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Authors: Paul Kearney

Tags: #Fantástico

Las guerras de hierro (33 page)

BOOK: Las guerras de hierro
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—¡Tristeza! Qué extraño eres, sacerdote. Según todas las apariencias, es el mejor general desde Mogen, y una auténtica furia a caballo. Me gustaría conocerle. Tal vez ordenaré que lo dejen con vida después de que derrotemos a su ejército. —Y Aurungzeb sonrió para sí—. ¡Escuchadme! Me estoy volviendo como Shahr Baraz, caballeroso con los enemigos.

—La magnanimidad es propia de los grandes gobernantes, sultán —le dijo Albrec—, sólo los hombres inferiores se complacen en su crueldad.

—¿Qué es eso, otra de las banalidades de tu Santo?

—No. Es un dicho de vuestro Profeta.

Otro correo, con la nieve helándose sobre sus hombros y apelmazándose sobre la crin de su caballo.

—Vengo de parte de Marsch —dijo, y señaló hacia el oeste para reforzar su afirmación.

—¿Y bien? —quiso saber Corfe.

—Vienen muchos, muchos jinetes. Caballos pequeños, hombres con arcos.

—¿Cuántos? ¿A qué distancia?

El correo arrugó su rostro tatuado.

—Dice Marsch —respondió— que hay tantos como en el ejército del rey, o más. Vienen del noroeste. Estarán aquí dentro de una hora. —Su cara se relajó.

Evidentemente, se sentía aliviado por haber transmitido su mensaje sin contratiempos.

—Hombres con arcos —dijo Andruw, pensativo—. Arqueros montados. Será el contingente nalbeni. Y si tienen tantos hombres como el rey…

—Dieciocho o veinte mil —dijo Corfe con tono inexpresivo.

—Maldita sea, Corfe, estamos acabados. Menin y el rey han empezado a reorganizarse en el campamento, pero es imposible que saquen de allí a sus hombres en menos de una hora.

—Entonces tendremos que encargarnos nosotros —dijo sencillamente Corfe.

Andruw consiguió esbozar una sonrisa amarga.

—Ya sé que se nos da bien enfrentarnos a enemigos superiores en número, pero, ¿no crees que eso es tentar a la poca suerte que nos queda? Ya ni siquiera tenemos a los fimbrios. Sólo a los catedralistas y los hombres de Ranafast. Seis mil.

—No tenemos elección. Hemos de hacer que retrocedan antes de que puedan alcanzar nuestro flanco izquierdo. Si lo hacen, todo el ejército quedará rodeado.

—¿Cómo? —preguntó simplemente Andruw.

Corfe hizo avanzar unas pocas yardas a su caballo. Había aprendido muchas cosas sobre la naturaleza de la guerra en los últimos meses. Era como cualquier otra empresa humana: a menudo las apariencias eran tan importantes como la realidad. Y la astucia más importante que la fuerza bruta.

¿Atacar a arqueros montados con su caballería pesada? Un suicidio. El enemigo se limitaría a retroceder, disparando mientras se retiraba. Desgastarían a sus hombres con el fuego de sus flechas, y no les permitirían acercarse. Tenía que inmovilizarlos de algún modo, y luego golpearlos con fuerza desde cerca, donde el peso y la armadura de sus hombres pudieran compensar la inferioridad numérica. Enfrentarse al fuego con el fuego, comprendió. Fuego con fuego. Y tenía a sus órdenes a cinco mil arcabuceros veteranos del dique de Ormann.

Estudió el enorme campo de batalla que se extendía ante él. En la ruina del campamento
minhraib
la lucha continuaba, pero parecía haber amainado un poco. Ambos ejércitos estaban tratando de reorganizarse, y pudo distinguir a grupos de soldados torunianos formando de nuevo en líneas disciplinadas. Al menos la mitad de las tiendas del enorme campamento parecían haber sido derribadas, y había incendios por todas partes, con el humo flotando en grandes bancos de niebla gris. Más allá del campamento, los
minhraib
supervivientes prácticamente habían completado la reconstrucción de su propia línea de batalla. Contraatacarían pronto. Pero aquél no era su problema por el momento. Cada cosa a su tiempo.

