La vidente

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Authors: Lars Kepler

Tags: #Intriga

BOOK: La vidente
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En todo el mundo la policía ha recurrido a médiums espirituales y espiritistas cuando se han encontrado con casos especialmente difíciles. Ocurre varias veces al año y, sin embargo, no hay ni un solo ejemplo documentado de que un médium haya contribuido a resolver ningún caso. Una chica es asesinada en un centro para jóvenes de conducta autodestructiva. La sospechosa es una chica de su misma edad que se ha dado a la fuga. La policía está convencida de que la fugada es la culpable. Joona Lina se resiste ante la versión oficial e inicia una investigación por su cuenta. La persecución es cada vez más intensa. Cada decisión abre nuevas vías.

Lars Kepler

La vidente

Joona Linna - 03

ePUB v1.0

Creepy
09.09.12

Título original:
Eldvittnet

Lars Kepler, 2011.

Traducción: Mayte Giménez y Pontus Sánchez

Editor original: Creepy

ePub base v2.0

…todos los embusteros tendrán su parte en el lago que arde con fuego y azufre…

APOCALIPSIS 21:8

Un médium es una persona que afirma tener un talento paranormal, una capacidad para crear vínculos más allá de los límites establecidos por la ciencia.

Algunos médiums entran en contacto con los muertos en sesiones de espiritismo mientras que otros, por ejemplo, ofrecen una guía con cartas del tarot.

Los intentos de comunicarse con los muertos a través de un médium se remontan a los principios de la historia de la humanidad. Mil años antes del nacimiento de Cristo, el rey Saúl de Israel trató de pedirle consejo al espíritu del difunto profeta Samuel.

En todo el mundo la policía ha recurrido a médiums espirituales y espiritistas cuando se han encontrado con casos especialmente difíciles. Ocurre varias veces al año y, sin embargo, no hay ni un solo ejemplo documentado de que un médium haya contribuido a resolver caso alguno.

1

Elisabet Grim, de cincuenta y un años, tiene el pelo cubierto de canas. Sus ojos son alegres y cuando sonríe puede apreciarse que uno de los incisivos se le monta un poco encima del otro.

Elisabet trabaja de enfermera en el Birgitta, un centro cerrado de menores situado al norte de Sundsvall. Es una institución privada de acogida que atiende a ocho chicas de entre doce y diecisiete años, de acuerdo con la Ley Específica de Decisiones sobre el Cuidado de Menores.

Muchas de las chicas que llegan al centro arrastran problemas con las drogas, la mayoría se autolesionan, tienen trastornos alimenticios y algunas de ellas son muy agresivas.

En realidad no existe alternativa a las casas de acogida con alarma en las puertas, rejas en las ventanas y esclusas de seguridad. La siguiente parada suele ser alguna cárcel del mundo adulto o un centro psiquiátrico. Pero el Centro Birgitta pertenece a un reducido grupo de instituciones que ofrecen un sitio a las chicas que van camino del régimen abierto.

«Al Centro Birgitta suelen venir las chicas buenas», acostumbra a decir Elisabet.

Coge la última onza de chocolate negro, se la lleva a la boca y el dulzor amargo le hace cosquillas debajo de la lengua.

Poco a poco sus hombros empiezan a relajarse. La jornada se había complicado, a pesar de que el día había transcurrido sin sobresaltos. Clases por la mañana y después de comer un rato de juego y un chapuzón en el lago.

Tras la cena la encargada se había ido a casa, dejando a Elisabet sola en el centro.

El personal de noche se había reducido cuatro meses atrás después de que la compañía Holding Blanchefords comprara el consorcio de salud al que pertenece el Centro Birgitta.

Las alumnas tenían permiso para ver la televisión hasta las diez. Elisabet se encontraba en la oficina tratando de poner al día los historiales de comportamiento cuando empezó a oír gritos. Fue corriendo a la sala del televisor y vio que Miranda se estaba ensañando con la pequeña Tuula. La estaba llamando guarra y puta a gritos, la había tirado del sofá y, cuando la tuvo en el suelo, empezó a darle patadas en la espalda.

