Read Las hijas del frío Online

Authors: Camilla Läckberg

Las hijas del frío (36 page)

BOOK: Las hijas del frío
8.2Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

—Si me siento, se mojará el sofá —le dijo a Erica como si aquello fuese el fin del mundo.

—¡Qué más da! —respondió ésta—. Ya se secará. Oye, sólo tengo té de frambuesa. ¿Te gusta o te parece demasiado dulce?

—Está bien —aseguró Charlotte.

Erica sospechó que la respuesta habría sido la misma si le hubiese ofrecido té con sabor a caballo.

Al cabo de un rato, volvió a la sala con dos grandes tazas de té, un tarro de miel y dos cucharillas sobre una bandeja. La colocó en la mesa que había ante el sofá y se sentó al lado de Charlotte, que tomó una de las tazas y saboreó el té muy despacio. Erica la imitó en silencio. No quería forzar a su amiga a hablar, pero casi sentía físicamente la necesidad que tenía Charlotte de confiarse. Lo más probable era que no supiera ni por dónde empezar. Se preguntaba si Niclas habría hablado con ella después de su visita. Tras un largo silencio en el que lo único que se oyó fue el parloteo de Maja, Charlotte respondió a esa pregunta.

—Sé que ha estado aquí. Me lo contó. Así que ya lo sabes todo: ha tenido a otra. Otra vez, debería decir —puntualizó.

Dejó escapar una amarga risita mientras las lágrimas, que aguardaban el momento de brotar de sus ojos, empezaban a rodar por sus mejillas.

—Sí, lo sé —afirmó Erica.

Y también sabía a qué se refería su amiga al decir «otra vez». Charlotte le había hablado de los amoríos de Niclas, pero también le había confesado que creía que habían cesado, puesto que decidieron empezar de nuevo en Fjällbacka. Él le había prometido que sería un nuevo comienzo también en ese sentido.

—Lleva varios meses viéndola. ¿Te lo imaginas? Varios meses. Aquí, en Fjällbacka. Y nadie los ha descubierto. Debe de haber tenido una suerte tremenda.

Su risa tenía ahora un punto de histeria y Erica le puso la mano en la rodilla para calmarla.

—¿Quién es? —inquirió.

—¿No te lo dijo Niclas?

Erica negó y Charlotte respondió a su pregunta.

—Una niñata de veinticinco años. No sé quién es. Jeanette no sé cuántos.

Hizo un gesto con la mano: ya había pasado antes por aquello y no le importaba mucho quién fuese la joven. Las protagonistas habían ido cambiando; el engaño de Niclas era lo que contaba.

—Tanta mierda como he aguantado a lo largo de los años, tantas veces como lo he perdonado y conservado la esperanza, tanto como le aseguré que lo había olvidado todo y le prometí que seguiríamos adelante… Y esta vez supongo que yo confiaba en que sería distinto de verdad. Nos alejaríamos de todo lo sucedido, cambiaríamos de entorno y sería como nacer de nuevo.

Una vez más dejó escapar esa sonrisa, que era como un mal presagio, sin dejar de llorar.

—No sabes cómo lo siento, Charlotte —le dijo Erica acariciándole la espalda.

—Llevamos tantos años juntos… Hemos tenido dos niños, hemos superado mucho más de lo que nadie pueda imaginar, hemos perdido a uno de nuestros hijos y ahora esto.

—¿Por qué decidió contártelo en este momento? —preguntó Erica antes de dar un pequeño sorbo a su té.

—¿No te lo dijo? —respondió Charlotte sorprendida—. No vas a creértelo, pero me lo contó porque la policía lo ha llamado hoy para interrogarlo.

—¿De verdad? —preguntó a su vez Erica algo extrañada. No es que Patrik le contase todo lo que hacía, pero no tenía la sensación de que tuviese especial interés por Niclas—. ¿Y eso por qué?

