La voz de los muertos (11 page)

Read La voz de los muertos Online

Authors: Orson Scott Card

Tags: #ciencia ficción

BOOK: La voz de los muertos
12.18Mb size Format: txt, pdf, ePub

—Algún día —dijo Ender —, amaré a alguien que no insista en que realice los trabajos de Hércules.

—De todas formas te estabas aburriendo, Ender.

—Sí. Pero ahora soy maduro. Me gusta aburrirme.

—Por cierto, el propietario de la nave Havelok, que vive en Gales, ha aceptado tu oferta de cuarenta mil millones de dólares por la nave y su cargamento.

—¡Cuarenta mil millones! ¿Me arruinaré con eso?

—Una gota en el vaso. Se le ha notificado a la tripulación que sus contratos quedan anulados. Me he tomado la libertad de comprarles pasajes en otras naves utilizando tus fondos. Valentine y tú no necesitaréis a nadie más que a mí, para que os ayude a dirigir la nave. ¿Partiremos por la mañana?

—Valentine —dijo Ender.

Su hermana era el único retraso posible para su marcha. Por lo demás, ahora que ya había tomado la decisión, ni sus estudiantes ni sus pocas amistades nórdicas merecían siquiera una despedida.

—Me muero de ganas de leer el libro que Demóstenes escribirá sobre la historia de Lusitania.

Jane había descubierto la verdadera identidad de Demóstenes en el proceso de desenmascarar al Portavoz de los Muertos original.

—Valentine no vendrá.

—Pero es tu hermana.

Ender sonrió. A pesar de su enorme conocimiento, Jane no comprendía las relaciones humanas. Aunque había sido creada por los humanos y se imaginaba en términos humanos, no era biológica. Sabía de asuntos genéticos por aprendizaje, pero no podía sentir los deseos y los imperativos que la raza humana tenía en común con todos los otros seres vivientes.

—Es mi hermana, pero Trondheim es su hogar.

—Ya ha sido reacia a partir antes.

—Esta vez ni siquiera le pediré que venga. No con un bebé en camino, no con lo feliz que es aquí en Reykiavik. Aquí donde la aman como profesora, donde no sospechan que es realmente el legendario Demóstenes. Aquí donde Jakt, su esposo, es armador de un centenar de barcos de pesca y señor de los fiordos, aquí donde cada día está lleno de brillantes conversaciones sobre el peligro y la majestad del mar cubierto de hielo. Nunca se marchará de aquí. Ni comprenderá por qué tengo que irme.

Y, al pensar en que iba a dejar a Valentine, Ender dudó en su determinación de ir a Lusitania. Se había separado de su amada hermana una vez, cuando niño, y lamentaba profundamente los años de amistad que le habían sido robados. ¿Podría dejarla ahora, de nuevo, después de estar juntos todo el tiempo, durante casi veinte años? Esta vez no habría vuelta atrás. Una vez que se fuera a Lusitania, ella envejecería veintidós años en su ausencia; tendría más de ochenta años, si tardaba otros veintidós años en volver con ella.

«Así que no será fácil para ti después de todo. También tienes un precio que pagar.»

«No te burles, —dijo Ender en silencio —. Estoy titulado para sentir pena.»

«Ella es tu otro yo. ¿De verdad la dejarás por nosotras?»

Era la voz de la reina colmena en su mente. Por supuesto, había visto todo lo que él había visto y sabía todo lo que había decidido. Sus labios silenciosamente formaron palabras para ella.

«La dejaré, pero no por vosotras. No podemos estar seguros de que esto os produzca algún beneficio. Puede que sea otra decepción, como Trondheim.»

«Lusitania es todo lo que necesitamos. Y está a salvo de los seres humanos.»

«—Pero también pertenece a otra gente. No destruiré a los cerdis sólo por purgar el haber destruido a vuestro pueblo.»

«Ellos estarán a salvo con nosotras; no les haremos daño. Ahora, después de todos estos años, nos conoces.»

