—La cena estará en unos minutos.
—Ah… Qué bien… ¿Quieres que ponga la mesa?
—Ya lo he hecho yo.
Solange buscó refugio en su cuarto, y Victoria siguió a Marga a la cocina. Allí reinaba un desorden de considerables proporciones y el olor a mantequilla se volvía casi insoportable. Victoria tragó saliva, pensando angustiada en la inminencia del festín. Tres años antes había tomado la decisión de no cenar para conservar la línea, y hacía muy raras excepciones a aquella regla de oro: a partir de las ocho de la tarde, sólo una ensalada o un yogur. Pero no parecía que fuera eso lo que Marga iba a servirles.
—Bueno, ¿cómo ha ido?
Ya había repensado en edulcorar la charla, así que no le costó ningún trabajo.
—Bastante bien. Le he dicho que cuando acabe el bachillerato podrá hacer lo que le apetezca, pero que mientras tanto tiene que quedarse en Madrid.
—¿Y se ha disgustado? ¿Está enfadada conmigo?
—Marga… No le des más vueltas. Solange se queda, y no está enfadada con nadie. No podemos dar tanta trascendencia a cada cosa que haga o diga una quinceañera. Bueno, ¿qué has preparado para cenar?
—Ya lo verás… Vamos a sentarnos. Llama a Solange.
Al entrar en el comedor, Victoria no pudo evitar una sonrisa conmovida, pues Marga había dispuesto la mesa como si fuesen a celebrar una cena de gala. Jan solía meterse con su mujer diciéndole que en su anterior reencarnación debía de haber sido una aristócrata polaca… o el mayordomo de
Los restos del día
, a juzgar por su obsesión en materia de menaje y lencería de casa. Había comprado dos cristalerías completas, tres vajillas preciosas y otras tantas cuberterías muy diferentes entre sí (aquella noche había elegido una de inspiración colonial cuyos cubiertos tenían el mango de asta rematado por una fina línea de bronce), y tantas mantelerías como podían albergar los armarios de la casa. Jan estaba encantado, pues tenía un gusto exquisito y le hacía feliz rodearse de cosas bellas, pero también era desordenado y con cierta tendencia al caos, así que compraba aquello que le gustaba sin orden ni concierto: una sopera antigua, un mantel de hilo al que le faltaban las servilletas, un juego de café que era una ganga porque la mitad de los platillos estaban rotos… Además, le aburría ir de compras. Una cosa era encontrar piezas raras en el rastro, y otra pasarse la tarde en un almacén de loza o una tienda de tejidos.
En ese sentido, Marga le vino como anillo al dedo. Empezó a corregir las compras, a hacer adquisiciones sensatas, a proveerse de todo lo que necesitaban realmente para dar rienda suelta al hedonismo de Jan, a quien hacía feliz la visión de una mesa bien puesta como anticipo al placer de la comida. Marga colocaba los salvamanteles de pizarra, llenaba de flores frescas las jarras de plata, encontraba un primoroso pañuelo de encaje para la panera, un extraño juego de pinzas para el marisco, una salsera de porcelana para la mayonesa… Victoria suponía que también de esa forma había conquistado a Jan: rodeando su vida de exquisiteces tan gratas como prescindibles, y se preguntaba si Marga era también así, si realmente valoraba los manteles bordados y las copas de cristal checo, o participaba en el juego sólo para complacer a Jan. A veces tenía la sensación de que aquella mujercita hubiese sido igualmente feliz con un mantel de hule y un juego de vasos de Duralex, y sólo por Jan había aprendido a convertir su comedor en una pieza digna de cualquier novela de Henry James. Victoria miró con nostalgia el primoroso servicio para la sal y la pimienta —dos guerreros orientales con los escudos invertidos—, las blancas servilletas almidonadas y los bajoplatos rematados en oro y se dijo que Jan hubiese aprobado todo aquel despliegue de buen gusto, aunque estuviese destinado a tres mujeres tristes.
