Las correcciones (40 page)

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Authors: Jonathan Franzen

Tags: #Narrativa

BOOK: Las correcciones
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Yacía aproximadamente despierto en el Camarote B11. Despierto en una caja de metal que se inclinaba y que temblaba, una oscura caja de metal que se desplazaba por algún paraje de la noche.

No había ojo de buey. Un recinto con vistas habría costado cientos de dólares más, y Enid se había hecho el razonamiento de que los camarotes no se utilizan más que para dormir, de modo que, ¿qué falta hacía el ojo de buey, a semejante precio? A lo mejor miraban por él seis veces durante el viaje. A cincuenta dólares la mirada.

Ella dormía ahora, en silencio, como lo hacen quienes fingen dormir. Alfred, durmiendo, era una sinfonía de ronquidos y silbidos y toses, una epopeya de zetas. Enid era un haiku. Permanecía inmóvil durante horas y luego abría el ojo y se despertaba como se enciende una bombilla. A veces, al alba, en St. Jude, en el minuto largo que le costaba al reloj despertador el desprendimiento de un guarismo, lo único que se movía en la casa era el ojo de Enid.

En la mañana de la concepción de Chip sólo dio la impresión de estar simulando el sueño; pero en la mañana de la concepción de Denise, siete años más tarde, el fingimiento fue real. Alfred, en la edad madura, se había convertido en una verdadera invitación a esos engaños veniales. El decenio largo de matrimonio había hecho de él uno de esos depredadores sobrecivilizados de que se cuentan cosas en los parques zoológicos: el tigre de Bengala que ya no recuerda cómo matar, el león perezoso por obra de la depresión. Para ejercer atractivo, Enid tenía que ser una carcasa inmóvil y sin sangre. Si era ella quien se arrojaba, poniendo un muslo sobre el de Alfred, él cruzaba los brazos y apartaba el rostro; si se le ocurría salir desnuda del cuarto de baño, él hurtaba la vista, como prescribía la Regla de Oro del hombre que no deseaba ser visto. Sólo a primera hora de la mañana, cuando se despabilaba a la contemplación de su pequeño hombro blanco, se decidía Alfred a abandonar su madriguera. Su quietud y su contención, los lentos sorbos de aire que respiraba, su condición de objeto puramente vulnerable, lo hacían lanzarse. Y al sentir su almohadillada zarpa en las costillas y en el cuello su aliento al acecho de carne, Enid se quedaba fláccida, instintivamente resignada, como una presa en captura («Acabemos de una vez con esta agonía»), aunque de hecho su pasividad fuese mero cálculo, porque sabía que su pasividad lo inflamaba. Alfred la poseía y, hasta cierto punto, Enid deseaba ser poseída como un animal: en una recíproca intimidad callada de violencia. Ella también mantenía los ojos cerrados. A menudo ni siquiera llegaba a abandonar la postura inicial, de flanco, limitándose a levantar una rodilla en un reflejo vagamente proctológico. Él, luego, sin mostrarle el rostro, se encerraba en el cuarto de baño y se lavaba y se afeitaba y volvía a salir para encontrarse la cama hecha y comprobar que desde abajo ya llegaban los ruidos de la cafetera eléctrica atragantándose. A Enid, desde su punto de vista situado en la cocina, nada le impedía suponer que había sido un león quien acababa de aplicarle un voluptuoso vapuleo, o quizá que alguno de aquellos chicos de uniforme con quienes habría tenido que casarse hubiera encontrado el modo de metérsele en la cama. No era una vida maravillosa, pero una puede vivir a base de estos engaños y a base del recuerdo de los años jóvenes (recuerdo que ahora, sorprendentemente, había adquirido una curiosa semejanza con los engaños), cuando Alfred existía solamente para ella y la miraba a los ojos. Lo importante era mantenerlo todo en lo tácito. Si el acto no se mencionaba nunca, tampoco habría razón para dejar de practicarlo hasta que se quedara definitivamente preñada otra vez, e incluso tras la preñez seguiría sin haber razón para no volver a ello, con tal que no se mencionara nunca más.

