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Authors: Jules Watson

Tags: #Histórica, #Sentimental

La yegua blanca (10 page)

BOOK: La yegua blanca
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Un grito en la puerta del campamento atrajo la atención del ingeniero. Algunas de las reatas de mulas que avanzaban a retaguardia se habían amontonado delante de la empalizada y bloqueaban la entrada. Chasqueando la lengua, Didio echó a correr hacia allí. Las plumas anaranjadas de la cimera de su casco temblaron bajo la brisa.

Agrícola cerró los ojos y respiró hondo. El aire estaba impregnado de las fragancias del brezo que cubría las lomas que les rodeaban. Aquella isla tenía algo, por fría y húmeda que fuese, que se metía en la sangre. No sabía por qué, pero le resultaba todavía más atractiva que Asia Menor, su anterior destino.

Por lo demás, las cosas progresaban más aprisa de lo que había esperado. No hacía ni un mes que el emperador le había enviado órdenes de entrar en Alba, una necesidad si lo que querían era llamar suya a toda la isla de Britania.

Ah, ¿y no sería maravilloso poseer Britania en su totalidad? Roma había tardado treinta y seis largos años en someter a las salvajes tribus británicas, pero, con la caída de Gales, aquellas tierras eran romanas de Este a Oeste. Ahora le había llegado la hora al Norte. No podían dejarlo en manos de los bárbaros, era una espina que el propio emperador tenía clavada.

De modo que, con un solo y rápido avance, Agrícola había penetrado profundamente en Alba. La punta de lanza de su ejército había llegado al río Tay antes de retroceder a las orillas menos peligrosas del estuario del Forth. Hasta allí, las tribus estaban sometidas. Los selgovas habían resistido, pero sólo hasta que las balistas
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consiguieron debilitar las defensas de su gran poblado fortificado del Sur, que cayó a cambio de muy pocas bajas romanas.

Por lo demás, la ambiciosa mujer albana que se había sumado a la causa de Roma les había garantizado un rápido avance. Bajo su influencia, las tribus orientales se habían rendido a los nuevos gobernantes y habían abierto paso al ejército romano, que había atravesado sus tierras sin combatir. Ahora, cinco mil soldados romanos acampaban en la bahía con la intención de recuperar fuerzas, porque, a partir de aquel punto, la conquista no sería tan fácil.

—¡Padre! —dijo una voz desde la tienda de Agrícola. Era su yerno, Publio Cornelio Tácito—. ¡Vuelve a entrar! Sólo he llegado hasta tu avance sobre los ordovices. No querían bajar de sus montunas occidentales, así que fuiste por ellos… ¿y entonces qué?

Agrícola se quedó en la puerta, apoyado en el palo de la tienda, al Sol de la tarde. La suave brisa que mecía los prados alejó de su memoria el recuerdo que, súbitamente, habían evocado las palabras de Tácito: el de los vientos helados y los remolinos de nieve que se habían abatido sobre sus tropas durante la larga campaña invernal que había llevado a cabo dos años antes. —Los matamos a todos, ya lo sabes.

—Sí, ya lo sé, pero puede que la mía sea la única crónica de los hechos que se conserve, de modo que necesito detalles. ¿De verdad tenían los jefes las cabezas de sus enemigos clavadas en sus lanzas? ¿Fue una lucha muy desigual? ¿Cómo venciste?

Por fin, Agrícola se volvió, mirando al joven con impaciencia. Tacito estaba sentado en su banqueta, con los pies puestos sobre la mesa de mapas plegable, garabateando sobre una pila de pliegos de vitela. Tenía un dedo completamente ennegrecido por la tinta.

—Los matamos a todos. —Agrícola se pasó una mano por la cabeza. Tenía el pelo muy corto—. No puedo ser más preciso.

—Oh…, entonces no opusieron resistencia —dijo Tácito, con evidente decepción.