Elisabet comenzaba a estar familiarizada con los accesos de violencia de Miranda. Entró corriendo en la sala y separó a las dos chicas. Se llevó un bofetón, por lo que se vio obligada a gritarle a Miranda que su comportamiento era inaceptable. Sin dejar siquiera que contestara, se la llevó a la sala de inspecciones y después al cuarto de aislamiento, en el pasillo principal.

Elisabet le dio las buenas noches, pero Miranda no dijo nada. Se quedó sentada en la cama con la mirada fija en el suelo y sonriendo para sí mientras Elisabet cerraba la puerta con dos vueltas de llave.

Vicky Bennet, la chica nueva, tenía reservada su hora de charla, pero el conflicto entre Miranda y Tuula había acaparado toda la noche y ya no quedaba tiempo para ello. Vicky señaló con cuidado que le tocaba tener una charla a solas y, cuando vio que quedaba aplazada, se puso triste, rompió una taza, cogió un trozo y se hizo varios cortes en el vientre y en las muñecas.

Cuando Elisabet entró en la habitación de Vicky se la encontró sentada con la cara hundida en las manos y los antebrazos llenos de sangre.

Elisabet le lavó las heridas, le puso una tirita en el vientre, le vendó las muñecas con gasa, la consoló y la llamó «cielo» hasta que consiguió arrancarle una pequeña sonrisa. Por tercera noche consecutiva le dio diez miligramos de Sonata para que pudiera quedarse dormida.

2

Las alumnas están acostadas y el silencio reina en el Centro Birgitta. En la ventana de la oficina hay una lámpara encendida que hace que el mundo exterior parezca impenetrablemente oscuro.

Elisabet está sentada delante del ordenador con la frente fruncida mientras anota en el diario los sucesos que han ocurrido durante la noche.

Faltan pocos minutos para las doce y Elisabet cae en la cuenta de que ni siquiera le ha dado tiempo de tomarse la pastilla. Su pequeña droga, como ella suele bromear. Las guardias y las jornadas agotadoras han acabado por romperle el sueño. Suele tomarse diez miligramos de Stilnoct cada noche a las diez para poder quedarse dormida a las once y así tener unas cuantas horas de descanso.

La oscuridad de septiembre se ha apoderado del bosque que rodea el centro, pero aún se puede ver la superficie del lago Himmelsjön brillando como el nácar.

Por fin puede apagar el ordenador y tomarse la pastilla. Se echa la bata sobre los hombros y piensa en lo bien que le sentaría tomarse una copa de vino tinto. Tiene ganas de quedarse sentada en la cama con un buen libro y un poco de vino, leer un rato y charlar con Daniel.

Pero esta noche está de guardia y le toca dormir en el cuartito del centro.

Da un respingo cuando de repente
Buster
empieza a ladrar en el patio. Ladra con tanta intensidad que a Elisabet se le eriza el vello de los brazos.

Es muy tarde, ya tendría que haberse metido en la cama.

A estas horas suele estar dormida.

Cuando el ordenador se apaga el cuarto queda a oscuras. De pronto todo está en completo silencio. Elisabet toma conciencia de los sonidos que ella misma produce. El soplido de la silla cuando se levanta, el crujido de las tablas de parquet bajo sus pies cuando se acerca a la ventana. Intenta ver algo fuera, pero la oscuridad sólo le permite contemplar el reflejo de su propia cara en el cristal, la oficina con el ordenador y el teléfono y el empapelado de las paredes con motivos en color amarillo y verde.

De repente ve que la puerta se abre ligeramente a su espalda.

El corazón se le acelera. Ella había dejado la puerta entornada, pero ahora está abierta hasta la mitad. «Debe de haber sido la corriente», se dice. La estufa de leña del comedor consume cantidades ingentes de aire.

