A pesar de este fracaso, Balduino II reúne a sus tropas para un nuevo ataque contra Damasco cuando, de repente, a comienzos de septiembre, cae sobre toda la región un auténtico diluvio. El terreno en que acampan los frany se ha convertido en un inmenso lago de lodo donde hombres y caballos quedan irremediablemente encenagados. Lleno de tristeza, el rey de Jerusalén ordena la retirada.
Buri, a quien a su llegada al trono consideraban como un emir frívolo y timorato, había conseguido salvar Damasco de los dos principales peligros que la amenazaban, los frany y los asesinos. Escarmentado por su derrota, Balduino II renuncia definitivamente a cualquier nueva empresa contra la codiciada ciudad.
Pero Buri no ha acallado a todos sus enemigos. Un día, llegan a Damasco dos individuos vestidos a la turca, con caftanes y bonetes puntiagudos. Según dicen, buscan un trabajo fijo y el hijo de Toghtekin los emplea en su guardia personal. Una mañana de mayo de 1131, cuando el emir regresa de su baño a palacio, ambos hombres se abalanzan sobre él y lo hieren en el vientre. Antes de morir ejecutados, confiesan que el señor de los asesinos los ha enviado desde la fortaleza de Alamut para vengar a sus hermanos que había exterminado el hijo de Toghtekin.
Llaman junto al lecho de la víctima a numerosos médicos y en particular —especifica Ibn al-Qalanisi—,
a cirujanos especializados en el tratamiento de las heridas
. Los cuidados médicos que se encuentran a la sazón en Damasco son de los mejores del mundo. Dukak ha fundado un hospital, un «maristán»; en 1154, se construirá otro. El viajero Ibn Yubayr, que los visitará unos años después, describirá su funcionamiento:
Cada hospital tiene unos administradores que llevan los registros en los que figuran los nombres de los enfermos, los gastos necesarios para su atención y alimentos y otros muchos datos. Los médicos acuden todas las mañanas, examinan a los enfermos y ordenan que preparen medicinas y alimentos que puedan curarlos, según lo que conviene a cada cual.
Tras la visita de dichos cirujanos, Buri, que se siente mejor, insiste en volver a montar a caballo y en recibir, como a diario, a sus amigos para charlar y beber. Pero tales excesos le resultarán fatales al enfermo, cuya herida no cicatriza. Expira en junio de 1132, tras trece meses de terribles sufrimientos. Una vez más, los asesinos se han vengado.
Buri ha sido el primer artífice de la victoriosa reacción del mundo árabe contra la ocupación franca, aunque su reinado, excesivamente breve, no haya podido dejar recuerdo perdurable. Es cierto que coincidía con la aparición de una personalidad de muy distinta envergadura: el atabeg Imad al-Din Zangi, nuevo señor de Alepo y de Mosul, un hombre al que Ibn al-Atir no dudará en considerar como
el regalo de la providencia divina a los musulmanes
.
A primera vista, este oficial de barba enmarañada y negrísima apenas si se diferencia de los numerosos jefes militares turcos que lo han precedido en esta interminable guerra contra los frany. Se emborracha con frecuencia y, al igual que ellos, está dispuesto a recurrir a todas las crueldades y todas las perfidias para conseguir sus fines. A menudo, Zangi también combate con mayor saña contra los musulmanes que contra los frany. Cuando, el 18 de junio de 1128, hace una entrada solemne en Alepo, lo que de él se sabe no es nada alentador. Su principal hazaña ha consistido en reprimir, el año anterior, una rebelión del califa de Bagdad contra sus protectores selyúcidas. El bondadoso al-Mustazhir había muerto en 1118 dejando el trono a su hijo al-Mustarshid-billah, un joven de veinticinco años, pelirrojo, con la cara salpicada de pecas y los ojos azules, que tenía la ambición de restablecer la gloriosa tradición de sus primeros antepasados abasidas. El momento parecía propicio pues el sultán Muhammad acababa de desaparecer y, según la costumbre, estaba comenzando una guerra de sucesión. El joven califa había aprovechado para coger de nuevo, personalmente, las riendas de sus tropas, cosa que no había sucedido desde hacía más de dos siglos. Era orador de talento y la población de su capital se había apiñado en torno a él.
