Y la humanidad estaba sumergida en las Tinieblas, y, con el fin de evitar ese destino, los miembros de la secta habían elegido un lugar agreste y resguardado donde llevar una vida piadosa de preparación. Se purificaban, a la espera del fin de los tiempos.
Querían reconstruir el Templo. Y yo ya no era el maestro justo, el guía que esperaban, el que iba a liberarles como estaba escrito; yo no quería, ni podía, serlo, porque quería vivir mi vida de hombre, lejos de las ruinas de Qumrán.
Y me había apartado de mis hermanos, de la meseta rocosa entre los acantilados, en la que mi vida había encontrado un refugio a la sombra de las vidas de ellos. Había compartido sus comidas, me había sumergido en el agua purificadora, en la balsa ritual tallada en la roca, cubierta por una bóveda de cañón, con dos o tres escalones por los que se baja progresivamente. La balsa actual contiene una cantidad de agua de lluvia suficiente para el baño, de modo que se mantiene pura al alimentarse únicamente del agua del cielo, con la ayuda de algunos depósitos cuando es necesario, o del agua del mar, a fin de consagrar la pureza de la carne.
Y marché al desierto, entre los troncos nudosos de los tamarindos, entre acacias y palmeras, árboles que crecen en el suelo arenoso, y luego el follaje leve de los arbustos, que en algunos lugares filtran la luz pálida del sol. Y seguí avanzando, como si aquél fuera mi último combate.
Para ellos, Jane era la tentadora, la seductora, la prostituta que lleva a los hombres al pecado; era la corrupción, el mal habitaba en sus manos y sus piernas, en sus vestidos y todos sus adornos. ¿Me conducirían sus pasos al Sheol?
Ella se ocultaba en lugares secretos. Muy cierto que se ocultaba, y nunca, no, nunca, dejaría de buscarla, y la salvaría, dondequiera que se encontrara; pasara lo que pasara, yo estaría allí. «Si pasas a través de las aguas, yo estaré contigo. Cruzarás los ríos y no te sumergirán. Si caminas en medio del fuego, no te quemarás, y la llama no calcinará tu carne.»
Era viernes por la noche. La noche del Sabbath, y lo recordé. Recordé las palabras de mi rabino: el Sabbath es uno de los fundamentos del judaismo, uno de los pilares sobre los que reposa la existencia del mundo. Si Dios creó el mundo, es porque sabía que Israel aceptaría la Ley, y por consiguiente el Sabbath, que equivale a todas las leyes. Se ha dicho que si todo Israel observara dos Sabbaths consecutivos, vendría el Mesías. Y yo, que ya no guardaba el Sabbath, me acordaba de todas sus leyes, de todas las barreras que rodean las leyes y cuya estricta aplicación es el único medio de asegurar el reposo: están prohibidos veintinueve trabajos, tales como la preparación de los alimentos, el lavado de la ropa, el acto de escribir, el hacer fuego, viajar, transportar objetos y muchos otros.
«Recibamos el Sabbath —cantaba yo cuando era hasid, cuando era esenio, cuando estaba allá abajo—, oh mi bien amada, vamos delante de la novia, el Señor ha dicho que debemos guardar el recuerdo de la fidelidad, despierta te digo, llega el alba, hay que cantar, más fuerte, dominarás el oeste por medio del hijo de Peres, proclamarás al Altísimo, y entonces todos los corazones rebosarán de alegría y la felicidad reinará entre nosotros.» Pero mi corazón estaba triste y no encontraba el reposo. Para mí ya no había Sabbath, ya no había alegría ni deleite sin Jane. Tomé la pluma, encendí el fuego, tomé el agua y los vestidos, y me sentí solo en mi cama japonesa, más solo que nunca, aislado sin el Sabbath, sin la comunidad, sin mi padre desde luego, pero sobre todo tan próximo a Jane y sin embargo tan lejos, tan lejos…
No había huella de Jane, me sentía perdido sin mi amiga, y mi corazón se desolaba en su ausencia, en la impaciencia, en la maledicencia, porque maldecía todas las horas que nos separaban, todos los caminos que nos extraviaban, todas las palabras que nos contradecían.
Esa noche tuve un sueño: tenía que coger el tren, iba con retraso, tenía que correr, pero era preciso tomar la buena dirección. Llegué a la estación y pregunté a todo el mundo dónde estaba el andén. Un hombre me informó, y yo me dirigí allí corriendo. Estaba en un lugar muy bajo y era necesario agacharse para entrar. Me sentí aliviado por no haber perdido el tren, y al mismo tiempo temía encontrarme solo en aquel lugar tan lejano, tan remoto.
Yo era como un marino en un navio, el mar estaba agitado, sus olas y rompientes se abatían sobre mí empujados por vientos de tempestad. No había pausa para recuperar el aliento, ni lugar hacia donde enderezar el timón. El abismo rugía ahogando mis gemidos, llegué a las puertas de la muerte y, como aquel que, en el interior de la ciudad asediada, confía en su imponente muralla, yo esperé la salvación.