Siempre quiso tener tres hijos. Cuanto más se empeñaba la naturaleza en negarle el tercero, menos realizada se sentía, en comparación con sus vecinas. Bea Meisner estaba mucho más gorda y era mucho más tonta que Enid, pero ella y su marido, Chuck, se besuqueaban en público; y, dos veces por semana, llamaban a una canguro y se iban a bailar por ahí. Todos los años, sin faltar uno, a principios de octubre, Dale Driblett llevaba a su mujer, Honey, a algún sitio extravagante y fuera del estado para celebrar su aniversario de boda, y todos los pequeños Driblett fueron naciendo en julio. Incluso Esther y Kirby Root solían ser vistos en las barbacoas aplicándose pellizcos recíprocos en los bien abastecidos traseros. Enid sentía terror y vergüenza ante el amoroso afecto de otras parejas. Su caso era el de una chica brillante y con talento para los negocios que había pasado directamente de planchar sábanas y manteles en el hostal de sus padres a planchar sábanas y camisas en el hogar de los Lambert. En los ojos de todas las vecinas leía la siguiente pregunta tácita: ¿hacía Alfred que Enid se sintiera súper especial en las ocasiones especiales?

Tan pronto como empezó a notársele el nuevo embarazo, pudo pensar que ahí tenía la respuesta tácita a aquella pregunta. Los cambios en su cuerpo resultaban incontrovertibles, y Enid imaginó con tanta intensidad las halagüeñas conclusiones sobre su vida amorosa que Bea y Esther y Honey iban a sacar de aquellos cambios, que no tardó mucho en ser ella misma quien las sacaba, igual de halagüeñas.

Así, dichosa por la vía del embarazo, se volvió un poco torpe y le dijo a Alfred cosas que no debería haberle dicho. Nada de sexo, por supuesto, ni de realización, ni de igualdad en el trato. Pero había otros temas muy poco menos prohibidos, y Enid, en su vértigo, sacó los pies del plato una mañana. Llegó a sugerirle a Alfred que comprara acciones de cierta compañía. Él le contestó que la Bolsa era una estupidez muy peligrosa y que más valía dejarla para los ricos y para los especuladores ociosos. Enid le sugirió que, aun siendo así, comprara acciones de cierta compañía. Alfred le dijo que recordaba el Martes Negro como si hubiera sido ayer. Enid le sugirió que comprara acciones de cierta compañía. Alfred le dijo que sería altamente inadecuado comprar tales acciones. Enid le sugirió que, aun siendo así, las comprara. Alfred le dijo que no tenían dinero para eso, sobre todo ahora, con un tercer niño en camino. Enid le sugirió que podían pedir un préstamo. Alfred le dijo que no. Lo dijo en un tono de voz mucho más alto, y levantándose de la mesa de desayuno. Lo dijo tan alto, que hizo vibrar por un instante un cazo decorativo de cobre que había en la pared de la cocina; y sin darle un beso de adiós se marchó de casa y pasó once días y diez noches fuera de ella.

¿Quién podía haber pensado que un errorcillo suyo, tan insignificante, iba a cambiarlo todo?

