La velocidad de la oscuridad (26 page)

BOOK: La velocidad de la oscuridad
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—Nunca lo había visto así. Entonces... ¿cómo planeas tus propios ataques? ¿No siguen ninguna pauta?

—Sí que la siguen. Pero puedo pasar de una pauta a otra...

Me doy cuenta de que no lo entiende e intento encontrar otra forma de expresarlo.

—Cuando vas en coche a alguna parte, hay muchas rutas posibles... muchas pautas que podrías escoger. Si empiezas por una y una carretera que vas a usar con esa pauta está bloqueada, pasas a otra y continúas por otra de tus pautas, ¿no?

—¿Ves las rutas como pautas? —dice Lucía—. Yo las veo como cadenas... y tengo verdaderos problemas para pasar de una a otra a menos que la conexión esté a menos de una manzana.

—Yo me pierdo por completo —dice Susan—. El transporte colectivo es un verdadero alivio para mí... sólo leo el cartel y continúo. Si tuviera que conducir a todas partes como en los viejos tiempos llegaría siempre tarde.

—Entonces, ¿puedes mantener en la cabeza pautas de esgrima distintas y luego... saltas o algo de una a otra?

—Pero sobre todo reacciono a los ataques de los oponentes mientras analizo la pauta —digo.

—Eso explica mucho tu estilo de aprendizaje cuando empezaste —dice Lucía. Parece feliz. No comprendo por qué eso la hace feliz—. En aquellos primeros asaltos no tenías tiempo para aprender la pauta... y no tenías la habilidad suficiente para pensar y tirar a la vez, ¿no?

—Me... me cuesta recordarlo —digo. Me siento incómodo con esto, cuando otra gente capta cómo funciona mi cerebro. O cómo no funciona.

—No importa... ahora eres un buen esgrimista, pero la gente aprende de manera diferente.

El resto de la tarde pasa velozmente. Practico con varios de los otros; entre lance y lance, me siento junto a Marjory si ella no está practicando. Escucho el ruido en la calle, pero no oigo nada. A veces pasan coches, pero suenan normales, al menos desde el patio. Cuando salgo en busca de mi coche, el parabrisas no está roto y las ruedas no están pinchadas. La ausencia de daños estaba allí antes de que se produjeran los daños... Si alguien estropeara mi coche, el estropicio sería subsiguiente... muy parecido a la oscuridad y la luz. La oscuridad está allí primero, y luego viene la luz.

—¿Se ha puesto en contacto contigo la policía por lo del parabrisas? —pregunta Tom. Estamos todos juntos en el patio delantero.

—No —respondo. No quiero pensar en la policía esta noche. Marjory está junto a mí y puedo oler su pelo.

—¿Has pensado en quién podría haberlo hecho?

—No —digo. No quiero pensar tampoco en eso, no con Marjory a mi lado.

—Lou... —Él se rasca la cabeza—. Tienes que pensar en eso. ¿Cómo es posible que unos desconocidos te estropearan el coche dos veces seguidas, en las noches de esgrima?

—No ha sido nadie de nuestro grupo. Sois mis amigos.

Tom baja la cabeza y luego me mira a la cara.

—Lou, creo que tienes que considerar... Mis oídos no quieren oír lo que va a decir a continuación.

—Aquí tienes —dice Lucía, interrumpiendo. Interrumpir es grosero, pero agradezco que lo haga. Ha traído el libro. Me lo tiende cuando ya he metido mi mochila en el maletero—. Hazme saber cómo te va con él.

A la luz de las farolas de la esquina la portada del libro es de un gris oscuro. Me resulta rugoso al tacto.

—¿Qué lees, Lou? —pregunta Marjory. El estómago se me encoge. No quiero hablar sobre la investigación con Marjory. No quiero descubrir que ella ya lo sabe.

—Cego y Clinton —responde Lucía, como si eso fuera un título.

—Guau —dice Marjory—. Bien por ti.

No comprendo. ¿Conoce ella el libro sólo por sus autores? ¿Escribieron sólo un libro? ¿Y dice «bien por mí» como una alabanza o porque el libro es bueno para mí? No comprendo. Me siento atrapado en este remolino de preguntas, de no-conocimiento que gira a mi alrededor, ahogándome.

La luz acelera hacia mí desde las motas distantes, la luz más antigua tarda más tiempo en llegar.

Regreso a casa conduciendo con cuidado, más consciente que nunca de los charcos y arroyos de luz que me bañan desde las farolas y los carteles iluminados. Entra y sale de la rápida oscuridad... y parece más rápida en la oscuridad.

Tom sacudió la cabeza mientras Lou se marchaba.

—No sé... —dijo, e hizo una pausa.

—¿Estás pensando lo mismo que yo? —preguntó Lucía.

—Es la única posibilidad. No me gusta, cuesta creer que Don sea capaz de algo tan serio, pero... ¿quién más puede ser? Conoce el apellido de Lou, podría encontrar su dirección, desde luego sabe cuándo practica esgrima y qué aspecto tiene su coche.

—No se lo dijiste a la policía.