En el este, Aras y los fimbrios pugnaban por contener a la columna flanqueadora merduk. Formio había mezclado a sus piqueros con los arcabuceros de Aras y los cañones de Rusio. La posición estaba envuelta en un palio de humo, iluminado de destellos rojos y amarillos por el fuego de cañón, pero los hombres de Occidente resistían. Corfe sabía que Formio no retrocedería una sola yarda. El flanco derecho estaba seguro, por el momento.

De modo que el izquierdo… en el izquierdo era donde se cernía el desastre de modo más claro. Tenía que neutralizar aquella nueva amenaza con los pocos hombres que le quedaban…

La idea lo asaltó de repente. Astucia, no fuerza. Y supo exactamente lo que tenía que hacer. Dio la vuelta a su caballo para mirar a Andruw.

—Nos vamos. Quiero que los hombres de Ranafast vayan delante, a la carrera.

Andruw, tú guiarás a los catedralistas a su izquierda. Te lo explicaré por el camino.

22

Una enorme procesión de jinetes, numerosos como una plaga de langosta. No había orden en sus filas, y en su avance se empujaban unos a otros, expandiéndose y contrayéndose con cada irregularidad del terreno. Su línea frontal ocupaba al principio media milla, pero, durante el trayecto, las líneas de detrás pasaron al medio galope, y empezaron a desplazarse a derecha e izquierda, extendiendo su longitud yarda a yarda.

Cuando estuvieron a la vista del campamento
minhraib
y la batalla que allí tenía lugar, se habían abierto en un gran arco, una hoz en forma de media luna que medía casi media legua de extremo a extremo, y cuya llegada pareció hacer temblar la tierra bajo los cascos de sus caballos. Veinte mil jinetes nalbeni, aliados con el sultanato de Ostrabar para cerrar la trampa sobre el enemigo y aplastar a los torunianos sobre la nieve.

Corfe los observó desde los árboles, y no pudo evitar sentir una especie de admiración. Ofrecían un espectáculo magnífico. En aquellos días de cañones y pólvora, eran como algo surgido de un pasado bárbaro, pero sabía que sus poderosos arcos tenían prácticamente el mismo alcance que un arcabuz, y eran más fáciles de recargar.

Constituían una amenaza muy real.

Detrás de él, ocultos en la línea de árboles que se extendía hasta la retaguardia de la línea toruniana, sus catedralistas aguardaban con creciente impaciencia. Los jinetes nalbeni pasarían junto a ellos mientras se dirigían a asaltar el flanco de las fuerzas del rey. A su vez, Corfe los atacaría por la retaguardia, y les golpearía con fuerza. Pero antes tenía que detenerlos. Tenían que chocar contra el yunque antes de que pudiera caer el martillo.

Y el yunque estaba en su lugar, esperando su llegada.

En las laderas de las colinas flotaban nubes y torbellinos de nieve en polvo. El cielo se había aclarado ligeramente, pero la temperatura había descendido mucho, y el aliento de Corfe trazaba una filigrana blanca en la parte frontal de su yelmo. La nieve ocultaba el humo de cuatro mil mechas lentas. Ranafast y sus hombres, tumbados en dos hileras de una milla de longitud, acechaban en algún lugar entre la nieve, esperando. El yunque de Corfe.

Les había encontrado una larga pendiente donde podrían permanecer ocultos hasta el último momento, y la nieve había cubierto rápidamente la negrura de sus uniformes. Los hombres tendrían frío, tumbados en el suelo con la nieve sobre el rostro, pero entrarían en calor pronto con la tarea que les aguardaba. ¿Cuánto tiempo había durado la batalla?

