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Authors: Georges Perec

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La vida instrucciones de uso (22 page)

BOOK: La vida instrucciones de uso
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Las incansables excavadoras de los niveladores vendrán a cargar el resto: toneladas y más toneladas de cascotes y polvo.

Capítulo XXIX
Tercero derecha, 2

El gran salón del tercero derecha ofrecía la imagen típica de después de una fiesta.

Es una estancia amplia con revestimiento de madera clara, en la que se han enrollado o apartado las alfombras, dejando descubierto un parquet de tablas delicadamente tabicadas. Toda la pared del fondo está ocupada por una librería de estilo Regency, cuya parte central es en realidad una puerta pintada en
trompe-l’oeil
. Detrás de esta puerta, medio entornada, se divisa un largo pasillo por donde avanza una chica de unos dieciséis años que lleva un vaso de leche en la mano derecha.

En el salón, otra joven-quizás es para ella el vaso reparador-está echada, dormida, sobre un diván tapizado de ante gris: hundida en los cojines y medio tapada con un mantón negro de flores y hojas bordadas, aparece únicamente vestida con una cazadora de nailon a todas luces demasiado grande para ella.

En el suelo, esparcidos por todas partes, los restos del sarao: varios zapatos desparejados, un largo calcetín blanco, unos leotardos, un sombrero de copa, unas narices de carnaval, platos de cartón, apilados, estrujados o diseminados, llenos de residuos: hojas de rábanos, cabezas de sardinas, pedazos de pan medio comidos, huesos de pollo, cortezas de queso, pequeños moldes de papel plisado que han contenido repostería o bombones, colillas, servilletas de papel, vasitos de cartón; en una mesa baja, diversas botellas vacías y una pastilla de mantequilla casi entera en la que se han aplastado cuidadosamente varios cigarrillos; en otro sitio, todo un juego de platillos triangulares que contienen aún diversos aperitivos: aceitunas verdes, avellanas tostadas, pastitas saladas, patatas fritas con sabor a gamba; más lejos, en un lugar algo más despejado, un barrilito de Côtes du Rhône, montado sobre un pequeño caballete, al pie del cual están extendidas varias bayetas, unos cuantos metros de papel de secar caprichosamente arrancados de su rollo y una multitud de vasos y vasitos algunos a medio vaciar; acá y allá andan tirados tazas de café, terrones de azúcar, copitas, tenedores, cuchillos, una pala para servir pasteles, cucharillas, botellas de cerveza, latas de coca-cola, botellas casi intactas de ginebra, de oporto, de armagnac, de Marie-Brizard, de Cointreau, de crema de plátano, horquillas, un sinfín de recipientes usados como ceniceros, repletos de cerillas calcinadas, ceniza, fondos de pipas, colillas manchadas o no de rojo, huesos de dátiles, cáscaras de nueces, almendras y cacahuetes, corazones de manzanas, pieles de naranjas y mandarinas; en diferentes sitios yacen grandes platos copiosamente provistos de diversas vituallas: lonchas de jamón enrolladas en medio de una gelatina ya líquida, filetes de buey asado adornados con rodajitas de pepinillos, media merluza fría decorada con ramitas de perejil, trozos de tomate, trenzas de mayonesa y rodajas de limón dentadas; otros restos han hallado refugio en lugares inverosímiles a veces: en equilibrio encima de un radiador, una gran ensaladera japonesa de madera lacada con un resto aún en el fondo de ensalada de arroz salpicada de aceitunas, filetes de anchoa, huevos duros, alcaparras, pimientos cortados en tiras y gambas; debajo del diván, una fuente de plata, donde conviven muslos de pollo con huesos total o parcialmente roídos; al fondo de un sillón, un cuenco de mayonesa viscosa; bajo un pisapapeles de bronce que representa el famoso
Ares descansando
de Scopas, un platillo lleno de rábanos; trozos de pepino, de berenjena y de mangos, ahora acartonados, y unas sobras de lechuga que acaban de agriarse, casi en lo más alto de la librería, encima de una edición en seis tomos de las novelas libertinas de Mirabeau, y los restos de un gran pastel, un merengue gigantesco esculpido en forma de ardilla, peligrosamente atrapado entre dos pliegues de una alfombra.