Manuscritos de Qumrán,
Pergamino de los himnos
A la mañana siguiente había niebla en Kioto. La ciudad de los mil seiscientos santuarios, de los rascacielos y las luces rojas de neón, parecía perdida entre sus tres montañas en un halo de bruma. Aunque he practicado bastante la orientación nocturna, confieso que me habría costado mucho no perderme.
Por suerte, Toshio había venido a buscarme al hotel, cerca del mediodía. Paseamos ante los templos, de madera oscura o pintada. Los altares dorados brillaban en la niebla, y Toshio me explicaba los nombres de los templos que surgían aquí y allá, como si los hiciera aparecer al nombrarlos con palabras de una sonoridad extraña y familiar a la vez: el templo Sanjusangengo, con las mil estatuas doradas de Buda, cada una de más de dos metros de altura; el templo Toji, la mayor pagoda de Japón; el santuario Heian, con sus magníficos jardines en los que no había ninguna flor. Para mi asombro, Toshio me explicó que, en la concepción japonesa, un jardín debe ser permanentemente bello, y por esa razón no hay flores, ya que se marchitan. Los japoneses prefieren el musgo, el agua, las piedras y la hierba, con todo lo cual crean paisajes simbólicos y duraderos.
Finalmente, llegamos al centro de la ciudad, invadido por los automóviles y por numerosos peatones, la mayoría de ellos turistas o japoneses venidos en peregrinación a visitar los templos.
—Dicen nuestras tradiciones que fue Jimmu Tenno, antepasado del actual emperador, quien creó el imperio japonés…
—¿Cuándo fue?
—En el año 600 antes de Cristo… Hace mucho tiempo…
—En esa época, la tierra de Israel estaba dividida en dos: el reino del Sur, con las tribus de Judá y Benjamín, y el reino del Norte, llamado Samaria, habitado por las diez tribus restantes. Samaria cayó el 722 antes de Cristo en manos de los asirios, después de un asedio de tres años. Siguiendo su estrategia bélica, Asiría deportó a todos los habitantes y los exilió en medio de otros pueblos conquistados y procedentes de tierras lejanas…
—El emperador Kammu fundó la capital de Japón en Kioto, en 794. Esta ciudad fue la residencia del emperador hasta finales del siglo XIX. Los shogunes desplegaron en este lugar una corte grandiosa antes de establecerse en Edo, la actual Tokio… Pero Kioto es también la ciudad de las geishas. Los barrios de Gion y Pontocho son conocidos en el mundo entero por el refinamiento de sus
zashiki
.
—
¿Zashiki
?
—Los lugares donde se encuentran las geishas; allí las
maiko
, las jóvenes geishas, reciben la enseñanza auténtica. Y allí nos dirigimos ahora.
—¿Allí? —dije—. Pero ¿no teníamos que ir a ver al maestro?
—El maestro ha dicho que para nuestra investigación es necesario que hablemos con la geisha del monje Nakagashi, la señorita Yoko Shi Guya.
Habíamos tomado la avenida principal, Shijo Dori, donde numerosos vehículos se amontonaban delante de los teatros y arcadas.
Por fin, llegamos a Gion, el barrio de las geishas, y el paisaje cambió de una manera radical: allí se alzaban las antiguas casas de madera, con las fachadas de las
zashiki
o las
machirya
, según me explicó Toshio: un grupo de casas agrupadas en torno a una avenida central. Numerosas tiendas, pastelerías, salones de té, restaurantes y casitas bajas con ventanas enrejadas contribuían a un ambiente de animación alegre. A veces se oía música tradicional procedente de las casas de té.
—Posiblemente le guste quedarse aquí, señor Ary —dijo Toshio.
—¿Quedarme aquí?
—Sí, algunas noches.
—Pero no quiero…
—Oh, tendrá que hacerlo. Hay que quedarse aquí varias noches.
—No puedo… Es completamente imposible. No puedo quedarme en un barrio de prostitutas.
—Por favor —dijo Toshio—, por favor, señor Ary, no se equivoque. Las geishas no son prostitutas. Son artistas.
Gei
en japonés significa «arte», y
sha
, «persona». Viven de su protector, el
danna-san
, no del dinero de los clientes, que apenas les llega para cubrir sus gastos de
toilette
.
—En todo caso —dije—, no tengo la menor intención de pasar el rato con una geisha. Le recuerdo, señor Toshio, que estamos aquí para investigar. Hemos de entrevistarnos con la amante de Nakagashi con la esperanza de conseguir a través de ella información sobre él. Eso es lo que ha dicho el maestro, ¿no es así?
—El maestro, en efecto, ha hablado de Yoko Shi Guya, la geisha de Nakagashi.
