Melissa se quitó los zapatos utilizando el brazo de sofá como banco de apoyo y dejó que cayeran el suelo. Chip observó que unas blandas curvas de tejido térmico se extendían a ambos lados del peto de su mono.
—Tuve una niñez magnífica —dijo ella—. Mis padres siempre fueron mis mejores amigos. Me enseñaron en casa y no me hicieron ir al colegio hasta séptimo. Mi madre estaba estudiando medicina en New Haven y mi padre tenía un grupo punk, los Nomatics, que andaba de gira, y, en el primer concierto punk a que asistió, mi madre salió con mi padre y acabó la noche en su habitación del hotel. Ella dejó la facultad, él dejó los Nomatics, y no volvieron a separarse. Totalmente romántico. Aunque mi padre tenía un dinero procedente de un fondo fiduciario, y lo que hicieron después fue realmente maravilloso. Había todas esas nuevas ofertas públicas iniciales, y mi madre estaba harta de tanta biotécnica y de tanto leer el
Journal of the American Medical Association,
y Tom, mi padre, pescó muy bien la parte numérica del asunto, y juntos hicieron unas inversiones estupendas. Clair, mi madre, se dedicó exclusivamente a ocuparse de mí, y andábamos por ahí todo el día, comprendes, y yo me aprendí la tabla de multiplicar, etcétera, y siempre estábamos juntos, los tres. Estaban tan enamoradísimos. Y fiesta todos los fines de semana. De modo que en un momento determinado se nos ocurrió: conocemos a todo el mundo, somos muy buenos inversores, ¿por qué no montamos un fondo común de inversión? Y eso hicimos. Y fue increíble. De hecho, todavía es un fondo de inversión estupendo. ¿Cómo se llama? Westportfolio Biofund Forty. Pusimos en marcha otros fondos, también, cuando el ambiente se hizo más competitivo. En la práctica, estás obligado a ofrecer servicios plenos. Eso es lo que le decían a Tom los inversores institucionales, en todo caso. De modo que puso en marcha esos otros fondos, que, por desgracia, en su mayor parte se han venido abajo. Creo que ése es el gran problema que hay entre Tom y Clair. Porque el Biofund Forty, donde es ella quien decide, sigue funcionando estupendamente. Y ahora está deprimida y acongojada. Se ha atrincherado en la casa y no sale jamás. Mientras, Tom está empeñado en presentarme a la tal Vicky, que por lo visto es divertidísima y le encanta patinar. Pero el caso es que todo el mundo sabe que mi padre y mi madre están hechos el uno para el otro. Son perfectamente complementarios. Estoy convencida de que si supieras lo guay que se pasa montando una empresa, y lo estupendo que es cuando empieza a entrar el dinero, y lo romántico que puede resultar, no serías tan duro.
—Posiblemente —dijo Chip.
—El caso es que pensé que contigo se podría hablar. En conjunto, estoy llevándolo maravillosamente, pero tampoco me vendría mal un amigo, la verdad.
—¿Qué tal Chad? —preguntó Chip.
—Muy majo. Ideal para tres fines de semana —Melissa levantó una pierna del sofá y situó un pie enfundado en nailon contra el muslo de Chip, muy cerca de la cadera.
—No es fácil imaginar dos personas menos compatibles a largo plazo que ese chico y yo.
Chip percibía, a través de los vaqueros, los intencionados movimientos que ella hacía con los dedos de los pies. Estaba atrapado contra su mesa de trabajo, de modo que, para escaquearse, tuvo que agarrar la pierna por el tobillo y dejarla caer sobre el sofá. Melissa, inmediatamente, le retuvo la muñeca con ambos pies, color de rosa, y trató de atraerlo hacia ella. Todo resultaba la mar de divertido, pero la puerta estaba abierta, las luces encendidas, las persianas levantadas y había alguien en el vestíbulo.
—Las normas —dijo él, apartándose—. Hay normas. Melissa se dejó caer del sofá al suelo, se levantó y se aproximó a Chip.
—Son unas normas estúpidas —dijo—, cuando alguien te gusta de verdad.