Esparcidos por toda la estancia, gran cantidad de discos, fuera o no de sus fundas, la mayor parte de música de baile; sorprenden un momento entre ellos otros discos de géneros diferentes: «
Les Marches et Fanfares de la 2è. D.B
.», «
Le laboureur et ses Enfants
, narrado en argot por Pierre Devaux», «
Fernand Raynaud: le 22 à Asnières
», «
Mai 68 à la Sorbonne
», «
La Tempesta di Mare
, concierto en mi bemol mayor, op. 8, n.º 5, de Antonio Vivaldi, interpretado al sintonizador por Léonie Prouillot»; y en fin, por todas partes cajas despanzurradas, paquetes abiertos con precipitación, bramantes, cintas doradas con los extremos rizados como tirabuzones, que indican que aquella fiesta se celebró con motivo del cumpleaños de una u otra de las dos chicas y que sus amigos fueron muy espléndidos con ella: le regalaron, entre otras cosas, e independientemente de las provisiones sólidas o líquidas que llevaron algunos a modo de regalo, un pequeño mecanismo de caja de música que, razonablemente, cabe suponer que toca
Happy birthday to you
; un dibujo a pluma de Thorwaldson que representa un noruego en traje de novio: chaqueta corta con botones de plata muy juntos, camisa almidonada con chorrera recta, chaleco ribeteado con trencilla de seda, calzón corto sujetado a la rodilla con borlas de lana, sombrero flexible de fieltro, botas amarillentas y, en el cinturón, metido en su funda de cuero, el cuchillo escandinavo, el Dolknif, del que va siempre provisto un auténtico noruego; un estuchito pequeño de acuarelas inglesas —de lo que parece desprenderse que esta chica tiene cierta afición a la pintura—; un póster nostálgico que representa un barman con ojos llenos de malicia, larga pipa de arcilla en la mano, que se sirve una copita de ginebra Hulstkamp, copita que, por otra parte, ya se dispone a saborear, en un cartelito falsamente en
abîme
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, detrás de su propia efigie, mientras la muchedumbre se prepara a invadir el cafetín y tres hombres, uno con canotier, otro con sombrero de fieltro y el último con chistera, se empujan en la entrada; otro dibujo, de un tal William Falsten, caricaturista americano de comienzos de siglo, titulado
The Punishment
(El castigo), representa un chiquillo, acostado en su cama, pensando en el maravilloso pastel que se están repartiendo sus padres y hermanos —visión materializada en una nube que flota sobre su cabeza— y del que ha sido privado a consecuencia de una travesura cualquiera; y, por último, regalos de bromistas de gustos algo mórbidos sin duda: unos cuantos ejemplares de trucos y bromas, entre los que figuran una navaja de muelles que se dobla a la menor presión y una gran araña negra de un parecido bastante terrorífico. Del aspecto general de la sala cabe deducir que la fiesta fue suntuosa, y quizás hasta grandiosa, pero sin degenerar: algunos vasos volcados, algunas quemaduras producidas por cigarrillos en cojines y alfombras, bastantes manchas de grasa y vino, pero nada verdaderamente irreparable, excepto una pantalla de pergamino agujereada, un tarro de mostaza fuerte que se derramó sobre el disco de oro de Yvette Horner y una botella de vodka rota en una jardinera en la que había un frágil papiro que sin duda no se recuperará ya.

Capítulo XXX
Marquiseaux, 2

Un cuarto de baño. El suelo y las paredes están cubiertos con pequeños baldosines de color ocre amarillo. Un hombre y una mujer están arrodillados en la bañera medio llena. Tienen ambos unos treinta años. El hombre, con las manos puestas en la cintura de la mujer, le lame el pecho izquierdo, mientras ella, ligeramente arqueada, coge en la mano derecha el sexo de su compañero, al tiempo que se acaricia a sí misma con la otra mano. Asiste a la escena un tercer personaje: un gato negro, joven, de reflejos dorados, con una mancha blanca debajo del cuello: está sentado en el borde de la bañera y su mirada verde amarilla parece expresar un prodigioso asombro. Lleva un collar de cuero verde trenzado, provisto de una placa reglamentaria con su nombre —Pulgarcito—, su número de registro en la S.P.A.
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y el número de teléfono de sus amos, Philippe y Caroline Marquiseaux; no su número de París, pues es del todo improbable que Petit-Pouce salga del piso y se pierda por las calles de la capital, sino el número de la casa que tienen en el campo: el 50 de Jouy-en-Josas (Yvelines).