Paradójicamente, cuando el príncipe de los creyentes está rompiendo con una larga tradición de holgazanería, el sultanato va a parar a manos de un joven de catorce años cuyas únicas preocupaciones son la caza y los placeres del harén. A Mahmud, hijo de Muhamad, lo trata al-Mustarshid con condescendencia y le aconseja que regrese a Persia. En realidad, se trata de una rebelión de los árabes contra los turcos, esos militares extranjeros que los dominan desde hace tanto tiempo. Incapaz de hacer frente a tal sublevación, el sultán ha recurrido a Zangi, a la sazón gobernador del rico puerto de Basora, al fondo del golfo. Su intervención es decisiva: las tropas del califa, derrotadas cerca de Bagdad, deponen las armas y el príncipe de los creyentes se encierra en su palacio a la espera de días mejores. Para recompensar a Zangi por su valiosa ayuda, el sultán le confía, unos meses después, el gobierno de Mosul y de Alepo.
Ciertamente hubieran podido imaginarse hazañas más gloriosas para este futuro héroe del Islam; pero a Zangi se le va a alabar algún día, no sin razón, como el primer gran combatiente del yihad contra los frany. Antes de él, los generales turcos llegaban a Siria acompañados de tropas impacientes por entregarse al saqueo y volver a marcharse con paga y botín. El efecto de su victoria quedaba anulado rápidamente por la derrota siguiente. Desmovilizaban a las tropas para volver a movilizarlas al año siguiente. Con Zangi cambian las costumbres; durante dieciocho meses, este infatigable guerrero va a recorrer Siria e Irak, durmiendo entre paja para protegerse del barro, luchando con unos, pactando con otros, intrigando contra todos. Nunca piensa en fijar su residencia y vivir apaciblemente en uno de los numerosos palacios de sus vastas posesiones.
Su círculo de allegados se compone no de cortesanas y aduladores, sino de consejeros políticos con experiencia a los que sabe escuchar. Dispone de una red de informadores que lo tiene continuamente al corriente de lo que se está tramando en Bagdad, Ispahán, Damasco, Antioquía, Jerusalén y, también, en sus territorios, Alepo y Mosul. A diferencia de los otros ejércitos que han tenido que combatir a los frany, el suyo no lo manda una multitud de emires autónomos dispuestos en todo momento a traicionar o a dividirse entre sí. Reina una estricta disciplina y, al menor desorden, el castigo es despiadado. Según Kamal al-Din,
los soldados del atabeg parecían caminar entre dos cuerdas para no pisar un sembrado. Una vez
—contará por su parte Ibn al-Atir—,
uno de los emires de Zangi que había recibido como feudo una ciudad pequeña, se había instalado en la morada de un rico comerciante judío. Éste solicitó ver al atabeg y le expuso su caso. Zangi se limitó a lanzarle una mirada al emir, que abandonó de inmediato la casa
. El señor de Alepo es, además, tan exigente consigo mismo como con los demás. Cuando llega a una ciudad, duerme fuera de los muros, en su tienda, despreciando cuantos palacios ponen a su disposición.
Zangi era, además —según el historiador de Mosul—, muy escrupuloso en lo tocante al honor de las mujeres, sobre todo de las esposas de los soldados. Decía que, si no estaban bien vigiladas, se corromperían en seguida dadas las prolongadas ausencias de sus maridos durante las campañas.
