Las flores de la guerra (11 page)

BOOK: Las flores de la guerra
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El soldado continuó sin abrir la boca y sin mover un músculo.

Varios prisioneros más se unieron a él:

—¡Agua! ¡Agua! ¡Agua!...

—¿Por qué disimulas, cabrón? —dijo Li Quanyou—. ¡Está claro que nos entiendes! Si no nos dais de comer, al menos dadnos un trago de agua.

—¡Agua! ¡Agua!... —clamaron cada vez más prisioneros. Un oficial japonés dio un grito y los fusiles quedaron listos para disparar.

Los prisioneros bajaron la voz y murmuraron:

—Ya sabía yo que no teníamos que entrar en esta fábrica destruida. No hay sitio ni para atacarlos.

—Teníamos que haber luchado por la mañana, cuando nuestro estómago no estaba tan vacío.

—Teníamos que haber luchado ayer por la noche, ¡con todos los que éramos y todas las armas que teníamos!

—Si hubiéramos sabido lo pocos que eran, no habríamos hecho ni caso a las octavillas. Hicimos mal en no pelear.

—Ya vale. No peleamos entonces y ahora importa un carajo que nos arrepintamos —zanjó el tema Li Quanyou.

En ese momento se presentó ante ellos el intérprete:

—Soldados, debido a problemas logísticos os tengo que pedir un poco más de paciencia. En cuanto crucemos en barco hasta la isla se servirá la comida.

—¿Seguro que habrá comida?

—El teniente coronel os da su palabra. Ya se ha puesto de acuerdo con los cocineros de la isla para que preparen empanadillas cocidas al vapor para cinco mil personas.

—¡Empanadillas para cinco mil!

Los murmullos volvieron a elevarse entre los prisioneros. Cualquier cifra concreta servía para aumentar la credibilidad de aquella información.

—¿A cuántas nos tocarán por cabeza?

—¿Habrá para todos?

—¿Cuánto tarda el barco en llegar a la isla?

El intérprete intervino de nuevo:

—Los barcos ya están esperando en la orilla. Por favor, que todo el mundo coopere ahora y salga bien formado en fila.

Los prisioneros hicieron acopio de las últimas fuerzas que les quedaban para ponerse de pie. Después de tres o cuatro segundos en los que todo pareció darles vueltas y oscurecerse a su alrededor, consiguieron poco a poco estabilizarse. A la gran mayoría, un sudor anormal provocado por la debilidad les cubrió la espalda y la frente. Al llegar a la puerta de la fábrica en ruinas, el intérprete se dirigió a ellos en un tono amable:

—Por favor, que todo el mundo colabore y ofrezca las manos a los soldados japoneses para que se las aten. Para poder mantener el orden en el barco, no hay más remedio que causaros esta pequeña molestia.

En medio del atardecer, la fila de bayonetas parecía más densa que a plena luz del día. Las ráfagas de varias decenas de linternas oscilaban sobre los rostros de los prisioneros. El colaboracionista siguió hablando:

—Es sólo para evitar riesgos y que no se produzca ningún percance. Por favor, no lo malinterpretéis.

Para Li Quanyou, la severidad de los japoneses no se correspondía con el tono amistoso del traidor chino, aunque apenas le restaban fuerzas ni para analizar la situación. El hambre, la sed, el miedo y la ansiedad de aquel día habían hecho de él un pedazo de madera andante.

Tras una hora más de marcha, llegó a sus oídos el murmullo de las olas del río. Asomaba en el horizonte una luna redonda. Pasaron a formar filas de a uno en lugar de filas de a dos y fueron llegando a la orilla gradualmente. Para cuando apareció el último grupo, la luna brillaba radiante en lo alto del cielo.

Permanecieron de pie con las manos atadas a la espalda y pronto comenzaron las preguntas:

—¿Dónde están los barcos? ¿Cómo es que no hay ni uno?

No había ni rastro de los intérpretes, y ellos mismos se encargaron de deducir la respuesta: seguro que aparecerían en cualquier momento; aquello no era un muelle y no podían atracar; seguro que se encontraban en algún atracadero cercano.

La brisa del río levantaba gotas de agua diminutas como partículas de polvo que caían sobre los más de cinco mil prisioneros.

—Entonces ¿qué hacemos aquí?

—Pues esperar al barco.

—Pero ¿no habían dicho que el barco ya nos estaba esperando?

—¿Quién lo ha dicho?

—El intérprete.

—¡Lo que dice ése no vale una mierda! Aquí no hay muelle, ¿cómo va a echar amarras un barco? Tiene que estar atracado cerca de aquí y vendrá cuando ya estemos preparados para subir.

—¿Y por qué no nos llevan directamente al muelle?

Ante esta pregunta todos enmudecieron. Fue un jefe de pelotón quien la hizo, un muchacho de veintiún años con cierta formación y bastantes luces. Li Quanyou percibió el temor de sus ojos. Nada más llegar a la orilla del río, el jefe de pelotón había escrutado el terreno. Era una extensión en forma de herradura abierta al Yangtsé y rodeada por tres promontorios. El camino que bajaba por ellos hasta la orilla era muy escarpado y estrecho y por eso los habían obligado a romper la formación y bajar en fila de a uno. ¿Quién podría hacer que un barco atracara allí para cargar un número de personas tan grande? Nadie.

