La voz de los muertos (8 page)

Read La voz de los muertos Online

Authors: Orson Scott Card

Tags: #ciencia ficción

BOOK: La voz de los muertos
8.16Mb size Format: txt, pdf, ePub

Por supuesto, acusaron a Marcão de haberlo hecho sin provocación. Eso es lo que hacen los torturadores de todas las épocas, echar la culpa a la víctima, especialmente cuando ésta contraataca. Pero Novinha no pertenecía al grupo de niños (estaba tan aislada como Marcão, aunque no tan indefensa), y por eso no había ningún tipo de lealtad que le impidiera decir la verdad. Era parte de su entrenamiento para Hablar por los cerdis, pensó. El propio Marcão no significaba nada para ella. Nunca se le ocurrió que el incidente pudiera ser importante para él, que podría haberla recordado como la única persona que se puso de su parte en su guerra continua con los otros niños. Ella no le había visto ni había vuelto a pensar en él desde que se convirtió en xenobióloga.

Ahora estaba aquí, manchado del barro del lugar de la muerte de Pipo, con la cara aún más tosca y bestial que nunca y el pelo aplastado por la lluvia, y la cara y las orejas cubiertas de sudor. ¿Y qué es lo que miraba? Sólo tenía ojos para ella, incluso a pesar de que ella le miraba directamente. «¿Por qué me miras?», preguntó en silencio. «Porque tengo hambre», dijeron sus ojos animalescos. Pero no, no, eso era su miedo, ésa era su visión de los cerdis asesinos. «Marcão no significa nada para mí, y no importa lo que pueda pensar, yo no soy nada para él.»

Sin embargo, tuvo un destello de reflexión, sólo durante un momento. Su acción al defender a Marcão significaba para él una cosa y para ella otra; era tan diferente que ni siquiera era el mismo hecho. Su mente conectó esto con el asesinato de Pipo, y le pareció muy importante, le pareció que estaba a punto de explicar lo que había sucedido, pero entonces el pensamiento desapareció en un conjunto de conversaciones y de actividad cuando el obispo condujo a los hombres hacia el cementerio. Aquí no se utilizaban ataúdes en los funerales, pues por el bien de los cerdis estaba prohibido cortar los árboles. Por tanto, el cuerpo de Pipo tenía que ser enterrado de inmediato, aunque el funeral no tendría lugar hasta el día siguiente, y posiblemente incluso más tarde, pues mucha gente querría acudir a la misa de réquiem del zenador. Marcão y los otros hombres salieron en tropel hacia la tormenta, dejando que Novinha y Libo trataran con los que pensaban que tenían asuntos urgentes que atender tras la muerte de Pipo. Extraños con aires de importancia entraban y salían, tomando decisiones que Novinha no comprendía y que no parecían importar a Libo.

Hasta que finalmente llegó el Juez y puso la mano sobre el hombro de Libo.

—Por supuesto, te quedarás con nosotros —dijo el Juez —. Al menos esta noche.

«¿Por qué su casa, Juez? —pensó Novinha —. No es nadie para nosotros, nunca hemos llevado un caso ante usted, ¿quién es para decidir esto? ¿La muerte de Pipo significa que de pronto somos niños pequeños que no pueden decidir nada?»

—Me quedaré con mi madre —dijo Libo.

El Juez le miró con sorpresa; la sola idea de que un chiquillo resistiera a su voluntad parecía estar completamente fuera de su experiencia. Novinha sabía que no era así, por supuesto. Su hija Cleopatra, varios años más joven que ella, había trabajado duro para ganarse su mote: Bruxinha, la pequeña bruja. ¿Cómo podía no saber que los niños tenían mentes propias y que se resistían a ser domados?

Pero la sorpresa no se debía a lo que Novinha había imaginado.

—Pensé que te habías dado cuenta de que tu madre también va a quedarse con mi familia durante una temporada —dijo el Juez —. Este suceso la ha trastornado, claro, y no es conveniente que piense en las tareas de la casa, o que esté en una casa que le recuerda quién falta. Está con nosotros, junto a tus hermanos y hermanas, y te necesitan allí. Tu hermano mayor, João, está con ellos, naturalmente, pero ahora tiene una mujer e hijos propios, así que tú eres el único que puede quedarse, el único con el que se puede contar.