Chip retrocedió hacia la puerta. Al otro extremo del vestíbulo, junto a la administración del departamento, una mujer diminuta, con cara de tolteca y uniforme azul, pasaba la aspiradora.
—Hay muy buenas razones para que las normas existan —dijo.
—O sea, que no puedo ni abrazarte un poco.
—Exacto.
—Qué estupidez.
Melissa se metió en sus zapatos y se situó junto a Chip, en la puerta. Le dio un beso en la mejilla, muy cerca de la oreja.
—Pues hasta luego.
Chip la vio alejarse, deslizándose de lado y haciendo piruetas, por el vestíbulo adelante, hasta perderse de vista. Le llegó el ruido de una salida de incendios al cerrarse con estrépito. Pasó minuciosa revista a todas y cada una de las palabras que acababa de pronunciar, y se otorgó un sobresaliente en actitud correcta. Pero cuando volvió a Tilton Ledge, donde ya se había fundido la última de las farolas públicas, sufrió una inundación de soledad. Para borrar la memoria táctil del beso de Melissa, y sus pies tan vivos y tan cálidos, llamó a un antiguo compañero de
college
de Nueva York y quedó en comer con él al día siguiente. Cogió
Cent ans de cinema érotique
de la estantería donde, en previsión de una noche como la que se le venía encima, había vuelto a colocarlo, tras la inmersión en agua de fregar los platos. La cinta aún funcionaba. La imagen, sin embargo, se veía con algo de nieve, y cuando llegó el primer trozo verdaderamente interesante, una secuencia de habitación de hotel con doncella licenciosísima, la nieve se trocó en niebla espesa, y la pantalla se puso azul. El aparato emitió una tosecilla seca.
Aire, necesito aire,
parecía decir. La cinta se había salido de sitio y estaba enrollándose al endoesqueleto de la máquina. Chip extrajo el cajetín y varios puñados de cinta de poliéster, pero inmediatamente se rompió algo, y el aparato escupió una bobina de plástico. Bueno, por supuesto, son cosas que pasan. Pero el viaje a Escocia había sido un Waterloo financiero, y no podía comprarse un vídeo nuevo.
Tampoco era Nueva York, en un sábado frío y lluvioso, la cura que necesitaba. Todas las aceras del bajo Manhattan estaban sembradas de etiquetas antirrobo, con su espiral metálica. Las etiquetas quedaban pegadas a la acera con el pegamento más fuerte del mundo, y Chip, tras la consabida compra de quesos de importación (que efectuaba, sin falta, en todas sus visitas a Nueva York, para no volverse a Connecticut sin haber hecho algo de provecho, y ello a pesar de que resultara un poquitín deprimente comprar el mismo
baby
Gruyere y el mismo Fourme d'Ambert en la misma tienda, tras lo cual se veía abocado a considerar el fracaso generalizado del consumismo en cuanto camino hacia la felicidad humana), y tras haber almorzado con su antiguo compañero (que acababa de abandonar la enseñanza de la antropología para incorporarse a la nómina de Silicon Alley en calidad de «psicólogo de
marketing
», y que ahora aconsejaba a Chip que espabilase de una vez e hiciera lo mismo), regresó a su automóvil para encontrarse con que cada uno de sus quesos envueltos en plástico estaba protegido por su propia etiqueta antirrobo y que, de hecho, él llevaba pegado en la suela un fragmento de etiqueta antirrobo.
