Las cruzadas vistas por los árabes (20 page)

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Authors: Amin Maalouf

Tags: #Ensayo, Historia

BOOK: Las cruzadas vistas por los árabes
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Sin embargo, rum y frany se reconcilian antes de lo previsto. Para calmar al
basileus
, los occidentales le prometen devolverle Antioquía al comprometerse Juan Comneno a entregarles, a cambio, varias ciudades musulmanas de Siria. Ello desencadena, en marzo de 1138, una nueva guerra de conquista. Los lugartenientes del emperador son dos jefes francos: el nuevo conde de Edesa, Jocelin II, y un caballero llamado Raimundo que acaba de hacerse cargo del principado de Antioquía al casarse con Constanza, una niña de ocho años, la hija de Bohemundo II y de Alicia.

En abril, los aliados inician el sitio de Shayzar, poniendo en batería dieciocho catapultas y almajaneques. El viejo emir Sultán Ibn Munqidh, gobernador de la ciudad antes del comienzo de la invasión franca, no parece en absoluto en condiciones de enfrentarse a las fuerzas combinadas de los rum y de los frany. Según Ibn al-Atir, parece ser que los aliados han elegido como blanco Shayzar
porque esperaban que Zangi no se preocupara por defender con ardor una ciudad que no le pertenecía
. No le conocían bien. El turco organiza y dirige personalmente la resistencia; la batalla de Shayzar va a brindarle la ocasión de desplegar mejor que nunca sus admirables cualidades de hombre de Estado.

En unas cuantas semanas hace que el revuelo cunda por todo Oriente. Tras haber enviado a Anatolia a unos mensajeros que consiguen convencer a los sucesores de Danishmend de que ataquen el territorio bizantino, manda a Bagdad a agitadores que organizan un motín semejante al que había provocado Ibn al-Jashab en 1111, obligando así al sultán Masud a enviar tropas a Shayzar.

Escribe a todos los emires de Siria y de la Yazira, ordenándoles con amenazas que recurran a todas sus fuerzas para rechazar la nueva invasión. El ejército del propio atabeg, aunque mucho menos numeroso que el del adversario, renunciando a un ataque frontal, emprende una táctica de hostigamiento mientras que Zangi mantiene una intensa correspondencia con el
basileus
y los jefes francos. «Informa» al emperador —lo cual es exacto— de que sus aliados lo temen y esperan con impaciencia su salida de Siria. A los frany les envía mensajes, sobre todo a Jocelin de Edesa y a Raimundo de Antioquía:
¿No os dais cuenta
—les dice—
de que si los rum ocuparan una sola plaza fuerte de Siria no tardarían en apoderarse de todas vuestras ciudades?
Sitúa a numerosos agentes, en su mayoría cristianos de Siria, entre la tropa bizantina y franca con la misión de propalar rumores pesimistas relativos a la llegada de gigantescos ejércitos de ayuda procedentes de Persia, de Irak y de Anatolia.

Esta propaganda da sus frutos sobre todo entre los frany. Mientras que el
basileus
, tocado con su casco de oro, dirige personalmente el tiro de las catapultas, los señores de Edesa y de Antioquía, sentados en una tienda, se entregan a interminables partidas de dados. Este juego, conocido ya en el Egipto faraónico, en el siglo XII está tan extendido en Oriente como en Occidente. Los árabes lo llaman «azzahr», una palabra que los frany adoptarán para designar no el juego en sí sino la suerte, el «azar».

Estas partidas de dados de los príncipes francos exasperan al
basileus
Juan Comneno que, desalentado por la mala voluntad de sus aliados y alarmado por los persistentes rumores acerca de la llegada de un poderoso ejército musulmán —en realidad, no salió nunca de Bagdad— levanta el sitio de Shayzar y, el 21 de marzo de 1138, emprende el regreso hacia Antioquía donde entra a caballo seguido, a pie, por Raimundo y Jocelin a los que trata como a sus escuderos.

