Las benévolas (92 page)

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Authors: Jonathan Littell

Tags: #Histórico

BOOK: Las benévolas
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merma natural
necesaria debía llegar, según los expertos del Plan Cuatrienal y de la RSHA, a los treinta millones; e, incluso, situarse entre los cuarenta y seis y los cincuenta y un millones según la opinión disconforme de un Dezernent del
Ostministerium
un tanto celoso en el cumplimiento del deber. Si la guerra hubiera durado irnos años más, no cabe duda de que habríamos emprendido una reducción masiva de los polacos. La idea estaba ya en el aire desde hacía bastante tiempo: véase la voluminosa correspondencia entre el Gauleiter Greiser de Warthegau y el Reichsführer, en la que Greiser solicita, a partir de mayo de 1942, permiso para utilizar las instalaciones de gaseo de Kulmhof para exterminar a 35.000 polacos tuberculosos que, según él, eran una grave amenaza sanitaria para su
Gau
el Reichsführer, al cabo de siete meses, le dio a entender por fin que su propuesta era interesante, pero prematura. Os debe de estar pareciendo que os hablo de todo esto con mucha frialdad: lo hago sencillamente para demostraros que nuestra entrega al exterminio del pueblo de Moisés no procedía únicamente de un odio irracional hacia los judíos -creo haber mostrado ya hasta qué punto estaban mal vistos en el SD y en las SS en general los antisemitas de tipo emotivo-, sino, ante todo, de una asunción firme y razonada del recurso a la violencia para zanjar los problemas sociales más variopintos, en lo cual, por lo demás, no nos diferenciábamos de los bolcheviques más que por nuestras respectivas valoraciones de las categorías de los problemas por resolver: basaban ellos su enfoque en un cuadro que se leía horizontalmente (las clases), y nosotros el nuestro en otro vertical (las razas); pero ambos eran deterministas por igual (creo haberlo destacado ya) y llegaban a conclusiones similares en lo referido al remedio que había que aplicar. Y, pensándolo bien, podría deducirse de ello que esa voluntad de aceptar, o, al menos, esa capacidad para aceptar la necesidad de un enfoque mucho más radical de los problemas que afligen a toda sociedad sólo pudo nacer de nuestras derrotas durante la Gran Guerra. Todos los países (salvo, quizá, los Estados Unidos) padecieron; pero la victoria, y la arrogancia y el confort ético fruto de la victoria, permitieron sin duda a los franceses y a los ingleses, e incluso a los italianos, olvidarse con mayor facilidad de los padecimientos y las bajas y volver a acomodarse, y a veces, incluso, a arrellanarse en su autosatisfacción y, en consecuencia, también, amedrentarse con mayor facilidad por temor a ver cómo se desintegraba aquel frágil ten con ten. Pero nosotros no teníamos ya nada que perder. Habíamos luchado con no menor honra que nuestros enemigos; nos trataron como a criminales, nos humillaron y nos despedazaron, y afrentaron a nuestros muertos. Objetivamente, los rusos no corrieron mejor suerte. No hay, pues, nada más lógico que llegar a decirse: bueno, pues si así son las cosas, si es justo sacrificar lo mejor de la Nación, enviar a la muerte a los hombres más patriotas, a los más inteligentes, a los más abnegados, a los más leales de nuestra raza, y todo eso en nombre de la salvación de la Nación -y si no sirve para nada y si le escupen a ese sacrificio-, en tal caso, ¿qué derecho a la vida van a conservar los peores elementos, los criminales, los locos, los débiles, los asocíales, los judíos, por no hablar de nuestros enemigos externos? Estoy convencido de que los bolcheviques razonaron igual. Ya que respetar las reglas de la supuesta humanidad no nos ha servido para nada, ¿por qué empecinarnos en ese respeto que ni siquiera nos han tenido en cuenta? Y de ahí se deriva, de forma inevitable, un enfoque mucho más rígido, mucho más duro, mucho más radical de nuestros problemas. En todas las sociedades y en todas las épocas, los problemas sociales pasaron por un arbitraje entre las necesidades de la colectividad y los derechos del individuo y, en consecuencia, produjeron un determinado número de respuestas, muy limitado en último término: de forma esquemática, la muerte, la caridad o la exclusión (ésta, sobre todo e históricamente, bajo la forma del exilio exterior). Los griegos abandonaban a sus retoños deformes; los árabes admitían que, desde el punto de vista económico, eran una carga en exceso pesada para la familia, pero no querían matarlos y los dejaban a cargo de la comunidad recurriendo al mecanismo de la
