El piso de Paul Hébert, tras una oscura historia de precintos y embargos, fue recuperado por el administrador, que lo alquila. En la actualidad vive en él Geneviève Foulerot con su bebé.
Laetizia no volvió y nadie tuvo más noticias de ella. En cuanto a Paul Hébert, se supo, al menos parcialmente, qué había sido de él gracias a Riri hijo, que se lo encontró por casualidad en mil novecientos setenta.
Riri hijo, que tiene ahora cerca de veinticinco años, se llama en realidad Valentin, Valentin Collot. Es el más joven de los tres hijos de Henri Collot, el dueño del café-estanco que está en la esquina de las calles Jadin y Des Chazelles. A Henri todo el mundo lo ha llamado siempre Riri. A Lucienne, su mujer, señora Riri, a sus dos hijas, Martine e Isabelle, las pequeñas Riri y a Valentin, Riri hijo, excepto el señor Jérôme, el viejo profesor de historia, que prefería decir «Riri el hijo», y que durante algún tiempo hasta había intentado imponer «Riri II», pero no lo había imitado nadie, ni siquiera Morellet, y eso que solía ser favorable a ese tipo de iniciativas.
Así pues, Riri hijo, que había estudiado un año en el Colegio Chaptal, donde había tenido la mala suerte de ser alumno de pH y se acordaba aún con terror de julios, culombios, ergios, dinas, ohmios y faradios, así como de aquello de «ácido más base da sal más agua», hizo el servicio militar en Bar-le-Duc. Un sábado por la tarde, mientras paseaba por las calles con ese aburrimiento tenaz que parece exclusivo de quienes están en la mili, divisó a su antiguo profesor: instalado a la entrada de un supermercado, vestido de campesino normando con una blusa azul, una bufanda roja a cuadros y una gorra, Paul Hébert ofrecía a los viandantes embutidos regionales, sidra embotellada, pasteles bretones y pan cocido en horno de leña. Riri hijo se acercó al puesto y compró unas rodajas de salchichón al ajo, preguntándose si se atrevería a dirigir la palabra a su antiguo profe. Cuando Paul Hébert le devolvió el cambio, se cruzaron sus miradas una fracción de segundo y Riri hijo comprendió que el otro se había sentido reconocido y le suplicaba que se fuese.
Fue aquí, en la escalera, haría ya tres años, donde lo había encontrado por última vez; en la escalera, en el rellano del quinto, frente a la puerta del piso en que había vivido aquel infortunado Hérbert. Una vez más estaba averiado el ascensor y Valène, que subía fatigosamente a su casa, se había cruzado con Bartlebooth, que tal vez había ido a ver a Winckler. Llevaba su acostumbrado pantalón de franela gris, una americana a cuadros y una de aquellas camisas de hilo de Escocia a las que era tan aficionado. Lo había saludado, al pasar, con una brevísima inclinación de cabeza. No había cambiado mucho; andaba encorvado, pero sin bastón; tenía la cara ligeramente demacrada y los ojos se le habían vuelto casi blancos; eso era lo que más había impresionado a Valène: aquella mirada que no había conseguido encontrarse con la suya, como si Bartlebooth hubiera querido mirar detrás de su cabeza, como si hubiera querido atravesar su cabeza, para alcanzar, más allá, el refugio neutral de la caja de la escalera con sus pinturas en
trompe-l’oeil
, que imitaban viejos jaspeados, y sus zócalos de estuco con efectos de madera. Había en aquella mirada que lo evitaba algo mucho más violento que el vacío, algo que no era sólo orgullo u odio, sino casi pánico, algo así como una esperanza insensata, una llamada de socorro, una señal de naufragio.