Libo asintió gravemente. El Juez no le estaba ofreciendo su protección: le estaba pidiendo que se convirtiera en protector.

El Juez se volvió hacia Novinha.

—Creo que deberías irte a casa.

Sólo entonces comprendió ella que su invitación no la incluía. ¿Por qué debería hacerlo? Pipo no era su padre. Era sólo una amiga que estaba con Libo cuando descubrieron el cuerpo. ¿Qué pena podría experimentar?

¡A casa! ¿Qué era su casa sino este lugar? ¿Se suponía que tenía que ir a la Estación Biologista, donde nadie había dormido en su cama durante más de un año, excepto para echar una cabezada durante el trabajo de laboratorio? ¿Cuál era su casa? La había dejado porque estaba dolorosamente vacía sin sus padres; ahora, la Estación Zenador estaba también vacía: Pipo muerto y Libo convertido en un adulto cuyos deberes lo separaban de ella. Este lugar no era su casa, pero tampoco lo era ningún Otro.

El Juez se llevó a Libo. Su madre, Conceição, le esperaba en su casa. Novinha apenas conocía a la mujer, excepto como la bibliotecaria que mantenía el archivo lusitano. Novinha nunca había estado con la esposa o los otros hijos de Pipo, ni se había preocupado por su existencia; sólo el trabajo aquí, la vida aquí había sido real. Cuando Libo traspasó la puerta pareció hacerse más pequeño, como si estuviera a una distancia muchísimo mayor, como si el viento se lo llevara alto y lejos y se encogiera en el cielo como una cometa; la puerta se cerró tras él.

Ahora sentía la magnitud de la pérdida de Pipo. El cuerpo mutilado en la falda de la colina no era su muerte, sino simplemente los despojos de su muerte. La muerte en sí era el vacío dejado en su vida. Pipo había sido la roca en la tormenta, tan sólido y fuerte que Libo y ella, protegidos por él, ni siquiera habían sabido que la tormenta existía. Ahora se había ido y la tormenta se había apoderado de ellos y los arrastraría a donde quisiera. «Pipo —gimió en silencio —. ¡No te vayas! ¡No nos dejes!» Pero naturalmente él se había marchado, y estaba tan sordo a sus oraciones como lo habían estado siempre sus padres.

La Estación Zenador aún era un lugar lleno de gente; la propia alcaldesa, Bosquinha, estaba usando un terminal para transmitir, todos los datos de la muerte de Pipo por el ansible, a los Cien Mundos, donde los expertos intentaban desesperadamente encontrar algún sentido a aquel suceso.

Pero Novinha sabia que la clave de su muerte no estaba en los ficheros de Pipo. Eran sus propios datos los que le habían matado. Estaba aún allí, en el aire sobre su terminal, las imágenes holográficas de las moléculas genéticas en el núcleo de las células cerdis. No había querido que Libo las estudiara, pero ahora las miraba y remiraba, intentando ver lo que Pipo había visto, intentando comprender lo que había en las imágenes y que le había hecho apresurarse al encuentro de los cerdis, para decir o hacer algo que había hecho que éstos le asesinasen. Inadvertidamente, ella había descubierto algún secreto por cuya conservación los cerdis eran capaces de matar, ¿pero qué era?

Cuanto más estudiaba los hologramas, menos comprendía, y después de un rato ya no vio nada, excepto una mancha borrosa a través de las lágrimas que derramaba en silencio. Ella le había matado, porque sin quererlo había descubierto el secreto de los pequeninos: «¡Si nunca hubiera venido a este sitio!¡Si yo no hubiera soñado con ser el Portavoz de la historia de los cerdis, aún estarías vivo, Pipo; Libo tendría a su padre, y seria feliz; este sitio aún sería un hogar! Llevo en mi interior las semillas de la muerte y las planto allá donde permanezco el tiempo suficiente para amar. Mis padres murieron para que otros pudieran vivir; ahora yo vivo y por tanto otros deben morir.»