—No lo sabía con certeza, según me dijo. Pero se habían enterado de su aventura con esa chica y tal vez por eso quisieron investigarlo más a fondo. De todos modos, ya está arreglado, me aseguró. Saben que él nunca le haría daño a su propia hija y seguro que sólo querían que respondiese a algunas preguntas.

—¿Estás segura de que no era más que eso?

Erica no pudo reprimir la pregunta. Sabía lo suficiente sobre el trabajo de Patrik para pensar que, como explicación de por qué lo habían llamado a interrogatorio, resultaba bastante floja. Sobre todo tratándose del padre de la víctima. Al mismo tiempo, empezaba a preguntarse cuáles habrían sido los verdaderos motivos de Niclas para ir a visitarla. Después de todo, ella no era sólo amiga de su esposa, sino también la mujer del policía responsable de la investigación.

Charlotte parecía desconcertada.

—Sí, bueno, al menos eso fue lo que me dijo. Aunque había algo que…

—¿Sí?

—¡Ay!, no sé, pero ahora que lo dices, tuve la impresión de que no me lo estaba contando todo. Claro que, al hablarme de su amante, yo me centré tanto en ese asunto que seguramente quedé ciega y sorda a todo lo demás.

Era tal la amargura de su amiga que Erica sintió deseos de abrazarla y mecerla como a una niña. Pero siempre experimentaba cierta incomodidad cuando recurría a un contacto físico tan cercano con la gente, de modo que se contentó con seguir acariciándole la espalda.

—¿No tienes idea de qué otros motivos podría tener la policía?

¿Fueron figuraciones suyas o por un instante se ensombreció realmente el rostro de Charlotte? La expresión desapareció con tanta rapidez, que Erica se sintió insegura.

Desde luego, la respuesta de su amiga fue rápida y firme:

—No, no tengo la menor idea de qué podría ser.

Luego guardó silencio y tomó un sorbo de té. Estaba más tranquila que cuando llegó y había dejado de llorar, pero su semblante seguía expresando amargura y, si pudiese verse a simple vista un corazón destrozado, tendría el aspecto que ahora mostraba la cara de Charlotte.

—¿Cómo os conocisteis Niclas y tú? —preguntó Erica más por curiosidad que por ayudar.

—¡Huy, créeme, eso sí que es una historia!

Por primera vez desde que llegó, la vio sonreír con verdaderas ganas.

—Niclas estaba en el curso superior al mío del mismo instituto. En realidad, yo no me había fijado demasiado en él y me gustaba un compañero suyo, pero, por alguna razón, Niclas empezó a mostrar interés por mí y, poco a poco, él también comenzó a despertar mi interés. Empezamos a salir y la cosa duró un par de meses, hasta que yo me cansé.

—¿Y rompiste con él?

—¿Por qué te sorprende tanto? Yo también puedo sentirme ofendida —aseguró entre unas risas que Erica secundó aliviada.

—Por desgracia, no me mantuve firme en mi decisión más de dos meses. Luego, volví a caer otra vez y todo empezó de nuevo. En esta ocasión la cosa duró el verano entero. Después, él se fue de viaje con sus amigos, sólo para emborracharse, ya sabes. Cuando volvió, me largó una historia sobre que tal vez los demás me contasen, decía, que él se había perdido la última noche… Pero la explicación de que había bebido demasiado y se quedó dormido en la barra de un bar no se sostuvo por mucho tiempo. Cuando la verdad salió a la luz, rompimos por segunda vez. Después de aquello me sentí verdaderamente aliviada de haberme librado de él con tan sólo el enfado y unas cuantas lágrimas. Niclas empezó a tantear a todas las chicas de Uddevalla y algunas de las historias que circulaban te resultarían increíbles. He de admitir, para mi vergüenza, que en alguna que otra ocasión mi carne fue más débil que mi espíritu, pero esos incidentes me dejaban siempre muy mal sabor de boca. Y ahora que lo pienso, tal vez hubiese sido mejor que todo hubiese terminado ahí y que Niclas hubiese quedado en un error de adolescencia, pero pese a que yo despreciaba profundamente lo que había hecho y la persona en que se había convertido, lo tuve rondándome la cabeza mucho tiempo. Hasta que, un par de años más tarde, coincidimos por ahí y, bueno, el resto ya te lo imaginas. Así que parece que debí ser más consciente de a qué me arriesgaba, ¿no crees?