Me ponía un poco nervioso la idea de entrar en una casa de geishas. Nunca había ido a un prostíbulo ni había visto de cerca a prostitutas, y me daba apuro hacerme pasar por un cliente. ¿Qué habría dicho mi rabino, en Mea Shearim, el barrio ultraortodoxo de Jerusalén? Y los esenios, ¿qué habrían pensado, sino que estaba cayendo en lo más bajo del mundo, el Sheol, donde se hunden todos los malvados, impíos, insolentes y trapaceros? ¿Estaba siendo arrastrado por los torrentes de Belial como por un fuego devorador? ¿Había caído al fondo del foso, en medio de todas las calamidades? Pero ¿cómo evitarlo si deseaba saber la verdad, si quería volver a ver a Jane?
La noche anterior, después de varias horas de insomnio, había acabado por volver a telefonear a Shimon, pero no había obtenido de él ninguna información suplementaria, salvo que Jane había aceptado una misión de alto riesgo y, además, ultrasecreta.
¿Y yo, cuál era mi papel si ella actuaba sola y en la sombra? Shimon no había contestado a la pregunta. Se había contentado con exhalar un largo suspiro y colgar, según su costumbre en las situaciones embarazosas.
«Pero yo, ser de arcilla, ¿quién soy? Moldeado con barro, ¿quién cuenta conmigo y cuál es mi fuerza? Porque me he presentado en el reino de la impiedad y comparto la suerte de los miserables.»
Se trataba de una casa particular de tres pisos, con un primer techo como remate de un balcón y un segundo más alto y vertical, que dibujaba un triángulo perfecto; una casa de madera, de líneas realzadas con pintura blanca, salvo la del balcón, que era roja; sobre el segundo techo aparecía un tigre dorado; no, no era una casa, sino el diseño de una morada cuya puerta conducía a pasadizos secretos y jardines imaginarios, con arena, una isla encantada, pinos, piedras y miles de arbustos.
No había ninguna ventana aparente en aquella vivienda de doble cubierta que, por ello, parecía doblemente tapada para no dejar ver su fachada. Y el sol acariciaba los techos que la cubrían púdicamente, de modo que toda ella quedaba en la sombra. Era una casa resguardada de las miradas de los paseantes.
Empujamos la pesada puerta de madera y seguimos un pasillo que nos llevó a una gran sala, con suelo de parqué cubierto de tatamis, decorada con sencillez, en un color ladrillo. No había más que una mesa. Al levantar la mirada, vi grandes paneles pintados con escenas eróticas. Varias lámparas daban una luz suave y difusa, y la atmósfera era cálida, casi serena.
—Voy a hacerle pasar por un cliente, señor Ary —dijo Toshio—, y usted pedirá ver a Yoko Shi Guya.
—¿Y usted?
—Yo me iré.
—Pero ¿cómo le hablaré?
—Trataré de ayudarle, señor Ary. La mayoría de estas casas no aceptan al cliente la primera vez. Necesita ser presentado.
Toshio charló largo rato con la joven japonesa que estaba en la recepción. Se diría que estaba parlamentando. Por fin, me hizo seña de que podía entrar «en el santuario de los placeres delicados».
—No ha sido fácil negociar un precio para usted, señor Ary.
—¿Por qué? —pregunté, ligeramente ofendido.
—Porque es un occidental, señor Ary, y los occidentales pagan precios muy elevados.
Me condujeron a un pasillo al que daban numerosas habitaciones. Fui llevado a una de ellas: una pequeña habitación de madera clara, con persianas rojas, en la que únicamente había un tatami. La joven que nos había recibido me sirvió un té humeante y me tendió una especie de libro de gran tamaño.
Era un catálogo escrito en japonés, aparentemente destinado a presentar la casa, y contenía las fotografías de todas las cortesanas, más un texto corto dedicado a cada una de ellas. Lo hojeé. Todas estaban escasamente vestidas, y llevaban el moño con la misma gracia que ponían en sus poses eróticas.
La joven que me había servido volvió al poco rato, y me indicó que le enseñase a quién había elegido.
—Yoko —dije.
Sonrió y bajó la mirada, pero siguió delante de mí, como si yo no hubiera dicho nada.
—Yoko —repetí.
De nuevo bajó los ojos y asintió con la cabeza, mas siguió inmóvil.
—¿Yoko no? —dije.
—Sí —dijo ella con una inclinación de la cabeza, y sin dejar de sonreír. Luego hizo gestos con las manos para explicarme algo que no comprendí.
Se fue y volvió con otra joven. Esta era menuda y delicada, estaba maquillada de blanco y vestida con un quimono azul, de modo que parecía una muñeca de porcelana.
—No puede usted ver a Yoko —murmuró la joven—, pero puede ver a su hermana.
—¿Su hermana?
—Cada geisha tiene una hermana en la casa donde vive. Cada una de nosotras debe elegir una hermana mayor, entre los miembros de su escuela, y Yoko y Miyoko han sellado el pacto bebiendo tres veces tres copas de sake. Tienen el en, una relación especial entre ellas. Por eso, su nombre es Miyoko. Cada geisha toma un nuevo nombre que procede del nombre de su hermana.
Ante mi aire de asombro, añadió:
—Ellas bailan juntas la danza del río, en el teatro Pontochokaburenjo, en la primavera y el otoño.
Asentí; al parecer, no tenía otra opción.