Fue la alcaldesa quien se dio cuenta de sus gemidos y suspiros y advirtió, con brusca compasión, que la muchacha también estaba herida y conmocionada. Bosquinha dejó que los otros continuaran enviando los informes por el ansible y sacó a Novinha de la Estación Zenador.

—Lo siento, chiquilla —dijo la alcaldesa —. Sabía que venías aquí a menudo, debería haber supuesto que él era como un padre para ti, y te hemos tratado como a una intrusa. Eso no ha sido justo por mi parte. Ven conmigo a mi casa…

—No —contestó Novinha. Caminar bajo el aire frío y húmedo de la noche le había despejado un poco de su pena; recuperó en parte su claridad de pensamientos —. No, quiero estar sola, por favor. ¿Dónde? En mi propia Estación.

—Esta noche, sobre todo, no deberías estar sola.

Pero Novinha no podía soportar la idea de tener compañía, de la amabilidad, de la gente intentando consolarla: «Le maté —pensó —. ¿No lo ve? No merezco consuelo. Quiero sufrir todo el dolor posible. Es mi penitencia, mi restitución y, si es posible, mi absolución; ¿cómo sino podría lavar mis manos de sangre?»

Pero no tuvo fuerzas para resistir, ni siquiera para discutir. El coche de la alcaldesa sobrevoló los caminos de hierba.

—Aquí está mi casa —dijo la alcaldesa —. No tengo hijos de tu edad, pero creo que te sentirás cómoda. No te preocupes, nadie te molestará, pero no es bueno estar sola.

—Lo preferiría —Novinha intentó que su voz sonara resuelta, pero fue débil y desmayada.

—Por favor —dijo Bosquinha —. No sabes lo que dices.

Ojalá no lo supiera.

No tenía apetito, aunque el marido de Bosquinha preparó un cafezinho para ambas. Era tarde, sólo faltaban unas horas para el amanecer, y dejó que la llevaran a la cama. Entonces, cuando se hizo el silencio en la casa, se levantó, se vistió y bajó las escaleras hasta la terminal de la casa. Allí, dio órdenes al ordenador para que cancelara la secuencia que estaba aún en el aire de la Estación Zenador. Incluso a pesar de que no había podido descifrar el secreto que Pipo había descubierto allí, alguien más podría hacerlo, y ella no quería tener otra muerte sobre su conciencia.

Entonces salió de la casa y caminó hacia el Centro, alrededor del curso del río, atravesó la Vila das Aguas y se dirigió a la Estación Biologista. Su casa.

La oficina estaba fría. No había dormido allí desde hacía tanto tiempo, que había una gruesa capa de polvo sobre las sábanas. Pero el laboratorio estaba caldeado, limpio: su trabajo nunca se había resentido por su relación con Pipo y Libo. Aunque sólo fuera eso.

Fue muy sistemática. Cada muestra, cada detalle, cada dato que había utilizado en los descubrimientos que habían llevado a Pipo a la muerte… lo tiró todo, lo limpió todo, no dejó huellas del trabajo que había hecho. No quería sólo hacerlo desaparecer: no quería que hubiera signos de que había sido destruido.

Entonces se volvió a su terminal. También destruiría todos los registros de su trabajo en esa área, todos los registros del trabajo de sus padres que la habían llevado a sus propios descubrimientos. Todos desaparecerían. Aunque habían sido el centro de su vida, aunque habían sido su identidad durante muchos años, lo destruiría todo como si ella misma fuera castigada, destruida, aniquilada.

El ordenador la detuvo. Las notas de trabajo de los xenobiólogos no pueden ser borradas, informó. No podría haberlo hecho de todas formas. Había aprendido de sus padres, de los archivos que había estudiado como si fueran las Escrituras, como un mapa de carreteras de sí misma: nada iba a ser olvidado, nada perdido. Los conocimientos eran para ella más sagrados que ningún catecismo. Quedó atrapada en una paradoja. El conocimiento había matado a Pipo; borrar aquel conocimiento mataría de nuevo a sus padres, mataría lo que ellos le habían dejado. No podía conservarlo ni destruirlo. Había paredes a ambos lados, demasiado altas para que pudiera escalarlas, y se cerraban lentamente, aplastándola.

