Las cuatro postrimerías (5 page)

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Authors: Paul Hoffman

Tags: #Fantástico, Aventuras

BOOK: Las cuatro postrimerías
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2

S
egún los Jane, el corazón de un niño puede soportar cuarenta y nueve golpes antes de sufrir daños permanentes para los que no habrá ya vuelta atrás. Imaginaos pues el corazón de Thomas Cale, que había sido vendido por seis peniques, curtido en palizas, fortalecido en el asesinato y después traicionado por el único ser que le había mostrado amor. (Esta última se las trae más que ninguna otra). La autocompasión, a la que hay que conceder el debido respeto, es el más corrosivo de todos los ácidos para el alma humana. Sentir pena por uno mismo es un disolvente universal para la salvación. Imaginad qué clase de veneno se vertió en el pecho de Cale aquella tarde y aquella noche en el monte del Tigre. Pensad cuál fue el daño causado, y cuál la medicina con la que se pretendió curarlo.

Los ingleses suelen decir que no es contrario a la razón preferir la destrucción del mundo a un arañazo en el propio dedo; costará aún menos trabajo comprender que alguien pueda pagar ese mismo precio por un tajo en el alma.

3

C
uando Kleist, IdrisPukke y Henri el Impreciso decidieron seguir los pasos de Bosco y su prisionero, esperaban sin ninguna duda que éstos se encaminaran directamente hacia el refugio del Santuario, así que el largo rodeo dado por Bosco les hizo desconfiar. IdrisPukke sólo comprendió adónde se dirigían unas horas antes de que el monte del Tigre apareciera en el horizonte. Le sorprendió que la noticia asombrara a los dos muchachos.

—Es el lugar más sagrado del Buen Libro.

—Me imagino que no seguís creyendo en esas cosas —repuso IdrisPukke.

—¿Quién ha dicho que creyéramos en ellas? —repuso Kleist, que durante los últimos días se había mostrado aún más susceptible de lo normal.

—No se trata de que creamos nada de eso —explicó Henri el Impreciso—, lo único que ocurre es que nos hemos pasado la vida oyendo hablar de ese sitio. En ese monte le habló Dios al Preste Juan. Y en él sacrificó Jefté a su única hija.

¿Qué...?

Entre los dos le explicaron pacientemente la historia, que les habían repetido tantas veces que ya no les parecía un hecho real acaecido entre gente real, protagonizada por un cuchillo no muy afilado y por una niña de doce años que por propia voluntad tiende su cuerpo sobre la superficie curva de una roca.

—Qué pena —comentó IdrisPukke cuando terminaron de contar la historia.

—Y también fue en ese monte donde Satanás tentó al Ahorcado Redentor ofreciéndole dominar el mundo entero.

—Y yo me llevé una buena zurra por señalar que Satanás debía de ser un poco burro.

—¿Y por qué pensáis eso?

—¿De qué sirve tentar a alguien con algo que no desea?

Debido a que el desvío de Bosco los había pillado por sorpresa, durante dos días apenas dispusieron de agua que beber y absolutamente de nada que comer. Pero Kleist cazó un zorro, y con el estómago vacío aguardaron a que se asara.

—¿Creéis que estará ya listo?

—Será mejor esperar un poco —observó Kleist—. No os aconsejo comer el zorro poco hecho.

IdrisPukke no quería comer zorro, ni poco hecho ni de ninguna otra forma. Cuando terminó de asarse, Kleist lo cortó (trinchar un zorro en tres partes iguales tiene mucho mérito), y la igualdad de las porciones quedó asegurada por la ley de los acólitos de que aquel que hace las particiones de lo que se va a comer cogerá siempre el trozo más pequeño, una costumbre tan acertada teniendo en cuenta la naturaleza humana que, de haberse extendido a asuntos más importantes, podría haber transformado la historia del mundo en el pasado y en el futuro venidero. IdrisPukke seguía mirando la hermosa tercera parte del bien cocinado animal que tenía en su plato cuando los otros dos ya estaban a punto de acabarse la suya, aunque a ese final seguiría una buena media hora de chupar huesos y extraer el tuétano.

