Las cruzadas vistas por los árabes (12 page)

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Authors: Amin Maalouf

Tags: #Ensayo, Historia

BOOK: Las cruzadas vistas por los árabes
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Ambos aliados se encuentran con el enemigo a orillas del río Balij, un afluente del Éufrates, en mayo de 1104. Los musulmanes fingen huir, dejando que los frany los persigan durante más de una hora. A continuación, a una señal de sus emires, dan media vuelta, rodean a sus perseguidores y acaban con ellos.

Bohemundo y Tancredo se habían separado del grueso de las tropas y se habían ocultado tras una colina para tomar a los musulmanes del revés. Pero cuando vieron que los suyos estaban vencidos, decidieron no moverse. Esperaron, pues, la noche y huyeron, perseguidos por los musulmanes, que mataron y capturaron a buen número de sus compañeros. Ellos escaparon pero sólo con seis jinetes.

Entre los jefes francos que participan en la batalla de Harrán está Balduino II, un primo del rey de Jerusalén que le ha sucedido al frente del condado de Edesa. Él también ha intentado huir pero, al cruzar el Balij vadeándolo, el caballo se le ha hundido en el cieno. Los soldados de Sokman lo hacen prisionero y lo conducen a la tienda de su señor, lo que provoca, según el relato de Ibn al-Atir, la envidia de sus aliados.

Los hombres de Yekermish le dijeron: «¿Qué van a pensar de nosotros si los demás se apoderan de todo el botín y nosotros nos quedamos con las manos vacías?» Y lo convencieron de que fuera a buscar al conde a la tienda de Sokman. Cuando éste volvió, se quedó muy afectado. Sus compañeros ya estaban a caballo, listos para la batalla, pero los contuvo diciendo: «La alegría que causa nuestra victoria entre los musulmanes no ha de echarse a perder por culpa de nuestra disputa. No quiero desahogar mi ira dando satisfacción al enemigo a expensas de los musulmanes.» Reunió entonces todas las armas y los pendones que les habían cogido a los frany, vistió a sus hombres con la ropa de éstos, los mandó montar en sus cabalgaduras y, a continuación, se dirigió hacia las fortalezas que estaban en manos de los frany. En cada ocasión, éstos, creyendo ver regresar a sus compañeros victoriosos, salían a su encuentro. Sokman los mataba y tomaba la fortaleza. Repitió esta estratagema en varios lugares.

La victoria de Harrán tuvo gran resonancia como atestigua el tono desusadamente entusiasta de Ibn al-Qalanisi:

Fue para los musulmanes un triunfo sin par. La moral de los frany quedó afectada, su número disminuyó y su capacidad ofensiva mermó, así como su armamento. La moral de los musulmanes se consolidó y su ardor para defender la religión se reforzó. La gente se felicitó por esta victoria y adquirió la certeza de que el éxito había abandonado a los frany.

A un frany, y no de los menos importantes, le va a desmoralizar la derrota: se trata de Bohemundo. Embarca unos meses después y nunca más se lo volverá a ver por tierras árabes.

Así pues, la batalla de Harrán ha apartado del escenario de los hechos, y esta vez definitivamente, al principal artífice de la invasión. Sobre todo, y esto es lo más importante, ha atajado para siempre el empuje de los frany hacia el este. Pero, al igual que los egipcios en 1102, los vencedores se muestran incapaces de recoger los frutos de su éxito. En vez de dirigirse juntos hacia Edesa, a dos días de marcha del campo de batalla, se separan tras su disputa. Y si la artimaña de Sokman le permite apoderarse de algunas fortalezas de menor importancia, Yekermish no tarda en dejar que lo sorprenda Tancredo, que consigue capturar a varias personas de su séquito, entre ellas a una joven princesa de rara hermosura, tan importante para el señor de Mosul que manda decir a Bohemundo y a Tancredo que está dispuesto a cambiarla por Balduino II de Edesa o a pagar por ella un rescate de quince mil dinares de oro. Tío y sobrino lo discuten y, a continuación, informan a Yekermish de que, pensándolo bien, prefieren tomar el dinero y dejar a su compañero en cautividad —cautividad que va a durar más de tres años. Se ignora qué pensó el emir tras esta respuesta tan poco caballerosa de los jefes francos. Por lo que a él se refiere, les pagará la suma convenida, recuperará a su princesa y se quedará con Balduino.