«—Sé lo que me habéis dicho.»

«No sabemos mentir. Te hemos mostrado nuestros propios recuerdos, nuestra alma.»

«—Sé que podríais vivir en paz con ellos. ¿Pero podrían vivir ellos en paz con vosotras?»

«Llévanos allí. Hemos esperado tanto tiempo.»

Ender se acercó a una bolsa que permanecía abierta en una esquina. Todo lo que le pertenecía realmente cabía allí: sus ropas. Todas las otras cosas que había en la habitación eran regalos de la gente a las que había Hablado, haciéndole honor a él o a su oficio o a la verdad, no podía decirlo. Se quedarían aquí cuando se marchara. No tenía espacio en su bolsa.

La abrió y sacó una toalla enrollada que desenvolvió. Allí se encontraba la gruesa masa fibrosa de una gran crisálida de catorce centímetros en su punto más largo.

«Sí, míranos.»

Había encontrado la crisálida esperándole cuando llegó a gobernar la primera colonia humana en un antiguo mundo insector. Previendo su propia destrucción a manos de Ender, sabiendo que era un enemigo invencible, habían construido un modelo que tendría significado sólo para él, porque había sido sacado de sus sueños. La crisálida, con su reina colmena, inofensiva pero consciente, le había esperado en una torre donde una vez, en sus sueños, había encontrado un enemigo.

—Esperasteis más a que os encontrara —dijo Ender en voz alta —, que los pocos años que han pasado desde que os cogí de detrás del espejo.

«¿Pocos años? Ah, sí, con tu mente secuencial no notas el paso del tiempo cuando viajas tan cerca de la velocidad de la luz. Pero nosotras lo notamos. Nuestro pensamiento es instantáneo; la luz se desliza como el mercurio por un cristal frío. Tenemos conciencia de cada momento de estos tres mil años.»

—¿He encontrado un lugar que sea seguro para vosotros?

«Tenemos diez mil huevos fértiles esperando vivir.»

—Tal vez Lusitania sea el lugar. No lo sé.

«Déjanos vivir de nuevo.»

—Lo estoy intentando. ¿Por qué si no, creéis que he vagado de mundo en mundo durante todos estos años sino para encontrar un lugar para vosotros?

«Más rápido más rápido más rápido.»

—Tengo que encontrar un lugar donde no os matemos de nuevo en el momento en que aparezcáis. Aún estáis en demasiadas pesadillas humanas. No hay tanta gente que crea en mi libro. Puede que condenen el Genocidio, pero lo harían de nuevo.

«En toda nuestra vida, eres la única persona que hemos conocido que no fuera una de nosotras mismas. Nunca teníamos que ser comprensivos porque siempre comprendíamos. Ahora que somos este simple yo, tú eres los únicos ojos y brazos y piernas que tenemos. Perdónanos si somos impacientes.»

Él se echó a reír.

—¡Yo perdonaros a vosotros!

«Tu gente está loca. Sabemos la verdad. Sabemos quién nos mató, y no fuiste tú.»

—Fui yo.

«Fuiste una herramienta.»

—Fui yo.

«Te perdonamos.»

—Cuando volváis a andar por la superficie de un mundo, entonces estaré perdonado.

Valentine

Hoy he dicho que Libo es mi hijo. Sólo Corteza me oyó decirlo, pero en menos de una hora fue, aparentemente, de dominio público. Se congregaron a mi alrededor e hicieron que Selvagem me preguntara si era verdad, si yo era padre «ya». Selvagem entonces unió nuestras manos; por impulso, abracé a Libo y ellos hicieron el ruido de sorpresa y, creo, de estupor. Pude ver que desde ese momento mi prestigio entre ellos había aumentado considerablemente.

La conclusión es inevitable. Los cerdis que hasta ahora hemos conocido no son una comunidad completa, ni siquiera machos típicos. Son, o bien jóvenes, o viejos solterones. Ninguno de ellos ha tenido nunca un solo hijo. Ninguno ha llegado a aparearse, por lo que podemos suponer.