—Bueno... —musitó Henri el Impreciso.

—¿A qué sabe?

Henri el Impreciso levantó la vista dubitativo, tratando de resultar exacto en la comparación:

—Se parece un poco a la carne de perro.

Al comerlo (pues al fin y al cabo se trataba de comida), IdrisPukke pensó que aquello sabía exactamente igual que sabría el cerdo cocinado en lubricante de carro, suponiendo que el lubricante de carro supiera igual que olía. Cuando, con el estómago revuelto pero lleno, cayó dormido, IdrisPukke se pasó toda la noche soñando, según le pareció, con teteras que oscilaban en el cielo de la noche. Cuando el cielo empezaba a clarear, le despertaron las maldiciones de Henri el Impreciso, que estaba de un humor de perros.

—¿Se puede saber qué sucede?

Henri el Impreciso recogió una piedra y la tiró contra el suelo, furioso.

—Es esa mierda de Kleist: el puto traidor se ha marchado.

—¿Estáis seguro de que no se ha alejado para aliviarse, o para estar un rato a solas?

—¿Es que parezco idiota? —repuso Henri el Impreciso—. Kleist se ha llevado todas sus cosas —prosiguió, vertiendo imprecaciones contra Kleist durante unos buenos cinco minutos hasta que, tras coger la misma piedra y volver a tirarla en un último estallido de cólera, se sentó en silencio rumiando su amargura.

Tras dejarlo en paz durante unos minutos, IdrisPukke le preguntó por qué estaba tan furioso. Henri el Impreciso se volvió hacia él y lo miró, indignado y perplejo a partes iguales.

—¡Nos ha dejado en la estacada!

—¿Qué queréis decir?

—Es... —Era incapaz de explicar exactamente el porqué—. Es obvio.

—Bueno, tal vez. Pero ¿por qué no debería dejarnos en la estacada?

—Porque se supone que era amigo mío... Y unos amigos no dejan en la estacada a otros.

—Pero no era amigo de Cale. Se lo he oído decir un montón de veces. Y tampoco recuerdo que Cale haya tenido nunca una palabra amable para él.

—Cale le salvó la vida.

—Y él le salvó la vida a Cale en el monte Silbury, y más de una vez.

De puro irritado, Henri el Impreciso se quedó con la boca abierta.

—¿Y qué me decís de mí? Se supone que amigo mío sí que era.

—¿Le preguntasteis si quería venir con nosotros?

—No dijo nada cuando salimos.

—Bueno, pues lo ha dicho ahora.

—¿Y por qué no me lo ha dicho a la cara?

—Supongo que le daría vergüenza.

—Ahí lo tenéis.

—No tengo nada. Concedo que según los más exigentes estándares de la santidad debería habéroslo explicado todo exhaustiva y razonadamente. Decís que era amigo vuestro... ¿Kleist os ha confesado alguna vez que tuviera aspiraciones a la santidad?

Henri el Impreciso apartó la mirada como si buscara a alguien que estuviera dispuesto a defender su caso. No dijo ni una palabra durante un buen rato, y después se rio con una risa que en parte sonaba alegre, en parte decepcionada.

—No.

Incapaz de aguantarse las ganas de moralizar, IdrisPukke prosiguió diciendo con suficiencia:

—No podemos culpar a alguien por ser él mismo y velar por sus propios intereses. ¿Por qué intereses debería velar si no? ¿Por los vuestros? Kleist sabe lo que le espera si lo vuelven a coger. ¿Por qué tendría que arriesgarse a una muerte tan espantosa siguiendo a alguien que ni siquiera le cae bien?

—¿Y qué me decís de mí?

—Bueno, ¿por qué tendría que arriesgarse a una muerte tan espantosa acompañando a alguien que sí que le cae bien? Debéis de tener una opinión enormemente positiva de vos mismo.