Parecía haber sido eterna, y, sin embargo, la espada de Corfe aún no había salido de su vaina. Era una parte del precio del mando: enviar a otros hombres a la muerte mientras uno se limitaba a observar.

Ya no faltaba mucho, por Dios. El enemigo pronto…

Un estruendo enorme, como el de un tejido pesado al desgarrarse. A su derecha se elevó una muralla de humo. Los hombres de Ranafast habían disparado.

Corfe se irguió en su silla. Su caballo danzaba debajo de él. Desenvainó la espada de Mogen y la sostuvo en alto. Sentía los ojos de sus hombres fijos en él, a la espera de la señal. Era como estar sentado con la espalda apoyada en una presa rebosante, esperando a que el muro cediera.

Las primeras hileras de jinetes nalbeni parecieron tropezar con un alambre. Ranafast había disparado casi a quemarropa, a menos de cien yardas. Mientras Corfe observaba, la segunda hilera abrió fuego. Pudo oír débilmente las órdenes en los breves momentos transcurridos entre las andanadas:

—¡Preparad armas! ¡Amartillad armas! ¡Fuego!

El enemigo se había detenido en seco, como si hubiera chocado contra un muro de piedra. Los nalbeni permanecieron allí congregados durante unos pocos minutos letales, con los pesados proyectiles cortando, desgarrando y estrellándose contra ellos. Los caballos chillaban, se encabritaban, pateaban y caían sobre la nieve, y los hombres se sacudían al recibir el impacto de las balas, volando de sus sillas, gritando y tratando de cubrir sus heridas ensangrentadas. La presión de los animales era tan intensa que los jinetes que estaban siendo diezmados en la primera línea no pudieron retirarse para huir del mortífero fuego. Dispararon ráfagas de flechas, pero los hombres de Ranafast estaban tumbados en el suelo y ofrecían un blanco minúsculo. Los miles de jinetes en la vanguardia de la hueste nalbeni estaban atrapados como un insecto en una aguja, víctimas de su propio número. En el espacio de cien latidos de corazón, se alzó una verdadera muralla de centenares o miles de cuerpos retorciéndose. Fue una de las visiones más horripilantes que Corfe había contemplado en su vida. Con un destello de intuición, comprendió que estaba presenciando la muerte de la caballería. De toda la caballería.

Pero no era suficiente. Había que completar el trabajo. La formación nalbeni empezaba a moverse con más fluidez. Estaban retrocediendo, con las filas traseras retirándose a toda prisa para que los desdichados de delante pudieran alejarse de la carnicería. Pronto sus líneas se habrían abierto, encontrando los extremos de la línea de Ranafast y rodeándola. Tenían que concentrarlos de nuevo, obligarlos a regresar al yunque.

Corfe bajó el sable de Mogen.

—¡A la carga!

El martillo cayó.

El rey de Torunna se limpió el hollín de la cara y, con una mueca, se dio cuenta de que su guantelete goteaba sangre. Temblaba de fatiga, y su armadura parecía pesar el doble de lo normal. Iba montado en su tercer caballo de aquel día, con el tobillo tan dolorido tras la caída del primero que ya no podía andar. Su yelmo coronado le había provocado un terrible dolor de cabeza, y, por debajo de él, el sudor le corría a chorros. Tenía la garganta seca como la arena, y su voz se había reducido a un graznido.

A su alrededor se congregaban los restos de sus tres mil coraceros. Dos tercios de ellos estaban muertos o demasiado malheridos para sostener una espada, y nueve décimas partes iban a pie. Habían estado toda la mañana en la vanguardia del ataque, y realizado auténticos milagros. Estaba orgulloso de ellos; en realidad, estaba secretamente orgulloso de sí mismo. Su primera batalla, su primera carga, y sentía que se había comportado como correspondía a un auténtico rey.

