—¿Qué pasa ahí? —pregunta.
—Está cayendo la del pulpo pero, por lo demás, todo tranquilo, no hay ni un coche, ni un puto… Espera, veo un camión, un camión enorme tomando la 330.
—Es el que ha llamado —responde Mirja.
—Pero ¿dónde diablos está el Toyota? —dice Lasse—. Llevo aquí parado un cuarto de hora, debería llegar a ti en cinco minutos, a menos que un OVNI lo haya…
—Dame un segundo —dice Mirja precipitadamente y corta la comunicación con su compañero cuando ve la lejana luz de dos faros en la lluvia.
Mirja Zlatnek sale del coche patrulla y se agacha un poco en mitad del temporal. Entorna los ojos para ver mejor el vehículo que se le está acercando.
Ha puesto una mano sobre la pistola enfundada, va al encuentro del coche y con la mano izquierda le ordena que se detenga.
Una infinidad de burbujas es continuamente arrastrada por el agua sobre el asfalto hasta reventar en la hierba de la cuneta.
Mirja constata que el coche aminora la marcha. Oye una llamada por radio, pero decide quedarse en la calzada. Las voces que llegan desde el coche patrulla suenan enlatadas, carraspean todo el rato, pero aun así la conversación es plenamente inteligible.
—Lleno de sangre —repite un compañero joven mientras describe el hallazgo de un segundo cadáver en el Centro Birgitta, una mujer de mediana edad.
El coche se acerca, rueda despacio, sale al arcén y se detiene. Mirja Zlatnek empieza a caminar hacia el vehículo. Se trata de una camioneta pickup Mazda con las ruedas llenas de barro. La puerta del conductor se abre y un hombre corpulento, con chaleco verde de cazador y jersey Helly Hansen, se baja de la camioneta. El pelo le llega por los hombros y tiene la cara ancha, nariz fuerte y ojos entornados.
—¡¿Hay alguien más en el coche?! —grita Mirja, y se frota el agua de la cara.
El hombre niega con la cabeza y luego mira al bosque.
—Aléjese —dice ella cuando se acerca.
El hombre da un paso minúsculo hacia atrás.
Mirja se inclina para ver mejor el habitáculo. Se le está mojando el pelo y el agua le corre por la nuca y la espalda.
Le resulta difícil ver nada con la lluvia y la suciedad del parabrisas. En el asiento del conductor hay un periódico abierto. El hombre conducía sentado sobre él. Mirja rodea la camioneta, se acerca aún más e intenta ver qué hay en el estrecho asiento de atrás. Una vieja manta y un termo.
Una nueva llamada suena por la radio del coche patrulla, pero ya no se pueden distinguir las palabras.
El chaleco del hombre ya ha adquirido un tono verde oscuro en los hombros. Se oye un ruido dentro del coche, algo rascando contra metal.
Cuando Mirja vuelve a mirar al hombre ve que éste se ha acercado. Sólo un poco, unos centímetros. O a lo mejor se lo está imaginando, ya no está segura. El hombre la observa, pasea la mirada por su cuerpo y arruga la carnosa frente.
—¿Vive aquí? —pregunta ella.
Quita la suciedad de la matrícula con el pie, apunta el número y luego sigue dando la vuelta al coche.
—No —responde él sin la menor prisa.
En el suelo del copiloto hay una bolsa de deporte de color rosa. Mirja rodea el coche pero sin perder nunca de vista al hombre. En la plataforma de carga hay algo cubierto con una lona verde y agarrado con fuertes cintas de sujeción.
—¿Adónde se dirige? —pregunta la agente.
El hombre corpulento permanece un momento inmóvil y la sigue con la mirada. De repente aparece un hilo de sangre por debajo de la lona que corre por los canalillos con barro y suciedad de la plataforma.
—¿Qué lleva aquí? —pregunta Mirja.
Al ver que el hombre no contesta, se estira para soltar una de las sujeciones. No le resulta fácil llegar, tiene que pegarse al vehículo. El hombre se mueve un poco hacia un lado. Mirja alcanza la lona con la punta de los dedos, pero no le quita los ojos de encima al hombre, que se pasa la lengua por los labios justo cuando ella levanta una esquina de la tela. Desabrocha la funda de la pistola, echa un vistazo rápido a la plataforma y alcanza a ver una esbelta pezuña de un corzo joven, una cría.
El hombre sigue en su sitio bajo la parpadeante luz azul, pero Mirja no quita la mano del arma y se aleja unos pasos de la camioneta.
—¿Dónde ha matado al corzo?
—Estaba tirado en el camino —explica él.
—¿Ha marcado el sitio?
El hombre escupe despacio en el suelo, entre sus propios pies.
—Déjeme ver su carnet de conducir —dice Mirja.
Él no responde ni muestra la más mínima intención de hacer lo que le ha pedido.
—El carnet —repite ella, pero percibe al instante la inseguridad en su tono de voz.
—Hemos terminado —dice entonces el hombre y se acerca a su coche.