Para Zangi esto es una inmensa victoria. En el mundo árabe, en el que la alianza de los rum y de los frany había causado inmenso terror, el atabeg aparece, en lo sucesivo, como un salvador. Y, desde luego, está decidido a utilizar su prestigio para zanjar sin dilación unos cuantos problemas que le interesan mucho y, en primer lugar, el de Homs. A finales de mayo, cuando la batalla de Shayzar acaba de concluir, Zangi llega a un curioso acuerdo con Damasco: se casará con la princesa Zomorrod y conseguirá Homs como dote. La madre asesina llega con su comitiva tres meses después ante los muros de Homs para unirse solemnemente a su nuevo marido. Asisten a la ceremonia representantes del sultán, del califa de Bagdad y del de El Cairo e, incluso, embajadores del emperador de los rum que, escarmentado por sus sinsabores, ha decidido mantener en lo sucesivo relaciones muy amistosas con Zangi.

Señor de Mosul, de Alepo y del conjunto de la Siria central, el atabeg se fija el objetivo de apoderarse de Damasco con ayuda de su nueva esposa. Espera que ésta logre convencer a su hijo, Mahmud, de que le entregue su capital sin mediar combate. La princesa duda, discute. Al no poder contar con ella, Zangi acaba por prescindir de ella. Pero, en julio de 1139, cuando se encuentra en Harrán, recibe un mensaje urgente de Zomorrod que le comunica que Mahmud acaba de morir asesinado, apuñalado en la cama por tres de sus esclavos. La princesa suplica a su marido que se dirija sin tardanza hacia Damasco para apoderarse de la ciudad y castigar a los asesinos de su hijo. El atabeg se pone inmediatamente en camino. Las lágrimas de su esposa lo dejan totalmente indiferente, pero piensa que la desaparición de Mahmud podría aprovecharse para que se realice, por fin, bajo su égida, la unidad de Siria.

Pero no contaba con el sempiterno Uñar que había regresado a Damasco tras la cesión de Homs y que, a la muerte de Mahmud, se ha hecho cargo directamente de los asuntos de la ciudad. Como espera una ofensiva de Zangi, Muin al-Din ha elaborado sin tardanza un plan secreto para oponerse a ésta. Aun cuando, por el momento, evita recurrir a dicho plan y se encarga de organizar la defensa.

Además, Zangi no se dirige directamente a la codiciada ciudad. Empieza por atacar la antigua ciudad romana de Baalbek, la única población de cierta importancia que está aún en manos de los damascenos. Tiene la intención, a un tiempo, de cercar la metrópoli siria y de desmoralizar a sus defensores. En el mes de agosto, instala catorce almajaneques en torno de Baalbek y la bombardea intensamente con la esperanza de apoderarse de ella en unos cuantos días para iniciar el sitio de Damasco antes de que finalice el verano. Baalbek capitula sin dificultad, pero su alcazaba, edificada con las piedras de un antiguo templo del dios fenicio Baal, resiste dos largos meses. Zangi está tan irritado que, cuando acaba por rendirse la guarnición, a finales de octubre, tras haber conseguido la promesa de salvar la vida, ordena que crucifiquen a treinta y siete combatientes y que desuellen vivo al comandante de la plaza. Este acto de salvajismo, destinado a convencer a los damascenos de que cualquier resistencia rayaría en el suicidio, produce el efecto contrario. Sólidamente unida en torno a Uñar, la población de la metrópoli siria está más decidida que nunca a combatir hasta el final. De todos modos, se avecina el invierno y Zangi no puede pensar en un asalto antes de la primavera. Uñar va a utilizar esos escasos meses de tregua para ultimar su plan secreto.

