Las benévolas (98 page)

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Authors: Jonathan Littell

Tags: #Histórico

BOOK: Las benévolas
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Todos los oficiales de la Reichsführung estaban un tanto desencajados: bastantes no habían pegado ojo en toda la noche, muchos se habían quedado sin vivienda y varios habían perdido a miembros de su familia. En el vestíbulo principal y en las escaleras, unos presos con uniformes de rayas a quienes custodiaban unos «SS-Totenkopf», barrían el suelo, clavaban tablones, volvían a pintar las paredes. Brandt me pidió que ayudase a unos oficiales a hacerle al Reichsführer un balance provisional de los daños, preguntando a las autoridades municipales. Era un trabajo bastante sencillo: cada uno escogía un apartado -víctimas, viviendas, edificios gubernamentales, infraestructura, industria, y entraba en contacto con las autoridades competentes para tomar nota de las cifras que dieran. Me metieron en un despacho con un teléfono y una guía telefónica; todavía funcionaban algunas líneas y allí instalé a Fräulein Praxa, que había sacado de alguna parte un vestido nuevo, para que llamase a los hospitales. Decidí, para no tenerlo por medio, enviar a Isenbeck a reunirse con su jefe en Oranienburg con los dosieres recuperados, y le pedí a Piontek que lo llevara. Walser no había venido. Cuando Fräulein Praxa conseguía entrar en contacto con un hospital, yo preguntaba cuántos muertos y heridos habían ingresado; cuando se le juntaban tres o cuatro instituciones con las que no había forma de hablar, yo les daba la lista a un chófer y a un ordenanza para que fueran a buscar los datos. Llegó Asbach a eso de las doce, con cara de cansancio y haciendo un claro esfuerzo por aparentar que estaba bien. Me lo llevé al comedor de oficiales a tomar bocadillos y té. Despacio, entre bocado y bocado, me contó lo sucedido: la primera noche, el edificio en que su mujer había ido a reunirse con su madre recibió un impacto directo y se derrumbó encima del refugio, que no aguantó sino en parte. La suegra de Asbach, por lo visto, murió en el acto o, al menos, tardó muy poco en morir; su mujer se quedó enterrada viva y no pudieron sacarla hasta el día siguiente, ilesa, aparte de un brazo roto, pero incoherente; tuvo un aborto durante la noche y seguía sin recobrar la cordura; pasaba de un charloteo pueril a llantos histéricos. «No me va a quedar más remedio que enterrar a su madre sin ella -dijo tristemente Asbach mientras se bebía el té a sorbitos-. Me habría gustado esperar un poco para que se repusiera, pero los depósitos están llenísimos y las autoridades médicas temen una epidemia. Por lo visto van a enterrar en fosas comunes todos los cuerpos que nadie reclame en un plazo de veinticuatro horas. Es horrible». Intenté consolarle lo mejor que supe, pero debo admitir que no tengo un gran talento que digamos para ese tipo de cosas: por mucho que aludía a su dicha conyugal futura, debía de sonar bastante falso. Sin embargo, parecía que lo reconfortaba. Lo mandé a su casa con un chófer de la Reichsführung y le prometí encontrar una camioneta para las honras fúnebres del día siguiente.