Rigor, perseverancia, sentido del Estado, otras tantas cualidades que poseía Zangi y de las que carecían, desgraciadamente, los dirigentes del mundo árabe. Y, lo que es más importante con vistas al futuro: Zangi era muy escrupuloso con la legitimidad. En cuanto llega a Alepo toma tres iniciativas, realiza tres gestos simbólicos. El primero se ha vuelto clásico: se casa con la hija del rey Ridwan, viuda de Ilghazi y de Balak; el segundo: manda trasladar los restos de su padre a la ciudad para dar testimonio del arraigo de su familia en este territorio; el tercero fue conseguir del sultán Mahmud un documento oficial que confiriese al atabeg una autoridad indiscutible sobre el conjunto de Siria y el norte de Irak. De este modo, Zangi manifiesta claramente que no es un simple aventurero de paso, sino, más bien, el fundador de un Estado llamado a durar tras su muerte. Este elemento de cohesión, que introduce él en el mundo árabe, no dará, sin embargo, frutos hasta pasados varios años. Durante mucho tiempo aún, las disputas intestinas paralizarán a los príncipes musulmanes e incluso al propio atabeg.
Sin embargo, parece el momento propicio para organizar una amplia contraofensiva, pues la gran solidaridad que, hasta el momento, ha constituido la fuerza de los occidentales parece seriamente comprometida.
Dicen que ha nacido la discordia entre los frany, cosa desacostumbrada en ellos
—Ibn al-Qalanisi no sale de su asombro—.
Hasta hay quien afirma que han luchado entre sí y que ha habido varios muertos
. Pero el pasmo del cronista no es nada comparado con el que siente Zangi el día que recibe un mensaje de Alicia, la hija de Balduino II, rey de Jerusalén, ¡proponiéndole una alianza contra su propio padre!
Este extraño asunto comienza en febrero de 1130, cuando el príncipe Bohemundo II de Antioquía, que ha ido a guerrear al norte, cae en una emboscada que le tiende Gazhi, el hijo del emir Danishmend que había capturado a Bohemundo I treinta años antes. Menos afortunado que su padre, Bohemundo II muere en el combate y su rubia cabeza, primorosamente embalsamada y metida en una caja de plata, se le envía de regalo al califa. Cuando llega a Antioquía la noticia de su muerte, su viuda, Alicia, organiza un auténtico golpe de Estado. Con el apoyo, según parece, de la población armenia, griega y siria de Antioquía, se hace con el control de la ciudad y se pone en contacto con Zangi. Curiosa actitud que anuncia el nacimiento de una nueva generación de frany, la segunda, que ya no tiene mucho en común con los pioneros de la invasión. De madre armenia, la joven princesa no ha conocido nunca Europa, se siente oriental y como tal actúa.
Informado de la rebelión de su hija, el rey de Jerusalén marcha inmediatamente hacia el norte a la cabeza de su ejército. Poco antes de llegar a Antioquía, encuentra por casualidad a un caballero de aspecto deslumbrante cuya cabalgadura, de un blanco inmaculado, lleva herraduras de plata y va bardado, desde las crines hasta el pecho, con una soberbia armadura cincelada. Es un regalo de Alicia a Zangi, acompañado de una carta en que la princesa pide al atabeg que acuda en su auxilio, prometiéndole reconocer su soberanía. Tras haber mandado ahorcar al mensajero, Balduino prosigue su camino hacia Antioquía, cuyas riendas vuelve a tomar rápidamente. Alicia capitula tras una resistencia simbólica en la Ciudadela. Su padre la exilia al puerto de Latakia.
Pero poco después, en agosto de 1131, muere el rey de Jerusalén. Una señal de que los tiempos cambian es que el cronista de Damasco le dedica un elogio fúnebre en debida forma. Los frany no son ya, como en los primeros tiempos de la invasión, una masa informe en la que apenas se distingue a unos cuantos jefes. La crónica de Ibn al-Qalanisi se interesa ahora por los detalles y esboza incluso un análisis.
Balduino —escribe— era un anciano al que el tiempo y los reveses habían ido puliendo. Varias veces cayó en manos de los musulmanes y se escapó gracias a excelentes artimañas. Con su desaparición, los frany perdieron a su político más avezado y a su administrador más competente. El poder real recayó tras él en el conde de Anjou, recientemente llegado de su país por vía marítima. Pero éste carecía de firmeza de juicio y de eficacia administrativa, de modo que la pérdida de Balduino sumió a los frany en el desconcierto y el desorden.