—Por lo general, la gente cambia. Su conducta de adolescente no tenía por qué hacerte temer que te engañaría también de adulto. La mayoría de las personas maduran con la edad.

—Pues se ve que Niclas no —observó Charlotte, dominada de nuevo por la amargura—. Al mismo tiempo, no puedo odiarlo sin más. Hemos pasado tantas cosas juntos… Y a ratos atisbo cómo es en realidad. En algunas ocasiones lo he visto vulnerable y abierto, y por esos instantes, no puedo dejar de amarlo. Además, sé todo lo que pasó en su casa y lo que ocurrió con su padre cuando él tenía diecisiete años, y supongo que, en cierto sentido, siempre consideré su pasado como una circunstancia atenuante. De todos modos, me cuesta asimilar que sea capaz de causarme tanto daño.

—¿Qué piensas hacer ahora? —preguntó Erica echando una ojeada a Maja, que la dejó perpleja.

En efecto, la pequeña se había quedado dormida, ella sólita, en su hamaca. Era la primera vez que ocurría tal cosa.

—No lo sé. No tengo fuerzas para pensar en ello ahora. Y en cierto modo, siento que tanto da. Sara está muerta y nada de lo que Niclas haga o diga puede causarme un dolor parecido siquiera. Él quiere que empecemos de nuevo, que busquemos un hogar propio y nos mudemos de la casa de mi madre y Stig cuanto antes. Pero ahora mismo no sé por dónde tirar…

Agachó la cabeza, pero, de repente, se puso de pie.

—Tengo que irme. Mi madre lleva con Albin casi todo el día. Gracias por escucharme un rato.

—Ya sabes que puedes venir cuando quieras.

—Gracias.

Charlotte le dio a Erica un abrazo breve y fugaz, y se marchó tan rápido como se había presentado.

Con paso lento, Erica volvió a la sala de estar y se detuvo admirada ante la hamaquita, observando cómo dormía su pequeña. Tal vez hubiese alguna esperanza, después de todo. Por desgracia, no estaba segura de que Charlotte pudiese decir lo mismo.

Había llegado a su parte favorita del videojuego con el que estaba trabajando. Su cabeza discurría a toda máquina y, según las instrucciones, debía haber un montón de efectos extremos. Sus dedos se movían acelerados sobre el teclado y, en la pantalla, iba surgiendo la escena a la velocidad del rayo. Morgan admiraba y envidiaba de veras a aquellos que eran capaces de escribir las historias que él debía convertir después en realidad virtual. Si algo echaba de menos en su vida, era precisamente la imaginación que poseían algunas personas, esa fuerza que sobrepasaba todos los límites y se desbordaba libremente. Desde luego, lo había intentado. En ocasiones, se vio obligado a intentarlo. Con las redacciones del colegio, por ejemplo. Eran una pesadilla. A veces le daban un tema, otras era una fotografía, y a partir de ahí, se esperaba que tejiese una red de personajes y sucesos. Él nunca llegó más allá de la primera frase. Después era como si su cerebro interrumpiese toda actividad. Se quedaba en blanco. El papel seguía inmaculado sobre la mesa, pidiéndole a gritos que lo llenase de palabras, pero no se le ocurría ninguna. Los profesores lo reprendían. Al menos, hasta que su madre fue a hablar con ellos después de conocer el diagnóstico. A partir de entonces, empezaron a observar sus intentos con mirada curiosa, a considerarlo un ser extraño. Y no sabían hasta qué punto tenían razón. Así era, en efecto, como él se sentía allí sentado con la hoja en blanco sobre el pupitre y el ruido que hacían sus compañeros al escribir: un ser extraño.