zakat,
la caridad religiosa obligatoria (un impuesto para las obras de misericordia), y aún en nuestros días, entre nosotros, existen centros especializados para casos así, de forma tal que la desdicha de esos seres no aflija la vista de los sanos. Ahora bien, si nos ceñimos a esa visión de conjunto, podemos percatarnos de que, en Europa al menos, a partir del siglo XVIII, todas y cada una de las soluciones varias a los diversos problemas -el patíbulo para los criminales, el destierro para los enfermos contagiosos (leproserías), la caridad cristiana para los retrasados convergieron, a impulsos de la Ilustración, en una solución única, aplicable a todos los casos y a la que se puede renunciar a voluntad: la reclusión institucionalizada y a cargo del Estado, una forma de exilio interior, por decirlo de alguna forma, con pretensiones pedagógicas a veces, pero, ante todo, con una finalidad práctica: los criminales, a la cárcel; los enfermos, al hospital; los locos, al manicomio. ¿Puede alguien no darse cuenta de que esas soluciones tan humanas eran también fruto de un ten con ten, de que las hacía posibles la prosperidad y, en último término, seguían siendo contingentes? Después de la Gran Guerra, muchos se dieron cuenta de que no estaban ya adaptadas a las necesidades, que no bastaban ya para enfrentarse a las nuevas dimensiones de los problemas, debido a la restricción de los recursos económicos y también a la dimensión, inconcebible antaño, de la apuesta (los millones de muertos de la guerra). Se precisaban nuevas soluciones, y se dio con ellas, como da siempre el hombre con las soluciones que precisa, como tambien habrían dado con ellas los países llamados democráticos si las hubieran necesitado. Pero ¿por qué entonces, podríais preguntarme hoy en día, los judíos? ¿Qué tienen que ver los judíos con esos locos, con esos criminales, con esos enfermos contagiosos a los que menciona? Y, sin embargo, no cuesta nada ver que, históricamente, los judíos se convirtieron a sí mismos en «un problema» al querer, a toda costa, quedarse aparte. Los primeros escritos contra los judíos, los de los griegos de Alejandría, mucho antes de Cristo y del antisemitismo teológico, ¿no los acusaban acaso de ser asocíales, de violar las leyes de la hospitalidad, base y principio político esencial del mundo antiguo, en nombre de sus aumentos tabú, que les impedían ir a comer a casa de los demás o invitarlos a la suya, ejercer de anfitriones? Vino luego, por supuesto, la cuestión religiosa. No estoy intentando aquí, como podría creerse, convertir a los judíos en responsables de sus catástrofes; intento, sencillamente, decir que determinada historia de Europa, desventurada en opinión de unos e inevitable en opinión de otros, sentó las condiciones para que, incluso en nuestros días, en tiempo de crisis, lo natural sea volverse en contra de los judíos y que en cuanto alguien se ponga a reformar la sociedad por la violencia, los judíos pagarán antes o después los platos rotos -antes, en nuestro caso; después, en el caso de los rusos, y no es algo que se le pueda achacar por completo a la casualidad. También hay judíos, cuando se aleja la amenaza del antisemitismo, que caen en la desmesura.

No dudo ni por un instante de que estas reflexiones os estén pareciendo de lo más interesantes; pero me he ido un poco por las ramas y sigo sin hablar de aquel famoso
6
de octubre, que quería describir brevemente. Unos cuantos golpes secos en la puerta del compartimento me sacaron del sueño; con la persiana bajada no se podía saber la hora. Y debía de estar soñando; me acuerdo de que me sentí completamente desorientado. Luego oí la voz de la ayudante de Mandelbrod, suave, pero firme: «Herr Sturmbannführer, llegamos dentro de media hora». Me lavé, me vestí y salí a estirar las piernas al recibidor. Allí estaba la joven: «Buenos días, Herr Sturmbannführer. ¿Ha dormido bien?».. —«Sí, muchas gracias. ¿Se ha despertado el doctor Mandelbrod?». —«No lo sé, Herr Sturmbannführer. ¿Quiere un café? Servirán un desayuno completo a la llegada». Volvió con una bandejita. Me tomé el café de pie, con las piernas algo separadas por culpa del balanceo del tren; se sentó en un silloncito, con las piernas discretamente cruzadas; me fijé en que ahora vestía una falda larga en vez del pantalón de montar de la víspera. Llevaba