—No. Pensé que Lou se daría cuenta, y es su coche, después de todo. Me pareció que no debía entrometerme. Pero ahora... Ojalá le hubiera dicho claramente a Lou que tenga cuidado con Don. Sigue considerándolo un amigo.

—Lo sé. —Lucía negó con la cabeza—. Es tan... Bueno, no sé si es verdadera lealtad o sólo costumbre. ¿Amigo una vez, amigo para siempre? Además...

—Puede que no sea Don. Lo sé. Ha sido un incordio y un cretino en ocasiones, pero nunca ha hecho nada violento. Y esta noche no ha pasado nada.

—La noche no ha terminado —dijo Lucía—. Si nos enteramos de algo más, tendremos que decírselo a la policía. Por el bien de Lou.

—Tienes razón, desde luego. —Tom bostezó—. Esperemos que no suceda nada y que todo sea una casualidad.

Subo el libro y la mochila al apartamento. No oigo ningún ruido en el piso de Danny cuando paso por delante. Meto mi chaqueta de esgrima en la cesta de la ropa sucia y me llevo el libro a la mesa. A la luz de la lámpara, la portada es celeste, no gris.

Lo abro. Sin Lucía para decirme que me las salte, leo todas las páginas con atención. En la titulada «Dedicatorias», Betsy R. Cego ha puesto: «Para Jerry y Bob, con agradecimiento.» Malcolm R. Clinton ha puesto: «A mi amada esposa, Celia, y en memoria de mi padre, George.» El prólogo, escrito por Peter J. Bartleman, doctor en medicina y profesor emérito de la Facultad de Medicina de la Universidad John Hopkins, incluye el dato de que la «R» de Betsy R. es de Rodham y la de Malcolm Clinton de Richard, así que probablemente la «R» no tenga nada que ver con su coautoría. Según Peter J. Bartleman, el libro es la recopilación más importante del conocimiento actual sobre el funcionamiento del cerebro. No sé por qué escribió el prólogo.

El prefacio responde a esa pregunta. Peter J. Bartleman dio clases a Betsy R. Cego cuando estaba en la Facultad de Medicina y despertó su interés y su eterno compromiso con el estudio del funcionamiento del cerebro. La forma de expresar la frase me parece torpe. El prefacio explica de qué trata el libro, por qué lo escribieron los autores y luego da las gracias a un montón de gente y de compañías por su ayuda. Me sorprende encontrar el nombre de la compañía para la que trabajo en esa lista. Colaboraron en los métodos de cálculo informáticos.

Métodos de cálculo informáticos es lo que desarrolla nuestra división. Miro de nuevo la fecha del copyright. Cuando se escribió este libro yo todavía no trabajaba allí.

Me pregunto si alguno de los antiguos programas está todavía disponible.

Voy al glosario del final y leo rápidamente las definiciones. Ahora conozco más o menos la mitad. Cuando vuelvo al primer capitulo, un repaso de la estructura del cerebro, tiene sentido. Cerebelo, amígdala, hipocampo, cerebro... diagramado de varias formas, seccionado de arriba abajo y de adelante atrás y de lado a lado. Sin embargo, nunca había visto un diagrama que representara las funciones de las diferentes áreas, y lo miro detenidamente. Me pregunto por qué el centro del lenguaje está en el hemisferio izquierdo cuando hay una zona de procesado auditivo perfectamente válida en el hemisferio derecho. ¿Por qué especializarse así? Me pregunto si el sonido que entra por un oído se oye más como lenguaje que el sonido que entra por el otro oído. Las capas de procesamiento visual son igual de difíciles de comprender.

En la última página del capítulo encuentro una frase tan abrumadora que tengo que releerla: «Esencialmente, funciones fisiológicas aparte, el cerebro humano existe para analizar y generar pautas.»

La respiración se me detiene en el pecho; siento frío, luego calor. Eso es lo que yo hago. Si ésa es la función esencial del cerebro humano, entonces no soy una rareza, soy normal.

No puede ser. Todo lo que sé me indica que yo soy el distinto, el deficiente. Leo la frase una y otra vez, intentando hacerla encajar con lo que sé.

Finalmente, leo el resto del párrafo: «El análisis de pautas o la creación de pautas pueden ser defectuosos, como sucede en el caso de algunas enfermedades mentales, lo que provoca análisis equivocados o pautas generadas sobre una base de "datos" erróneos, pero incluso en los fallos cognitivos más severos, estas dos actividades son características del cerebro humano, y de hecho, de cerebros mucho menos sofisticados que los humanos. Los lectores interesados en estas funciones en no humanos pueden consultar las referencias incluidas más abajo.»

Así que tal vez soy normal y raro... normal para ver y crear pautas, pero ¿elaboro las pautas equivocadas?

Sigo leyendo, y cuando por fin me paro, tembloroso y agotado, son casi las tres de la madrugada. He llegado al capítulo 6: «Valoraciones de cálculo del proceso visual.»

Ya estoy cambiando. Hace unos meses no sabía que amaba a Marjory. No sabía que podía participar en un torneo de esgrima con desconocidos. No sabía que podía aprender biología y química como he hecho. No sabía que podía cambiar tanto.