Al conocer el mundo de los ordenadores, se sintió cómodo por primera vez en su vida. Era algo que le resultaba fácil, que dominaba. Era como si la rara pieza del rompecabezas que era él, Morgan, hubiese encontrado otra pieza igual de rara, pero con la que encajaba.

Cuando era más joven, se entregó con el mismo impulso maniático al aprendizaje de todo tipo de lenguajes codificados. Estudió cuanto cayó en sus manos sobre el tema y era capaz de repetir lo aprendido durante horas. Había algo que lo atraía en aquellas ingeniosas combinaciones de cifras y letras. Sin embargo, cuando empezó a interesarse por los ordenadores, la fascinación que le inspiraban los códigos se esfumó de un día para otro. Aunque seguía poseyendo aquellos conocimientos y podía recurrir a ellos en cualquier momento, simplemente ya no le interesaban.

La sangre que corría por la hoja de la espada lo hizo volver a pensar en la niña. Se preguntaba si la sangre se le habría coagulado en las venas ahora que estaba muerta; si habría quedado reducida a una masa compacta alojada en sus vasos y arterias. Tal vez se hubiese vuelto marrón oscuro, color que solía adquirir la sangre reseca según había visto cuando, para probar, se había cortado las venas él mismo. Miraba fascinado la sangre que manaba de los cortes hasta que fluía más despacio, se coagulaba y empezaba a cambiar de color.

Su madre quedó aterrada el día que fue a verlo y lo encontró en aquel estado. El intentó explicarle que sólo quería ver cómo era eso de morirse, pero ella ni le respondió; simplemente lo obligó a meterse en el coche y lo llevó al centro médico, aunque en realidad no era necesario. Hacerse cortes dolía, de modo que no los hizo muy profundos y ya había dejado de sangrar. Pero ella estaba histérica.

Morgan no comprendía por qué la muerte era un concepto tan desagradable para la gente normal. No era más que un estado, igual que la vida. Y en ocasiones se le antojaba muchísimo más atractiva que ésta. Así que había momentos en los que envidiaba a la niña. Ahora ella sabía cómo era. Conocía la solución del misterio.

Se obligó a concentrarse de nuevo en el juego. A veces, la idea de la muerte lo hacía perder varias horas sin sentir. Y eso arruinaba su horario.

Ernst se sentó sereno frente a él. Se negaba a mirarlo a los ojos y, para ello, se concentró en escrutar sus zapatos sin lustrar.

—¡Responde de una vez! —vociferó Patrik—. ¿Te llamaron de Gotemburgo por un asunto de pornografía infantil?

—Sí —respondió Ernst con acritud.

—¿Y por qué no nos hemos enterado de nada?

A esta pregunta siguió un largo silencio.

—Repito —insistió Patrik en voz baja y tono ominoso—: ¿por qué no nos informaste de ello?

—No creí que fuese tan importante —repuso Ernst evasivo.

—¿No creíste que fuese tan importante? —repitió Patrik con voz gélida dando tal puñetazo en la mesa que hizo saltar el teclado.

—No —se reafirmó Ernst.

—¿Y por qué?

—Pues…, teníamos tantas otras cosas de que ocuparnos en aquel momento… Y, además, me pareció un tanto inverosímil. Quiero decir que es ese tipo de cosas de las que se ocupan en las grandes ciudades.

—No digas estupideces —atajó Patrik sin poder ocultar su desprecio. Ni se había molestado en sentarse, sino que se mantuvo de pie, amenazante, delante del escritorio. La ira le permitía ver más allá—. Sabes perfectamente que la pornografía infantil no depende de la geografía. Se da exactamente igual en pueblos y ciudades. Así que deja de mentir y dime cuál fue la verdadera razón. Y créeme, si es lo que sospecho, te has buscado un buen problema.

BOOK: Las hijas del frío
8.2Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Lost in a Royal Kiss by Vanessa Kelly
True Detectives by Jonathan Kellerman
Snow by Wheeler Scott
Princess Academy by Shannon Hale
The Subtle Knife by Philip Pullman
The Lady And The Lake by Collier, Diane
The Flower Brides by Grace Livingston Hill