El resto del ejército se estaba reorganizando, grupos de hombres obligados a formar por los oficiales supervivientes. Los
minhraib
se habían retirado por el momento, y el campamento era suyo, o lo que quedaba de él. Era un desierto temible y humeante, sembrado de montones de cadáveres, tiendas derribadas y caballos muertos. Aquí y allá los heridos se retorcían y gemían, pero no había demasiados. Nadie había pedido ni dado cuartel, y cuando un hombre de cualquier bando caía, su cuello era cortado poco después. Hubo un chisporroteo de fuego de arcabuz donde los tercios del perímetro todavía luchaban contra el enemigo perdidos entre el humo, pero la mayor parte del ejército se había retirado para reorganizarse y prepararse para la última batalla. ¿Dónde estaban los malditos refuerzos que había ordenado?

Lofantyr pudo oír el zumbido sordo y glorioso de la guerra continuando a su derecha, donde Aras y sus hombres luchaban contra la columna de refuerzos merduk. Por la izquierda, todavía nada. ¿O estaba oyendo fuego de arcabuz? No, estaba demasiado lejos. Un eco, sin duda. Había tenido razón al no preocuparse por el flanco izquierdo. ¡Y la gente decía que no era un buen estratega!

El general Menin se acercó con paso cansino y le saludó. El brazo con que sostenía la espada estaba cubierto de sangre hasta el codo.

—Ah, general, ¿a qué se debe el retraso? ¿Dónde está el general Cear-Inaf y la fuerza de reserva? Hace una hora que he enviado al correo.

Hubo un estrépito enorme de fuego de mosquete delante de ellos, y el rugido de una hueste de hombres a la carga. Las hileras de torunianos se tensaron, y trataron de ver entre la niebla y el humo. De los dieciocho mil hombres que el rey había llevado al campamento, quedaban unos doce mil, pero habían causado al enemigo un número de bajas cuatro o cinco veces mayor. Los doce mil hombres se encontraban alineados en una hilera irregular de una milla de longitud. En algunos lugares, la línea sólo tenía dos hombres de profundidad, y en otros se concentraba una verdadera multitud, hombres exhaustos y heridos acercándose unos a otros, buscando alivio en la proximidad de los demás. El ejército estaba extenuado, y apenas era media tarde en el día más largo que la mayoría de ellos habían vivido nunca.

—El correo ha regresado hace unos minutos, señor.

—Comprendo. ¿Y por qué no se me ha informado?

Menin se apoyó en el flanco del caballo del rey. Habló en voz baja.

—Señor, Corfe no va a traer a la reserva. Teme por el flanco izquierdo. Y también me informa de que los
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están a punto de contraatacar. —El general miró hacia el norte, donde el sonido de la batalla se estaba convirtiendo en un rugido entre el humo—.

De hecho, es posible que lo estén haciendo ya. Corfe nos aconseja retirarnos al momento. Estoy de acuerdo con él, y ya he dado las órdenes necesarias.

—¿Qué has hecho? Te has excedido en tu autoridad, general. Estamos al borde de una victoria histórica. Un nuevo esfuerzo, y el día será nuestro. Necesitamos a la reserva de Cear-Inaf aquí y ahora.

—Señor, escuchadme. Ya hemos hecho nuestro trabajo. Según el general Cear-Inaf, hay treinta o cuarenta mil
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reagrupados en el extremo norte del campamento, y los tendremos encima en cualquier momento. Aras está luchando por su vida en el flanco derecho, y Corfe debe mantener a la reserva preparada para enfrentarse a cualquier nueva eventualidad. Debemos retroceder al momento.

—Por Dios, general…

Pero sus palabras quedaron ahogadas. El estruendo procedente de las nubes de humo había aumentado, y empezaron a aparecer hombres corriendo, solos o en grupos de dos. Arcabuceros torunianos en confusa retirada, arrojando las armas en su huida. Y tras ellos, el clamor informe de una gran hueste de hombres gritando.

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