Esta vez Henri el Impreciso se rio sin mostrar aquel punto de decepción.

—Entonces, ¿por qué venís vos? Los redentores no serán más amables con vos que conmigo.

—Muy sencillo —explicó IdrisPukke—. Yo he permitido que los afectos se apoderen de la mayor parte de mi buen juicio. —A continuación, IdrisPukke no pudo resistir la oportunidad de expandirse con otra de sus ideas favoritas—: Por eso es mucho mejor no tener amigos, siempre y cuando uno tenga un carácter lo bastante fuerte para poder prescindir de ellos, pues al final, de un modo u otro, los amigos siempre se convierten en un incordio. Pero si hay que tenerlos, entonces es mejor dejarlos en paz y aceptar que hay que concederle a todo el mundo el derecho a existir de acuerdo con su propio carácter, sea el que sea.

Levantaron el campamento en silencio, y siguieron un buen rato sin decir ni pío, hasta que Henri el Impreciso le hizo a su compañero una pregunta por sorpresa:

—IdrisPukke, ¿vos creéis en Dios?

No necesitó hacer ninguna pausa para pensar en la respuesta:

—No hay bondad ni amor suficientes en mí, ni en el mundo en general, para perder el tiempo con seres imaginarios.

4

C
omo todo el mundo sabe, el corazón se encuentra metido dentro de un tubo, y el exceso de aflicciones causa que caiga por ese tubo (generalmente llamado «espiráculo» o «agujero tapón»), que termina en la boca del estómago. Al fondo de ese espiráculo o agujero tapón existe una trampilla, constituida por un cartílago, que se llama «resortium». Antiguamente, cuando una amarga decepción afectaba a un hombre o a una mujer, y el dolor resultaba excesivo de soportar, el resortium se abría de repente y el corazón caía atravesándolo. Este proceso proporcionaba al que había sufrido en exceso un alivio rápido y piadoso al detener instantáneamente el funcionamiento del corazón. Pero en los tiempos actuales hay tanto sufrimiento en el mundo que apenas podría sobrevivir nadie, y por eso la naturaleza, siempre protectora, ha hecho que el resortiuin se funda con el espiráculo para que ya no pueda abrirse, de manera que ahora tenemos que soportar el sufrimiento, da igual lo terrible que sea.

Esto fue lo que le ocurrió a Cale cuando, entre las nieblas de la naciente mañana, se elevó la primera imagen del Santuario, sórdida como un castigo. Durante toda la última parte del viaje Cale había albergado, en un rinconcito de su alma infantil, la esperanza de que, cuando llegaran ante el Santuario, lo encontraran totalmente devorado por los fuegos del infierno. Pero no fue así: el Santuario aparecía en el horizonte aguardando su regreso en su forma habitual y horizontal, inalterable en su expectante hormigón y de presencia tan sólida como si hubiera crecido en la plana cumbre de la montaña sobre la que había sido construido y fuera en realidad una enor me muela implantada en el desierto. No había sido erigido para deleitar la vista, ni para intimidar, glorificar o alardear. Parecía exactamente lo que era: un edificio construido para dejar a alguna gente fuera no se sabía de qué, y para mantener a otra gente dentro. Y aun así, no resulta fácil describirlo: consistía en muros negros, en prisiones, en rincones de lúgubre veneración, en pura esencia amarronada. Era como si se hubiera realizado en hormigón una cierta idea particular de lo que significa ser un ser humano.

Durante todo el estrecho camino de subida que serpenteaba por la ladera de la vasta meseta, el corazón le latía a Cale contra la trampilla cartilaginosa de su resortium, como implorando el alivio de la inconsciencia. Pero ese alivio no llegaba. Las grandes cancelas se abrieron y después se cerraron a su espalda. Así fue la cosa. Todo aquel valor y osadía, tanta inteligencia, suerte, muerte, amor, belleza y alegría, tanta matanza y tanta traición, habían terminado devolviéndolo al punto exacto del que había huido hacía menos de un año.