El tercer rey de Jerusalén, Foulques de Anjou, un quincuagenario pelirrojo y rechoncho que se ha casado con Melisenda, la hermana mayor de Alicia, es, efectivamente, un recién llegado. Balduino, como la gran mayoría de los príncipes francos, no ha tenido heredero varón. En razón de su higiene más que primitiva, así como de su falta de adaptación a las condiciones de la vida de Oriente, los occidentales padecen una muy elevada tasa de mortalidad infantil que afecta, en primer lugar y según una archiconocida ley natural, a los niños. Sólo con el tiempo aprenderán a mejorar su situación utilizando regularmente el baño y recurriendo con mayor frecuencia a los servicios de los médicos árabes.
Ibn al-Qalanisi no anda descaminado cuando menosprecia las dotes políticas del heredero que ha llegado del oeste, pues durante el reinado de éste la «discordia entre los frany» va a ser mayor. Nada más tomar el poder, tiene que hacer frente a una nueva insurrección, dirigida por Alicia, y que costará bastante reprimir. Más adelante es en la propia Palestina donde se está preparando la rebelión. Un rumor persistente acusa a su mujer, la reina Melisenda, de mantener una relación amorosa con un joven caballero, Hugo de Puiset. Este asunto opone a los partidarios del marido y a los del amante y produce una auténtica división de la nobleza franca que sólo se nutre de altercados, duelos y rumores de asesinato. Sintiéndose amenazado, Hugo va a buscar refugio a Ascalón, junto a los egipcios, que lo reciben muy cordialmente. Incluso le confían tropas fatimitas con cuya ayuda se apodera del puerto de Jaffa del cual lo expulsarán unas semanas después.
En diciembre de 1132, mientras Foulques reúne a sus tropas para volver a ocupar Jaffa, el nuevo señor de Damasco, el joven atabeg Ismael, hijo de Buri, va a tomar por sorpresa la fortaleza de Baniyas que, tres años antes, habían entregado los asesinos a los frany. Pero esta reconquista no es más que un hecho aislado, ya que los príncipes musulmanes, absortos en sus propias disputas, son incapaces de aprovechar las discusiones que agitan a los occidentales. Al propio Zangi casi no se le ve en Siria. Dejando el gobierno de Alepo a uno de sus lugartenientes, ha tenido que emprender de nuevo una lucha sin cuartel contra el califa. Sin embargo, en esta ocasión, es al-Mustarshid quien parece llevar ventaja.
El sultán Mahmud, aliado de Zangi, acaba de morir, a los veintiséis años y, una vez más, estalla una nueva guerra de sucesión en el seno del clan selyúcida. El príncipe de los creyentes la aprovecha para recuperarse. Prometiendo a cada pretendiente que la oración, en las mezquitas, se hará en su nombre, se convierte en el auténtico árbitro de la situación. Zangi se alarma, reúne a sus tropas y marcha hacia Bagdad con el propósito de infligir a al-Mustarshid una derrota tan vergonzosa como la de su primer enfrentamiento, cinco años antes. Pero el califa le sale al encuentro a la cabeza de varios miles de hombres, cerca de la ciudad de Tikrit, a orillas del Tigris, al norte de la capital abasida. Las tropas de Zangi quedan destrozadas y el propio atabeg está a punto de caer en manos de sus enemigos cuando, en el momento crítico interviene un hombre para salvarle la vida. Es el gobernador de Tikrit, un joven oficial kurdo de nombre a la sazón desconocido, Ayyub. En vez de ganarse los favores del califa entregándole a su adversario, este militar ayuda al atabeg a cruzar el río para que escape a sus perseguidores y llegue a Mosul a toda prisa. Zangi jamás olvidará este caballeroso gesto. Le profesará, así como a su familia, una amistad eterna que va a determinar, muchos años después, la carrera del hijo de Ayyub, Yusuf, más conocido por el sobrenombre de Salah al-Din o Saladino.