El jefe de pelotón señaló a Li Quanyou la cima de los promontorios, cercada de soldados japoneses cuyas armas iluminaba la luz de la luna. Cada varios metros había una ametralladora.

—¿Qué pasa? ¿A qué seguimos esperando?

Nadie respondió ya. Algunos de los prisioneros no podían sostenerse en pie y se sentaron. El hambre y la sed los habían vuelto muy dóciles y estaban resignados a su suerte.

La luna atravesó el cielo de un extremo al otro y los barcos siguieron sin aparecer. El frío intenso, tan doloroso hasta momentos antes, había congelado sus pies y ahora apenas podían sentirlos. Sus muñecas atadas se habían entumecido y también habían dejado de dolerles, como si ya no existieran.

—¡Maldita sea! Ya sabía yo que no teníamos que haberles dejado atarnos las manos.

—Desde luego. Si no nos hubieran atado, aún podríamos pelear.

—Encima las octavillas tenían el nombre de su comandante.

—¿Hasta cuándo vamos a tener que esperar? Si no morimos congelados, acabaremos muriendo de hambre.

Li Quanyou no dejaba de alzar la cabeza hacia los soldados apostados en la cima de los tres promontorios. También daban la impresión de aguardar algo, especialmente cada una de las ametralladoras allí colocadas. Por la posición de la luna y las estrellas, debía de ser algo más de medianoche.

Dos horas después, a más de la mitad de los prisioneros la espera los había alelado y otros cuantos estaban a punto de enloquecer. Los heridos se recostaban apoyándose los unos sobre los otros. Algunos de ellos se apretujaban para cubrirse bajo un mismo abrigo y no paraban de escucharse quejidos. A esas horas de la noche el frío era tan cortante que, si a los que estaban sanos les estaba produciendo un sufrimiento insoportable, qué decir de los que tenían heridas abiertas. Entre estos últimos, sólo un joven soldado dormía profundamente. Se trataba de Wang Pusheng. Los heridos habían gozado de un trato preferencial: no les habían atado las manos.

Entre él y Li Quanyou había siete u ocho personas.

Li Quanyou volvió a girar la cabeza y vio que comenzaba a clarear detrás de los soldados japoneses. La luz se reflejaba sobre aquel montón de cascos metálicos transformando poco a poco su color negro en verde. Acababa de girar la cara de nuevo hacia el río cuando escuchó un ruido muy débil, tan débil que dudó si había sido producto de su imaginación. Sonó al gesto ágil y preciso de un oficial bajando el sable, cortando en dos el aire con el filo.

Li Quanyou era un soldado inteligente y experimentado que sabía pelear y matar, y también huir y esconderse. Gracias especialmente a estas dos últimas habilidades había llegado a cumplir treinta años intacto y de una sola pieza.

Al escuchar aquel levísimo sonido, la primera idea que le vino a la cabeza fue que tenía que tirarse al suelo. Aquélla era la prueba de que no se podía confiar en nadie, especialmente en las promesas de los soldados enemigos. En medio de las tinieblas fue consciente de que él y sus cinco mil compañeros habían caído en su trampa. Le costaba imaginar el porqué de aquel engaño, pero lo que sí comprendió era que se hallaban atrapados sin salida y que los detalles de aquel plan estaban perfectamente rematados. Cualquiera que planeara una trampa no albergaba buenas intenciones, así que él, en cuanto escuchó aquel sonido, estudió a toda velocidad con la mirada el terreno que lo rodeaba en busca de una vía de escape. Se encontraba a unos diez o doce metros de distancia del río, por lo que las posibilidades de huir por allí eran escasas. A su derecha vio que el suelo se hundía ligeramente formando un hueco.

En ese momento, todos los prisioneros pudieron escuchar el sonido del roce del metal.

—¿Qué van a hacer? —preguntó uno.

La respuesta fueron más de diez ametralladoras disparando al mismo tiempo.

Li Quanyou ya se había tirado al agujero y allí se quedó tumbado.

El cuerpo de uno de sus compañeros de armas cayó sobre él y se agitó con la cabeza apoyada sobre su espalda. Su sangre caliente y sus sesos le empaparon rápidamente. Otro cuerpo rodó por un momento hacia un lado y luego hacia el otro hasta que, siguiendo la inclinación del terreno, cayó en el hueco. Li Quanyou sintió la parte baja de su abdomen aplastada bajo aquel peso. Sí que podía tener fuerza un moribundo. No dejaba de arquearse sobre él, curvando y levantando la cadera repetidas veces en un movimiento acrobático de gran dificultad provocado por el dolor. Con cada nuevo espasmo, el arco se fue haciendo cada vez más pequeño hasta que se quedó plano y los embates de la vida se aquietaron poco a poco. Li Quanyou comprobó que las vísceras humanas eran capaces de gritar. Mientras aquel cuerpo se arqueaba, emergió de sus profundidades un sonido espeluznante y atroz.