el pelo tirante, recogido en un moño severo. «¿Usted no toma?», pregunté.. —«No, muchas gracias». Nos quedamos así, en silencio, hasta que se oyó el chirrido de los frenos. Le devolví la taza y cogí la bolsa de viaje. El tren iba cada vez más despacio. «Que tenga un buen día -me dijo- El doctor Mandelbrod lo verá más tarde». En el andén había algo de lío; los Gauleiter, cansados, bajaban uno a uno del tren, bostezando, y los recibían batallones de funcionarios de paisano o con uniformes SA. Uno de ellos vio mi uniforme SS y frunció el ceño. Le indiqué el vagón de Mandelbrod y se le aclaró el gesto: «Disculpe», dijo, acercándose. Le dije cómo me llamaba y consultó una lista: «Sí, ya veo. Está usted con los miembros de la Reichsführung, en el hotel Posen. Tiene usted habitación allí. Voy a buscarle un coche. Aquí tiene el programa». En el hotel, un edificio lujoso y algo triste, que databa de la época prusiana, me duché, me afeité, me cambié y me tomé unas cuantas rebanadas de pan con mermelada. A eso de las ocho, bajé al vestíbulo principal. Empezaba a pasar gente. Di por fin con un ayudante de Brandt, un Haupsturmführer, y le enseñé el programa que me habían dado. «Mire, puede ir para allá ahora mismo. El Reichsführer no llegará hasta la tarde, pero habrá algunos oficiales». El coche que me prestaba el
Gau
seguía esperando y le dije que me llevara al Schloss Posen; de camino, admiré la torre de vigía azul y el balcón de arcadas del ayuntamiento y, luego, las fachadas multicolores de las estrechas casas burguesas, apiñadas en la Plaza Vieja, reflejo de varios siglos de arquitectura discretamente fantasiosa, hasta que aquel fugitivo placer matutino se topó con el mismísimo castillo, una extensa acumulación de bloques adosados a una plaza grande y vacía, rústica y erizada de tejados puntiagudos, con una alta torre ojival muy arrimada al muro, el castillo macizo, digno, severo, monótono, y ante el que se iban poniendo en fila, uno a uno, los Mercedes con banderín de los dignatarios. El programa arrancaba con una serie de conferencias de expertos del círculo de Speer, entre los que se hallaba Walter Rohland, el magnate del acero, quienes expusieron, por turnos, con aflictiva exactitud, el estado de la producción de guerra. En primera fila, escuchando muy seria tan sombrías noticias, estaba buena parte de la élite del Estado: el doctor Goebbels; el ministro Rosenberg; Axmann, el Führer de la Juventud del Reich; el almirante mayor Dónitz; el Feldmarschall Milch de la Luftwaffe, y un hombre grueso con cuello de toro y abundante pelo peinado hacia atrás; pregunté quién era durante una de las pausas: el Reichsleiter Bormann, secretario personal del Führer y director de la cancillería del NSDAP. Por supuesto que me sonaba el nombre, pero sabía pocas cosas de él; los periódicos y los noticiarios cinematográficos nunca lo mencionaban y yo no recordaba haber visto ninguna foto suya. Cuando acabó de hablar Rohland, le tocó la vez a Speer: la exposición que hizo, que duró menos de una hora, volvía sobre los mismos temas de los que había hablado la víspera en el PrinzAlbrecht-Palais, y usaba un lenguaje pasmosamente directo y casi brusco. Sólo entonces fue cuando me fijé en Mandelbrod: habían previsto un lugar especial, a un lado, para la voluminosa plataforma, y escuchaba con los ojos guiñados y una falta de atención búdica; lo flanqueaban dos de sus ayudantes -así que, efectivamente, eran dos- y la alta silueta tallada a hachazos de Herr Leland. Las últimas palabras de Speer causaron un tumulto. Volviendo de nuevo sobre el tema de la obstrucción de los
Gaue,
mencionó su acuerdo con el Reichsführer y amenazó con tomar medidas contra los recalcitrantes. No bien bajó del estrado, varios Gauleiter lo rodearon, vociferantes; yo estaba demasiado lejos, al fondo de la sala, y no podía oír lo que decían, pero me lo imaginaba. Leland se había inclinado para susurrarle algo al oído a Mandelbrod. Nos indicaron luego que volviéramos a la ciudad, al hotel Ostland, en donde se alojaban los dignatarios, para una recepción y un bufé. Las ayudantes se llevaron a Mandelbrod por una salida auxiliar, pero lo vi en el patio y fui a saludarlo, y también a Herr Leland. Pude ver entonces cómo viajaba: su Mercedes especial, que tenía una cabina como un salón, iba equipado con un dispositivo merced al cual el sillón, tras desprenderse de la plataforma, se deslizaba dentro del coche; la plataforma y las dos ayudantes iban en otro vehículo. Mandelbrod me hizo subir en su coche y me acomodé en un traspontín; Leland se sentó delante, con el chófer. Lamenté no ir con las dos jóvenes. Mandelbrod parecía no darse cuenta de los gases apestosos que le salían del cuerpo; menos mal que fue un trayecto corto. Mandelbrod no hablaba, parecía dormitar. Me pregunté si se levantaba alguna vez de aquel sillón y, si no se levantaba, ¿cómo se vestía y cómo hacía sus necesidades? En cualquier caso, sus ayudantes debían de ser a prueba de todo lo habido y por haber. Durante la recepción charlé con dos oficiales del
