Sin embargo, concluía el profesor Shaw, en medio de aquella intensa corriente de intercambios que, desde comienzos del siglo IV hasta finales del XIII, se estableció entre el occidente cristiano y Constantinopla, de la que las Cruzadas no son sino un efímero episodio, no era inconcebible que se hubiera podido conservar el Verdadero Vaso en la medida en que, inmediatamente después del Entierro de Cristo, se convirtió en objeto de la mayor veneración.
Cuando acabó de estudiar exhaustivamente los documentos reunidos por Mandetta —la mayor parte de los cuales le resultaban por cierto indescifrables—, Sherwood tenía el convencimiento de que el italiano había dado con el rastro del Santo Vaso. Lanzó en su búsqueda a todo un ejército de detectives, lo cual no dio resultado alguno, ya que el propio Longhi no le había podido hacer una descripción completa de su compatriota. Entonces decidió pedir consejo al profesor Shaw. Encontró sus señas en una recentísima edición del
Who’s Who in America
y le escribió. La respuesta le llegó un mes más tarde: el profesor Shaw regresaba de viaje; ocupadísimo como estaba con los exámenes de fin de curso, no podía desplazarse hasta Boston, pero recibiría con mucho gusto la visita de Sherwood.
La entrevista se desarrolló, pues, en el domicilio neoyorquino de J.P. Shaw, el 15 de junio de 1896. Apenas hubo mencionado Sherwood el descubrimiento del Quarli, lo interrumpió Shaw:
—Se trata de la
Vita brevis Helenae
, ¿verdad?
—Exactamente, pero…
—¿Hay en la guarda de atrás como un bolsillo que contiene la lista de todas las reliquias del Gólgota?
—En efecto, pero…
—Pues bien, querido señor, tengo una gran satisfacción en conocerlo por fin a usted. El que ha descubierto es mi propio ejemplar. Además, no existe otro, que yo sepa. Me lo robaron hace dos años.
Se levantó, fue a revolver en un archivador, del que trajo unas hojas arrugadas.
—Tenga, ése es el aviso que publiqué en los periódicos especializados y que envié a todas las bibliotecas del país:
HA SIDO ROBADO, el 6 de abril, del domicilio del profesor J. P. SHAW, en Nueva York, N.Y., Estados Unidos de América, un ejemplar rarísimo de la VITA BREVIS HELENAE de Arnaud de Chamillé. Quarli, Venecia, 1549, 171 ff. num. 11 ff. no num. Tapas de madera forrada muy deterioradas. Guardas de vitela. Cortes pintados. Intactos dos de los tres cierres. Numerosas anotaciones más en los márgenes. AÑADIDOS CINCO FOLIOS MANUSCRITOS DE J.-B. ROUSSEAU.
Sherwood hubo de devolver a Shaw aquel libro que había creído adquirir en tan buenas condiciones. Rechazó los doscientos dólares de recompensa que le ofrecía Shaw. En cambio le pidió que lo ayudase a explotar la abundante documentación del italiano. El profesor se negó a su vez: su trabajo universitario lo absorbía totalmente y, sobre todo, no creía que pudiera descubrir nada nuevo en los papeles de Mandetta: llevaba veinte años estudiando la historia de las reliquias y consideraba imposible que le hubiera pasado por alto algún documento de cierta importancia.
Sherwood insistió y acabó ofreciéndole una cantidad tan fabulosa que obtuvo su asentimiento. Un mes más tarde, finalizada la época de exámenes, Shaw fue a instalarse a Boston y comenzó a estudiar los incontables legajos de apuntes, artículos y recortes de periódicos que había dejado Mandetta.
La relación de las Reliquias del Gólgota fue compuesta en 1718 por el poeta Jean-Baptiste Rousseau que, desterrado de Francia a raíz del oscuro asunto de las coplas del Café Laurent, era entonces secretario del príncipe Eugenio de Savoya. Este príncipe, que luchaba bajo la bandera austriaca, había arrebatado Belgrado a los turcos el año anterior. Aquella victoria, que venía a sumarse a otras varias, puso provisionalmente término al largo conflicto que enfrentaba Venecia y los Habsburgo con la Puerta; la paz se firmó el 21 de julio de 1718 en Passarowitz, haciendo de mediadoras Inglaterra y Holanda. Con motivo de este tratado, el sultán Ahmed III, que creía ganar así el favor del príncipe Eugenio, le hizo entregar todo un lote de reliquias mayores, procedentes de un escondrijo practicado en una de las paredes de Santa Sofía. Conocemos el detalle de este envío por una carta de Mauricio de Sajonia —que se había puesto a las órdenes del príncipe para aprender la profesión de las armas a pesar de conocerlas mejor que nadie— a su esposa, la condesa de Loben: «… Una punta de la Santa Lanza, la Corona de Espinas, las pretinas y azotes de la Flagelación, el Manto y la Caña infamantes de la Pasión, los Santos Clavos, el Santísimo Vaso, el Santo Sudario y el Santísimo Velo».