Aunque en la incursión aérea del martes no habían participado más que la mitad de los aparatos que en la del lunes, prometía arrojar resultados aún más desastrosos. Los barrios obreros, sobre todo Wedding, habían padecido mucho. A media tarde teníamos ya informaciones suficientes para hacer un informe breve: podían computarse alrededor de 2.000 muertos, sin contar los cientos que estaban aún bajo los escombros; 3.000 edificios incendiados o destruidos, y 175.000 personas sin hogar, de las que 100.000 habían conseguido salir ya de la ciudad para irse a pueblos de los alrededores o a otras ciudades de Alemania. A eso de las seis, se fueron a casa todos cuantos no estaban haciendo trabajos esenciales. Yo me quedé un rato más y todavía estaba de camino, con uno de los chóferes del garaje, cuando empezaron a lanzar su quejido las sirenas. Decidí no seguir hasta el Edén; el bar refugio no me inspiraba gran confianza y prefería evitar otra edición de las borracheras de la noche anterior. Le dije al chófer que me llevara al zoo para ir al bunker grande. Una muchedumbre se apiñaba en las puertas, demasiado estrechas y demasiado escasas; llegaban coches que aparcaban al pie de la fachada de hormigón; delante, en un área reservada, se extendían en radios concéntricos decenas de sillitas de niño. Dentro, unos soldados y unos policías daban órdenes como si ladrasen para que la gente subiera; en cada piso se organizaban aglomeraciones; nadie quería subir más; algunas mujeres gritaban mientras sus hijos correteaban entre el gentío jugando a la guerra. Nos encaminaron hacia la segunda planta, pero los bancos, colocados en fila como los de una iglesia, estaban ya atestados y fui a adosarme a la pared de hormigón. Mi chófer se había esfumado entre la muchedumbre. Poco después, abrieron fuego las piezas de 88 del tejado; la gigantesca estructura vibraba entera y cabeceaba como un barco en alta mar. La gente, que se caía encima de quienes estaban al lado, gritaba o se quejaba. Pusieron las luces de emergencia, pero no se fue la luz. En los rincones y en la oscuridad de las escaleras de caracol que iban de piso a piso, se arrimaban mucho entre sí parejas de adolescentes, enlazadas; algunos, incluso, parecía como si se estuvieran acostando juntos; a través de las detonaciones, se oían gemidos que no sonaban igual que los de las amas de casa aterradas; había ancianos que protestaban, indignados; los Schupo vociferaban y obligaban a la gente a quedarse sentada. A mí me apetecía fumar, pero estaba prohibido. Miré a la mujer que estaba sentada en el banco de delante; tenía la cabeza agachada y sólo le veía el pelo rubio y excepcionalmente abundante, cortado a ras de los hombros. Explotó una bomba muy cerca, estremeciendo el bunker y soltando una nube de polvo de hormigón. La joven alzó la cabeza y la reconocí en el acto: era la que me encontraba a veces por la mañana en el tranvía. Ella también me reconoció y una sonrisa dulce le iluminó la cara mientras me tendía la mano blanca: «¡Buenas noches! Me tenía preocupada».. —«¿Y eso por qué?» Casi no nos entendíamos entre los disparos de la Flak y las deflagraciones; me puse en cuclillas y me incliné hacia ella. «No estaba en la piscina el domingo -me dijo al oído-. Temí que le hubiera sucedido alguna desgracia». Me parecía que el domingo pertenecía ya a otra vida, y eso que sólo habían pasado tres días. «Estaba en el campo. ¿Sigue existiendo la piscina?» Volvió a sonreír: «No lo sé». Otra detonación potente sacudió la estructura; me cogió una mano y me la estrechó con fuerza; cuando pasó, me la soltó disculpándose. Pese a la luz amarillenta y el polvo, me dio la impresión de que se ruborizaba un poco. «Perdone -le pregunté-. ¿Cómo se llama?». —«Héléne -respondió-. Héléne Anders». Me presenté yo también. Trabajaba en el servicio de prensa del
Auswártiges Amt
el lunes por la noche su despacho, como la mayor parte del ministerio, había quedado destruido, pero la casa de sus padres, en Alt Moabit, en donde vivía, aún estaba en pie. «Al menos antes de esta incursión. ¿Y usted?» Me reí: «Yo tenía una oficina en el Ministerio del Interior, pero se ha quemado. Por el momento, estoy en la SS-Haus». Seguimos charlando hasta el final de la alarma. Había venido a pie a Charlottenburg para consolar a una amiga que se había quedado sin casa; las sirenas la habían pillado cuando iba de vuelta y se había refugiado en el bunker. «No pensaba que fueran a venir tres noches seguidas», dijo pausadamente.. —«A decir verdad, yo tampoco -contesté-; pero me alegro de que nos haya dado oportunidad de volver a vernos». Lo decía por educación, pero me daba cuenta de que no era sólo por educación. Esta vez se ruborizó ostensiblemente; pero siguió hablando con tono sincero y claro: «Yo también. Nuestro tranvía es muy posible que vaya a estar fuera de servicio durante una temporada». Cuando volvió la luz, se levantó y se sacudió el abrigo. «Si quiere -le dije-, puedo llevarla. Si es que aún tengo coche -añadí, riéndome-. No me diga que no. No me pilla lejos».

