Read Las manzanas Online

Authors: Agatha Christie

Tags: #Intriga, Policíaco

Las manzanas (4 page)

BOOK: Las manzanas
4.36Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

—¿Y resultó cierto que se había ido a su casa sin previo aviso a nadie de lo que hacía?

—No. No se había ido a su casa… —contestó la señora Oliver, a quien la voz tornó a quebrársele—. Al final la localizamos… Estaba en la biblioteca. En la estancia habían jugado los muchachos a coger las manzanas que flotaban en el agua con los dientes… El cubo todavía se encontraba allí. Era un cubo grande, de hierro galvanizado. No habían querido utilizar el de plástico. Quizá, de haber empleado éste, no habría pasado nada. Le faltaba pesadez, rigidez… Hubiera terminado por ser volcado…

—¿Qué pasó? —inquirió Poirot, severamente.

—Allí fue encontrada Joyce —declaró la señora Oliver, reiterativa—. Alguien, alguien la había forzado a sumergir la cabeza en el agua en que flotaban las manzanas. Alguien había mantenido su cabeza sumergida hasta que la chica se ahogó. Murió ahogada. Ahogada en un cubo de hierro galvanizado lleno casi por completo de agua. Estaba arrodillada frente a aquél, como si hubiese intentado asir unas manzanas con los dientes. Odio las manzanas —declaró Ariadne—. No quiero volver a verlas…

Poirot miró fijamente a su amiga. Extendió una mano y vertió un poco de coñac en un vaso.

—Bébase esto —dijo—. Le sentará bien.

C
APÍTULO
IV

L
A señora Oliver ingirió el coñac y se secó los labios.

—Es verdad. El coñac me ha caído bien. He estado a punto de sufrir un ataque de histeria.

—Ha experimentado una gran emoción, ya lo veo. ¿Cuándo sucedió lo que acaba de contarme?

—Anoche. ¿Fue anoche realmente? Sí, sí, desde luego.

—Y usted decidió venir a verme…

No se trataba de una pregunta, ni nada por el estilo. La frase era una solicitud de más información.

—Y usted, decidió venir a verme… ¿Con qué fin?

—Pensé que usted podría aclarar el misterio. Ya habrá advertido que no es nada sencillo el caso.

—Lo mismo puede resultar sencillo que complicado. Esto depende de muchos factores. Es preciso que me dé a conocer detalles. Supongo que la policía se habrá hecho cargo de este asunto. Me imagino que sería requerida la presencia de un médico. ¿Qué dijo el hombre?

—Va a hacer una encuesta —notificó la señora Oliver.

—Es lógico.

—Mañana o pasado mañana.

—Esa chica, Joyce… ¿Qué edad tenía?

—No lo sé con exactitud. Creo que doce o trece años.

—¿Poco desarrollada para su edad?

—No, no. Cualquiera habría dicho que tenía más años. Era una chica metidita en carnes.

—¿Con formas femeninas bien acentuadas? ¿Atractiva?

—Sí. Pero no creo que el móvil del crimen fuese… El problema habría quedado reducido a unos términos más simples, ¿no?

—Es el tipo de crimen —declaró Poirot—, que uno localiza todos los días en la prensa. Una chica es atacada… Todos los días se dan sucesos. El que nos ocupa ocurrió en una casa particular, lo cual es menos corriente, diferenciándose por ello de los demás. Pero, en fin, es posible que entre éste y los otros no existan tantas diferencias. Usted, Ariadne, no me lo ha dicho todo todavía, ¿eh?

—No, creo que no. No le he dicho todavía por qué razón he venido a verle a usted.

—¿Usted conocía a esa Joyce bien?

—Ni bien ni mal… Será mejor que le explique cómo llegué a aquel sitio.

—¿A qué sitio?

—Hablo de un lugar llamado Woodleigh Common.

—Woodleigh Common —repitió Poirot, pensativo—. Donde últimamente…

Se interrumpió de pronto. La señora Oliver siguió:

—No está a mucha distancia de Londres. A alrededor de unos cincuenta kilómetros me figuro que quedará. Está cerca de Medchester. Es uno de esos sitios que cuentan con pocas edificaciones y la mayoría recientes. Una zona residencial. Hay una buena escuela por las proximidades y la gente se desplaza con facilidad a Londres y a Medchester, donde trabaja normalmente. Se trata de un lugar poblado por personas de tipo medio con unos ingresos que pudieran llamarse razonables.

—Woodleigh Common —repitió Poirot caviloso.

—Yo pasaba unos días allí en casa de una amiga mía llamada Judith Butler. Es viuda. Este año participé en un crucero por las islas griegas. Judith también. Nos hicimos amigas durante el viaje. Tiene una hija llamada Miranda, que ahora cuenta doce o trece años de edad. Unos amigos suyos organizaron la fiesta que le he dicho antes y ella hizo que me presentara en la misma, alegando que podía aportar alguna idea interesante.

—¡Ah! ¿No le aconsejó que organizara, como juego, la búsqueda del asesino en un crimen simulado o algo por el estilo?