Hacía diecisiete años que Bartlebooth había regresado, diecisiete que se había encadenado a su mesa de despacho, diecisiete años que se obstinaba en recomponer, una tras otra, las quinientas marinas que Gaspard Winckler había recortado en setecientos cincuenta pedazos cada una. ¡Había reconstruido ya más de cuatrocientas! Al principio iba rápido, resucitaba con una especie de fervor los paisajes que había pintado veinte años atrás, viendo con júbilo de niño la finura con que Morellet rellenaba los menores intersticios de los puzzles concluidos. Luego, a medida que pasaban los años, era como si los puzzles se complicaran cada vez más, como si se hicieran cada vez más difíciles de resolver. Y eso que se habían afinado extraordinariamente su técnica, su práctica, su inspiración y sus métodos; pero, si bien la mayoría de la veces adivinaba de antemano las trampas que Winckler le había preparado, no siempre era ya capaz de descubrir la respuesta adecuada; por más que pasaba horas con cada puzzle, por más que permanecía días enteros sentado en aquel sillón giratorio y basculante que había pertenecido a su tío abuelo de Boston, cada vez le costaba más acabar los puzzles en los plazos que él mismo se había dado.
A Smautf, que los veía en la gran mesa cuadrada cubierta con tapete negro, cuando llevaba a su señor el té, que casi siempre se olvidaba de beber, una manzana, de la que se comía un bocado antes de dejarla ennegrecer en el frutero, o el correo, que sólo excepcionalmente abría ya, los puzzles le traían vaharadas de recuerdos, olores a varec, ruidos de olas rompiéndose a lo largo de los elevados malecones, nombres lejanos: Majunga, Diego Suárez, las Comores, las Seychelles, Socotra, Moka, Hodeida… Para Bartlebooth ya no eran más que los peones estrambóticos de un juego sin fin, cuyas reglas había acabado por olvidar, no sabiendo ya siquiera contra quién jugaba, cuál era la apuesta ni qué estaba en juego, trocitos de madera cuyo recortado caprichoso se convertía en objeto de pesadillas, tema único de un machacar solitario y cascarrabias, componentes inertes, ineptos e implacables de una búsqueda sin objeto. Majunga no era ni una ciudad, ni un puerto, no era un cielo pesado, una franja de laguna, un horizonte erizado de cobertizos y fábricas de cemento, era únicamente setecientas cincuenta imperceptibles variaciones sobre el gris, retazos incomprensibles de un enigma sin fondo, únicas imágenes de un vacío que ninguna memoria, ninguna espera colmaría jamás, únicos soportes de sus ilusiones repletas de trampas.
Gaspard Winckler había muerto pocas semanas después de aquel encuentro y Bartlebooth había dejado prácticamente de salir de su piso. Smautf, de vez en cuando, le daba a Valène noticias de aquel viaje absurdo que, a veinte años de distancia, proseguía el inglés en el silencio de su despacho acolchado: «hemos dejado Creta» —Smautf se identificaba muy a menudo con Bartlebooth y hablaba de él en primera persona del plural, aunque era cierto que habían realizado todos aquellos viajes juntos— «estamos llegando a las Cícladas: Zaforas, Anafi, Milo, Paros, Naxos. ¡No será cosa fácil!».
Valène tenía a veces la impresión de que se había detenido el tiempo, de que estaba como suspendido, como paralizado en torno de no sabía qué espera. La idea misma de aquel cuadro que proyectaba pintar y cuyas imágenes expuestas, disgregadas, habían empezado a dominar cada uno de sus instantes, amueblando sus sueños, forzando sus recuerdos, la idea misma de aquella casa despanzurrada mostrando al desnudo las fisuras de su pasado, el hundimiento de su presente, aquel amontonamiento inconexo de historias grandiosas o irrisorias, frívolas o lamentables, le daba la sensación de un mausoleo grotesco erigido a la memoria de unos comparsas petrificados en posturas últimas, tan insignificantes en su solemnidad como en su trivialidad, como si, al mismo tiempo, hubiera querido prevenir y retrasar aquellas muertes lentas o vivas que, planta por planta, parecían querer invadir la casa entera: el señor Marcia, la señora Moreau, la señora de Beaumont, Bartlebooth, Rorschash, la señorita Crespi, la señora Albin, Smautf. Y él, por descontado, él, Valène, el inquilino más antiguo de la casa.
