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Authors: Camilla Läckberg

Las hijas del frío (39 page)

BOOK: Las hijas del frío
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Cuando el coche policial partió con Kaj, entró por fin, aunque le habría gustado quedarse. Pensó por un instante en ir a preguntar qué había ocurrido, como cualquier ciudadana preocupada, pero la policía ya había entrado en la casa y no quería mostrar más interés del normal llamando a la puerta.

Mientras se quitaba los zapatos y colgaba el chaquetón, se preguntó si Monica sabía lo que estaba pasando. Tal vez debería llamar a la biblioteca, como la buena vecina que era, para informarla. Pero la voz de Stig llamándola desde el piso de arriba interrumpió sus pensamientos antes de haberse decidido a hacerlo.

—¿Eres tú, Lilian?

Ella subió la escalera. La voz de Stig sonaba especialmente débil.

—Sí, querido, soy yo.

—¿Dónde has estado?

Stig la miró indefenso cuando entró en la habitación. ¡Qué aspecto tan débil y lastimoso ofrecía! Una oleada de inmensa ternura invadió a Lilian al constatar hasta qué punto dependía de sus cuidados. Era muy reconfortante sentirse tan necesitada. Igual que cuando Charlotte era pequeña. ¡Qué sensación de poder suponía la responsabilidad de una criatura tan desvalida! En realidad fue la época que más le gustó. A medida que Charlotte iba creciendo, se le fue escapando de las manos. Si hubiera podido, habría congelado el tiempo para que no creciera. Pero cuanto más se esforzaba por atarla, más se apartaba Charlotte; y, en cambio, fue su padre quien, sin merecerlo, se ganó todo el cariño y el respeto del que ella se consideraba merecedora, puesto que era la madre. Y un padre debía tener menos valor que una madre. Después de todo, fue ella quien la trajo al mundo y, durante los primeros años, quien satisfizo todas sus necesidades. Luego Lennart se hizo con el control. Recogió el fruto de todo el trabajo que ella se había tomado. Se convirtió en el favorito de Charlotte y, cuando ella se independizó, él empezó a hablarle de separarse, como si sólo la niña hubiese contado a lo largo de todos aquellos años. La indignación empezó a dominarla y tuvo que hacer un esfuerzo para sonreírle a Stig. Él, al menos, sí la necesitaba. Y también Niclas, en cierta medida, aunque ni él mismo lo comprendiese. Charlotte no tenía ni idea de lo privilegiado de su situación. Se pasaba los días quejándose de lo poco que él le ayudaba, de que escurría el bulto con el tema de los niños. Una ingrata, eso era su hija. Pero Lilian empezaba a sentirse muy decepcionada con Niclas. Quién lo habría dicho, llegar a casa, hablarle de aquel modo y decirle que pensaba mudarse. Claro que ella sabía de dónde le venían aquellas ideas, aunque jamás pensó que resultase tan fácil de convencer.

—¡Vaya, pareces enojada! —exclamó Stig tendiéndole la mano.

Ella fingió no ver su gesto y se puso a alisar con esmero la colcha de la cama.

Stig siempre se ponía de parte de Charlotte, de modo que no podía confiarle lo que acababa de pensar. En cambio, le dijo:

—Menudo jaleo hay en casa del vecino. Montones de policías y de coches. La verdad, no me gusta lo más mínimo vivir tan cerca de esa clase de gente.

Stig se incorporó con rapidez. El esfuerzo le pintó una mueca de dolor en la cara y lo obligó a llevarse las manos al estómago. Pero su rostro reflejaba esperanza:

—Debe de ser algo relacionado con Sara. ¿Crees que habrán averiguado más?

Lilian asintió vehemente.

—Pues sí, a mí no me sorprendería. ¿A qué, si no, tal despliegue de medios?

—Sería una bendición para Charlotte y Niclas si le viéramos el fin a esto.

—Sí, y ya sabes cómo he sufrido yo todo el asunto, Stig. Así que quizá mi alma encuentre algo de sosiego.

Ahora sí permitió que Stig le diese unas palmaditas de consuelo en la mano y, con su habitual ternura, le dijo:

—Desde luego, querida. Tú, con ese corazón que tienes… Para ti ha debido de ser horrible —dijo besándole la palma de la mano.

Ella lo dejó hacer un instante, pero enseguida apartó la mano, antes de añadir un tanto tensa:

—Vaya, qué bien que alguien se preocupe por mí para variar. Esperemos que sea así y que hayan ido a buscar a Kaj por algo relacionado con Sara.

—¿Qué iba a ser si no? —preguntó Stig desconcertado.

—Pues, no sé. En realidad, no había pensado en nada concreto, pero nadie como yo sabe de lo que ese hombre es capaz…

—¿Cuándo será el entierro? —la interrumpió Stig.

Lilian se levantó de la cama.

