Las llanuras del tránsito (74 page)

BOOK: Las llanuras del tránsito
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En la mayor parte de los suelos intervenía una mezcla del fecundo loess y marga negra, o bien arena y gravas aluviales, con un afloramiento ocasional de antiguas rocas que interrumpían el relieve liso. Estas mesetas aisladas solían estar pobladas de coníferas, que a veces descendían hasta las llanuras, proporcionando cobijo a diferentes especies de animales que no podían vivir exclusivamente en terreno abierto. La vida era más ubérrima en los sectores de los márgenes, mas a pesar de tanta exuberancia, la vegetación principal continuaba siendo la hierba. Los pastos altos y cortos de la estepa, así como las hierbas con aspecto de pluma y las festucas en las llanuras centrales de la estepa formaban un pastizal extraordinariamente abundante que se agitaba impulsado por el viento.

Cuando Ayla y Jondalar salieron de las llanuras meridionales y se aproximaron al frío norte, tuvieron la sensación de que la estación avanzaba con más rapidez que de costumbre. El viento que les golpeaba la cara traía una ráfaga del frío intenso de su lugar de origen. Una acumulación de inconcebibles proporciones de hielo glacial se extendía sobre vastas regiones de las tierras septentrionales y comenzaba justo frente a ellos, a una distancia muy inferior a la que ya habían recorrido.

Debido al cambio de estación, la fuerza cada vez más violenta del aire helado hacía presagiar su tremendo poder. Las lluvias disminuyeron hasta cesar por completo, vetas blancas irregulares reemplazaron a las acumulaciones bajo unas nubes desflecadas por los fuertes vientos constantes. Potentes ráfagas arrancaban las hojas secas de los árboles caducos y las dispersaban para formar una alfombra irregular alrededor de los troncos. Luego, en un súbito cambio de humor, una repentina corriente ascendente elevaba los quebradizos esqueletos de las ramas nacidas durante el verano, los esparcía en torno con furia y luego, como cansado del juego, los dejaba caer en otro lugar.

A pesar de los inconvenientes, el tiempo frío y seco complacía más a los viajeros; era algo conocido, incluso cómodo, y estaban protegidos por las capuchas y los chaquetones de piel. Habían informado bien a Jondalar; la caza era fácil en las llanuras centrales, los animales estaban bien nutridos y sanos después de comer todo el verano. En esa época del año muchos granos, frutos, nueces y raíces estaban maduros para la cosecha. No necesitaban consumir las raciones de viaje, e incluso repusieron sus existencias porque mataron un ciervo gigantesco. Eso les decidió a detenerse y descansar unos días, mientras la carne se secaba. La salud resplandecía en sus rostros, que reflejaban la honda felicidad de estar vivos y enamorados.

Los caballos parecían haber rejuvenecido. Era su medio, el clima y las condiciones a los que se habían adaptado. Su espeso pelaje era más tupido a causa del crecimiento invernal, y todas las mañanas se les notaba inquietos y dinámicos. El lobo, con el hocico apuntando al viento, recogía olores conocidos por los registros recónditos e instintivos de su cerebro y brincaba satisfecho por el camino, realizando de vez en cuando incursiones en solitario, para reaparecer súbitamente, según Ayla, con el aire de sentirse orgulloso de sí mismo.

El cruce de los ríos no ofrecía problemas. Casi todos los cursos de agua corrían paralelos a la dirección norte-sur del Río de la Gran Madre, si bien los dos viajeros vadearon algunos que atravesaban la llanura; no obstante, el esquema era imprevisible. Los canales se desviaban tanto que no siempre era seguro que una corriente que se cruzara en el camino representase un desvío del río o de algunos de los pocos arroyos procedentes de los terrenos más altos. Algunos canales paralelos concluían bruscamente en una corriente que bajaba hacia el oeste, la cual a su vez vaciaba sus aguas en otro canal de la Madre.

Aunque a veces se veían obligados a desviarse de la dirección norte a causa de un amplio recodo del río, era el tipo de pastizal abierto lo que determinaba que viajar a caballo fuese mucho más ventajoso que hacerlo a pie. Desarrollaban una velocidad excepcional, y cada día salvaban distancias tan largas que compensaban los retrasos anteriores. Jondalar se sentía complacido al pensar que incluso estaban compensando un tanto su decisión de seguir el camino más largo, con el fin de visitar a los sharamudoi.

Los días tersos, fríos y claros, permitían una amplia visión panorámica, enturbiada tan sólo por las brumas matutinas cuando el sol calentaba la humedad condensada durante la noche, la cual apenas superaba el punto de congelación. Hacia el este se divisaban las montañas que habían esquivado cuando siguieron el curso del gran río a través de las cálidas planicies meridionales. Se trataba de las mismas montañas cuya ladera sudoeste habían ascendido. Los picos helados y relucientes se iban acercando imperceptiblemente a medida que la cadena se desviaba hacia el noroeste, formando un gran arco.