Una de las personas del centro de rehabilitación donde pasé tantas horas de niño solía decir que las discapacidades eran la manera que tenía Dios de darle a la gente una oportunidad de demostrar su fe. Mi madre apretaba los labios, pero no discutía. Algún programa gubernamental de la época recaudaba dinero a través de las iglesias para proporcionar servicios de rehabilitación, y eso era lo que mis padres podían permitirse. Mi madre temía que, si discutía, me echaran del programa. O al menos tendría que escuchar más sermones.

Yo no entiendo a Dios de esa forma. No creo que Dios haga que pasen cosas malas sólo para que la gente pueda crecer espiritualmente. Los padres malos lo hacen, decía mi madre. Los malos padres hacen que las cosas sean duras y dolorosas para sus hijos y dicen que es para ayudarlos a crecer. Crecer y vivir es ya bastante difícil de por sí; los niños no necesitan que las cosas sean más difíciles. He observado a niños pequeños aprendiendo a caminar: todos se debaten y caen muchas veces. En la cara se les ve que no es fácil. Sería estúpido atarles ladrillos para que fuera más difícil. Si eso es cierto con aprender a andar, entonces creo que también es cierto para otros crecimientos y aprendizajes.

Se supone que Dios es el padre bueno, el Padre. Así que pienso que Dios no haría que las cosas sean más difíciles de lo que son. No creo que yo sea autista porque Dios pensara que mis padres necesitaban un desafío o que yo necesitara un desafío. Creo que es como si yo fuera un bebé y me cayera una piedra encima y me rompiera la pierna. La causa habrá sido un accidente. Dios no ha impedido el accidente, pero tampoco lo ha provocado.

La gente tiene accidentes; la amiga de mi madre, Celia, decía que la mayoría de los accidentes no eran en realidad accidentes, sino la consecuencia de que alguien hiciera una estupidez, pero la persona herida no es siempre la que ha hecho algo estúpido. Creo que mi autismo fue un accidente, pero lo que yo hago con él es mío. Eso es lo que decía mi madre.

Eso es lo que pienso la mayor parte de las veces. En ocasiones no estoy tan seguro.

Es una mañana gris, con nubes bajas. La luz lenta no ha expulsado aún toda la oscuridad. Guardo mi almuerzo. Recojo a Cego y Clinton y bajo las escaleras. Puedo leer durante la pausa para almorzar.

Mis neumáticos siguen llenos. Mi parabrisas nuevo no está roto. Tal vez la persona que no es mi amigo se ha cansado de romperme el coche. Lo abro, pongo el almuerzo y el libro en el asiento trasero y me subo. La música de por la mañana que me gusta para conducir suena en mi cabeza.

Cuando giro la llave, no ocurre nada. El coche no arranca. No hay otro sonido que el pequeño chasquido de la llave. Sé lo que eso significa. La batería está descargada.

Salgo y abro el capó. Cuando lo levanto, algo salta hacia mí; retrocedo y casi me caigo en la acera.

Es un juguete infantil, uno de esos de resorte. Está en el sitio donde debería estar la batería. La batería ha desaparecido.

Llegaré tarde al trabajo. El señor Crenshaw se enfadará. Cierro el capó sin tocar el juguete. No me gustaban esos juguetes de resorte cuando era niño. Debo llamar a la policía, a la compañía de seguros, a toda la lista. Miro la hora. Si me doy prisa hasta la estación de transporte público, puedo pillar un tren hasta el trabajo y no llegaré tarde.

Recojo la bolsa del almuerzo y el libro del asiento trasero, vuelvo a cerrar el coche y camino rápidamente hasta la parada. Tengo las tarjetas de los agentes de policía en el bolsillo. Puedo llamarlos desde el trabajo.

En el tren abarrotado, la gente mira al vacío, sin establecer contacto visual. No todos son autistas: saben de algún modo que no es adecuado establecer contacto visual en el tren. Algunos leen faxes de noticias. Algunos contemplan el monitor situado en el extremo del vagón. Abro el libro y leo lo que dijeron Cego y Clinton sobre cómo procesa el cerebro las señales visuales. En el momento en que lo escribieron, los robots industriales podían emplear solamente impulsos visibles sencillos para guiar su movimiento. La visión binocular en los robots no se había desarrollado todavía excepto para localizar los blancos de las armas grandes.

Me siento fascinado por los bucles de realimentación entre las capas de procesado visual; no me había dado cuenta de que algo tan interesante sucedía dentro de la cabeza de las personas normales. Pensaba que sólo miraban las cosas y las reconocían automáticamente. Pensaba que mi procesado visual era penoso cuando (si lo entiendo bien) no es más que lento.

Cuando llego a la parada del campus, ahora sé qué camino tomar, y tardo menos tiempo en ir andando hasta nuestro edificio. Llego tres minutos y treinta segundos temprano. El señor Crenshaw está de nuevo en el pasillo, pero no me habla; se aparta sin hablar, de modo que puedo entrar en mi oficina. Digo «buenos días, señor Crenshaw», porque es adecuado, y él gruñe algo que puede haber sido «buenos días». Si hubiera tenido mi logoterapeuta, pronunciaría más claramente.

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