Pero la cosa no acaba ahí. Va a dar lugar a uno de los episodios más curiosos de las guerras francas.

La escena se desarrolla cuatro años después, a principios del mes de octubre de 1108, en un campo de ciruelos donde las últimas frutas oscuras están acabando de madurar. Alrededor hay colinas poco arboladas, que se van encadenando hasta el infinito. En una de ellas, se yerguen majestuosas las murallas de Tell Basher, junto a las cuales los dos ejércitos, frente a frente, ofrecen un espectáculo poco usual.

Por una parte, Tancredo de Antioquía, rodeado de mil quinientos caballeros y soldados de infantería francos que llevan unos yelmos que les cubren cabeza y nariz, y agarran con fuerza espadas, mazas o hachas afiladas. Junto a ellos están seiscientos jinetes turcos de largas trenzas, enviados por Ridwan de Alepo.

Por otra, el emir de Mosul, Yawali, con la cota de malla cubierta por una larga túnica de mangas bordadas, al frente de un ejército de dos mil hombres distribuidos en tres batallones: a la izquierda, árabes, a la derecha, turcos y, en el centro, caballeros francos entre los cuales se encuentran Balduino de Edesa y su primo Jocelin, señor de Tell Basher.

¿Podían imaginar quienes habían tomado parte en la gigantesca batalla de Antioquía que, diez años después, un gobernador de Mosul, sucesor del atabeg Karbuka, sellaría una alianza con un conde franco de Edesa y que ambos combatirían juntos, codo con codo, contra una coalición formada por un príncipe franco de Antioquía y el rey selyúcida de Alepo? ¡Decididamente, los frany no habían tardado mucho en convertirse en jugadores de pleno derecho en el pimpampum de los reyezuelos musulmanes! Los cronistas no parecen nada escandalizados. Quizá podría descubrirse en la obra de Ibn al-Atir un esbozo de sonrisa burlona, pero evocará las rencillas de los frany y sus alianzas sin cambiar de tono, exactamente igual que habla, a todo lo largo de su Historia perfecta, de los innumerables conflictos entre los príncipes musulmanes. Mientras Balduino estaba prisionero en Mosul —explica el historiador árabe—. Tancredo se había apoderado de Edesa, lo que permite suponer que no le corría prisa alguna ver a su compañero recobrar la libertad. Incluso había intrigado para que Yekermish lo retuviera junto a sí el mayor tiempo posible.

Pero, como en 1107 han derrocado a este emir, el conde ha pasado a manos del nuevo señor de Mosul, Yawali, un aventurero turco de notable inteligencia, que se ha dado cuenta en el acto del partido que podría sacarle a la disputa de los dos jefes francos. Por lo tanto, ha liberado a Balduino, le ha regalado vestiduras de gala y ha firmado con él una alianza. «Vuestro feudo de Edesa está amenazado —le ha dicho en esencia— y mi posición en Mosul no es demasiado firme. Ayudémonos mutuamente.»

En cuanto lo liberaron —contará Ibn al-Atir—, el conde Balduino, al-Comes Bardawil, fue a ver a «Tancry» a Antioquía y le pidió que le devolviera Edesa. Tancredo le ofreció treinta mil dinares, caballos, armas, vestiduras y otras muchas cosas, pero se negó a devolverle la ciudad. Y cuando Balduino, furioso, abandonó Antioquía, Tancredo intentó seguirlo para impedir que se reuniera con su aliado Yawali; hubo algunas escaramuzas entre ellos, pero después de cada combate, ¡se reunían para comer juntos y charlar!