—Seguimos esperando que nos digan cuándo podremos recuperar el cadáver. Seguramente será cualquier día de la semana que viene.

—¡Por Dios! No utilices esa palabra, «el cadáver». Estamos hablando de nuestra querida Sara…

—Te recuerdo que era mi nieta, no la tuya —le espetó Lilian.

—Bueno, pero ya sabes que yo también la quería —respondió Stig algo apocado.

—Sí, querido, lo sé, perdona. Pero todo esto me resulta tan duro… Y nadie parece entenderlo —aseguró mientras se enjugaba una lagrimita y constataba la expresión de arrepentimiento en el rostro de Stig.

—No, no, soy yo quien debe pedir perdón. No debí hablarte así. ¿Me perdonas, querida?

—Por supuesto que sí —respondió Lilian magnánima—. En fin, creo que ahora lo mejor será que descanses y dejes de pensar en todo eso. Voy a preparar un poco de té y te traeré una taza, a ver si puedes dormir un rato.

—¿Qué habré hecho yo para merecerte? —preguntó Stig dedicándole a su esposa una dulce sonrisa.

No era fácil concentrarse en el trabajo. Y no es que él le hubiese concedido prioridad a esa faceta de su vida, pero alguna que otra cosa solía hacer. La situación que Ernst había provocado debería ocupar la mayor parte de sus pensamientos, pero, desde el sábado anterior, todo había cambiado. En efecto, en su apartamento había ahora un niño jugando a un videojuego. Uno nuevo que él le había comprado el día anterior. Él, que sólo con el máximo esfuerzo abría la cartera, sintió de pronto una necesidad irresistible de dar. Y puesto que los videojuegos eran lo más apreciado, eso fue lo que le compró. Una consola y tres juegos, y por más que se escandalizó ante el precio, no lo dudó un instante.

Porque el niño era suyo. Simon, su hijo. Las posibles dudas se disiparon tan pronto como bajó del tren. Fue como verse a sí mismo de muchacho. La misma constitución atractiva y redondeada, las mismas facciones poderosas. Los sentimientos que tal visión provocó en él lo dejaron perplejo. Mellberg aún seguía atónito al verse capaz de tal profundidad de sentimientos. Él, que por lo general siempre se vanagloriaba de no necesitar a nadie. Sí, bueno, salvo a su madre quizá.

Ella siempre observó que era un pecado y una vergüenza que unos genes tan excelentes quedasen sin descendencia. Y, desde luego, en eso tenía razón. Ésa era una de las principales razones por las que le habría gustado que su madre hubiese conocido a su nieto. Para hacerle ver que, de hecho, tenía razón. Bastaba echarle una ojeada al chico para comprobar que había heredado muchas de las cualidades de su padre. Cuánta razón tenía el dicho: «de tal palo, tal astilla». Y lo que la madre decía en la carta que le envió, que el niño era vago y respondón, que carecía de motivación y que obtenía muy malas calificaciones en el colegio, bueno, eso decía más de su capacidad de educar al chico que del propio muchacho. En cuanto pasara unos meses con su padre, un modelo masculino, sería sólo cuestión de tiempo que se convirtiese también en un hombre de verdad.

Claro que por lo menos Simon podría haberle dado las gracias cuando le dio la consola y los juegos, pero el pobre chico estaría tan sorprendido de que alguien le diera algo que no supo qué decir. Suerte que él era buen conocedor del género humano. No serviría de nada forzarlo en este estadio; al menos sí que sabía eso sobre la educación de los hijos. Claro que debía admitir que no poseía ninguna experiencia práctica y directa en la materia, ¿pero tan difícil había de ser? Sería tan sencillo como aplicar las reglas del sentido común. El chico ya era un adolescente, sí. Y según la gente, se trataba de una etapa problemática, pero, en su opinión, todo se reducía a adaptarse a su nivel. Y nadie sabía adaptarse a todos los niveles como él. Estaba convencido de que no tendría ningún problema.

Las voces procedentes del pasillo le indicaron que Patrik y Martin ya estaban de vuelta. Mellberg esperaba que trajesen consigo al cerdo del pederasta. En aquel interrogatorio sí que pensaba participar, para variar. Contra la gente de esa ralea, había que ser duro como el mármol.

Capítulo 21

Fjällbacka, 1928

Empezó como un día corriente. Los niños fueron corriendo a casa de la vecina por la mañana y Agnes tuvo suerte, pues permanecieron allí hasta última hora de la tarde. Más aun, la señora se había apiadado de ellos y les había dado de comer, de modo que ella no tuvo que ponerse a cocinar, aunque no solía prepararles mas que unos bocadillos. Estaba de tan buen humor que se dignó fregar los suelos y, al caer la tarde, estaba convencida de que recibiría el merecido elogio de su esposo. Aunque a ella no le importaba demasiado lo que el pensara, las alabanzas siempre la hacían sentirse bien. Cuando oyó los pasos de Anders en la entrada, Karl y Johan ya estaban durmiendo y ella leía una revista en la cocina. Alzó la vista distraída y asintió a modo de saludo cuando lo vio entrar. Quedo sorprendida. En efecto, Anders no tenía el aspecto agotado y abatido con que solía llegar a casa y le brillaban los ojos de un modo que Agnes llevaba tiempo sin ver. Dicha novedad despertó en ella una difusa sensación de desasosiego. Su esposo se dejo caer pesadamente en una de las sillas y, con expresión esperanzada, puso las manos cruzadas sobre la mesa.

