisaje desierto era suave y las sombras subrayaban las formas redondeadas de sus valles y oquedades, como en un paisaje campestre.

Yo amaba sus colinas salpicadas de arbustos y tiendas de beduinos, los matices de color, beis, ocre, pajizo. Amaba el desvío que salía de la carretera formando una abrupta pendiente, siempre sentía deseos de tomarlo, como si fuera a llevarme a un lugar aún más lejano, aún más secreto. Siempre regresaba a este desierto de Judea, provisto de una sombra de vegetación, de algunos rebaños y de dátiles multicolores, como si me llamara la orilla, como el marino que regresa siempre al mar. Admiraba esa gran inmersión hacia el punto más bajo del mundo, y la sensación de que el tiempo se detiene o retrocede cuando los oídos se taponan y la vista se nubla. Polvo del desierto: el único que envuelve con un manto cálido los corazones más fríos.

Sin embargo, en esa ocasión regresaba a Qumrán con el corazón atenazado por mil pensamientos, atormentado como la uva prensada, como el vino que se escurre en el lagar. ¿Qué significaba la misión de Jane en Japón? ¿Qué esperaba Shimon de mí? Y ¿qué escondía ese hombre asesinado dos mil años atrás? ¿Cuál era el objetivo que perseguía un hombre de acción, pragmático y eficaz como Shimon Delam? ¿Qué contenía el manuscrito encontrado junto al cuerpo, y quién lo había llevado allí, tan lejos de Israel, que era al parecer su procedencia? ¿Se trataba de un manuscrito hebreo auténtico?

Finalmente, el autobús me dejó al borde de la carretera, no lejos de Qumrán, frente a una tienda delante de las ruinas del antiguo asentamiento esenio, punto de partida de las visitas turísticas. De aquel lugar arrancaba un acantilado de piedra caliza, en el reborde de la meseta del desierto de Judea, a una cincuentena de metros por encima de la orilla del mar Muerto. En ese lugar están las cuevas en que fueron encontrados los pergaminos de los esenios, mezclados con la marga caída del techo: centenares de manuscritos en ánforas conservadas intactas por el paso inexorable del tiempo.

Emprendí a pie el camino que únicamente conocen los esenios, el que conduce a las cuevas que sólo ellos habitan, en las anfractuosidades secretas del acantilado. Hacía mucho calor y el viento barría el paisaje. Bajo su soplo seco y ardiente, subí los escalones naturales que llevan a la cima del acantilado y, al ascender, vi a lo lejos el mar Muerto, con las montañas de Moab envueltas en la bruma y los cristales de sal brillando con mil luces, atenuados sus contornos por las pequeñas olas blancas ante los caminos de asfalto negro. Seguí el lecho reseco de los torrentes y, después de una larga y difícil marcha por el desierto, llegué finalmente a las cuevas.

Me agaché para entrar en la primera, y luego crucé la segunda hasta llegar al largo camino subterráneo que iba a llevarme al
scriptorium
, la pequeña cueva aislada pero abierta al cielo y las estrellas en la que yo escribía. La encontré tal como la había dejado, con la gran mesa de madera, las plumas de oca, la tinta y los pergaminos empezados.

Empujado por la costumbre o por un largo atavismo, me senté a la larga mesa de madera en que trabajaba y tomé mi cortaplumas para rascar el cuero del pergamino. Ante mí se encontraban varios textos. Uno de ellos era el rollo de las trampas de la mujer, en el que se denuncian todas las triquiñuelas de que se valen las mujeres para atraer a los hombres y perderlos. Otro era un tratado de astrología, que permitía predecir el destino de las personas a partir de su porte y actitud. Se establecía una comparación entre las personas y los animales, según su fisonomía, y de ahí se deducían su carácter y sus acciones futuras. Leí: «Toda persona de ojos finos y alargados, y de muslos largos y delgados, y nacida durante el segundo cuarto de la luna, posee un espíritu compuesto por seis partes de luz, pero las tres partes restantes residen en la Casa de las Tinieblas…»

Pensé en Jane. ¿No tenía los ojos finos y alargados, y el cuerpo…? Mi mente se extravió en un ensueño que me arrastró lejos de aquel lugar, por rumbos que habrían hecho arrugar la frente de los esenios, y también la mía si no hubiera estado además solo e inquieto… y decidido a luchar.