Caroline Marquiseaux es la hija de los Echard y se ha quedado el piso de sus padres. En 1966, cuando acababa de cumplir veinte años, se casó con Philippe Marquiseaux, a quien había conocido unos meses antes en la Sorbona, donde ambos estudiaban historia. Marquiseaux era de Compiègne y vivía en París, en la calle Cujas, en una habitación diminuta. Los recién casados se instalaron, pues, en la habitación en la que Caroline había crecido, mientras sus padres conservaban la suya y el comedor-sala de estar. Bastaron pocas semanas para hacer intolerable la convivencia entre aquellas cuatro personas.

Las primeras escaramuzas se produjeron por cuestiones de cuarto de baño: Philippe, chillaba la señora Echard con su voz más agria y de preferencia cuando las ventanas estaban abiertas de par en par, para que se enterase bien todo el vecindario, Philippe se pasaba horas en el retrete y sistemáticamente dejaba para los que fuesen después el trabajo de limpiar la taza; los Echard, replicaba Philippe, olvidaban expresamente sus dentaduras postizas en los vasos que tenían que usar él y Caroline para lavarse los dientes. La intervención pacificadora del señor Echard permitió evitar que aquellas enganchadas superaran la fase de los insultos verbales y las alusiones insultantes; y llegaron a un statu quo soportable, merced a algunos gestos de buena voluntad por ambas partes y a algunas medidas destinadas a facilitar la convivencia: reglamentación del tiempo de permanencia en baño y wáter, distribución estricta del espacio, diferenciación rigurosa de toallas, manoplas y accesorios higiénicos.

Pero, si el señor Echard —viejo bibliotecario jubilado cuya chifladura consistía en acumular pruebas que demostrasen que Hitler estaba vivo— era la bondad personificada, su mujer resultó una verdadera arpía y sus continuas recriminaciones durante las comidas no tardaron en resucitar el conflicto; todas las noches increpaba a su yerno, sacando casi siempre pretextos nuevos: llegaba tarde, se sentaba a la mesa sin lavarse las manos, no ganaba ni lo que tenía en el plato, aunque eso no le impedía ser exigente, sino todo lo contrario, por lo menos ya podría ayudar a Caroline a poner la mesa de vez en cuando o a fregar los platos, etc. La mayor parte de las veces Philippe aguantaba con flema aquellas broncas incesantes, y hasta intentaba bromear, regalándole, por ejemplo, una noche, a su suegra un cactus, «fiel reflejo de su carácter»; pero un domingo, al final del almuerzo, en el que le había puesto el postre que más odiaba —torrijas—, perdió el dominio de sí mismo, cogió la pala de servir y le arreó unos cuantos porrazos en la cabeza. Después de lo cual, preparó tranquilamente la maleta y se volvió a Compiègne.

Caroline insistió para que volviera; quedándose en Compiègne no sólo comprometía su matrimonio, sino que además ponía en peligro su carrera y la posibilidad de presentarse a los IPES
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, que, si los sacaba, les permitirían tener casa propia a partir del curso siguiente.

Philippe se dejó convencer y la señora Echard, cediendo a las instancias de su marido y de su hija, consintió en soportar por algún tiempo aún la presencia de su yerno en la casa. Pero su genio desabrido pudo con ella al poco tiempo. Y otra vez llovieron sobre la joven pareja vejámenes y prohibiciones: la prohibición de usar el cuarto de baño pasadas las ocho de la mañana, la prohibición de entrar en la cocina salvo para fregar los platos, la prohibición de telefonear, la de recibir visitas, la de volver a casa más tarde de las diez de la noche, la de enchufar la radio, etc.