—Agnes —dijo antes de guardar un silencio.

Este fue lo bastante prolongado como para que la desagradable sensación que atormentaba el estomago de Agnes se convirtiese en un nudo en la garganta. Era evidente que Anders tenía algo que decirle y si ella había aprendido algo de la vida, era que las sorpresas no solían traer nada bueno.

—Agnes —repitió Anders—, he estado pensando mucho en nuestro futuro y en nuestra familia, y he llegado a la conclusión de que hemos de cambiar algunas cosas

Pues si hasta ahí Agnes estaba de acuerdo. Solo que no se le ocurría que podría hacer él para mejorar la vida de ella.

Anders prosiguió claramente orgulloso:

—Por esa razón llevo un año aceptando todo el trabajo extra que me ha sido posible y ahorrando ese dinero para poder sacar un billete de ida para cada uno de nosotros.

—¿Un billete? ¿Adónde? —preguntó Agnes visiblemente preocupada y presa de una incipiente irritación al oír que Anders había estado guardándose el dinero.

—A América —respondió él esperando una reacción positiva por su parte. Pero Agnes estaba tan atónita que su rostro quedó inexpresivo. ¿Qué demonios se le había ocurrido ahora a aquel idiota?

—¿América? —repitió ella, incapaz de otra respuesta.

Él asintió entusiasta.

—Sí, partimos dentro de una semana y, créeme, lo he arreglado todo. Estuve hablando con algunos de los suecos que viajaron hasta allí desde Fjällbacka y me aseguraron que en América hay mucho trabajo para hombres como yo y, si eres habilidoso, puedes construirte un buen futuro over there, dijo en su marcado acento de Blekinge, con orgullo manifiesto por haber aprendido ya dos palabras de la nueva lengua.

Agnes sentía deseos de abalanzarse sobre él y borrar de una bofetada la felicidad reflejada en aquel rostro sonriente. ¿Qué se había creído? ¿De verdad era tan simple que pensaba que ella iba a subir a bordo de un barco rumbo a un país extranjero con él y con sus hijos? Su dependencia de Anders aumentaría al verse en un país desconocido, de lengua desconocida y gente desconocida. Desde luego que ella odiaba la vida que llevaba en Fjällbacka, pero al menos allí tenía la posibilidad de salir del agujero infernal al que se había visto abocada. Aunque, a decir verdad, ella misma había acariciado la idea de irse a América pero sola, sin cargar con él y con los niños como con una cadena.

Anders no advirtió el horror que ya expresaba el rostro de Agnes, sino que, con la mayor de las satisfacciones, sacó los billetes y los puso sobre la mesa. Agnes observó con desesperación los cuatro trozos de papel. Él los extendió formando un abanico mientras ella sólo deseaba echarse a llorar.

Disponía de una semana. Una mísera semana para salir de aquel atolladero como fuera. Con esta idea en la cabeza, le dedicó a Anders una sonrisa tensa.

Monica había ido al supermercado a hacer la compra, pero, de repente, dejó la cesta y salió por la puerta sin comprar nada. Algo le decía que debía apresurarse a ir a casa. A su madre y a su abuela les pasaba lo mismo. Presentían las cosas. Y Monica había aprendido a escuchar su voz interior.

Pisó a fondo el acelerador de su pequeño Fiat por la carretera que bordeaba la montaña y dejó atrás la zona de Kullen. Cuando dobló la esquina de la carretera que conducía a Sálvik, vio el coche de la policía aparcado ante su casa y constató que había hecho bien en obedecer a su instinto. Aparcó justo detrás del vehículo policial y salió del coche sin hacer ruido, aterrada ante lo que podía esperarla allí dentro. Llevaba una semana soñando exactamente aquello, que la policía llegaba a su casa y sacaba a la luz todo lo que ella tanto se había esforzado en olvidar. Ahora ya no era un sueño, sino realidad, y Monica se acercó a la casa avanzando a pasitos temerosos, con la idea de retrasar un instante a todas luces inevitable. Entonces oyó vociferar a Morgan y echó a correr por el sendero del jardín hasta la cabaña de su hijo. Este gritaba a los dos policías que aguardaban ante su puerta al tiempo que, con los brazos en jarras, intentaba impedirles la entrada.

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