No había vuelto a ver a los esenios desde el momento en que debía haber pronunciado el nombre de Dios. A decir verdad, no pensaba volver a verles tan pronto, con tanta prisa, ni en esas condiciones.

Al cabo de unos minutos, vi aparecer a Leví el levita, el sacerdote que había sido mi instructor, un hombre deedad madura, sedoso cabello gris, piel curtida por el sol, un hombre duro y árido, pero caluroso, como el desierto donde vivía. Iba vestido con una túnica de lino cuya blancura destacaba aún más el negro profundo de sus ojos.

—Así pues, Ary —dijo con su voz cálida y pedregosa como el desierto—, ¿estás de vuelta entre nosotros?

—No —respondí—. He venido para deciros adiós.

Me miró con detenimiento.

—Estamos seguros de que fuiste presa del temor en el momento de pronunciar el nombre de Dios. ¿Quién no tendría miedo a la muerte? ¿Quién no temería morir al ir al encuentro de Él? Hemos comprendido tu temor, y por eso te esperamos. Sabíamos que regresarías porque tú eres El que esperamos, El que todos esperan.

—No —repliqué—. Estáis equivocados. No soy el que creéis. Habéis errado el camino… y yo también.

—Pero ¿qué dices? ¿No ves lo mal que va el mundo? ¿No ves cuánto te necesitamos? No puedes abandonar tu misión y marcharte. Has recibido la elección y tienes una responsabilidad hacia nosotros, no puedes sustraerte. Lo sabes, y por eso has vuelto. Está escrito en nuestros textos y nuestros corazones. Tú eres Ary, el León, el salvador.

—He vuelto para deciros que amo a una mujer y que voy a marcharme para reunirme con ella.

—Desconfía de la mujer, Ary. Sabes hasta qué punto es peligrosa, como está escrito en nuestros textos. Sus ojos lanzan miradas a derecha e izquierda para seducir a los hombres, para tenderles trampas, y marcha a través de los caminos volviéndose para mirar, pone obstáculos al paso de los hombres, les roba su poder a la puerta de las ciudades. Persigue al justo, ¡es el ángel del mal!

—¡No, es falso! —grité—. ¡Te equivocas!

—Aparta al hombre de su camino, y luego se alza ante él para inspirarle terror. ¡Lilith! ¡Ella gobierna el reino de las Tinieblas!

Entonces, Leví el levita se acercó a mí y con el dedo señaló el manuscrito que había empezado a copiar, y en el que estaba escrito:

«Ella manchará su nombre, y el nombre de su padre y el nombre de su marido. Ella ensucia su propia reputación y atrae la deshonra sobre sus parientes y conocidos, y sobre su padre. El nombre de su desgracia quedará siempre asociado al de su familia, para todas las generaciones venideras.»

—Y tú —murmuró Leví el levita—, ¿no eres el Mesías?

Guardé los últimos manuscritos que había copiado y recogí algunos objetos para mi viaje, entre ellos mis filacterias, mi chal de los rezos y mi kipá. También estaba allí el
efod
—túnica sacerdotal— que pertenecía a mi familia y había sido transmitido de padre a hijo por generaciones de Cohen, los sumos sacerdotes. Era un vestido de lino violeta y púrpura, tejido con hilo de oro, sobre el cual se colocaba un peto consistente en un rectángulo de cobre que llevaba engastadas cuatro hileras de piedras preciosas. Sobre éstas se leían los nombres de las doce tribus. Dejé el vestido y me llevé el pequeño peto. De las piedras preciosas faltaba únicamente una: el diamante que representaba a la tribu de Zabulón, probablemente robado o extraviado, nadie lo sabía con certeza, en el curso de los siglos.