Caroline y Philippe soportaron heroicamente tan rigurosas condiciones. La verdad era que no tenían otro remedio: el mísero estipendio que Philippe recibía de su padre —un rico negociante que desaprobaba el casamiento de su hijo— y las cuatro perras que, a escondidas, le deslizaba en la mano a Caroline el suyo apenas bastaban para pagar el trayecto diario hasta el Barrio Latino y los tickets del restaurante universitario; sentarse en la terraza de un café, ir al cine o comprar Le Monde fueron aquellos años acontecimientos lujosos para ellos. Y para poderle comprar a Caroline un abrigo de lana, que hizo imprescindible el rigor de cierto febrero, Philippe hubo de resolverse a vender a un anticuario de la calle de Lille el único objeto realmente precioso que había tenido nunca: una mandorla del siglo XVII en cuya madera estaban grabadas las siluetas de Arlequín y Colombina con dominós.

Aquella vida de apuros duró casi dos años. La señora Echard, según el humor que tuviera, se humanizaba a veces hasta llegar a ofrecer a su hija una taza de té, mientras que otras extremaba aún las humillaciones y los vejámenes, cortando, por ejemplo, el agua caliente en el preciso momento en que Philippe iba a afeitarse, poniendo, desde la mañana hasta la noche, el televisor a todo volumen, los días en que los jóvenes repasaban un examen oral en su cuarto, o instalando candados con combinación en todos los armarios, pretextando que le saqueaban sistemáticamente sus reservas de azúcar, galletas y papel higiénico.

La conclusión de aquellos duros años de aprendizaje fue tan repentina como inesperada. La señora Echard se ahogó un día con una espina de pescado; el señor Echard, que no aguardaba otra cosa desde hacía diez años, se fue a vivir a una casita de campo que se había construido cerca de Arles; un mes más tarde se mató el señor Marquiseaux en un accidente de circulación, dejándole a su hijo una respetable herencia. Philippe, que, sin sacar los IPES
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, había terminado por fin la carrera y pensaba empezar una tesis de tercer ciclo —
Regadío y secano en Picardía durante el reinado de Luis XV
—, renunció a ello de muy buen grado y puso con dos compañeros de estudios una agencia de publicidad, que marcha hoy viento en popa y tiene la particularidad de vender no productos de limpieza, sino artistas de music-hall:
Les Trapézes
, James Charity, Arthur Rainbow
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«Hortense»,
The Beast
, Heptaedra Illimited y algunos más figuran entre los más populares.

Capítulo XXXI
Beaumont, 3

La señora de Beaumont está en su habitación, sentada al fondo de una cama Luis XV, recostada en cuatro almohadones finamente bordados. Es una mujer vieja de setenta y cinco años, de cara surcada por las arrugas, cabellos de una blancura de nieve, ojos grises. Viste mañanita de seda blanca y lleva en el dedo meñique de la mano izquierda una sortija cuyo chatón de topacio está tallado en rombo. Sobre las rodillas tiene abierto un libro de arte de gran formato, titulado
Ars Vanitatis
, mostrando una reproducción a toda página de una de aquellas famosas Vanidades de la Escuela de Estrasburgo: una calavera rodeada de atributos relacionados con los cinco sentidos, muy poco canónicos, si se comparan con los modelos habituales, pero perfectamente reconocibles. El gusto está representado, no por una oca rolliza o una liebre recién matadas, sino por un jamón colgado de una viga y una delicada taza de tisana de loza blanca, en vez del clásico vaso de vino; el tacto, por dos dados y una pirámide de alabastro rematada por un tapón de cristal tallado como un diamante; el oído, por una trompeta pequeña de agujeros —y no de pistones— como las que se utilizaban en bandas y charangas; la vista, que, al mismo tiempo, según el simbolismo de aquellos cuadros, es percepción del tiempo inexorable, está representada por la calavera misma y, en dramática oposición con ella, uno de esos relojes de mesa recargados de adornos; por último, no se representa el olfato por medio de los tradicionales ramos de rosas o claveles, sino mediante una planta crasa, una especie de anturia enana cuyas florescencias bianuales despiden un intenso olor a mirra.

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