Elisabet siente que le invade una extraña intranquilidad, una especie de miedo comienza a esparcirse por sus venas. No quiere volverse, así que se queda mirando fijamente la oscura ventana y el reflejo de la puerta que tiene a su espalda.

Escucha con atención el silencio, el ordenador que aún emite un leve zumbido.

En un intento de desprenderse del malestar alarga la mano, apaga la lámpara de la ventana y da media vuelta.

La puerta está abierta de par en par.

Un escalofrío le baja desde la nuca y le recorre toda la espalda.

Las luces de emergencia brillan débilmente delante del comedor y de las habitaciones de las chicas. Elisabet sale de la oficina y decide ir a comprobar si las puertecillas de la estufa de leña están cerradas cuando de pronto oye un susurro que llega desde las habitaciones.

3

Elisabet se detiene con la mirada fija en el pasillo y agudiza el oído. Al principio no oye nada, luego lo siente otra vez. Un leve susurro, tan frágil que apenas puede distinguirse.

—Te toca cerrar los ojos —dice una voz.

Elisabet permanece inmóvil observando la oscuridad, parpadea una y otra vez, pero no logra ver a nadie.

Apenas le da tiempo a pensar que debe de tratarse de alguna de las chicas hablando en sueños cuando oye un sonido peculiar, como si alguien dejara caer un melocotón demasiado maduro en el suelo. Y luego otro. Pesado y lleno de jugo. Una pata de mesa rasca el suelo y luego caen dos melocotones más.

Elisabet intuye un movimiento con el rabillo del ojo. Una sombra que se desliza. Se vuelve y ve que la puerta del comedor se está cerrando lentamente.

—Espera.

Lo dice a pesar de creer que no es más que la corriente otra vez. Se acerca a paso rápido, agarra la manija y siente una extraña resistencia. Se enzarza en una breve lucha de fuerzas hasta que la puerta se abre con facilidad.

Elisabet entra en el comedor. Está alerta y trata de inspeccionar toda la sala con la mirada. La mesa principal resplandece suavemente. Paso a paso se acerca hasta la estufa de leña y ve el destello de sus propios movimientos en las puertecillas de latón. Están cerradas.

Los conductos de humo desprenden calor.

De repente se oye un restallido y un chasquido tras las puertecillas. Elisabet da un paso atrás y topa con una silla.

No ha sido más que leña incandescente que se ha desplomado contra la cara interna de las puertecillas. La sala está vacía.

Toma aire, sale del comedor, cierra la puerta y piensa en dirigirse de nuevo por el pasillo hacia el cuartito de dormir, pero para en seco y vuelve a escuchar.

No se oye nada en la sección de las chicas. Aromas ácidos flotan en el aire, vaporosos, metálicos. La mirada de Elisabet se pasea en busca de algún movimiento por el oscuro pasillo, pero todo está quieto. Aun así hay algo que la empuja hacia allí, hacia la línea de puertas de las habitaciones. Algunas parecen estar entreabiertas, otras están cerradas, pero nunca con llave.

En el lado derecho del pasillo están los lavabos y después hay una alcoba con la puerta del cuarto de aislamiento donde duerme Miranda, ésta sí, bajo llave.

El ojo de la cerradura centellea débilmente.

Elisabet se detiene y contiene la respiración. Una voz aguda susurra algo en alguna habitación, pero se calla en cuanto Elisabet emprende la marcha.

—Silencio —ordena al aire.

El corazón le empieza a latir más fuerte cuando oye una serie de golpes rápidos y seguidos. Le resulta difícil localizar el ruido, pero es como si Miranda estuviera en la cama dando golpes en la pared con los pies descalzos. Elisabet piensa en acercarse y echarle un vistazo por el ojo de la cerradura cuando se da cuenta de que parece haber alguien en la oscuridad de la alcoba. Es una persona.

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