Como se temía Victoria, Marga había preparado un pequeño festín: primero, un aperitivo de
bruschetta
—de ahí el olor a mantequilla frita— y anchoas en salmuera. Luego, una sopera de ajoblanco. El plato fuerte era un salmón relleno de marisco y hecho en el horno bajo una costrada crujiente de hojaldre tostado. Victoria miró con desmayo la empanada de salmón y a la anfitriona. Para ella, la
bruschetta
y la sopa constituían ya una cena contundente.
—Te has pasado, Marga… No era necesario este despliegue…
—Claro que sí. Hay que celebrar que estés con nosotras, ¿verdad, Solange?
Solange contestó con una media sonrisa y un gruñido que podría querer decir cualquier cosa.
—… además, tampoco es para tanto. Tenía el pescado en el congelador, así que sólo tuve que ponerlo a calentar con el hojaldre. Y el ajoblanco es muy fácil de hacer.
—Tendremos comida para varios días —dijo Solange, y Victoria no supo precisar si aquella frase escondía alguna crítica o era sólo una forma de encontrar ventajas a la laboriosidad de Marga. Decidió no darle más vueltas, tenía que relajarse un poco. Después de todo, para ser el primer día, no había ido tan mal.
La cena fue tranquila, y la conversación insustancial, lo mejor que podría pasar dadas las circunstancias. Eran las once cuando Solange dijo que estaba cansada y se fue a su habitación, aunque a buen seguro no tenía ninguna intención de acostarse; tal vez encendería el ordenador para conectarse a alguna de esas redes sociales que hacen furor entre los adolescentes. Cuando oía hablar de ellas, Victoria se alegraba de no tener hijos por los que angustiarse ante los múltiples peligros de Facebook, Tuenti y demás inventos 2.0. Los chicos y las chicas competían por el número de amigos que lograban incluir en sus listas de contactos, sin sospechar que aquellos perfiles inocentes podían ocultar a desaprensivos, estafadores y delincuentes sexuales. Y a ver cómo se para eso, se decía. A ver cómo le explicas a tu hijo de dieciséis años que no puede tener una cuenta en Twitter o comoquiera que se llame esa mandanga que sustituye a la plaza del pueblo o al patio del recreo en el inmenso páramo del tiempo libre de los jóvenes del siglo XXI. Ella y Jan habían hablado de eso la última vez, pues su amigo acababa de claudicar en su campaña en contra de las redes. Así que, después de muchos ruegos y muchas súplicas, Solange se había salido con la suya y tenía su hermoso perfil a merced del mundo entero.
—¿No estás cansada? —la voz de Marga la devolvió al mundo. Había estado ayudándola a recoger los restos de la cena y a poner a buen recaudo lo que había sobrado.
—Un poco… ¿Y tú?
—Agotada… Pero no tengo sueño. Me siento como si me hubiesen dado una paliza, pero no soy capaz de dormir. Y eso me da pánico, ¿sabes? Meterme en la cama y quedarme despierta durante horas mirando al techo.
Se le saltaron las lágrimas.
—Es normal. Deberías tomar algo que te ayudara…
—Eso dicen todos. Pero las pastillas no me sientan bien. Parece que tengo la cabeza llena de corcho. —Se secó las lágrimas con un trozo de papel de cocina y metió en un recipiente los restos del ajoblanco—. Acuéstate si quieres, Victoria… Ya acabo yo con esto.
Qué tentación. Estar sola un rato. Pensar en lo que le apeteciese sin interrumpir sus divagaciones. Llorar por Jan, si le apetecía. Añorar su casa, su ciudad. El tráfico de Nueva York. La vista sobre el parque. Su vida, tal como era hasta que una llamada en plena noche había interrumpido la placidez de su rutina. Oh, sí, la suya podía ser una existencia mediocre, pero era la que ella había elegido.
—No. Prefiero esperar un poco. Si me duermo ahora, estaré despierta a las seis de la mañana. Deja eso, ¿quieres? —Detestaba el trabajo doméstico, por nimio que fuera, pero no hubiera estado bien escaquearse si Marga seguía de fregoteo—. Charlemos un poco. Voy a preparar unas infusiones.
—¿Qué crees que tengo que hacer?