Entonces lo embargaba a veces un sentimiento de tristeza insoportable; pensaba en los demás, en todos aquellos que ya no estaban allí, en todos aquellos a los que ya se habían tragado la vida o la muerte: la señora Hourcade, en su casita cerca de Montargis, Morellet, en Verrières-le-Buisson, la señora Fresnel con su hijo en Nueva Caledonia y Winckler y Marguerite y los Danglars y los Claveau y Hélène Brodin con su sonrisita amedrentada y el señor Jérôme y la señora vieja del perrito, cuyo nombre ya no recordaba, el de la señora vieja, porque el perrito, que por cierto era una perrita, se acordaba muy bien de que se llamaba Dodéca, y, como a menudo hacía sus necesidades en el rellano, la portera —la señora Claveau— lo llamaba siempre Dodécaca. La señora vieja vivía en el cuarto izquierda, al lado los Grifalconi, y muchas veces se la veía pasear por la escalera vestida únicamente con un viso. Su hijo quería hacerse cura. Años más tarde, después de la guerra, Valène se lo había encontrado en la calle de Les Pyramides tratando de vender novelas pornográficas a unos turistas que se disponían a visitar París en autocar y le había contado una historia interminable de tráfico de oro con la URSS.
Entonces volvía a pasar revista una vez más a la triste ronda de las mudanzas y las pompas fúnebres, las agencias y sus clientes, los fontaneros, los electricistas, los pintores, los empapeladores, los embaldosadores, los instaladores de moquetas: pensaba en la vida sosegada de las cosas, en las cajas de vajilla llenas de virutas, en las cajas de libros, en la cruda luz de las bombillas bailando en la extremidad de su hilo, en la lenta colocación de los muebles y los objetos, en el lento acostumbrarse del cuerpo al espacio, en toda aquella infinidad de acontecimientos minúsculos, inexistentes, irrelatables —elegir un pie de lámpara, una reproducción, un bibelot, colocar entre dos puertas un alto espejo rectangular, disponer delante de una ventana un jardín japonés, tapizar con un tejido floreado los estantes de un armario—, en todos aquellos gestos ínfimos en los que se resumirá siempre del modo más fiel la vida de un piso y que vendrán a trastornar de vez en cuando, imprevisibles e ineluctables, trágicas o benignas, efímeras o definitivas, las bruscas rupturas de una cotidianidad sin historia: un día huirá la pequeña Marquiseaux con el joven Réol, un día decidirá marcharse la señora Orlowska sin motivos aparentes, sin verdaderos motivos; un día la señora Altamont disparará un tiro al señor Altamont y empezará a chorrear la sangre sobre los baldosines barnizados del comedor; un día vendrá la policía a detener a Joseph Nieto y encontrará en su habitación, disimulado en una de las bolas de cobre de la gran cama Imperio, el célebre diamante que le robaron en otros tiempos al príncipe Luigi Voudzoï.
