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Authors: Choderclos de Laclos

Tags: #Novela epistolar

Las amistades peligrosas (39 page)

BOOK: Las amistades peligrosas
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Yo no sé, mi cara amiga, si tengo contra esta pasión una prevención muy fuerte; pero creo que debe temerse aun en el matrimonio. No es esto decir que yo desapruebe un sentimiento honesto y dulce que hace el encanto del lazo conyugal, y suaviza en algún modo las obligaciones que impone, sino que no corresponde a este estado el formarle; la elección de nuestra vida no debe reglarse por la ilusión del momento. En efecto, para escoger es necesario comparar. ¿Y cómo podremos hacerlo cuando un solo objeto nos ocupa, y cuando ni éste podemos conocer, por estar alucinados y obcecados?

He hallado, como puede figurarse, muchas mujeres contagiadas de esta peligrosa enfermedad; he recibido las confidencias de algunas; y al oírlas, se diría que no había un amante que no fuese perfecto; pero estas quiméricas perfecciones sólo existen en su imaginación. La exaltada cabeza no sueña sino gracias y virtudes; adornan con ellas a sus predilectos y favoritos, y estos adornos vienen a ser como el vestido de un dios puesto sobre un modelo vil y despreciable, ante el que, sea quien fuere, apenas le han ataviado, cuando, hechas juguetes de su propia obra, se prosternan para adorarle.

O su hija no ama a Danceny, o experimenta esta misma ilusión: ella es común a los dos si su amor es recíproco. Así, la razón que usted tiene para mirlos perpetuamente, se reduce a que no se conocen, ni pueden conocerse. Pero, me dirá usted, ¿se conocen más el señor Gercourt y mi hija? No, sin duda; pero a lo menos no se engañan, pues sólo viven de la ignorancia de esto. ¿qué sucede, pues, en este caso entre dos esposos que supongo juiciosos? que cada uno de ellos estudia al otro; observa su carácter, busca y conoce inmediatamente lo que conviene que ceda de sus gustos y voluntades, para la tranquilidad de ambos. Estos ligeros sacrificios se hacen sin disgusto, porque son recíprocos y se han previsto; bien pronto nace de ellos una común benevolencia, y el hábito, que fortifica todas las inclinaciones que no destruye, produce poco a poco esta dulce amistad, esta tierna confianza, que, unidas a la estimación, forman, en mi concepto, la verdadera y sólida felicidad de los matrimonios.

Las ilusiones del amor pueden ser más dulces; ¿pero quién no sabe que son menos duraderas? ¡Y qué peligros no acarrea el momento que las destruye! Entonces es cuando los menores efectos parecen chocantes e insoportables, por el contraste que forman con la idea de perfección que nos había seducido. Cada uno de los dos esposos cree, sin embargo, que el otro es el que ha mudado, y que él vale siempre lo que un momento de error le había hecho apreciar. Se admira de que no puede hacer que nazca ya el encanto que no experimenta, se ve humillado, y esto hiere su vanidad. Entonces se agrian los espíritus, los males aumentan, resulta el mal humor, y de él nace el odio; y los frívolos placeres vienen a pagarse al último con largas desgracias.

He aquí, mi cara amiga, mi modo de pensar sobre la materia que nos ocupa: yo no lo defiendo, sino lo expongo; a usted le corresponde decidir; pero si insiste en su parecer, le suplico me diga los motivos que ha tenido para combatir los míos.

Me alegraré que me ilustre, y, sobre todo, que me asegure sobre la suerte de su amable hija, cuya felicidad deseo ardientemente, así por la amistad que le profeso, como por la que me une a usted para siempre.

París, 4 de octubre de 17…

CARTA CV

LA MARQUESA DE MERTEUIL A CECILIA VOLANGES

¿Con que está usted, amiga mía, muy enfadada y abochornada! ¿No es verdad que el señor Valmont es un hombre perverso? ¡Cómo! ¡tiene valor para tratar a usted como si fuera una mujer a quien amase mucho! ¡y la enseña lo que tanta gana tenía de saber! En verdad que esta conducta es imperdonable. ¡Y usted, por su parte, quiere ser prudente con su amante (que no abusa de su discreción); usted sólo busca en el amor las penas, y no los placeres. Nada mejor; y usted será digna de figurar a las mil maravillas en una novela. ¡Pasión, desgracia, y sobre todo virtud, qué cosas tan bellas! En medio de esta brillante comitiva se fastidia uno, ciertamente, algunas veces; pero también se desquita.