Volví a pasar frente a las ruinas de Khirbet Qumrán, donde se estaban efectuando excavaciones, y al ver a varios arqueólogos a la entrada de una cueva, no lejos del complejo principal, me acerqué a ellos.

Me presenté diciéndoles que había trabajado con los manuscritos del mar Muerto y les pregunté qué buscaban. Eran arqueólogos israelíes, de la Universidad de Jerusalén. Uno de ellos, un joven moreno y fornido, de una treintena de años, se acercó a mí.

—¿Tiene usted alguna relación con el profesor David Cohen?

—En efecto —dije—, es mi padre.

—Yo soy alumno suyo. Acabamos de encontrar una nueva cueva, construida por la mano del hombre, con nuevos fragmentos. Hemos enseñado uno de ellos a su padre. Un manuscrito muy particular…

—¿De qué se trata?

Se alejó del grupo y me indicó que le siguiera.

—De momento lo que le cuento es confidencial; en el fragmento se encuentra la expresión «Hijo de Dios» utilizada en los Evangelios. Hay otra expresión común a los pergaminos y el Nuevo Testamento: «Será grande, y será llamado Hijo del Altísimo… y su reino no tendrá fin.» Tenemos así la prueba de la existencia de frases similares en los manuscritos del mar Muerto y en el Nuevo Testamento.

—Sí, es asombroso.

—Pregunte a su padre: cuando le llevamos los fragmentos para que los examinara, pareció muy excitado. Dató el fragmento de inmediato… Ya le conoce. Nadie en el mundo sabe datar un documento tan bien como él.

Volví a Jerusalén al atardecer. En cuanto llegué, telefoneé a mi padre y le cité en un café situado en el centro del animado barrio de la Colonia Alemana, el único sitio donde los israelíes laicos de Jerusalén pueden encontrarse para comer o para tomar una copa en un ambiente relajado.

Le vi llegar de lejos, con su paso rápido y enérgico. Con sus ojos oscuros, su cabellera poblada y su tipo atlético, no representaba su edad; antes bien, irradiaba una especie de fuerza invencible que daba la sensación de que nunca envejecería. Era antiguo y sabio, eterno y frágil, portador de un mensaje, como los manuscritos a cuyo estudio y datación dedicaba su tiempo. Tampoco a él le había visto desde la ceremonia, e ignoraba lo que pensaba de lo sucedido.

Él me había enseñado a escribir, y también algunas nociones de paleografía. Yo le tenía por un científico y un sabio, pero ignoraba que en secreto era también un esenio. Un esenio extraño, que había dejado su comunidad después de la creación del Estado de Israel; un profesor, un hombre que no seguía la Ley, en tanto que la Ley regía mi vida todos los días y la organizaba, desde el momento de acostarme al de levantarme, y desde el de levantarme hasta el de acostarme.

Yo creía ser diferente de él, pero no lo era. Mi padre era paleógrafo: era natural que yo tomara la pluma. Mi padre era esenio: ¿no había seguido yo el mismo camino? Ignoraba, cuando creía alejarme de él, que no estaba haciendo otra cosa que encarnar su mensaje.

—Quería decirte… —empecé cuando nos hubimos sentado juntos.

—No hace falta que me lo expliques —dijo mi padre—. Entiendo.

—Fue…

—Lo sé, sí.

—No podré.

—Ellos esperarán. Esperaremos.

No pude evitar sonreír, al pensar que mi padre había recuperado a mis ojos su lugar entre los esenios, cuando durante tanto tiempo había ocultado su pertenencia a la secta detrás de su fachada de sabio racionalista.

—No, es inútil. No podré nunca.

—¿Cómo puedes decir eso, cuando todos creen en ti?

—Porque… —murmuré— porque no soy yo.

—Los textos lo dicen y los hechos lo prueban. Mira en qué estado se encuentra el país. A sangre y fuego. ¿No te da miedo estar sentado aquí, en el café donde el otro día hicieron estallar una bomba? Yo sí tengo miedo.

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