Nadie sabía qué había sido de aquellas reliquias. Ninguna iglesia austrohúngara ni de otra parte de Europa se glorió nunca de poseerlas. El culto a las reliquias, después de florecer durante toda la Edad Media y el Renacimiento, iniciaba una grave decadencia y no era absurdo pensar que al príncipe Eugenio no le había guiado otra intención que la puramente irónica cuando le pidió a Jean-Baptiste Rousseau que hiciera el recuento de todas las que se veneraban entonces.
Sin embargo, casi medio siglo después, el Santísimo Vaso hacía una nueva aparición: en una carta en italiano, fechada en 1765, el publicista Beccaria contaba a su protector, Charles Joseph de Firmian, que había visitado el famoso gabinete de antigüedades legado, a su muerte, en 1727, por el filólogo Pitiscus al Colegio San Jerónimo de Utrecht, del que había sido rector, y mencionaba en particular «
cierto vaso de tierra sigilada que nos dijeron haber sido el del Calvario
».
El profesor Shaw conocía naturalmente el inventario de Jean-Baptiste Rousseau, cuyo original estaba encartado en su Quarli, así como la carta de Mauricio de Sajonia. Pero desconocía la carta de Beccaria, la cual lo hizo saltar de júbilo, pues la observación «
vaso de tierra sigilada
» venía a consolidar por fin la hipótesis que había mantenido siempre, sin atreverse a escribirla nunca: el Vaso en el que José de Arimatea había recogido la Sangre de Cristo, la tarde de la Pasión, no tenía por qué ser de oro o de bronce, ni tenía aún menos por qué haber sido tallado en una sola esmeralda, sino que era, evidentísimamente, de tierra: una simple vasija que José había comprado en el mercado antes de ir a lavar las Llagas de su Salvador. Shaw, en su entusiasmo, quiso publicar de inmediato, comentándola, la carta de Beccaria, y a Sherwood le costó mucho disuadirlo, asegurándole que tendría materia para un artículo mucho más sensacional el día en que encontraran el Vaso.
Pero antes había que descubrir el origen del Vaso de Utrecht. La mayor parte de piezas del gabinete de Pitiscus procedía de la gigantesca colección de Cristina de Suecia, protectora del filólogo durante muchos años; pero los dos catálogos que la describían, el
Nummophylacium reginae Christinae
de Havercamp y el
Musoeum Odescalcum
, no mencionaban ningún vaso. Y, por otra parte, era mejor así, ya que las colecciones de la reina Cristina se habían constituido mucho antes de que Ahmed III enviase las Santas Reliquias al príncipe Eugenio. Se trataría, por lo tanto, de una adquisición ulterior. En la medida en que el príncipe Eugenio no había repartido las Reliquias entre las iglesias ni se las había quedado para sí —ninguna figuraba en el catálogo de sus propias colecciones—, no era absurdo pensar que las había regalado entre la gente que lo rodeaba o al menos entre aquellas personas, muy numerosas ya en la época, que sentían una viva inclinación por la arqueología, y ello debió de ocurrir en el momento mismo en que las recibió, o sea durante las negociaciones de paz de Passarowitz. Shaw comprobó este punto crucial descubriendo que el secretario de la delegación holandesa no era otro que el literato Justus Van Effen, no sólo alumno, sino también ahijado de Pitiscus, con lo que resultaba evidente que era él quien había pedido y conseguido aquel vaso para su padrino no por ser un objeto piadoso —los holandeses eran protestantes y, por consiguiente, hostiles al culto de las reliquias—, sino como pieza de museo.
Se cruzó una intensa correspondencia entre Shaw y varios profesores, conservadores y archiveros holandeses. La mayor parte no pudo proporcionar información satisfactoria alguna. Sólo hubo uno, un tal Jakob Van Deekt, bibliotecario del Archivo Provincial de Rotterdam, que pudo instruirlos sobre la historia de la colección Pitiscus.
En 1795, al constituirse la República de Batavia, se cerró el Colegio de San Jerónimo, transformado en cuartel. La mayor parte de libros y colecciones se trasladaron entonces a «un lugar seguro». En 1814, el antiguo Colegio se convirtió en sede de la nueva Academia Militar del Reino de los Países Bajos. Sus colecciones, junto con las de otros varios centros públicos, como la antigua Sociedad Artística y Científica de Utrecht, constituyeron la base del Museum van Oudheden (Museo de Antigüedades). Pero el catálogo de este museo, si bien mencionaba varias veces sigilados de época romana, especificaba que eran vestigios hallados en Vechten, en las proximidades de Utrecht, donde se había establecido un campamento romano.
No obstante, esta atribución era controvertida y varios sabios juzgaban que pudo haber confusión al hacerse el primer inventario. El profesor Berzelius, de la Universidad de Lund, había estudiado aquellas vasijas, demostrando que el examen de los sellos, marcas e inscripciones permitía concluir que una de ellas, la catalogada con el número BC 1182, era indudablemente muy anterior a las demás y parecía dudoso que hubiera sido hallada a raíz de las excavaciones de Vechten, sabiéndose como se sabía que este campamento era de implantación tardía. Todas estas conclusiones estaban resumidas en un artículo, en alemán, de los
Antigvarisk Tidsskrift
de Copenhague, tomo 22, del que Jakob van Deeckt había adjuntado una separata en su carta y en el que venían reproducidos varios dibujos, profusamente comentados, del susodicho vaso. Ahora bien, agregaba para concluir Jakob van Deeckt, cuatro o cinco años antes, aquel mismo vaso BC 1182 había sido robado. El bibliotecario no recordaba ya muy exactamente las circunstancias del robo, pero los responsables del Museum van Oudheden los informarían de seguro con precisión.