Vea usted la pobre niña ¡cuán digna es de compasión! ¡tenía a la mañana siguiente los ojos tan abatidosl ¿Y qué diría si esto sucediera delante de su amante? Vaya, hermoso ángel mío, que esto no le sucederá siempre así; pues todos los hombres no son como Valmont. ¡Y no haberse atrevido a levantar allí los ojos! ¡Oh! a la verdad que ha tenido usted razón; todos hubieran leído en ellos su aventura. Créame, sin embargo; si esto fuese así, muchas mujeres, y aun muchas señoritas, mirarían con más modestia.

A pesar de las alabanzas que me veo precisada a prodigarle, como ve, es necesario convenir que lo ha errado de medio a medio en no participárselo a su madre. ¡Había usted comenzado tan bien! ¡Se había echado en sus brazos; había gemido y también llorado! ¡Qué escena tan patética! ¡qué lástima no haberla acabado!

Su tierna madre, llena de gozo, la hubiera puesto a usted para siempre en un convento, con el objeto ele auxiliar su virtud, y allí hubiera podido amar a Danceny cuanto hubiese querido, sin rivales, y sin pecado. Se hubiera usted abandonado al dolor a sus anchuras; y Valmont, seguramente, no hubiese ido a turbar su aflicción con placeres que la repugnan.

Hablando seriamente, ¿es posible que teniendo ya quince años bien cumplidos sea todavía una niña? Dice bien que no merece mis bondades. Quiero, sin embargo, ser su amiga, y acaso lo necesita usted con la madre que tiene y el marido que desea darle. Pero ¿qué quiere que hagamos, si no trata de formarse más? ¿Qué puede esperarse de usted, cuando lo que hace venir el juicio a las otras, parece, al contrario, que a usted se lo quita?

Si pudiera reflexionar un momento consigo misma, hallaría muy pronto que en lugar de quejarse, debería darse el parabién. ¡Pero usted está avergonzada, y esto la incomoda! ¡Ay! cálmese ya; el bochorno que causa el amar es como su dolor, que no se experimenta más de una vez. Podemos todavía fingirle después; pero ya no lo sentimos. Con todo, el placer queda, y esto no es poco. Me persuado que, en medio de su charla, he descubierto que usted lo tuvo muy grande.

Vamos, un poco de buena fe: hábleme con franqueza. La turbación que le impidió obrar como decía, que hacía que usted hallase tan difícil el defenderse, que la puso de mal humor cuando Valmont se marchó, ¿era la vergüenza lo que la causaba, o era el placer? ¿Y este modo de insinuarse, al que no se sabe qué responder, no provendría del modo de obrar? ¡Ah, muchachita! ¡usted no me dice lo que siente, y engaña a su amiga! Esto no me parece bien. Pero dejémoslo a un lado. Lo que para todos sería un placer, y quizás nada más, vendría a ser para usted en su situación una felicidad. En efecto, colocada entre una madre de quien le conviene ser amada, y un amante a quien desearía querer perpetuamente, ¿cómo no ve que el único medio de lograr estas dos cosas es el de ocuparse ele un tercero? Distraída con esta nueva aventura, mientras que usted tendría el aire de sacrificar para con su madre un gusto que le desagradaría, adquiriría para con su amante el honor de una gloriosa defensa. Protestándole continuamente de que lo quería, no le concedería las últimas pruebas de amor.

Estas repulsas, tan poco penosas en su situación, no dejaría su amante de atribuirlas a sus virtudes. Tendría, acaso, lástima de usted; pero la amaría por eso más; y para tener el doble mérito, a los ojos del uno de prestarse al amor, a los del otro de resistirle, no le costaría a usted más gozar de los placeres que él le ofreciera. ¡Oh! cuántas mujeres han perdido su reputación, que la hubieran conservado con cuidado, si hubiesen podido sostenerla por semejantes medios!

¿No encuentra este partido que le propongo como el más razonable y el más dulce? ¿Sabe usted lo que ha conseguido con el que ha tomarlo? Que su madre ha atribuido su excesiva tristeza a un extremado amor; que se halla picada de esto; y que para castigarla, sólo espera estar bien segura de ello. Acaba de escribirme sobre este particular; y se valdrá de todos los medios para arrancarle esta confesión, y aun me dice que llegará hasta proponerle por esposo a Danceny; y todo con el objeto de hacerla a usted hablar. Y si dejándose seducir por esta falaz ternura, responde ingenuamente, bien pronto será usted encerrada para mucho tiempo, y quizás para siempre, y llorará despacio su ciega credulidad.