—La ley establece que hay que informar de los accidentes con fauna salvaje…
El hombre se sienta en el puesto del conductor, cierra la puerta, arranca y se marcha. Mirja ve cómo esquiva el coche patrulla metiendo dos ruedas en la cuneta. Cuando vuelve a subir a la calzada y se aleja hasta desaparecer Mirja piensa que debería haber inspeccionado la camioneta más a fondo, tendría que haber quitado toda la lona y mirado debajo de la manta del asiento trasero.
La lluvia chisporrotea entre las hojas, a lo lejos se oye un cuervo graznando en la copa de un árbol.
Mirja da un respingo cuando oye el rugido grave de un motor a sus espaldas. Da media vuelta y saca la pistola, pero lo único que puede ver es una cortina de agua.
El camionero danés Mads Jensen aguanta la bronca de su jefe por teléfono. Se ruboriza y trata de explicarle la situación. Pia Abrahamsson oye la voz irritada del jefe al otro lado gritando algo sobre coordenadas y logística arruinada.
—Pero —intenta decir Mads Jensen— hay que ayudar a las personas…
—Te lo quito del sueldo —lo corta el jefe—. Ésa es la ayuda que yo te doy.
—Qué detalle —dice Mads y corta la conversación.
Pia permanece callada mientras el denso bosque corre interminable a ambos lados de la carretera. El azote de la lluvia resuena en la gran cabina. En el retrovisor de dos piezas Pia puede ver el balanceo de los remolques y los árboles que van quedando atrás.
Mads saca un chicle de nicotina sin quitar la vista de la carretera. El motor y la fricción de los neumáticos se suma al ruido de la lluvia con un rugido constante.
Pia echa un vistazo al calendario que se mueve al vaivén de los movimientos del camión. Una mujer con curvas abrazando un cisne inflable en una piscina. En el borde inferior de la hoja pone AGOSTO DE 1968.
Descienden por un cambio de rasante y el peso de la carga de hierro forjado le da velocidad al tren de carretera.
Al fondo del paisaje de árboles vislumbran los destellos de una fuerte luz azul bajo la lluvia. Hay un coche patrulla bloqueando el paso.
Pia Abrahamsson siente que su corazón empieza a latir con fuerza y a toda prisa. Clava los ojos en el coche patrulla y en la mujer del jersey azul que les está haciendo señales con el brazo. Antes de que el camión se detenga del todo Pia abre la puerta. De pronto el ruido del motor se vuelve penetrante y el caucho de los neumáticos repiquetea.
Pia se siente mareada cuando baja de la cabina y se acerca corriendo a la agente.
—¿Dónde está el coche? —pregunta la policía.
—¿Cómo? ¿Qué dice?
Pia se la queda mirando en un intento de interpretar su cara empapada, pero lo único que consigue viendo aquellos ojos serios es acrecentar su estado de pánico. Siente que sus piernas se van a doblar en cualquier momento.
—¿Han visto el coche al adelantarlo? —dice la agente.
—¿Adelantarlo? —pregunta Pia con voz débil.
Mads Jensen se acerca a las dos mujeres.
—No hemos visto nada —le dice a la policía—. Debe de haber puesto el control demasiado tarde.
—¿Demasiado tarde? Pero si yo misma venía por esta carretera, iba conduciendo por ella cuando…
—Y entonces ¿dónde carajo se ha metido el coche? —pregunta él.
Mirja Zlatnek vuelve corriendo al coche patrulla y llama a su compañero.
—¿Lasse? —pregunta jadeando.
—Estaba intentando hablar contigo. No contestas…
—No, estaba…
—¿Ha ido todo bien? —pregunta él.
—¿Dónde cojones está el coche? —dice casi gritando—. El camión está aquí, pero el coche ha desaparecido.
—No hay más caminos —dice Lasse.
—Tenemos que poner en marcha una búsqueda y cortar la 86 en la otra dirección.
—Me encargo ahora mismo —dice él y corta la comunicación.
Pia Abrahamsson está junto al coche de policía. El agua ha empapado su ropa. La agente Mirja Zlatnek está sentada en el asiento del conductor con la puerta abierta.
—Me dijo que lo cogerían —dice Pia.
—Sí, yo…
—Lo dijo, y yo le he creído.
—Lo sé, no entiendo lo que está pasando —dice Mirja—. No encaja, no se puede ir a doscientos por estas carreteras, no hay ninguna posibilidad de que el coche haya cruzado el puente antes de que Lasse llegara.
—Pero en algún sitio estará —dice Pia con dureza y se arranca el alzacuello de la camisa.
—Espere —dice Mirja de pronto.
Se pone en contacto con la central coordinadora.
—Aquí unidad 321 —dice de prisa—. Necesitamos otro control policial, en seguida… Antes de Aspen… Allí hay un camino, si lo conoces puedes subir desde Kävsta hasta Myckelsjö… Sí, exacto… ¿Quién has dicho? Bien, entonces estará allí dentro de ocho, diez minutos…
Mirja se baja del coche, echa un vistazo al fondo de la recta carretera como si todavía tuviera la esperanza de que el Toyota fuera a aparecer.