Hacia la izquierda, la cadena montañosa más alta del continente, cubierta por un enorme casquete de hielo glacial casi hasta la mitad de los flancos, se desplegaba en una sucesión de alturas que iba de este a oeste. Los picos imponentes y luminosos se elevaban en la lejanía púrpura como una presencia vagamente siniestra, una barrera al parecer infranqueable entre los viajeros y su meta definitiva. El Río de la Gran Madre les obligaría a rodear la ancha cara septentrional de la cadena, acercándolos a un glaciar relativamente pequeño que cubría, como una armadura de hielo, un macizo antiguo y redondo en el extremo noroeste de las estribaciones alpinas de las montañas.

Más bajo y a menos distancia, más allá de una llanura cubierta de hierba donde también crecían bosques de pinos, se elevaba otro macizo. La meseta de granito se imponía a los prados de la estepa y al Río de la Gran Madre, pero descendió gradualmente cuando continuaron hacia el norte, y al fin se unió con las colinas onduladas que se extendían todo el camino hasta las estribaciones de las montañas occidentales. La cantidad de árboles que interrumpían el paisaje abierto cubierto de hierba era cada vez menor y los que quedaban comenzaban a adoptar las habituales deformaciones achaparradas de los árboles esculpidos por el viento.

Ayla y Jondalar habían recorrido casi tres cuartas partes de la distancia, de sur a norte, de las inmensas llanuras centrales, antes de que empezaran a caer los primeros copos de nieve.

–¡Jondalar, mira! ¡Está nevando! –gritó Ayla excitada, dibujándose en sus labios una sonrisa radiante–. Es la primera nieve del invierno.

La joven había estado oliendo la nieve en el aire, y la primera nevada de la estación siempre le parecía especial.

–No entiendo por qué te complace tanto –replicó Jondalar, pero la sonrisa de Ayla era contagiosa, y él no pudo por menos de sonreír a su vez–. Me temo que antes de que hayamos llegado, te habrás cansado de la nieve y el hielo.

–Sé que tienes razón, pero de todos modos me gustan las primeras nieves. –Después de avanzar un corto trecho, Ayla preguntó–: ¿Podremos acampar pronto?

–Es un poco más de mediodía –dijo Jondalar, un tanto desconcertado–. ¿Por qué hablas ya de acampar?

–Acabo de ver unas perdices blancas. Han comenzado a cubrirse de blanco, pero como la nieve no ha cuajado, ahora es fácil distinguirlas. No será lo mismo cuando haya nevado más, y siempre son muy sabrosas en esta época del año, sobre todo si las preparo como le gustaban a Creb, pero se necesita bastante tiempo para cocerlas de ese modo. –Sin proponérselo evocó el pasado, perdida la mirada en el vacío–. Hay que cavar un hoyo en el suelo, revestirlo con piedras y encender fuego. Después, se introducen las aves, envueltas en humo, se tapa todo y se espera. –Las palabras habían brotado de sus labios con tanta rapidez que casi farfullaba–. Pero vale la pena.

–Cálmate, Ayla, estás excitada –sonrió Jondalar, divertido y alegre. Le encantaba mirarla cuando ella demostraba tanto entusiasmo–. Si estás segura de que serán tan deliciosas, creo que podremos instalar el campamento y salir a cazar perdices.

–Así será –dijo Ayla, mirando a Jondalar con expresión seria–; pero tú ya las has comido preparadas de ese modo. Conoces su sabor. –Entonces reparó en la sonrisa de Jondalar y comprendió que él había estado jugando con ella. Su reacción fue extraer la honda sujeta por el cinturón mientras le aconsejaba–: Organiza el campamento. Yo iré a cazar una perdiz, y si me ayudas a cavar el hoyo, hasta te permitiré saborearla –dijo sonriendo, y espoleó a Whinney.

–¡Ayla! –gritó Jondalar antes de que ella se alejara–. Si me dejas la estaca de cavar, ¡oh!, tú, «Mujer Que Caza», te prepararé el campamento.

Ella le miró sobresaltada.

–Ignoraba que fueras capaz de recordar cómo me llamaba Brun cuando me permitió cazar –dijo, mientras regresaba y se detenía frente a él.

–Es posible que no guarde recuerdo de todo lo referente a tu clan, pero de todos modos me acuerdo de algunas cosas, en particular de las relacionadas con la mujer a quien amo –dijo, y contempló la sonrisa amplia y bella que acentuaba la hermosura de la joven–. Además, si me ayudas a encontrar un sitio para instalarnos, sabrás adónde regresar con tus dichosas aves.

–Si no te viese, te seguiría la pista, pero te acompañaré y dejaré contigo las angarillas. Whinney no puede moverse con rapidez si tiene que arrastrarlas.

Cabalgaron juntos hasta que en las inmediaciones de un arroyo vieron el lugar apropiado para acampar, un terreno llano para la tienda, con unos pocos árboles y, lo que era más importante para Ayla, una playa llena de piedras que podían usarse para armar el horno en el suelo.

–Bien; puedo ayudarte a instalar el campamento, ya que estoy aquí –decidió Ayla, y desmontó.

–Ve a cazar tu perdiz. Dime sólo dónde deseas que empiece a cavar un hoyo –dijo Jondalar.