Es necesario, pues, que esta astucia que quiere emplear contra usted, sea combatirla con otra. Empiece por mostrarle menos tristeza, y por hacerle creer que se ocupa menos de Danceny. Ella se persuadirá de esto tanto más fácilmente, cuanto es el efecto ordinario de la ausencia; y se lo agradecerá tanto más, cuanto hallará en esto una ocasión de aplaudirse de su prudencia, que le ha sugerido este arbitrio. Pero si conservando alguna duda, insiste en probarla, y le habla de matrimonio, sométase a su voluntad como una hija bien nacida. Y a la verdad, ¿qué arriesga usted en ello?

Por lo que hace a un marido, siempre vale tanto como una madre; y el más modesto es aún menos incómodo que ésta. Una vez que esté contenta con usted, tratará al fin de casarla; y entonces, siendo ya más libre, podrá, a se elección, dejar a Valmont para tomar a Danceny, o guardarlos a ambos. Porque, mire usted, Danceny es excelente, y uno de aquellos que se les puede tomar y dejar cuando se quiere, pero no sucede así con Valmont; es difícil guardarle y peligroso dejarle. Se necesita usar con él de mucha destreza, o de mucha docilidad cuando falte aquélla. Pero también, si pudiera usted lograr tenerlo por amigo, sería una felicidad. Él pondría a usted en el primer rango de todas nuestras mujeres a la moda. De este modo se adquiere una consistencia en el mundo; y no hay que avergonzarse y llorar, como cuando las religiosas la hacían comer de rodillas.

Si usted fuese cuerda, no dejaría de hacer las amistades con Valmont, que debe estar muy encolerizado; y como es necesario que usted repare sus tonterías, no tema hacerle alguna insinuación, y así sabrá bien presto que si los hombres nos hacen las primeras, nosotras nos vemos obligadas a hacerles las segundas.

Usted tiene ahora un buen pretexto para éstas, porque no conviene que guarde esta carta; y le exijo que se la entregue a Valmont luego de haberla leído. No olvide el cerrarla antes. Lo primero, porque es necesario dejar a usted el mérito de haber dado este paso con él, y que no parezca que ha sido aconsejada; y lo segundo, porque no tengo en el mundo otra amiga con quien pueda hablar con más franqueza que con usted.

Adiós, hermosa; siga mis consejos, y me dirá si le va bien con ellos.

P. D. —A propósito, se me olvidaba… una palabra todavía. Procure usted pulir más su estilo, pues escribe como una niña. Conozco bien que esto proviene de que usted dice todo lo que piensa. Esto puede pasar entre las dos, porque entre nosotras no debe haber nada oculto. Pero con todos, y en especial con su amante, siempre tendría, usted el aire de una tontuela. Debe saber que cuando escribe a alguno tratará de decirle más bien lo que a él le agrade que lo que usted piense.

Adiós, corazón mío; la abrazo, en lugar de regañarla, esperando que será más razonable.

París, 4 de octubre de 17…

CARTA CVI

LA MARQUESA DE MERTEUIL AL VIZCONDE DE VALMONT

Amigo y señor vizconde: ha dado usted el golpe a las mil maravillas, y por eso lo quiero a usted en extremo. Por lo demás, a vista de la primera carta, bien podía esperarse la segunda, y de donde no me ha causado admiración; y mientras que usted, orgulloso de sus futuros éxitos, solicitaba la recompensa, y me preguntaba si estaba pronta, veía que no tenía necesidad de apresurarme. Sí, porque al leer la hermosa relación de tan famosa escena y la viva impresión que usted habría sabido inspirar, al ver su acomodamiento digno de los más bellos tiempos de la caballería, dije veinte veces: Este lance se frustrará. Bien que no podía suceder de otro modo. ¿Qué quiere usted que haga una pobre mujer que se rinde y se la deja así? A fe mía, que en este caso, es necesario a lo menos salvar el honor, y esto es justamente lo que ha hecho la presidenta. Yo he comprendido bien que el partido que ha tomado no es completamente inútil y me propongo servirme de él, por mi cuenta, en la primera ocasión seria que se presente; pero prometo que si aquel por quien hiciese los gastos, no se aprovecha de ellos mejor que usted, no tiene que contar nunca conmigo.

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