—Tanto mejor, así pude concentrarme en el Norte. —Agrícola se acercó a la mesa, donde empezó a rebuscar en una mesa llena de papeles desordenados—. Y aquí estamos. Y ahora que ya hemos llegado al presente, podrás, supongo, ponerte a trabajar. Te recuerdo que fuiste tú quien se ofreció a ser mi secretario.

Tácito suspiró, antes de levantarse y acercarse a la mesa de su suegro. No tardó en encontrar una carta que entregó a Agrícola.

—Un despacho de ese viejo gordo de Lindum
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. Dice que la construcción del foro se ha retrasado a causa de la lluvia.

Agrícola hizo un gesto de contrariedad y señaló el sello de lacre, que estaba roto. Tácito levantó los brazos.

—Lo sé, lo sé, no debería hablar así de nuestro erudito procurador, pero, sinceramente, padre, en este país no para de llover y ¿desde cuándo supone eso un impedimento? Si lo fuera, no habríamos hecho nada. Lo único que ocurre es que ese hombre pasa demasiado tiempo con su puta germana.

—Como

mismo acabas de decir, no hables así de él.

Agrícola leyó la carta.

Tácito exhaló un largo suspiro antes de tirar los demás despachos, y dirigió a Agrícola una sonrisa zalamera.

—Y ahora, ¿podemos comer? Me muero de hambre. Ya leeré esto después.

—Con tal de que lo hagas mañana, me parece bien, pero no te retrases.

Agrícola vio con agrado cómo el esclavo encendía una lámpara de aceite y la ponía junto a su cama, porque, dentro de la tienda, la oscuridad había aumentado.

—Cursa un mensaje para los legados, diles que cenaré con ellos mañana, y pide algo de comida para nosotros. Y busca a la dama, quiero que nos acompañe.

El esclavo hizo una reverencia y se marchó. Cuando Agrícola dio media vuelta, comprobó que Tácito fruncía el ceño.

—¡No me mires así, muchacho! Ya sabes por qué la tolero. Esa mujer es la razón de que hayamos conquistado estas tierras tan fácilmente.

—Es una bruja, no una dama —señaló Tácito, enfurruñado—. No me fío de ella y no… —se interrumpió, apretando los labios.

—Y no te gusta que me acueste con ella.

Tácito se removió en su asiento, pero Agrícola no quiso tranquilizarle. Jamás había sentido la necesidad de dar explicaciones y no pensaba empezar en ese momento. Sin embargo, sabía que el joven habría aceptado la siguiente aclaración: que su relación con aquella mujer tenía un fin exclusivamente político porque, gracias a ella, obtenían una información muy valiosa acerca de Alba, y es que Tácito compartía el interés de Agrícola por conquistar el Norte, o, al menos, por escribir un relato glorioso de la campaña. Tácito, sin embargo, no entendería la segunda razón, la de que aquella bruja del Norte proporcionaba al gobernador de Britania un placer que su esposa, a quien Juno bendijera, nunca había podido darle. Y aquella mujer en particular era en esto mejor que ninguna que hubiera conocido.

—No tienes por qué quedarte —dijo, revisando perezosamente otra carta. Tácito guardó silencio. Estaba con ánimo rebelde.

En ese momento una voz meliflua llenó la tienda.

—¿Has preguntado por mí, mi señor?

Era una voz aterciopelada, que hablaba latín con un acento extraño. Por lo demás, la mujer tenía una piel comparable a su tono de voz, ojos de ébano y el cabello tan negro y lustroso como las plumas de un cuervo. Llevaba el sencillo vestido tradicional de su gente, aunque sus exuberantes y redondas curvas nada tenían que ver con la modestia de que solían hacer gala las mujeres de su tribu.

Sin apartar los ojos de Agrícola, se desabrochó el manto y lo entregó al esclavo. A continuación, se acercó a la lámpara recién encendida.