Estos frany están locos, parece querer decir el historiador de Mosul. Y continúa:

Como no lograban solucionar este problema, intentaron que mediara el patriarca, que es para ellos una especie de imán. Éste nombró una comisión de obispos y de sacerdotes que testificaron que Bohemundo, el tío de Tancredo, antes de regresar a su país le había recomendado que devolviera Edesa a Balduino si éste regresaba del cautiverio. El señor de Antioquía aceptó el arbitraje y el conde volvió a entrar en posesión de sus dominios.

Pensando que su victoria se había debido no tanto a la buena voluntad de Tancredo cuanto a su miedo a una intervención de Yawali, Balduino ha liberado sin tardanza a todos los prisioneros musulmanes de su territorio e incluso ha llegado a ejecutar a uno de sus funcionarios cristianos que habían injuriado públicamente al Islam.

No era Tancredo el único dirigente a quien exasperaba la curiosa alianza entre el conde y el emir. El rey Ridwan escribió al señor de Antioquía para ponerlo en guardia contra las ambiciones y la perfidia de Yawali. Le dijo que ese emir quería apoderarse de Alepo y que, si lo lograba, los frany ya no podrían permanecer en Siria. El interés del rey selyúcida por la seguridad de los frany resulta bastante curioso, pero los príncipes se entienden entre sí con medias palabras, por encima de las barreras religiosas o culturales. Por tanto, se había formado una nueva coalición islámico-franca para hacer frente a la primera. De ahí que, en aquel mes de octubre de 1108, se hayan constituido estos dos ejércitos que están frente a frente junto a las murallas de Tell Basher.

Los hombres de Antioquía y de Alepo aventajan en seguida a los otros.
Yawali huyó y gran número de musulmanes buscaron refugio en Tell Basher donde Balduino y suprimo Jocelin los trataron con benevolencia; atendieron a los heridos, les dieron ropa y los devolvieron a su región
. El homenaje que rinde el historiador árabe al espíritu caballeroso de Balduino contrasta con la opinión que tienen del conde los habitantes cristianos de Edesa. Al enterarse de que a éste lo había vencido y creyéndolo, sin duda, muerto, los armenios de la ciudad piensan que ha llegado el momento de liberarse de la dominación franca. Hasta tal punto que, a su regreso, Balduino halla su capital administrada por una especie de comuna. Preocupado por las veleidades independentistas de sus súbditos, manda detener a los principales notables, entre los que hay varios sacerdotes, y ordena que les saquen los ojos.

Bien le hubiera gustado a su aliado Yawali hacer otro tanto con los notables de Mosul que también han aprovechado su ausencia para sublevarse. Sin embargo, se ve obligado a renunciar a ello pues la derrota ha acabado de desacreditarlo. Su suerte no tiene nada de envidiable: ha perdido su feudo, su ejército, su tesoro y el sultán Muhammad ha puesto precio a su cabeza. Pero Yawali no se da por vencido. Se disfraza de mercader, llega al palacio de Ispahán y se inclina humildemente ante el trono del sultán, con la mortaja en la mano. Conmovido, Muhammad consiente en perdonarlo. Algún tiempo después, le nombra gobernador de una provincia de Persia.

En cuanto a Tancredo, la victoria de 1108 lo ha llevado al apogeo de su gloria. El principado de Antioquía se ha convertido en una potencia regional temida por todos sus vecinos, ya sean turcos, árabes, armenios o francos. El rey Ridwan ya no es sino un aterrado vasallo. ¡El sobrino de Bohemundo exige que lo llamen «gran emir»!