Un día, sobre todo, desaparecerá toda la casa, morirán la calle y el barrio. Hará falta tiempo. Al principio tendrá un aire como de leyenda, como de rumor casi inadmisible: se habrá oído hablar de una ampliación posible del parque Monceau o de un proyecto de gran hotel o de un enlace directo entre el Elíseo y Roissy siguiendo, para empalmar con el periférico, el trazado de la avenida de Courcelles. Luego se irán precisando los rumores; se sabrá el nombre de los promotores y la naturaleza exacta de sus ambiciones ilustradas por unos lujosos prospectos en cuatricromía:
«… Dentro del marco, previsto por el séptimo plan, de ampliación y modernización del edificio de la Central de Correos del distrito XVII, en la calle de Prony, que ha hecho necesarias el considerable incremento de dicho servicio público a lo largo de los dos últimos decenios, se ha hecho patente la posibilidad y la conveniencia de una total reestructuración de la periferia…»
y después:
«… Fruto del esfuerzo conjunto de los poderes públicos y la iniciativa privada, este vasto complejo con vocación múltiple, respetando el equilibrio ecológico del entorno, pero sin rechazar la aportación de los equipos socioculturales imprescindibles para una deseable humanización de la vida contemporánea, vendrá asía relevar eficazmente, en su debido tiempo, un tejido urbano que ha alcanzado desde hace varios años su punto de saturación…»
y por último:
«… A pocos minutos de L’Etoile-Charles-de-Gaulle (RER)
20
y de la estación de Saint-Lazare, a escasos metros de las frondosidades del parque Monceau, HORIZON 84 le ofrece, en una superficie construida de tres millones de metros cuadrados, las TRES MIL QUINIENTAS mejores oficinas de todo París: moqueta triple, aislamiento termofónico mediante paneles irradiantes, antiskating, tabiques autoportantes, télex, circuito cerrado de televisión, terminales de ordenadores, salas de conferencia con traducción simultánea, restaurantes de empresa, snacks, piscina, club-house… HORIZON 84 son además SETECIENTAS VIVIENDAS que van del simple apartamento al piso de cinco habitaciones, enteramente equipadas —desde el portero electrónico hasta la cocina preprogramable—, son también VEINTIDÓS APARTAMENTOS para recepciones, trescientos metros cuadrados de salones y terrazas, es también un centro comercial que agrupa CUARENTA Y SIETE comercios y servicios, son por último
DOCE MIL
plazas de aparcamiento subterráneo, MIL CIENTO SETENTA Y CINCO metros cuadrados de espacios verdes ajardinados, DOS MIL QUINIENTAS líneas telefónicas preinstaladas, un repetidor de radio AM-FM, DOCE pistas de tenis, SIETE cines y el complejo hotelero más moderno de Europa. ¡HORIZON 84, 84 AÑOS DE EXPERIENCIA AL SERVICIO DE LA EDIFICACIÓN DEL MAÑANA!».
Pero antes de que surjan del suelo aquellos bloques de vidrio, acero y hormigón, habrá el largo palabreo de las ventas y los traspasos, las indemnizaciones, las permutas, los realojamientos, las expulsiones. Uno tras otro se cerrarán los comercios, sin tener sucesores, una tras otra se tapiarán las ventanas de los pisos desocupados y se hundirá su suelo para desanimar a squatters y vagabundos. La calle, no será más que una sucesión de fachadas ciegas —ventanas semejantes a ojos sin pensamiento—, que alternarán con vallas manchadas de carteles desgarrados y graffiti nostálgicos.
¿Quién, ante a una casa de pisos parisién, no ha pensado nunca que era indestructible? Puede hundirla una bomba, un incendio, un terremoto, pero ¿si no? Una ciudad, una calle o una casa comparadas con un individuo, una familia o hasta una dinastía, parecen inalterables, inasequibles para el tiempo o los accidentes de la vida humana, hasta tal punto que creemos poder confrontar y oponer la fragilidad de nuestra condición a la invulnerabilidad de la piedra. Pero la misma fiebre que hizo surgir del suelo estos edificios, en Les Batignolles como el Clichy, en Ménilmontant como en La Butte-aux-Cailles, en Balard como en Le Pré-Saint-Gervais, no parará ahora hasta destruirlos.
Vendrán las empresas de derribos y sus brigadas romperán los enlucidos y los alicatados, hundirán los tabiques, doblarán los herrajes, dislocarán las vigas y los cabios, arrancarán los morrillos y los sillares: imágenes grotescas de una casa derruida, reducida a sus materias primas, cuyos montones vendrán a disputarse unos chatarreros de guantes gruesos: el plomo de las cañerías, el mármol de las chimeneas, la madera de las armazones y los entarimados, de las puertas y los zócalos, el cobre y el latón de los picadores y los grifos, los grandes espejos y el oro de sus marcos, el mármol de los fregaderos, las bañeras, el hierro forjado de la barandilla de las escaleras…