Novinha hizo lo único que podía hacer: puso sobre los archivos todas las capas de protección y todas las barreras de acceso que pudo. Nadie los vería jamás excepto ella, mientras viviera. Sólo cuando muriera, su sucesor en el cargo de xenobiólogo podría ver lo que había oculto allí. Con una excepción… cuando se casara, su marido también tendría acceso si tuviera necesidad de saber. Bien, ella no se casaría nunca. Sería fácil.

Vio el futuro ante ella, insoportable e inevitable. No se atrevía a morir, y sin embargo preferiría no vivir, incapaz de casarse, incapaz de pensar siquiera en el tema, a menos que descubriera el mortal secreto y lo dejara pasar inadvertidamente; sola para siempre, lastrada para siempre, culpable para siempre, ansiando la muerte pero sin poder alcanzarla, pues estaba prohibido. Sin embargo, tendría su consuelo: nadie más moriría por su causa. No soportaría más culpa de la que soportaba ahora.

Fue en ese momento de sombría desesperación cuando recordó a la Reina Colmena y el Hegemón, recordó al Portavoz de los Muertos. Aunque el Portavoz original llevaba seguramente miles de años en la tumba, había otros Portavoces en otros muchos mundos, sirviendo como sacerdotes a la gente que no reconocía a ningún dios y sin embargo creía en los valores de los seres humanos. Portavoces cuyo trabajo era descubrir las verdaderas causas y motivos de las cosas que hacía la gente, y declarar la verdad de sus vidas después de que estuvieran muertos. En esta colonia brasileña había sacerdotes en lugar de Portavoces, pero los sacerdotes no le ofrecían ningún consuelo; traería aquí a un Portavoz.

No se había dado cuenta antes, pero toda su vida había planeado hacer esto, desde que leyó por primera vez La Reina Colmena y el Hegemón y quedó cautivada por el libro. Incluso había investigado sobre el tema, y por tanto conocía la ley. Ésta era una colonia con Licencia Católica, pero el Código Estelar permitía a cualquier ciudadano llamar a cualquier sacerdote de cualquier fe, y los Portavoces de los Muertos estaban considerados como sacerdotes. Podría llamar, y si un Portavoz acudía, la colonia no podría prohibirle la entrada.

Quizá ninguno querría venir. Quizá ninguno estaba lo bastante cerca para venir antes de que ella muriera. Pero existía la posibilidad de que hubiera alguno cerca y, dentro de veinte, treinta, cuarenta años, pudiera venir al espaciopuerto y empezara a descubrir la verdad de la vida y muerte de Pipo. Y tal vez cuando descubriera la verdad y hablara con la clara voz que ella había amado en la Reina Colmena y el Hegemón, podría liberarse de la culpa que le quemaba el corazón.

Introdujo su llamada en el ordenador; éste lo notificaría por el ansible a los Portavoces de los mundos más cercanos. «¡Ven! —dijo en silencio al desconocido que atendería su llamada —. Incluso aunque tengas que revelarle a todo el mundo la verdad de mi culpa. Incluso así, ven.»

Se despertó con la espalda entumecida y dolorida y una sensación de pesadez en la cara. Tenía la mejilla contra la parte superior del terminal, que se había desconectado para protegerla de los lásers. Pero no fue el dolor lo que la despertó. Fue un suave toque en su hombro. Durante un instante pensó que era el toque del Portavoz de los Muertos que ya había llegado en respuesta a su llamada.

Other books

The Good Life by Erin McGraw
The Girl in Times Square by Paullina Simons
Come to Castlemoor by Wilde, Jennifer;
The Lobster Kings by Alexi Zentner
Baby, It's Cold Outside by Kate Hardy, Heidi Rice, Aimee Carson, Amy Andrews
Promise Me Heaven by Connie Brockway
Flying Feet by Patricia Reilly Giff
The Wishing Thread by Van Allen, Lisa