Ayla dudó unos instantes; después asintió. Cuanto antes cazara las aves, antes empezaría a asarlas, y era posible que necesitase cierto tiempo para abatirlas. Recorrió a pie el lugar y eligió un sitio que parecía apropiado para el horno en el suelo.

–Aquí –dijo–; cerca de estas piedras.

Exploró la playa y llegó a la conclusión de que también podía recoger algunas piedras redondas y pulidas para su honda mientras permanecieran allí.

A continuación ordenó a Lobo que la acompañara y volvió atrás para buscar la perdiz que había visto. Apenas comenzó a seleccionar las gruesas aves, vio varias especies similares. Primero se sintió tentada por una pareja de perdices grises entretenidas en picotear semillas maduras de centeno y trigo mocho. Identificó un número sorprendente de aves jóvenes por las marcas un poco menos definidas, no por el tamaño del cuerpo. Aunque las aves robustas y de proporciones medianas ponían hasta veinte huevos en una nidada, por lo general soportaban una depredación tan intensa que eran escasos los ejemplares que alcanzaban la edad adulta.

Las perdices grises también eran sabrosas, pero Ayla decidió que continuaría caminando sin olvidar el lugar donde las había visto, por si no encontraba las perdices blancas que ella prefería. Una bandada formada por varias familias de codornices gregarias más pequeñas la sobresaltó al levantar el vuelo. Las avecillas redondas también eran sabrosas, y si Ayla hubiera sabido usar un palo arrojadizo que podía derribar varios animales de una sola vez, quizá ahora hubiera intentado utilizarlo.

Como había decidido ignorar a las restantes aves, Ayla se alegró de ver a las perdices blancas, hábiles en camuflarse, cerca del lugar en el que las había descubierto antes. Aunque todavía mostraban ciertos dibujos en el dorso y las alas, las plumas blancas predominantes hacían que se destacaran contra el fondo formado por el suelo gris y las hierbas secas color oro oscuro. Las aves gordas y robustas ya tenían plumas de invierno no sólo en las patas, sino también en las garras, para protegerlas del frío y cuando caminaban sobre la nieve. Aunque la codorniz recorría con frecuencia distancias más largas, tanto la perdiz común como la blanca, al igual que la chocha cuyo plumaje se tornaba blanco en la nieve, solían mantenerse en un sector generalmente próximo a su lugar de nacimiento y se desplazaban tan sólo una corta distancia entre las áreas invernales y las estivales.

De acuerdo con el estilo de ese mundo invernal, que admitía asociaciones estrechas de seres vivos cuyos respectivos hábitats en otras ocasiones estarían muy distanciados entre sí, cada cual tenía su espacio y todos se mantenían en las llanuras centrales durante el invierno. Mientras que la perdiz se aferraba al pastizal abierto batido por el viento, alimentándose de semillas y durmiendo por las noches en los árboles cercanos a los ríos y las mesetas, la perdiz blanca prefería la nieve blanda, abriendo huecos debajo de ella para mantenerse caliente, alimentándose de ramitas, brotes, capullos y arbustos, a menudo variedades que contenían aceites concentrados desagradables o incluso venenosos para otros animales.

Ayla ordenó a Lobo que se estuviera quieto, mientras ella extraía dos piedras de su saquito y preparaba la honda. Montada en Whinney, vio un pájaro casi blanco y lanzó la primera piedra. Lobo, atento al movimiento de Ayla, que interpretó como una señal, se abalanzó simultáneamente sobre otro ejemplar. Con batir de alas y estridentes graznidos de protesta, el resto de la bandada de pesadas aves remontó el vuelo, y los poderosos músculos valoradores batieron con fuerza el aire. Las marcas normales, camufladas en el suelo, experimentaban un cambio sorprendente en el aire, cuando el plumaje desplegado exhibía dibujos peculiares, de forma que otros ejemplares de la misma especie podían seguir fácilmente la pista, manteniéndose unida la bandada.

Después del ímpetu del primer estallido de actividad y el súbito relampagueo de las plumas, el vuelo de las perdices se convirtió en un prolongado deslizamiento. Con una presión y un movimiento de su cuerpo que constituía casi una segunda naturaleza, Ayla ordenó a Whinney que siguiera el movimiento de las aves mientras ella se preparaba para arrojar una segunda piedra. La mujer aferró la honda en el movimiento de retorno, deslizó la mano sobre el extremo suelto y, con un gesto desenvuelto y hábil, estiró hacia atrás la otra mano y depositó la segunda piedra en el bolsón, antes de dispararla. Aunque a veces tenía que esforzarse un poco en el primer tiro, en el segundo rara vez necesitaba acumular impulso.

Su habilidad para arrojar piedras con tanta rapidez era tan extraordinaria que, de no verla en acción, nadie lo hubiera creído. Su destreza era innata, puesto que Ayla había aprendido por su cuenta la técnica de las dos piedras. En el transcurso de los años la había perfeccionado, y era muy precisa con los dos tiros. El ave a la que había apuntado en tierra, jamás remontó el vuelo. Cuando la segunda ave cayó al suelo, Ayla cogió rápidamente dos piedras más; pero entonces la bandada ya estaba fuera de su alcance.

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