Persónlicher Stab,
Werner Grothmann, que aún no se había repuesto de la impresión de que lo hubieran nombrado para sustituir a Brandt (a Brandt lo habían nombrado Standartenführer y ocupaba el cargo de Wolff), y un subteniente a cuyo cargo estaba la policía. Creo que fueron ellos los primeros que me mencionaron la impresión tan fuerte que había causado, dos días antes, a los Gruppenführer el discurso del Reichsführer. Hablamos también del traslado de Globocnik, una auténtica sorpresa para todos, pero no nos conocíamos lo suficiente para especular acerca de los motivos de aquel cambio. Una de las dos amazonas -estaba visto que no conseguía diferenciarlas; ni siquiera podía decir cuál se me había ofrecido la vísperaapareció junto a mí. «Disculpen, meine Herrén», dijo con una sonrisa. Me disculpé a mi vez y la seguí a través del gentío. Mandelbrod y Leland charlaban con Speer y Rohland. Los saludé y di la enhorabuena a Speer por su discurso; se le puso una expresión melancólica: «Ha quedado claro que no era del gusto de todo el mundo».. —«Eso no tiene importancia alguna -replicó Leland-. Si consigue usted entenderse con el Reichsführer, ninguno de esos borrachínes idiotas podrán plantarle cara». Yo estaba asombrado; nunca había oído a Herr Leland hablar con tal brutalidad. Speer asentía con la cabeza. «Intente estar en contacto de forma regular con el Reichsführer -susurró Mandelbrod-. No deje que este arranque nuevo desaparezca. Para cuestiones de menor importancia, si no quiere molestar al Reichsführer en persona, puede remitirse a mi joven amigo aquí presente. Respondo por él». Speer me miró con aire distraído: «Ya tengo en el ministerio un oficial de enlace».. —«Por supuesto -dijo Mandelbrod-. Pero es muy probable que el Sturmbannführer Aue tenga acceso más directo al Reichsführer. No tenga empacho en dirigirse a él».. —«Bien, bien», dijo Speer. Rohland se había vuelto hacia Leland: «Entonces estamos de acuerdo en lo de Mannheim». La ayudante de Mandelbrod me hizo notar, con un leve apretón en el codo, que ya no me necesitaban. Saludé y me retiré discretamente para ir al bufé. La joven me siguió y pidió un té mientras yo mordisqueaba un entrante. «Tengo entendido que el doctor Mandelbrod está muy satisfecho de usted», dijo con su hermosa voz sin inflexiones. —«No veo por qué, pero si usted lo dice, la creo. ¿Lleva mucho trabajando para él?». —«Desde hace varios años».. —«¿Y antes?». —«Estaba acabando un doctorado de filología latina y alemana en Francfort». Enarqué las cejas: «No habría sido capaz de adivinarlo. ¿No resulta demasiado difícil trabajar a tiempo completo para el doctor Mandelbrod? Debe de ser bastante exigente».. —«Cada cual sirve donde debe servir -respondió sin titubear-. La confianza del doctor Mandelbrod me honra muchísimo. Gracias a hombres como él y Herr Leland se salvará Alemania». Le miré detenidamente la cara, tersa, ovalada, apenas maquillada. Debía de ser muy guapa, pero no había ningún detalle, ninguna peculiaridad que permitiera quedarse prendido de aquella belleza completamente abstracta. «¿Puedo hacerle una pregunta?», le dije. —«Por supuesto».. —«El pasillo del vagón no tenía muy buena luz. ¿Fue usted quien llamó a mi puerta?» Lanzó una breve risa cristalina: «El pasillo no tiene tan mala luz como dice. Pero la respuesta es que no: fue mi colega Hilde. ¿Por qué? ¿Habría preferido que fuera yo?».. —«No; era sólo una pregunta», dije de forma bastante boba.. —«Si vuelve a presentarse la ocasión -dijo mirándome a los ojos-, tendré mucho gusto en complacerlo. Espero que esté menos cansado». Me ruboricé: «Pues en tal caso, ¿cómo se llama usted? Para saberlo». Me tendió la mano pequeña y de uñas nacaradas; tenía la palma seca y suave y el apretón de manos era firme como el de un hombre. «Hedwig. Que pase un buen día, Herr Sturmbannführer».

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