Que yo sepa no existe ninguna comunidad humana donde los grupos de solteros como éste sean otra cosa sino marginados, sin poder o prestigio. No me extraña que hablen de las hembras con esa extraña mezcla de adoración y desdén. En un instante, sin atreverse a tomar una decisión sin su consentimiento y al siguiente diciéndonos que las mujeres son demasiado estúpidas para comprender nada, que son varelse. Hasta ahora yo estaba tomando estas afirmaciones como reales, lo cual me llevaba a una imagen mental de las hembras como no-conscientes, un grupo de cerdas que se apoyaban sobre cuatro patas. Pensaba que los machos podrían consultarles de la misma manera que le consultan a los árboles, usando sus gruñidos como respuestas divinas, como se arrojan huesos o se leen las entrañas.

Sin embargo, ahora me doy cuenta de que las hembras son probablemente tan inteligentes como los machos, y que no son varelse en absoluto. Las frases negativas de los machos se deben a su resentimiento como solterones, excluidos del proceso reproductor y de las estructuras de poder de la tribu. Los cerdis han sido tan cuidadosos con nosotros como nosotros con ellos: no nos han dejado conocer a sus hembras o a los machos que detentan algún poder real. Pensábamos que estábamos explorando el corazón de la sociedad cerdi. En cambio, hablando de manera figurada, estábamos en las alcantarillas genéticas, entre los machos cuyos genes no han sido considerados aptos para contribuir a la tribu.

Y, sin embargo, no lo creo. Los cerdis que conozco son todos brillantes, listos, rápidos en aprender. Tan rápidos que ya les he hablado más sobre la sociedad humana, accidentalmente, que lo que he aprendido de ellos después de años de intentarlo. Si éstos son los residuos, espero que algún día me juzgarán digno de conocer a las «esposas» y los «padres».

Mientras tanto, no puedo informar sobre nada de esto porque, quiera o no, he violado las leyes claramente. No importa que nadie hubiera sido capaz de evitar que los cerdis aprendan cosas de nosotros. No importa que las reglas sean estúpidas y contraproducentes. Las he roto, y si lo descubren, cortarán mi contacto con los cerdis, lo que será aún peor que el contacto severamente limitado que tenemos ahora. Por tanto estoy obligado a mentir y a hacer tontos subterfugios, como poner estas notas en los archivos personales cerrados de Libo, donde ni siquiera a mi querida esposa se le ocurriría buscarlos. Aquí está la información, absolutamente vital, de que los cerdis que hemos estudiado son todos solterones, y por causa de las reglas no me atrevo a dejar que los xenólogos framling lo sepan. Olhabem, gente, aquí está: A ciência, o bicho que se devora a si mesma!

 

João Figueira Álvarez.

Notas Secretas, publicadas en:

«La Integridad de la Traición: Los xenólogos de Lusitania»,

de Demóstenes. Perspectivas Históricas de Reykiavik, 1990:4:1.

El vientre de Valentine estaba tenso e hinchado, y aún faltaba un mes para que su hija naciera. Estar tan gorda y desequilibrada era una molestia constante. Antes, siempre que se preparaba para dar una clase de historia en el sóndring, había podido cargar el bote ella sola. Ahora tenía que dejar que lo hicieran los marineros de su esposo, y ni siquiera podía moverse por el embarcadero para echar una mano: el capitán había ordenado al estibador que se encargara del barco. Lo estaba haciendo bien, por supuesto —¿no le había enseñado a ella el capitán Ráv cuando llegó por primera vez? —, pero a Valentine no le gustaba tener que aceptar por fuerza un papel sedentario.