—Mi hijo, ¿ha desaparecido? —le pregunta Pia.
—No tienen por dónde ir —responde Mirja haciendo un esfuerzo por parecer paciente—. Entiendo que esté preocupada, pero los cogeremos, deben de haberse parado en algún sitio, pero no tienen por dónde escapar…
Se queda callada y se quita el agua de la frente, respira hondo y continúa:
—Vamos a cortar las últimas carreteras y pediremos un helicóptero de rescate…
Pia se desabrocha los botones del cuello y busca apoyo con la mano sobre el capó del coche. Su respiración es demasiado pesada, intenta tranquilizarse, le parece que el pecho le va a estallar. Sabe que debería exigir más, pero no logra pensar con claridad. Sólo siente un miedo y un desconcierto terribles.
Pese a que el agua siga cayendo a raudales a cielo abierto, entre los árboles del bosque parece más bien una llovizna.
Un autobús blanco de mando está aparcado bajo la lluvia en medio del patio de grava del Centro Birgitta. Dentro hay una centralita coordinadora y un grupo de hombres y mujeres de pie alrededor de una mesa con mapas y ordenadores.
Las conversaciones giran en torno a los homicidios, pero se ven interrumpidas por unas comunicaciones radiofónicas que hablan de un niño secuestrado. Han puesto controles en la carretera 330 y en el puente de Indal, en Kävsta y en la 86 en sentido norte. Al principio los compañeros están convencidos de que podrán detener el vehículo, pero después todo queda en silencio. Pasan diez minutos sin comunicación, hasta que de repente la radio carraspea otra vez y un compañero informa sin aliento:
—«Ha desaparecido, el coche ha desaparecido…, debería estar aquí, pero no llega… Hemos cortado todas las putas carreteras pero ha desaparecido… No sé qué hacer» —dice Mirja cansada—. «La madre está sentada en mi coche, voy a intentar hablar con ella…»
Los policías han estado escuchando la llamada en silencio. Ahora se centran en los mapas que hay sobre la mesa y Bosse Norling sigue la carretera 86 con el dedo.
—Si la han cortado aquí y aquí… el coche no puede desaparecer —dice—. Claro que puede haberse metido en un garaje en Bäck o Bjällsta… o quizá se haya metido por algún camino de las explotaciones madereras, pero me parecería muy extraño.
—Y tampoco llegarían a ninguna parte —dice Sonja Rask.
—¿Soy el único que piensa que Vicky Bennet podría haber robado el coche? —pregunta Bosse con cautela.
El tamborileo en el techo del autobús ha perdido intensidad, pero el agua todavía se ve caer a través de las ventanas del vehículo.
Sonja se sienta al ordenador y empieza a revisar en la intranet de la policía los registros de delincuentes, de sospechosos y de juicios de custodia pendientes.
—En nueve de cada diez casos —dice Gunnarsson reclinándose en la silla mientras pela un plátano—, este tipo de penurias se resuelven por sí solas… Yo creo que la mujer iba en el coche con su marido, se han peleado y la cosa ha terminado con que a él se le ha acabado la paciencia, ha dejado a la señora en la cuneta y se ha largado.
—No está casada —dice Sonja.
—Según las estadísticas —continúa Gunnarsson en el mismo tono de conferencia—, en Suecia la mayoría de niños nacen fuera del matrimonio y…
—Aquí lo tenemos —interrumpe Sonja—. Pia Abrahamsson solicitó la custodia exclusiva para su hijo Dante y el padre ha intentado recurrir…
—Entonces ¿descartamos el vínculo con Vicky Bennet? —pregunta Bosse.
—Primero intentad encontrar al padre —dice Joona.
—Yo me ocupo —responde Sonja y se va al fondo del autobús.
—¿Qué habéis visto por fuera de la ventana de Vicky Bennet? —pregunta Joona.
—No había nada en el suelo, pero hemos encontrado huellas y algunos restos de coágulos en el alféizar y la fachada —dice uno de los técnicos.
—¿Y en el lindero del bosque?
—Con la lluvia no nos dio tiempo de llegar a tanto.
—Pero probablemente Vicky Bennet salió corriendo a través del bosque —dice Joona pensativo.
Observa a Bosse Norling, que está inclinado encima del mapa a la manera antigua con un compás en la mano, pone una punta en el Centro Birgitta y traza una circunferencia.
—Ella no cogió el coche —dice Gunnarsson—. Joder, en tres horas no se puede atravesar el bosque, llegar a la 86 y seguirla hasta…
—Pero no es tan fácil orientarse de noche… así que es muy posible que se haya desplazado así —dice Bosse.
Con el dedo dibuja un arco sobre el mapa al este de una zona pantanosa y después hace una diagonal hacia el norte.
—Cuadrarían los tiempos —dice Joona.
—¡En estos momentos el padre de Dante está en Tenerife! —grita Sonja desde los asientos del fondo.