Marga sorbía sin ganas su menta con limón.
—¿A qué te refieres?
—A todo, Victoria. A esta casa. Al negocio… Sin Javier estoy completamente perdida.
Al referirse a Jan, Marga siempre le llamaba por su nombre de pila. Victoria entendía el gesto como una modesta claudicación: no aspiraba a formar parte de esa vida en la que Jan era Jan, ni tampoco pedía un lugar en ese particular universo. Aunque también podría verse de otro modo. Quizá el renunciar voluntariamente al nombre que Victoria le daba era para Marga una forma de marcar distancias: puedes quedarte con Jan. Es Javier quien me interesa.
—Necesitas unos días para aterrizar… En cualquier caso, lo mejor es que no tomes ninguna decisión hasta que haya pasado algo de tiempo. ¿Qué tal va la librería?
—Como siempre. Aguantando el tirón. Pero no me quejo. Hay negocios que marchan peor. Tengo mi clientela fija. Y septiembre es una buena época. Los libros de texto y eso…
—Estupendo. —Victoria dio a Marga un pellizco que quería ser amistoso, pero el gesto le salió algo torpe y le pareció que pegaba un respingo. Se dio cuenta de que, a diferencia de Marga, que estaba siempre toqueteando, dando palmaditas, achuchones y caricias breves, ella solía eludir cualquier contacto físico. Quiso desviar la atención—. ¿Cómo te has apañado estos días? ¿Tienes a alguien en la tienda o…?
—No. Hace tiempo que estoy sola. Para reducir gastos. Javier me ayudaba a veces —la voz se le quebró un poco, pero se rehízo—. Ahora había cerrado hasta finales de agosto. El barrio está desierto, así que…
—Ya.
—¿Sabes qué? Me angustia la idea de abrir otra vez. De que la librería se llene de gente que quiera darme el pésame, o me pregunte por Javier… No sé cómo voy a soportarlo.
Victoria no dijo nada, pero pensó que esas cosas —las condolencias, todas las meteduras de pata de aquellos que entrarían en la tienda creyendo que Jan aún estaba vivo— eran sólo un mísero atrezo de la verdadera tragedia. «Lo malo, Marga, es que Jan está muerto, no que un cliente te pregunte por él.»
—Bueno, en eso puedo echarte una mano. Sí… si quieres, iré contigo el día que abras. Tú te quedas en la trastienda organizando cosas, y yo atenderé a la gente y daré todas las explicaciones que haga falta.
—Ya veremos. En cualquier caso, y aunque no abra al público, tengo que ir por allí cuanto antes. La sección de cine va a darme mucho trabajo.
—¿La qué?
—Fue una idea de Javier. Dijo que el futuro de las pequeñas librerías estaba en la especialización, y que no había forma de encontrar libros de cine en un kilómetro a la redonda. Yo estaba algo preocupada. Es un tema del que no tengo ni idea, así que ya me dirás cómo iba a seleccionar títulos… Pero Javier me prometió que él se encargaría de todo. Compró algunos libros de importación y de segunda mano, y un par de carteles de películas antiguas.
Ninotchka, Metrópolis…
las que a él le gustaban.
Ahora, las lágrimas corrían libremente por el rostro de Marga, y Victoria tuvo que hacer un esfuerzo supremo por contener sus propias ganas de llorar. Necesitaba bloquear la evocación común de Jan colocando aquellos carteles en las paredes de la librería, embelesado ante la imagen de Greta Garbo. Intentó desviar la atención.
—¿Y qué tal han ido las ventas? En lo del cine, digo.