—Mi señor —dijo, casi con un murmullo, dirigiéndose a Tácito e inclinando la cabeza. Se había colocado de tal forma que su vestido, de delicado lino, quedaba al trasluz, de modo que el muchacho no pudiera dejar de ver cada parte de su cuerpo silueteada en todo su esplendor.

Tácito, que no era estúpido en modo alguno, recogió las cartas que seguían sin abrir y, despidiéndose de Agrícola con una inclinación de cabeza, salió de la tienda. La mujer sonrió con malicia.

—No deberías asustarle así —dijo el gobernador.

—No puedo evitarlo. Es tan remilgado —repuso la mujer, haciendo un mohín.

—Además, es miembro de mi familia, y es tribuno. Deberías tratarlo con el respeto que merece.

La mujer acentuó el mohín hasta que consiguió arrancar la sonrisa de Agrícola. El gobernador estaba perplejo ante el hecho de que pudiera resultar tan seductor un rostro que estaba tan lejos de la verdadera belleza. Una ligera caída de los ojos le confería una mirada levemente entornada y sus labios, tan obscenamente plenos, hacían olvidar su nariz respingona.

Un segundo esclavo había llegado ya con la cena: pato de los pantanos asado, pan de cebada e higos de Egipto, todo ello regado con vino galo. Tras él, un tercer esclavo, con una palangana de agua de mirto de las ciénagas, caliente y aromática. Agrícola indicó a la mujer que se echase sobre el lecho y ambos probaron la comida mientras el esclavo les lavaba los pies. La ablución de los píes era una costumbre de las tribus británicas, la única que merecía la aprobación de Agrícola.

—¿Es que el suelo de esta maldita tierra no se seca nunca? —dijo, al ver que el agua de la palangana se enturbiaba con el barro de sus pies.

La mujer hizo un gesto displicente con una mano mientras se metía un par de higos en la boca con la otra. Al parecer, era voraz en todos sus apetitos.

—¡Si no llevarais ese calzado! Deja que te consiga un par de botas de las nuestras. Son de piel de oveja: lana por dentro y cuero por fuera.

Agrícola negó con la cabeza. El esclavo ya le estaba secando los pies.

—Me gusta el buen calzado romano, gracias. Y no quiero que mis hombres piensen que me estoy volviendo un poco nativo. Tú supones ya bastantes problemas.

La mujer estiró el brazo para acariciar la pierna de Agrícola y esbozó una amplia sonrisa.

—Pero no te vas a deshacer de mí, ¿verdad? Yo te hago feliz.

—En la cama, sí.

Agrícola no se engañaba. Sabía que aquella bruja no le encontraba el menor atractivo. Rondaba los cuarenta y tenía una nariz aguileña, el cabello canoso y el rostro curtido de un soldado. No era, ni mucho menos, lo que una mujer joven y bonita podía desear. Lo que aquella albana deseaba era su poder, eso era todo. A lo largo de su vida, lo había visto un millar de veces. En las cortes imperiales de Calígula el loco y de Nerón el déspota había conocido a muchas mujeres así, con una insaciable atracción por el poder. Ella creía que le tenía a su merced, cuando, en realidad, sería él quien jugaría hasta hastiarse de su cuerpo y de sus informaciones. Por lo demás, sabía que su interés en uno de aquellos dos aspectos menguaría rápidamente y se preguntaba, aunque sin preocuparse demasiado, cuál de ellos sería.

La mujer dejó de sonreír.

—Oh, vamos, también te hago feliz de otras muchas maneras. Fui yo quien te abrió las puertas de Alba; si mi pueblo hubiera resistido, habrías tenido que luchar a cada paso.

Tenía razón, pero él no albergaba la menor intención de admitirlo.