Volví a encontrar al chófer junto a su vehículo y con expresión muy ofendida: el coche se había quedado sin cristales y el vehículo contiguo, que la onda de una explosión había desplazado, le había aplastado un lado. De las sillitas de niño no quedaban ya en la plaza sino restos dispersos. El zoo estaba ardiendo otra vez; se oían sonidos atroces, mugidos, barritos, bramidos de animales agonizantes. «Pobres bichos -susurró Héléne-; no entienden qué les está pasando». El chófer sólo pensaba en su coche. Fui a buscar a unos cuantos Schupo para que nos ayudasen a moverlo. La puerta del acompañante estaba atrancada; hice que Héléne subiera atrás y luego me colé por encima del asiento del chófer. El trayecto resultó un poco complicado; hubo que dar un rodeo por el Tiergarten por culpa de las calles taponadas, pero tuve la satisfacción de ver, al pasar, que mi edificio había sobrevivido. Alt Moabit se había librado, si no tenemos en cuenta unas cuantas bombas perdidas, y dejé a Héléne delante del edificio pequeño en donde vivía. «Ahora -le dije al despedirnos- ya sé dónde vive. Si me lo permite, vendré a verla cuando se hayan calmado un poco las cosas».. —«Estaré encantada», contestó con otra de esas hermosas sonrisas apacibles tan suyas. Volví luego al hotel Edén en donde no encontré más que un esqueleto despanzurrado que era pasto de las llamas. Tres bombas habían atravesado el tejado y ya no quedaba nada. Menos mal que el bar había aguantado y los residentes del hotel estaban sanos y salvos y los habían podido evacuar. Mi vecino el georgiano bebía coñac a morro con unas cuantas víctimas más del siniestro; en cuanto me vio, me obligó a echar un trago. «¡Me he quedado sin nada! ¡Sin nada! Lo que más siento son los zapatos. ¡Cuatro pares nuevos!». —«¿Tiene dónde ir?» Se encogió de hombros: «Tengo unos amigos que no caen muy lejos. En la Rauchstrasse».. —«Venga. Lo llevo». La casa que me indicó el georgiano se había quedado sin ventanas, pero aparentemente estaba habitada aún. Esperé unos minutos mientras iba a informarse. Volvió con expresión jovial: «¡Perfecto! Se van a Marienbad y me voy con ellos. ¿Viene a beber algo?». Me negué cortésmente, pero insistía: «¡Ande! Por el
possochok».
Me notaba vacío y agotado. Le deseé buena suerte y me fui sin querer saber nada más. En la
Staatspolizei,
un Untersturmführer me explicó que Thomas había hallado refugio en casa de Schellenberg. Comí algo, hice que me preparasen una cama en el dormitorio improvisado y me dormí.