Era la hora nona según el reloj canónico, y por eso todo el mundo se encontraba rezando en alguna de las doce iglesias del Santuario: los acólitos rezaban por el perdón de sus pecados, y los redentores por el perdón de los pecados de los acólitos.

Si se hubiera sentido menos desgraciado, Cale podría haberse dado cuenta de que le ayudaba a bajar del caballo, y además con extraordinaria deferencia, no ya un común redentor, sino el mismísimo Prelado de Caballerías. Bosco, que desmontó asistido por un vulgar palafrenero, avanzó y le indicó una puerta de cuya existencia Cale apenas se había percatado durante todos los años que había pasado en el Santuario, pues les estaba prohibido a los acólitos acercarse por allí. Le abrió la puerta el Prelado de Caballerías, que pasó delante de Cale no como superior, sino como guía.

Siguieron andando por aquella oscuridad marrón que definía al Santuario en cualquier parte que se encontraran de él. Incluso hundido en su tristeza, Cale empezó a ser consciente de lo extraño que resultaba haber vivido en un lugar toda la vida para después, en un instante, descubrir que había amplias zonas de ese lugar cuya existencia ni siquiera sospechaba. Aquella parte seguía siendo de color marrón, pero resultaba diferente: había puertas. ¡Había puertas por todas partes!

Se detuvieron ante una de ellas. La abrieron y le indicaron que pasara, pero esta vez nadie pasó delante de él, y tan sólo Bosco lo siguió. Era una estancia grande, abarrotada de muebles de color marrón. Le resultó inquietantemente familiar: tenía la misma disposición que la estancia en la que había matado al padre Picarbo. Hasta incluía un dormitorio. Aquél era un rincón del Santuario destinado a un hombre poderoso.

—No tendréis más remedio que quedaros aquí un par de días, tal vez tres. Como comprenderéis, hay que hacer preparativos. Os traerán aquí la comida, y cualquier cosa que necesitéis no tenéis más que llamar a la puerta y vuestro... —Dudó un momento, sin saber muy bien qué palabra debía utilizar—. Vuestro custodio... se encargará de que os la traigan.

Bosco inclinó la cabeza en un gesto que casi parecía una reverencia, y salió, cerrando la puerta tras él. Cale se quedó mirando la puerta, asombrado no sólo ante la idea de tener un custodio, sino más aún por aquella posibilidad de pedir lo que le viniera en gana. ¿Qué podría haber en el Santuario que nadie pudiera desear? Sin embargo, los acontecimientos terminarían revelando que la justificada suposición de que en el Santuario no podía haber nada deseable era muy errónea.

Mientras tanto, Bosco tenía que tratar muchos problemas apremiantes. A los ojos de Cale, Kleist y Henri el Impreciso, la autoridad de Bosco entre los redentores parecía absoluta. Pero eso estaba lejos de ser cierto. Podía ser así con respecto a los acólitos e incluso a muchos redentores importantes. Sus órdenes podían ser ley en el Santuario pero, pese a ello, el centro del poder de la Fe Redentora residía en el Papa Bento XVI, que habitaba en la ciudad santa de Chartres.

Durante veinte años Bento XVI había sido un formidable bastión del poder y la ortodoxia, y había pasado aquellas dos décadas deshaciendo los cambios que se habían hecho durante los anteriores doscientos años con la intención de renovar la pureza de la única Fe Verdadera. Sin embargo, Bento XVI llevaba ya algún tiempo presa de una grave enfermedad senil, el
Homini Dermis
, que se había manifestado primero en una acusada tendencia de la mente a olvidar cosas, después a vagar sin rumbo, y por último a vagar sin rumbo y no regresar. Eso sucedía de continuo excepto durante breves destellos de lucidez que no duraban más que unas horas, durante las cuales la antigua capacidad de comprensión parecía retornar completamente. ¿Retornar de dónde? ¡Quién sabe!

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