—Tu ayuda siempre es de agradecer, señora, pero no olvides que la recompenso con creces —le recordó el gobernador, tocando el anillo de su amante. Era un grabado, un granate incrustado en una cabeza de Mercurio. Entre sus otros regalos había finas vajillas y cristalerías de Samos, un ánfora de aceite de oliva, vino dulce, higos y dátiles. Agrícola sabía que aquella mujer habría dado cualquier cosa por esos artículos procedentes de un mundo más civilizado y que sus últimos regalos le aseguraban su lealtad. Al menos por algún tiempo.

Se levantó, se acercó a la mesa, cogió un pergamino enrollado y un punzón y volvió a sentarse en el lecho, desplegando el pergamino sobre su regazo. Se trataba de un mapa.

—Estamos aquí, en la parte sur de esta cala, ¿verdad? —Indicó las líneas algo toscas del pergamino. El mapa no era romano, se había elaborado a partir de algunas crónicas griegas, pero éstas, a su vez, se basaban en los datos aportados por los comerciantes fenicios.

La bruja miró el mapa y frunció el ceño ligeramente.

—Nuestras tierras terminan ahí —aventuró, señalando con el dedo—. La tribu que habita al otro lado del Forth es la de los venicones —dijo, con una pequeña y petulante sonrisa—. Eso es lo que venía a decirte. Mis emisarios acaban de volver. Al parecer, tu pequeño avance y mi poder de persuasión… han convencido a los jefes venicones, que se han rendido.

Agrícola asintió, y cogió su copa de vino. Aunque estaba complacido, debía aceptar la noticia con cautela. Las mentes de aquellos bárbaros eran como el azogue y lo que decían un día cambiaba al siguiente. No obstante, si eso que decía su amante era cierto…, su victoria definitiva sería mucho más fácil.

—¿Y qué hay de los pueblos que viven al otro lado del Tay?

La mujer parpadeó. Agrícola la cogió por la muñeca.

—Dime la verdad. Mis exploradores lo averiguarán muy pronto y entonces…, adiós a nuestra sociedad. ¿Me comprendes?

La bruja se sonrojó y, secretamente satisfecho, el gobernador comprobó con qué habilidad recuperaba el dominio de sí misma. Cuando se enfadaba, sus ojos se oscurecían hasta convertirse en centelleantes cuentas negras. Casi era divertido. Finalmente, le soltó la muñeca.

—Tengo una pequeña noticia —admitió la mujer—. Al Norte están los vacomagos, los texalios y los caledonios. Entre ellos existe un eslabón débil en el que estoy trabajando, pero creo que voy a necesitar un poco más de tiempo.

Agrícola apuró su copa. Sabía ya que los caledonios supondrían un reto. Eran tan poderosos que los griegos habían agrupado bajo su nombre a todos los pueblos de Alba.

La lámpara de aceite chisporroteó con una ráfaga de viento y el gobernador desvió la vista hacia la trémula llama, mientras daba golpecitos en el mapa con su punzón. Las últimas órdenes de Vespasiano consistían en agruparse a orillas del Forth. Gracias a la bruja, los territorios del Sur permanecerían bajo control. Sin embargo, lo que ocurriera en el Norte y en el Oeste era cuestión bien distinta. Había oído que las tribus de las tierras altas llevaban en la cara tatuajes tan fieros como su reputación.

Antes de recibir nuevas órdenes, debía enviar un informe exhaustivo al emperador. Quizá Vespasiano quisiera viajar hasta Britania para unirse a él en la parte final de la campaña y estar presente cuando alcanzaran los límites septentrionales de Alba y la anexionaran definitivamente al imperio. Entretanto, había mucho que hacer. Necesitaban realizar una valoración exhaustiva del terreno, un censo de población de las tierras conquistadas y poner en marcha un sistema fiable de suministro de alimentos.

Volvió a enrollar el mapa con rapidez. El ejército llevaba dos estaciones en campaña. Los hombres se alegrarían de permanecer algún tiempo en el mismo lugar y de construir un nuevo campamento permanente.

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