Tilton Ledge lo esperaba cubierto de escarcha y muy oscuro. En el buzón encontró una carta de Enid en que lamentaba los fracasos morales de Alfred («se pasa el día sentado en su sillón,
todo el día, todos los días»),
y un prolijo perfil de Denise, con un recorte de la revista
Filadelfia,
con una reseña babosamente elogiosa de su restaurante, Mare Scuro, y con una glamorosa foto a toda página de su joven jefa de cocina Denise, en la foto, llevaba vaqueros y una camiseta sin mangas y era toda hombros musculosos y pectorales satinados («Muy joven, aunque muy buena: Lambert en su cocina», decía el pie de foto), y aquello, pensó Chip amargamente, era la mierda de siempre, la chica objeto que vende revistas. Unos años atrás, las cartas de Enid nunca dejaban de contener un párrafo de desesperación por culpa de Denise y el inminente fracaso de su matrimonio, con frases como
es demasiado VIEJO para ella
subrayadas con doble trazo, y también un párrafo festoneado de
emocionadas
y
orgullosos
referidas al cargo de Chip en el D—— College, y aunque Chip conocía la gran habilidad de Enid para enfrentar a sus hijos entre ellos, y aunque le constara que todas sus alabanzas eran armas de doble filo, le producía un gran desánimo que una chica tan lista y tan íntegra como Denise se hubiera avenido a utilizar su cuerpo con propósitos mercantiles. Tiró el recorte a la basura. Desplegó la mitad del
Times
del domingo que se entrega los sábados y —sí, sí, lo sabía muy bien, se estaba contradiciendo— recorrió el suplemento en busca de anuncios de ropa interior o de baño, para descansar en ellos sus fatigados ojos. No encontró ninguno, y se puso a leer la «Revista de Libros», en cuya página 11 un libro de memorias llamado
Daddy's Girl (La preferida de papá),
de Vendía O'Fallon, recibía los calificativos de «asombroso» y «valiente» y «hondamente gratificante». El nombre no era nada frecuente, pero a Chip ni siquiera se la había pasado por la cabeza la posibilidad de que Vendía publicara un libro, de modo que se negó a creer que fuese ella la autora de
Daddy's Girl,
hasta que, al final de la reseña, tuvo que rendirse a la evidencia, porque allí decía: «O'Fallon, profesora del D—— College…»
Cerró la «Revista de Libros» y abrió una botella.
En teoría, Vendía y él estaban en cola para ser nombrados profesores titulares de Artefactos Textuales, pero la realidad era que el departamento ya tenía demasiados profesores. El hecho de que Vendía se desplazara todas las mañanas desde Nueva York (infringiendo así una norma no escrita del
college,
según la cual todos los profesores debían vivir en el campus), de que se saltara las reuniones más importantes y de que impartiera clase sobre toda víscera posible, todo ello venía constituyendo, desde hacía tiempo, una continuada fuente de placer para Chip. Seguía muy por delante de ella en publicaciones académicas, en las evaluaciones de los estudiantes y en el apoyo de Jim Levitón; pero resultó que no le hicieron ningún efecto los dos vasos de vino.
Se estaba sirviendo el cuarto cuando sonó el teléfono. Era Jackie, la mujer de Jim Levitón.
—Sólo te llamo para que sepas que Jim va a recuperarse —dijo.
—¿Ha pasado algo? —preguntó Chip.
—Bueno, está descansando. Estamos en el hospital de St. Mary.
—¿Qué ha ocurrido?
—Mira, Chip: le he preguntado si cree que va a poder jugar al tenis y ¿sabes qué? ¡Me ha dicho que sí! Le he dicho que te iba a llamar y él ha dicho que sí, que estaba bien para jugar al tenis. Su capacidad de movimiento parece completamente normal. Completamente normal. Y está lúcido, eso es lo importante. Ésa es la buena noticia, Chip. Le brillan los ojos. Es el mismo de siempre.
—Jackie, ¿ha tenido un ataque?
—Va a necesitar rehabilitación —dijo Jackie—. Ni que decir tiene que ésta va a ser su fecha de retiro efectivo, Chip, y conste que, en lo que a mí respecta, es una verdadera bendición. Ahora podemos hacer algunos cambios, y dentro de tres años… Bueno, la rehabilitación no va a durar tanto. De modo que, sopesándolo todo, el resultado es que vamos a ir por delante en este juego. Le brillan los ojos, Chip. Es el mismo de siempre.
Chip apoyó la frente en la ventana de la cocina y situó la cabeza de modo que le resultara posible abrir un ojo directamente en contacto con el frío y húmedo cristal. Sabía lo que iba a hacer.
—¡El mismo Jim de siempre! —dijo Jackie.