A la mañana siguiente, jueves, continué recopilando estadísticas para Brandt. Walser seguía sin aparecer, pero no me tenía demasiado preocupado. Para paliar la carencia de líneas de teléfono, disponíamos ahora de una brigada de Hitlerjugend que nos prestaba Goebbels. Los mandábamos a todas partes, en bicicleta o a pie, para llevar o traer recados y correo. En el casco urbano, el encarnizado trabajo de los servicios municipales iba ya dando resultados: en algunos barrios volvía a haber agua y también electricidad y otra vez estaban en servicio tramos de algunas líneas de tranvía, y del U-Bahn y del S-Bahn en los lugares en que era posible. Estábamos al tanto, además, de que Goebbels estaba pensando en evacuar parcialmente la ciudad. En las ruinas, por todos lados, proliferaban letreros escritos con tiza; la gente intentaba localizar a sus parientes, a sus amigos, a sus vecinos. A eso de las doce de la mañana, requisé una furgoneta de la policía y fui a ayudar a Asbach a enterrar a su suegra en el cementerio de Plótzensee, junto a su marido, fallecido de cáncer cuatro años antes. Asbach parecía encontrarse algo mejor: su mujer iba recuperando la cordura y ya lo reconocía, pero él aún no le había dicho nada ni de su madre ni del bebé. Fräulein Praxa vino con nosotros e incluso se las ingenió para encontrar una flores; Asbach quedó visiblemente conmovido. Aparte de nosotros, sólo estaban tres amigos suyos, una pareja y un pastor. El ataúd era de tablones bastos y mal cepillado; Asbach no paraba de decir que, en cuanto pudiera, pediría un permiso de exhumación para que su suegra tuviera unas honras fúnebres decentes: añadía que nunca se habían llevado bien, y que su suegra no disimulaba el desprecio que sentía por su uniforme de SS, pero no dejaba de ser la madre de su mujer, y Asbach quería a su mujer. Yo no le envidiaba su situación; estar solo en el mundo es a veces una ventaja considerable, sobre todo en tiempos de guerra. Lo dejé en el hospital militar en donde estaba su mujer y me volví a la SS-Haus. Aquella noche no hubo incursión aérea; al principio de la velada, hubo una alarma que provocó cierto pánico, pero eran sólo aviones de reconocimiento que habían venido a fotografiar los daños. Después de la alerta, que pasé en el bunker de la
Staatspolizei,
Thomas me llevó a un restaurante pequeño que había vuelto a abrir. Estaba de excelente humor: Schellenberg se las había apañado para que le prestasen una casita en Dahlem, en un barrio elegante cerca de Grunewald, e iba a comprarle un Mercedes descapotable pequeño a la viuda de un Hauptsturmführer que había muerto durante la primera incursión y andaba necesitada de dinero. «Menos mal que mi banco está intacto. Eso es lo que cuenta». Torcí el gesto: «Hay algunas cosas más que cuentan».. —«¿Qué, por ejemplo?. —«Los sacrificios que hacemos. El sufrimiento de la gente, aquí, alrededor nuestro. Y en el frente». En Rusia, las cosas iban muy mal: tras perder Kiev, habíamos conseguido recuperar Jitomir, pero en cambio habíamos perdido Cherkassy el mismo día en que estaba cazando urogallos con Speer; en Rovno, los insurgentes ucranianos de la UPA, tan antialemanes como antibolcheviques, mataban como a conejos a los nuestros que se quedaban aislados. «Te lo tengo dicho, Max -añadió mi amigo-; te tomas la vida demasiado en serio».. —«Es cuestión de
Weltanschauung»,
dije, alzando el vaso. Thomas soltó una breve risa burlona.
«Weltanschauung por aquí, Weltanschauung por allá,
decía Schnitzler. Estos días, hasta el panadero y el fontanero tienen una
Weltanschauung-,
el del garaje me cobra un treinta por ciento de más en los arreglos, pero él también tiene su
Weltanschauung.
Y yo también tengo la mía». Dejó de hablar y bebió; yo bebí también. Era un vino búlgaro, un tanto rasposo, pero, en vista de las circunstancias, no había motivo para quejarse. «Voy a decirte lo que cuenta -seguía diciendo Thomas rabiosamente-. Servir a tu país, morir si necesario fuere, pero, mientras tanto, disfrutar de la vida cuanto se pueda. La
Ritterkreuz
a título postumo a lo mejor es un consuelo para tu anciana madre, pero para ti resulta un consuelo bastante frío».. —«Mi madre está muerta», dije con suavidad.. —«Ya lo sé. Disculpa». Una noche, después de varias copas, le había contado la muerte de mi madre, sin entrar en demasiados detalles, y nunca más habíamos vuelto a hablar de ello. Thomas bebió algo más y, luego, volvió a estallar: «¿Sabes por qué odian a los judíos? Te lo voy a decir. A los judíos los odian porque son un pueblo ahorrativo y prudente, que no sólo es avaro con el dinero y con la seguridad, sino también con sus tradiciones, con sus conocimientos y con sus libros, incapaz de dar y de gastar, un pueblo que no conoce la guerra. Un pueblo que sólo sabe acumular y no sabe nunca despilfarrar. En Kiev decías que matar a los judíos era un despilfarro. Pues, mira, resulta que despilfarrando sus vidas, igual que se tira arroz en una boda, les hemos enseñado a gastar y les hemos enseñado la guerra. Y la prueba de que la cosa funciona y de que los judíos están empezando a aprender la lección es Varsovia, es Treblinka, es Sobibor y Bialystok, la prueba son los judíos que vuelven a ser guerreros, que vuelven a ser crueles, que matan también. Me parece algo espléndido. Los hemos vuelto a hacer y los hemos convertido en un enemigo digno de nosotros. La
Para el semita
-se golpeó el pecho a la altura del corazón, donde se cose la estrella- vuelve a tener valor. Y si los alemanes no se espabilan, como se han espabilado los judíos, en vez de lamentarse, no tendrán más que lo que se merecen.
Vaæ victis».
Vació el vaso de un trago, con la mirada perdida. Caí en la cuenta de que estaba borracho. «Me voy a casa», dijo. Me ofrecí a llevarlo, pero no quiso: había cogido un coche del garaje. Ya en la calle, sólo despejada a medias de escombros, me dio la mano distraídamente, cerró dando un portazo y arrancó a toda velocidad. Yo me fui a dormir a la
Staatspolizei;
había calefacción y, al menos, las duchas ya funcionaban.

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