En agosto, en la Midland Pacific nombraron a Alfred Segundo Ingeniero Jefe para raíles y estructuras, y ahora lo habían enviado al Este a revisar kilómetro por kilómetro el tendido de la Erie Belt Railroad. Los directores de zona de la Erie Belt lo llevaban de un sitio a otro en pequeñas locomotoras de propulsión por gas que se desplazaban como chinches por las vías secundarias, mientras los megalosaurios de la compañía pasaban como truenos por su lado. La Erie Belt era un sistema regional cuyo sector de transporte de mercancías se había visto muy perjudicado por la competencia de los camiones y cuyo sector de viajeros había entrado en números rojos por culpa de los automóviles particulares. Su tendido principal seguía más o menos en buena forma, pero los ramales, en cambio, se hallaban en un increíble estado de descomposición. Los trenes iban a paso de caballería por aquellos raíles no más derechos que un trozo de cuerda sin atar. Un kilómetro tras otro de circuito desesperadamente cortocircuitado. Alfred vio durmientes más adecuados para servir de abono que para retener los clavos. Anclajes de raíl descabezados por la herrumbre, con los cuerpos pudriéndoseles en una corteza de corrosión, como gambas en un cuenco de aceite hirviendo. Balastos tan malamente desgastados que las traviesas colgaban de los raíles, en vez de sujetarlos. Vigas peladas y corruptas, como un pastel alemán de chocolate, virutas oscuras, migajas variadas.

Qué modesto —comparado con la furiosa locomotora— podía parecer un tendido de vía herbosa bordeando un campo de sorgo tardío. Pero sin ese tendido, un tren no era más que diez mil toneladas de pura nada ingobernable. La voluntad estaba en los raíles.

Allá donde iba, dentro del territorio de la Erie Belt, Alfred oía a los jóvenes empleados decirse unos a otros:

—Tómatelo con calma.

—Hasta luego, Sam. No trabajes demasiado.

—Tómatelo con calma.

—Y tú, colega. Tómatelo con calma.

Alfred pensó que aquel latiguillo era una especie de calamidad propia del Este, el epitafio que mejor le cuadraba a un estado, Ohio, que antaño había sido muy grande, pero que el sindicato de camioneros, con su parasitismo, había dejado sin carne y sin sangre. A nadie en St. Jude se le habría ocurrido decirle
a él
que se lo tomara con calma. En la pradera alta donde Alfred se había criado, quien se lo tomara con calma no era gran cosa como hombre. Ahora venía una nueva generación de afeminados, para quienes «tomárselo con calma» era una actitud digna de elogio. Alfred oía a las cuadrillas de ferroviarios de la Erie Belt contándose chascarrillos en horas de trabajo, veía a los administrativos impecablemente trajeados permitirse descansos de diez minutos para tomar un café, observaba las pandillas de delineantes recién salidos del instituto fumándose un cigarrillo con voluptuoso detenimiento, todo ello mientras una compañía ferroviaria que en otros tiempos había sido firme y sólida se iba cayendo en pedazos a su alrededor. «Tómatelo con calma» era el santo y seña de aquellos muchachos tan amigables, la clave de su excesiva familiaridad, la falseada confianza que les permitía ignorar la porquería en que estaban trabajando.

La Pacific Midland, por comparación, era de acero resplandeciente y cemento blanquísimo. Durmientes tan nuevos que la creosota azul se juntaba en sus vetas. La ciencia aplicada de la percusión vibratoria y de las barras pretensadas, detectores de movimiento y riel soldado. La Pacific Midland tenía su base en St. Jude y atendía una región del país no tan al Este, y más trabajadora. A diferencia de la Erie Belt, la Pacific Midland llevaba a gala su compromiso de mantener un servicio de calidad en sus ramales. De ella dependían mil ciudades y pueblos de los nueve estados que comprenden los gajos centrales del país.

Cuanto mejor conocía la Erie Belt, más claramente acusaba Alfred la superior dimensión, fuerza y vitalidad moral de la Midland Pacific en sus propios miembros y en su porte. Con su camisa y su corbata y sus botas tobilleras recorrió ágilmente la pasarela sobre el río Maumee, quince metros por encima de las gabarras transportadoras de escoria y de las aguas túrbidas, agarró la sujeción más baja del puente y se inclinó hacia fuera, cabeza abajo, para martillar la viga principal del arco con su martillo favorito, que siempre llevaba en el maletín. Costras de pintura y herrumbre del tamaño de hojas de sicomoro cayeron trazando espirales en el aire, hasta la superficie del río. Una locomotora, haciendo sonar el silbato, se adentró en el viaducto, y Alfred, que no tenía ningún miedo a las alturas, se apoyó en una riostra y afirmó los pies en la parte de los tablones que sobresalía de la pasarela. Mientras los tablones se balanceaban y daban saltos, Alfred anotó en su tablilla una valoración condenatoria sobre la validez del puente.