Las ametralladoras siguieron disparando un buen rato. Los cadáveres que cubrían a Li Quanyou eran inútilmente asesinados una y otra vez. Cada vez que una bala impactaba contra ellos, aquellos cuerpos que se iban enfriando gradualmente volvían a cobrar vida y se sacudían con violencia. Cada sacudida llegaba directamente al interior de Li Quanyou y le recorría hasta el fondo de su mente y su alma, como si los disparos le alcanzaran también a él.

Cuando el silencio se hizo de nuevo y la sangre y otros líquidos vitales que se derramaron sobre Li Quanyou se hubieron solidificado por el frío, los japoneses descendieron de los promontorios. Al principio trataron de abrir un camino entre los cadáveres diseminados por el suelo, pero resultó tan complicado que algunos decidieron pasar sobre ellos pisándolos con sus botas de piel. Farfullaron unas quejas, molestos seguramente porque iban a mancharse las botas de sangre y barro. Conforme caminaban empujaban con la bayoneta o la puntera de sus botas los cuerpos de los prisioneros, los mismos que el día anterior aún creían que comerían panecillos rellenos y pescado en lata. Así es como habían guiado a esos campesinos chinos jóvenes e ingenuos hasta aquella encerrona. Entre bostezos y cháchara, los soldados japoneses se acercaban a los que veían que aún vivían para rematarlos a cuchilladas. Li Quanyou los escuchó acercarse charlando y clavando sus bayonetas.

Una de sus piernas había quedado expuesta al viento frío y húmedo del río. Deseó con todas sus fuerzas que no llamara la atención de los japoneses y que la tomaran por la de un muerto. Al cabo de unos minutos uno de los soldados se fijó en ella y clavó su bayoneta en pleno músculo con un ruido sordo. El músculo se contrajo de forma instintiva dificultando la tarea de desclavar el arma. Los dientes de Li Quanyou mordieron con fuerza su labio. Tenía que fingir que aquélla era la pierna insensible de un cadáver. El más mínimo movimiento echaría por tierra todo cuanto había conseguido hasta entonces y supondría su segundo fusilamiento. La bayoneta volvió a hundirse, esta vez un poco más profundamente que antes. Li Quanyou pudo escuchar el sonido del filo atravesando la carne hasta llegar al hueso. Su cuerpo hizo de caja de resonancia de aquel crujido, lo amplificó y propagó hasta el fondo de su cerebro. La fricción del acero con la carne llegó hasta su cabeza como un zumbido que borró por unos instantes su conciencia, sus recuerdos y pensamientos, y la llenó de una luz blanca. La cuarta vez que le clavaron el arma, sintió que algo se rompía en la parte posterior de su rodilla. Era un tendón que quedó cortado en dos y cuyos extremos elásticos rebotaron sobre la pantorrilla y el muslo. Esta rotura provocó que la luz blanca se derramara por todo el cuerpo.

En medio de una calma completa, Li Quanyou recuperó el conocimiento. No sabía cuánto tiempo había pasado desmayado, pero sabía que continuaba vivo y que el hambre y la sed habían desaparecido por completo. Una sensación de calor le recorrió el cuerpo y le hizo revivir.

Esperó la ocasión propicia, hasta que oscureció de nuevo, para girarse muy despacio bajo los cadáveres. Cualquiera no habría podido moverse de aquella forma, ni siquiera un militar con un entrenamiento de alto nivel lo habría logrado fácilmente, con las manos atadas a la espalda, una pierna inútil y apoyándose tan sólo en la otra.

Le costó casi una hora el darse la vuelta y quedarse recostado de lado. En esa posición era más fácil avanzar porque podía utilizar un hombro y una pierna para arrastrarse. Se movió con mucho cuidado y muy poco a poco. No estaba seguro de si los japoneses ya habían abandonado el campo de ejecución. Cada vez estaba más oscuro. Cuanto más cuidadosamente trataba de avanzar, más insoportable se hacía el dolor. Se detenía a cada instante para secarse las gotas de sudor que le entraban en los ojos. Cuando cayó la noche, había recorrido unos cinco o seis metros que lo habían dejado empapado. A pesar de no haber bebido en dos días, aún podía sudar. Deseaba dirigirse a la orilla del río para poder, antes que nada, beber agua hasta saciarse y luego planear su próximo paso.

Esta vez fue un ligero ruido el que le detuvo. El sudor de su cuerpo se heló al instante. ¿Habrían dejado los japoneses a alguien para que vigilara los cadáveres? No se atrevía ni a respirar y se tapó la boca con el hombro. Se quedó escuchando. Era algo en chino:

—... aquí... herido... Wang Pusheng...

Li Quanyou buscó a su alrededor pero no vio a nadie que pareciera vivo. Contuvo la respiración y permaneció inmóvil. Se oyó de nuevo:

—... auxilio...

Era la voz de un niño, uno de los tantos reclutados a la fuerza. Pedía socorro con un gritito de insecto, pensando quizá que sonaba como un chillido que pudiera escucharse a varios kilómetros a la redonda.

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