En abril de 1140, cuando el atabeg intensifica la presión y se prepara para un ataque general, es precisamente el momento que Uñar elige para llevar a la práctica su plan: pedir al ejército de los frany, al mando del rey Foulques, que acuda con todos sus efectivos en auxilio de Damasco. No se trata de una simple operación aislada, sino de la aplicación de un tratado de alianza conforme a las reglas, que seguirá vigente tras la muerte de Zangi.

Ya en 1138, Uñar había enviado a Jerusalén a su amigo el cronista Usama Ibn Munqidh para estudiar la posibilidad de una colaboración franco-damascena contra el señor de Alepo. Usama había recibido buena acogida y conseguido un acuerdo de principio. Se había incrementado el número de embajadores y el cronista había vuelto a la Ciudad Santa a comienzos de 1140 con proposiciones concretas: el ejército franco obligaría a Zangi a alejarse de Damasco; las fuerzas de ambos Estados se unirían en caso de nuevo peligro: Muin al-Din pagaría veinte mil dinares para cubrir los gastos de las operaciones militares; se llevaría a cabo, en fin, una expedición común bajo la responsabilidad de Uñar para ocupar la fortaleza de Baniyas, que llevaba poco tiempo en manos de un vasallo de Zangi, y devolvérsela al rey de Jerusalén. Para probar su buena fe, los damascenos entregarían a los frany unos rehenes elegidos de entre las familias de los principales dignatarios de la ciudad.

De hecho, se trataba de vivir bajo un protectorado franco, a pesar de lo cual la población de la metrópoli siria se resigna a ello. Aterrada por los métodos brutales del atabeg, aprueba unánimemente el tratado que ha negociado Uñar, cuya política, sea cual fuere, resulta innegablemente eficaz. Temiendo que lo cojan en una tenaza, Zangi se retira a Baalbek y se la entrega como feudo a un hombre seguro, Ayyub, antes de alejarse, junto con su ejército, hacia el norte, prometiendo al padre de Saladino regresar pronto a vengar su revés. Tras la marcha del atabeg, Uñar ocupa Baniyas y se la entrega a los frany, de conformidad con el tratado de alianza; luego realiza una visita oficial al reino de Jerusalén.

Lo acompaña Usama, que, en cierto modo, se ha convertido en el gran especialista en cuestiones francas de Damasco. Afortunadamente para nosotros, el emir cronista no se limita a las negociaciones diplomáticas. Es, ante todo, un espíritu curioso y un observador perspicaz que nos va a dejar un testimonio inolvidable de las costumbres y la vida cotidiana en tiempos de los frany.

Cuando visitaba Jerusalén, solía ir a la mezquita al-Aqsa donde estaban mis amigos Templarios. En uno de los laterales, había in pequeño oratorio donde los frany habían instalado una iglesia. Los Templarios ponían este lugar a mi disposición para que orara en él. Un día entré, dije: «¡Allahú Akbar!» e iba a empezar a oración cuando un hombre, un frany, se abalanzó sobre mí, me agarró y me hizo girar el rostro hacia Oriente diciéndome: «Así es como se reza». En el acto, acudieron unos Templarios y o alejaron de mí. Volví a mis rezos, pero el hombre, aprovechando un momento de descuido, volvió a arrojarse sobre mí y me hizo girar el rostro hacia Oriente repitiendo: «¡Así es como se reza!» Los templarios volvieron a intervenir, lo alejaron y se disculparon conmigo, diciéndome: «Es un forastero. Acaba de llegar del país de los frany y no ha visto nunca a nadie rezar sin volverse hacia Oriente.» Contesté que ya había rezado bastante. Salí, estupefacto por el comportamiento de aquel demonio que se había enfadado tanto al verme rezar vuelto hacia La Meca.

Si el emir Usama no vacila en llamar a los Templarios «mis amigos», es porque piensa que sus costumbres bárbaras se han pulido en el contacto con Oriente.
Entre los frany
—explica—,
hay algunos que han venido a afincarse entre nosotros y que han cultivado el trato con los musulmanes. Son, con mucho, superiores a los que se les han unido recientemente en los territorios que ocupan
. Para él, el incidente de la mezquita al-Aqsa es «un ejemplo de la grosería de los frany». Cita otros, recogidos a lo largo de sus frecuentes visitas al reino de Jerusalén.