Dejando anhelante a Sherwood, escribió Shaw al conservador del Museo. La respuesta fue una larga carta acompañada de recortes del
Nieuwe Courant
. El robo se había perpetrado la noche del 4 de agosto de 1891. El museo, que se halla en el Hoogeland Park, había sufrido importantes obras de acondicionamiento el año anterior y aún no estaban abiertas al público todas las salas. Un estudiante de la Academia de Bellas Artes llamado Theo Van Schallaert había obtenido la autorización para copiar algunos objetos antiguos y trabajar en una de aquellas salas que, por no visitarse, estaban sin vigilancia. La noche del 3 de agosto había conseguido quedarse encerrado en el Museo, del que había salido con el precioso Vaso, rompiendo simplemente una ventana y deslizándose a lo largo de un canalón. El registro efectuado a la mañana siguiente en su domicilio aportó la prueba de que el acto era premeditado, pero resultaron infructuosas las pesquisas emprendidas para dar con su paradero. El caso no había prescrito todavía y el conservador terminaba su carta solicitando, a su vez, cualquier información capaz de facilitar la detención del delincuente y la restitución del vaso antiguo.
A Sherwood no le cabía la menor duda de que aquél era el Santísimo Vaso y el estudiante de historia Guido Mandetta y el estudiante de Bellas Artes eran una sola y misma persona. Pero ¿cómo encontrarlo? Hacía ahora más de seis meses que Mandetta había desaparecido y los detectives contratados por Sherwood seguían buscándolo en vano a ambos lados del Atlántico.
Fue entonces, coincidencia sublime, cuando Longhi, el obrero italiano del que Mandetta-Van Schallaert había sido fraudulento inquilino, fue a hablar otra vez con Sherwood. Había ido a trabajar a New Bedford y, tres días antes, había visto al estudiante cuando éste salía del hotel
El Espadón
. Había cruzado la calle para ir a hablarle, pero el otro se había metido en un coche que había salido a toda velocidad.
Al día siguiente Sherwood y Shaw estaban en
El Espadón
. Una investigación rápida les permitió identificar a Mandetta, que se había alojado en aquel hotel con el nombre de Jim Brown. No se había marchado del hotel y estaba, en aquel preciso instante, en su habitación. El profesor Shaw se presentó a él y Jim Brown-Mandetta-Van Schallaert no puso ninguna dificultad en recibirlo con Sherwood y darle algunas explicaciones.
Estudiaba derecho en Utrecht, cuando descubrió en una librería de viejo un tomo suelto de la Correspondencia de Beccaria, de quien, evidentemente, conocía el famoso tratado
Sobre delitos y penas
, que había revolucionado el derecho penal. Compró el libro y, al llegar a su casa, empezó a hojearlo bostezando de vez en cuando (sus conocimientos de la lengua italiana eran además rudimentarios), hasta que topó con la carta que narraba la visita a la Colección Pitiscus. Ahora bien, su tatarabuelo había estudiado en el Colegio de San Jerónimo. Intrigado por aquella sucesión de coincidencias, decidió dar con la pista del Vaso del Calvario y, habiéndolo logrado, se propuso robarlo. Le salió bien la jugada: mientras los vigilantes del museo descubrían el robo, viajaba él a bordo de un buque de línea regular que unía las ciudades de Ámsterdam y Nueva York.
Pensaba vender el vaso, por supuesto, pero el primer anticuario a quien lo ofreció se le rió en las narices, pidiendo pruebas de autenticidad más serias que una vaga carta de jurista acompañada de unos bizantinismos de catálogo. Ahora bien, aunque el vaso era seguramente el descrito por Berzelius y con toda seguridad el que había visitado Beccaria, su procedencia anterior seguía siendo problemática. Shallaert, en sus investigaciones, había oído hablar del profesor Shaw —es usted una eminencia, le dijo, tanto en el viejo como en el nuevo mundo, lo cual ruborizó al profesor— y, tras estudiar concienzudamente en las bibliotecas todos los datos del problema y participar discretamente en las clases del profesor, se introdujo en su domicilio con motivo de una recepción que ofreció para celebrar su nombramiento en el cargo de director del Departamento de Historia Antigua y le robó el Quarli. Así, sin partir de la misma fuente que Shaw y Sherwood, consiguió reconstruir la historia del Vaso. Después, con todas las pruebas necesarias, emprendió el regreso a Estados Unidos, empezando por el sur, donde le habían dicho que encontraría clientes ricos. En efecto, en Nueva Orleans, un librero lo presentó a un riquísimo productor de algodón que le ofreció 250.000 dólares, y había vuelto a New Bedford a buscar el Vaso.