Sólo unas cuantas semanas después de la batalla de Tell Basher, que consagra la presencia de los frany en el norte de Siria, le llega al reino de Damasco el turno de firmar un armisticio con Jerusalén: las rentas de las tierras agrícolas situadas entre ambas capitales quedarán divididas en tres,
un tercio para los turcos, un tercio para los frany, un tercio para los campesinos
—anota Ibn al-Qalanisi—.
Se redactó un protocolo sobre esta base
. Meses después, la metrópoli siria reconoce mediante un nuevo tratado la pérdida de una zona aún más importante: hay que compartir la rica llanura de la Bekaa, situada al este del monte Líbano, con el reino de Jerusalén. De hecho, los damascenos quedan reducidos a la impotencia. Las cosechas están a merced de los frany y el comercio pasa por el puerto de Acre donde los mercaderes genoveses dictan ya la ley. Tanto en el sur de Siria como en el norte, la ocupación franca es una realidad cotidiana.

Pero los frany no se detienen ahí. En 1108 están en vísperas del más vasto movimiento de expansión territorial que han emprendido desde la caída de Jerusalén. Todas las grandes ciudades de la costa se ven amenazadas y los potentados locales ya no tienen ni fuerza ni ganas de defenderse.

La primera presa en que tienen puesta la mira es Trípoli. Ya en 1103, Saint-Gilles se ha instalado en las cercanías de la ciudad y ha mandado construir una fortaleza a la que los habitantes de la ciudad han dado en el acto su nombre. «Qalaat Saint-Gilles» se ha conservado bien y aún puede verse, en el siglo XX, en el centro de la moderna ciudad de Trípoli. Sin embargo, cuando llegan los frany, la ciudad se limita al barrio del puerto, al-Mina, en el extremo de una península cuyo acceso controla dicha fortaleza. Ninguna caravana puede entrar o salir de Trípoli sin que la intercepten los hombres de Saint-Gilles.

El cadí Fajr el-Mulk quiere a toda costa destruir la ciudadela que amenaza con estrangular su capital. Todas las noches, sus soldados prueban audaces golpes de mano para apuñalar a un guardia o dañar algún muro en construcción, pero es en septiembre de 1104 cuando se lleva a cabo la operación más espectacular. Durante una salida, en la que participa toda la guarnición de Trípoli en masa a las órdenes del cadí, perecen varios guerreros francos y se incendia un ala de la fortaleza. El propio Saint-Gilles se ve sorprendido sobre uno de los tejados en llamas. Sufre graves quemaduras y muere cinco meses después entre atroces sufrimientos. Durante la agonía, solicita ver a algunos emisarios de Fajr el-Mulk y les propone un trato: los tripolitanos están dispuestos a no volver a atacar la ciudadela si, a cambio, el jefe franco se compromete a dejar de estorbar la circulación de viajeros y mercancías. El cadí acepta.

¡Curioso acuerdo! ¿Acaso no es impedir la circulación de hombres y víveres lo que se pretende con el asedio? Y, sin embargo, da la impresión de que entre sitiadores y sitiados se han establecido relaciones casi normales. En consecuencia, el puerto de Trípoli vive un nuevo período de actividad, las caravanas van y viene tras pagar una tasa a los frany. ¡Y los notables tripolitanos cruzan las líneas enemigas provistos de salvoconductos! En realidad, ambos bandos están a la expectativa. Los frany tienen esperanzas de que llegue una flota cristiana, de Génova o de Constantinopla, que les permita asaltar la ciudad sitiada. Los tripolitanos, que no ignoran este hecho, esperan también que acuda en su auxilio un ejército musulmán. La ayuda más eficaz debería venir de Egipto. El califato fatimita es una gran potencia marítima, cuya intervención bastaría para desanimar a los frany. Pero entre el señor de Trípoli y el de El Cairo las relaciones son, una vez más, desastrosas. El padre de al-Afdal ha sido esclavo de la familia del cadí y todo hace suponer que ha mantenido unas pésimas relaciones con sus amos. El visir no ha ocultado jamás su rencor ni su deseo de humillar a Fajr quien, por su parte, preferiría entregar su ciudad a Saint-Gilles antes que poner su suerte en manos de al-Afdal. En Siria el cadí tampoco puede contar con ningún aliado. Tiene que buscar auxilio en otros lugares.

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