Me hallaba en Tiberíades un día en que los frany celebraban una de sus fiestas. Los caballeros habían salido de la ciudad para practicar un juego de lanzas. Habían obligado a dos ancianas decrépitas a que los acompañaran y las habían colocado en un extremo del hipódromo mientras que, en el otro lado, había un cerdo colgado de una roca. Los caballeros habían organizado entonces una carrera entre ambas viejas. Cada una iba avanzando, escoltada por un grupo de caballeros que no las dejaban pasar. A cada paso que daban, se caían y volvían a levantarse, entre grandes carcajadas de los espectadores. Por fin, una de las viejas, la que había llegado la primera, se quedó con el cerdo como premio a su victoria.

A un emir tan culto y refinado como Usama no pueden gustarle esas bromas, pero su mohín condescendiente se convierte en mueca de asco cuando observa lo que es la justicia de los frany.

En Maplusa —cuenta— tuve ocasión de asistir a un curioso espectáculo. Dos hombres habían de enfrentarse en un combate singular. El motivo era el siguiente: unos bandoleros musulmanes habían invadido una aldea vecina y se sospechaba que un labrador les había servido de guía. Éste había huido, pero había tenido que volver en seguida pues el rey Foulques había encarcelado a sus hijos. «Trátame con equidad —le había pedido el labrador—, y permite que mida mis fuerzas con el que me ha acusado.» El rey le había dicho entonces al señor que había recibido la aldea en feudo: «Manda venir al adversario.» El señor había elegido a un herrero que trabajaba en la aldea, diciéndole: «Tú irás a batirte en duelo.» Lo que menos quería el dueño del feudo era que uno de sus campesinos muriera, por temor a que se resintieran sus cultivos. Vi, pues, a aquel herrero. Era un joven fuerte pero que, andando o sentado, siempre tenía que pedir algo de beber. En cuanto al acusado, era un anciano valeroso que chasqueaba los dedos en señal de desafío. El vizconde, gobernador de Nablus, se acercó, les dio a cada uno una lanza y un escudo y mandó que los espectadores hicieran corro a su alrededor.

Empezó la lucha —prosigue Usama—. El anciano empujaba al herrero hacia atrás, lo hacía retroceder hacia la muchedumbre y luego regresaba hacia el centro del corro. Se cruzaron unos golpes tan violentos que los rivales parecían no formar más que una única columna de sangre. El combate se alargó, a pesar de las exhortaciones del vizconde que quería acelerar el desenlace. «¡Más deprisa!», les gritaba. Por fin, el anciano quedó agotado y el herrero, aprovechando su experiencia en el manejo del martillo, le asestó un golpe que lo derribó y le hizo soltar la lanza. Luego, se puso en cuclillas sobre él para meterle los dedos por los ojos pero sin conseguirlo debido a los raudales de sangre que corrían. El herrero se levantó entonces y remató a su adversario de una lanzada. Inmediatamente después, ataron una cuerda al cuello del cadáver y lo arrastraron con ella hacia la horca donde lo colgaron. ¡Ved, con este ejemplo, lo que es la justicia de los frany!

Nada más natural que esta indignación del emir pues, para los árabes del siglo XII, la justicia era algo serio. Los jueces, los cadíes, eran unos personajes sumamente respetados que, antes de dictar sentencia, tenían la obligación de atenerse a unos procedimientos muy concretos que fija el Corán: requisitoria, defensa, testimonios. El «juicio de Dios» al que los occidentales recurren con frecuencia, les parece una farsa macabra. El duelo que describe el cronista no es sino una de las formas de ordalía, la prueba del fuego es otra, y también está el suplicio del agua que descubre Usama con horror:

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