El jueves siguiente Chip invitó a Melissa a cenar e hizo el amor con ella en su tumbona roja. El capricho de comprarse esa tumbona le vino en los días en que pagar ochocientos dólares por un súbito amor a las antigüedades resultaba algo menos suicida desde el punto de vista financiero. La tumbona tenía el respaldo inclinado en ángulo erótico, con los almohadillados apoyabrazos echados hacia atrás; el relleno de su torso y de su abdomen henchía el cuero, tensando el capitoné como si fuera a hacer saltar los botones que lo retenían. Interrumpiendo su abrazo inicial con Melissa, Chip se excusó por un segundo para apagar las luces de la cocina y pasar por el cuarto de baño. Cuando regresó al salón, la encontró repantigada en la tumbona, luciendo sólo el pantalón de su traje sport de cuadros escoceses. Con aquella luz, cualquiera podría haberla tomado por un hombre lampiño y de mucha teta. Chip, más favorable a lo homosexual en la teoría que en la práctica, odiaba aquel traje y habría preferido que Melissa no lo llevara puesto. Aun después de haberse quitado los pantalones persistía en su cuerpo un residuo de confusión sexual, por no mencionar ese castigo de las fibras sintéticas, el fétido olor corporal. Pero de sus braguitas, que, para gran alivio de Chip, eran delicadas y ligeras —sin la más leve ambigüedad sexual—, saltó una especie de conejillo cálido y lleno de afecto, un húmedo animal con autonomía de movimientos. Era más de lo que Chip podía soportar, o casi. No había dormido ni dos horas durante las dos noches anteriores y tenía la cabeza repleta de alcohol y las tripas llenas de gases (no lograba recordar por qué había hecho cassoulet para cenar; quizá porque sí, sencillamente), y le preocupaba no haber cerrado con llave la puerta principal, o que hubiera algún resquicio en las persianas, porque podía pasar por allí un vecino y probar a ver si abría y meterse en el porche y mirar por la ventana de la cocina y verlo en plena infracción de los apartados I, II y VI de las normas a cuya redacción él mismo había aportado su granito de arena. En conjunto, para él fue una noche de desasosiego y de concentración obtenida con esfuerzo, una noche marcada por intermitencias de placer acelerado; menos mal que Melissa, al menos, daba la impresión de encontrarlo todo muy excitante y muy romántico. Pasaban las horas y no se le borraba de la cara aquella sonrisa en forma de U.
Fue propuesta de Chip, tras un encuentro amoroso en Tilton Ledge especialmente estresante, que Melissa y él abandonaran el campus durante el fin de semana de Acción de Gracias y buscaran en Cape Code una casita donde no sentirse observados ni juzgados; y fue propuesta de Melissa, mientras, amparándose en las sombras de la noche, salían por la puerta este de D——, apenas utilizada, que hicieran alto en Middletown para comprarle droga a un amigo suyo de tiempos del instituto, que estaba en la Wesleyan University. Chip se quedó esperando en el coche, delante del Recinto Ecológico de la Wesleyan, impresionantemente blindado contra las inclemencias del tiempo, tamborileando en el volante de su Nissan con tanta fuerza que se le hinchaban los dedos, porque era imprescindible no pensar en lo que estaba haciendo. Había dejado atrás una cordillera de ejercicios y exámenes sin corregir y aún no había encontrado tiempo para visitar a Jim Levitón en la unidad de rehabilitación. Que Jim hubiera perdido la capacidad del habla y que ahora forzase penosamente la mandíbula y los labios para formar palabras, que se hubiera convertido —según contaban los colegas que lo habían visitado— en una persona colérica, hacía que a Chip le apeteciera aún menos visitarlo. Ahora estaba en racha de evitar cualquier cosa que pudiera conducirlo a experimentar un sentimiento. Estuvo dando golpéenos en el volante hasta que se le quedaron tiesos los dedos y empezaron a arderle, y Melissa salió del Recinto Ecológico. Trajo al automóvil un olor a leña y a lechos de pétalos secos, a lo que huele una aventura amorosa de finales de otoño. Le puso en la palma de la mano a Chip una tableta dorada con lo que parecía ser el logotipo de la vieja Midland Pacific Railroad, pero sin el texto.