—Bueno, es que pensaba empezar en septiembre. A Javier se le ocurrió hace cosa de un mes. Eso sí, en dos días había preparado el catálogo y contactado con los distribuidores. Le hacía mucha ilusión. Como le gustaba tanto el cine… Incluso compró por eBay unos cuantos cachivaches para dar ambiente. Decía que más adelante podríamos incluir una videoteca con títulos clásicos. Ya sabes cómo era cuando se le metía algo en la cabeza. —Se pasó la mano por la frente y tomó aire—. ¿Te fijas? Ya estoy hablando de él en pasado. Es increíble que pueda hacerlo tan pronto. Me pregunto si le ocurrirá igual a todos los que pierden a un ser querido…
Pero Victoria había dejado de escuchar a Marga. Jan había puesto en marcha la sección de cine cuando ya sabía que iba a morir… Entonces, ¿a qué venía aquel empeño en echar a andar algo que Marga no estaba en condiciones de sostener? ¿O es que la dichosa sección cinematográfica formaba parte de la herencia que Jan había tenido a bien dejarle a ella, puesto que ambos compartían la cinefilia y el amor por Jean Renoir y por Fritz Lang? No, Jan no sería capaz de semejante exceso. Una cosa era pedirle que velase por la paz familiar y otra muy distinta cargarla con el muerto de una fracción del negocio. Entonces, ¿a qué había venido esa locura de hacer cambios en la librería cuando ya tenía en el bolsillo su sentencia de muerte? Intentó retomar la conversación, pero no pudo quitarse de la cabeza aquella pregunta durante el resto de la noche. Al final, cuando se retiró, rendida a su propio cansancio, se dijo que sin duda Marga estaba haciéndose un lío con las fechas. Jan no era tan descerebrado como para haber organizado semejante follón a unas semanas de su muerte sólo para vender unos cuantos libros baratos y media docena de viejos fotogramas. Y pensando en eso se quedó relativamente tranquila y entró en el mundo de los sueños.
—¿Qué tal has dormido?
—Regular. Pero al menos he descansado un poco.
—Hay café en esa jarra. He hecho tostadas, aunque no encuentro la mantequilla.
—Seguro que se acabó ayer con la
bruschetta.
—Solange acababa de entrar en la cocina—. Tenía suficiente grasa como para embotar las arterias de todo el edificio.
—Y, hablando de la
bruschetta
, ¿qué queréis comer hoy? Había pensado en pasar por el mercado y comprar alguna cosa. Quizá una aleta de carne para rellenar.
Victoria y Solange cambiaron una mirada de auxilio mutuo. Otro despliegue de pitanza no, por favor.
—Marga, precisamente de eso quería hablarte. —Victoria decidió adelantarse a la futura impertinencia de Solange—. Prefiero que no te compliques tanto. Yo… bueno, no estoy acostumbrada a comer de esa manera. Las sobras de ayer son más que suficientes. Si mal no recuerdo, el salmón ni se tocó.
—Ah. —Parecía decepcionada—. Bueno, creí que después de tanto tiempo en América tendrías ganas de comida casera.
Comida casera… Paradójicamente, no era algo que Victoria añorase. Todo el mundo estaba empeñado en que debía de sentir nostalgia al recordar la fabada, la paella y la tortilla de patata, pero nunca le había dado por ahí. Además, le encantaba lo que comía la gente en Nueva York: las hamburguesas grasientas, la pizza recalentada, los
pretzels
que vendían por la calle, los perritos calientes… Y, por supuesto, toda la legión de golosinas que constituían la principal tentación de su dieta estricta: los
brownies
con helado, las galletas de nueces, la tarta de chocolate y el pastel de queso de Dean and Deluca. Aunque de ordinario seguía unas pautas alimentarias más bien saludables —verduras hervidas, carne magra a la plancha, ensaladas y nada de fritos—, había decidido recompensar su fuerza de voluntad tomándose al mes un día libre de control alimentario. Durante esa jornada —que solía hacer coincidir con un sábado—, las horas se convertían en una orgía feliz de gofres con nata, magdalenas de colores y tortitas bañadas en sirope de arce. Durante todo el día no comía nada que no fuese dulce, y por la noche, cuando se metía en la cama en medio del subidón de azúcar, se sentía colmada y dichosa y dispuesta a regresar a la alimentación espartana que constituía el pan nuestro de cada día y el precio que pagaba por seguir conservando la figura. ¿Y ahora Marga pretendía dinamitar su disciplina cocinando carne en rollo con puré de patatas y cremas de marisco rebosantes de nata? Ni de broma.