Puede que alguna conductora que cruzara el Maumee por el cercano puente de Cherry Street lo viera allí colgado, con su estómago plano y sus hombros anchos, con el viento arremolinándole los pantalones en los tobillos, y quizá pensara lo mismo que pensó Enid la primera vez que puso los ojos en él, que eso era un hombre. Aun sin darse cuenta de aquellas miradas, Alfred experimentaba desde dentro lo que ellas veían desde fuera. Durante el día se sentía todo un hombre, y lo hacía ver, podríamos decir incluso que alardeaba de ello, plantándose sin manos en rebordes altos y estrechos y trabajando diez o doce horas seguidas, y levantando acta de cómo el ferrocarril se iba afeminando.

La noche era harina de otro costal. De noche permanecía despierto sobre colchones que le parecían de cartón y se dedicaba a levantar acta de las lacras humanas. Era como si no pudiera alojarse en ningún motel donde los huéspedes de la habitación de al lado no fornicaran sin pausa ni tregua: hombres mal educados y de peor disciplina, mujeres dadas al carcajeo y al grito. A la una de la madrugada, en Erie, Pennsylvania, la chica de la habitación contigua jadeaba y se desgañitaba como una furcia. Se la estaría tirando algún individuo tan zalamero como despreciable. A Alfred le pareció muy mal la chica, por tomarse la vida tan a la ligera, y le pareció muy mal el individuo aquel, por su calmosa confianza. Y ambos le parecieron muy mal por no tener la consideración de controlar sus expansiones. ¿Cómo era posible que ni por un momento se pararan a pensar en su vecino de habitación, a quien impedían conciliar el sueño? Le pareció muy mal que Dios tolerara la existencia de personas así. Le pareció muy mal que la democracia lo obligara a él a soportarlas. Le pareció muy mal el arquitecto del hotel, por haber creído que un solo tabique de conglomerado bastaría para proteger el reposo de los huéspedes de pago. Le pareció muy mal la dirección del hotel, por no tener una habitación de reserva a disposición de sus huéspedes indispuestos. Le parecieron muy mal los muy frívolos y poco exigentes nativos de Washington, Pennsylvania, que se habían hecho cerca de doscientos kilómetros de carretera para asistir a un partido del campeonato universitario y habían ocupado todos los moteles del noroeste de Pennsylvania. Le parecieron muy mal los restantes huéspedes, por su indiferencia ante la fornicación, le pareció muy mal la humanidad entera, por su insensibilidad… y no era justo. No era justo que el mundo tuviera tan poca consideración por un hombre que tanta consideración tenía por el mundo. Nadie trabajaba más que él, nadie era menos ruidoso que él en la habitación de un motel, nadie era más hombre que él; y, sin embargo, los falsarios del mundo podían robarle impunemente el sueño con sus lujuriosas transacciones…

Se negó a llorar. Estaba convencido de que si se oía llorar, a las dos de la madrugada, en una habitación de motel que apestaba a tabaco, sería el fin del mundo. Quizá no tuviera otra cosa, pero disciplina sí. Capacidad para decir que no: eso sí.

Pero nadie le dio las gracias por llevar a la práctica ese talento. La cama de la habitación contigua golpeaba contra la pared, y el hombre gruñía como un gorrino, y la mujer se asfixiaba en sus ululatos. Y todas las camareras de todos los pueblos poseían esferas mamarias insuficientemente abrochadas en blusas con monograma, e insistían en agacharse hacia él.

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