Era su quinto sóndring; en el primero, había conocido a Jakt. No había pensado en el matrimonio. Trondheim era un mundo como cualquier otro de los que había visitado con su peripatético hermano menor. Enseñaría, estudiaría y después de cuatro o cinco meses escribiría un extenso ensayo histórico, publicado bajo el pseudónimo de Demóstenes, y entonces se dedicaría a divertirse hasta que Ender aceptara una llamada para Hablar en cualquier otro sitio. A menudo, su trabajo cuadraba a las mil maravillas: a él le llamaban para Hablar de la muerte de alguna persona importante, cuya vida se convertiría entonces en el foco de su ensayo. Jugaban a ser profesores itinerantes de esto y lo otro, mientras en la realidad creaban la identidad del mundo, pues el ensayo de Demóstenes se consideraba siempre como definitivo.

Durante una época, Valentine había pensado que alguien se daría cuenta de que los ensayos escritos por Demóstenes seguían sospechosamente su mismo itinerario y que la descubrirían. Pero pronto advirtió que, igual que con los Portavoces, aunque en un grado menor, se había edificado una mitología en torno a Demóstenes. La gente creía que Demóstenes no era sólo un individuo. Al contrario, cada ensayo de Demóstenes era el trabajo de un genio escribiendo de manera independiente, quien intentaba entonces publicarlo bajo el nombre de Demóstenes; el ordenador remitía automáticamente el trabajo a un comité desconocido de brillantes historiadores de la época, quienes decidían si era digno del nombre. No importaba que nadie hubiera conocido nunca a un erudito a quien se hubiera enviado un trabajo así. Se intentaban miles de trabajos cada año; el ordenador rechazaba automáticamente todos los que no hubieran sido escritos por el Demóstenes auténtico; y, sin embargo, la creencia de que una persona como Valentine no podía existir, persistía firmemente. Después de todo, Demóstenes había empezado como demagogo en las redes de ordenadores cuando la Tierra luchaba en las Guerras Insectoras, hacía tres mil años. No podría tratarse de la misma persona.

«Y es cierto —pensó Valentine —. No soy la misma persona, realmente, de un libro a otro, porque cada mundo cambia quien soy, incluso mientras anoto su historia. Y este mundo más que ningún otro.»

No le había gustado lo penetrante del pensamiento luterano, especialmente la facción calvinista, que parecían tener respuestas para todas las preguntas antes de que hubieran sido formuladas. Así que decidió llevar a un grupo selecto de estudiantes graduados de Reykiavik a una de las Islas de Verano, la cadena ecuatorial donde, en primavera, los skrika acudían a aparearse y las bandadas de halkig se volvían locas con su energía reproductora. Su idea era romper los moldes intelectuales que eran inevitables en todas las universidades. Los estudiantes no comerían nada más que los havregrin que crecían salvajes en los valles resguardados y los halkig que tuvieran el valor de cazar. Cuando su nutrición dependiera de su propia habilidad, sus actitudes, sobre lo que importaba y lo que no importaba en la historia, cambiarían.

La universidad le dio permiso, con alguna resistencia; ella usó sus propios fondos para alquilarle un barco a Jakt, que acababa de convertirse en la cabeza de una de las muchas familias dedicadas a la caza de skrika. Tenía el típico desdén del marinero hacia los universitarios, y los llamaba skraddare en la cara, y otras cosas peores a sus espaldas. Le dijo a Valentine que tendría que regresar para salvar a sus estudiantes muertos de hambre dentro de una semana. En cambio, ella y sus marginados, como se llamaban a sí mismos, aguantaron todo el tiempo, y sobrevivieron, construyendo una especie de pueblo y disfrutando de un estallido de pensamiento creativo y libre que se convirtió en una fuente notable de publicaciones excelentes y reflexivas a su regreso.

Other books

Showstopper by Sheryl Berk
Whisper Death by John Lawrence Reynolds
The Best Friend by Melody Carlson
Etchings of Power (Aegis of the Gods) by Simpson, Terry C., Wilson-Viola, D Kai, Ordonez Arias, Gonzalo