—¡Gracias a Dios, no! —respondió la señora Oliver—. ¿Usted cree que me hubiera prestado al juego?

—Lo que sucedió allí fue terrible… Y me pregunto: ¿pasaría todo por el hecho de encontrarme yo en aquella casa?

—No lo creo, amiga mía. Por lo menos… ¿Había personas en la reunión que sabían quién era usted?

—Sí —reconoció la señora Oliver—. Una de las jóvenes habló de los libros que yo había escrito y de que le gustaban los crímenes. Así es como… Bien. Eso es lo que me lleva a la causa de que yo haya recurrido a usted.

—Que por cierto no me ha explicado todavía….

—Verá… Al principio no pensé en ello. De una manera directa, se entiende. Los chicos hacen a veces cosas raras. Hay chiquillos y chiquillas raros, que…

—¿Se encontraban algunos adolescentes allí?

—Había dos muchachos de dieciséis a dieciocho años.

—Supongo que uno de ellos pudo hacerlo… ¿No es eso lo que la policía piensa?

—La policía no dice lo que piensa, pero se comporta como si diese eso por cierto.

—¿Era Joyce una chica atractiva?

—No lo creo. Bueno, usted quiere saber si resultaba atractiva para los chicos.

—Tome al pie de la letra mi pregunta.

—No creo que resultara una muchacha muy agradable —explicó la señora OIiver—. Invitaba poco al diálogo. Era de esas muchachas que gustan de exhibirse y de ser más que nadie. Claro, la edad es terrible. Lo que estoy diciendo parece algo despiadado, pero…

—Ante un crimen, no es nunca descortesía ni impiedad decir lo que la víctima era realmente —manifestó Poirot—. Por el contrario, la sinceridad es muy necesaria, imprescindible. La personalidad de la víctima nos conduce muchas veces a la causa o arranque del crimen. ¿Cuántas personas se encontraban en la casa en el momento de suceder aquello?

—Pues… Supongo que habría allí cinco o seis mujeres, las madres de algunas niñas, una maestra, la esposa de un médico o hermana, me parece, dos parejas ya entradas en años, los dos chicos de dieciséis a dieciocho años de edad, una muchacha de quince, dos o tres de once o doce… Bien. Ya se puede usted imaginar la tónica de la fiesta. En total, habría de veinticinco a treinta personas.

—¿Y gente extraña?

—Todos se conocían entre sí, tengo entendido. Naturalmente, había distintos grados de amistad entre esas personas. Como ocurre en todas partes. Creo que las chicas frecuentaban el mismo colegio en su mayoría. Había un par de mujeres traídas con objeto de que se ocuparan de la preparación de la cena y cosas por el estilo. Cuando la reunión terminó, la mayoría de los chicos y chicas regresaron a sus casas en compañía de sus madres. Yo me quedé con Judith y otras dos señoras, a fin de ayudar a Rowena Drake, la organizadora de la fiesta. Pretendíamos reducir un poco el trabajo con que se enfrentarían al día siguiente las mujeres de la limpieza. Ya se puede usted imaginar lo que había allí: harina por el suelo, agua derramada, papeles y otras cosas. Barrimos y después pasamos a la biblioteca. Y entonces fue cuando… cuando la encontramos. Inmediatamente, me acordé de lo que ella había dicho.

—De lo que había dicho…, ¿quién?

—Joyce.

—¿Qué es lo que dijo? Llegamos ahora a eso, ¿no? Nos estamos acercando a la causa determinante de su presencia aquí, ¿verdad, mi querida amiga?

—Sí. Pensé que sus palabras no significarían nada para un doctor, para la policía, para cualquier otra persona por el estilo. Me figuré, en cambio, que a usted sí le dirían algo.


Et bien
… Hable de una vez. ¿Se trata de algo que Joyce dijo en la reunión?

—No… Con anterioridad. La tarde en que todas nos dedicábamos a dejar listas las cosas. Se habló de que yo me dedicaba a escribir novelas policíacas y entonces declaró Joyce que ella había presenciado un crimen. Su madre le llamó la atención, invitándole a no decir disparates y una de sus amigas la acusó de estar inventándose un cuento. Entonces, Joyce insistió en que ella había visto en una ocasión cometer a alguien un crimen. Nadie la creyó, sin embargo. Todos los presentes se echaron a reír y ella acabó muy enfadada.

—¿La creyó usted?

—No, por supuesto que no.

—Ya, ya —se limitó a contestar ahora Poirot.

Guardó silencio durante breves momentos, apoyando un dedo en el borde de la mesa.

—¿No dio la chica detalles? ¿No citó ningún nombre?

—No. Contestó despectivamente varias veces a las preguntas de sus amigas, irritada porque éstas se rieron de ella. Las personas mayores se enfadaron, simplemente, sin más. Pero la gente de su edad no se contentó con eso. Todos empezaron a decirle: «Bueno, Joyce… ¿Cuándo fue cometido el crimen? ¿Por qué no nos hablaste nunca de él?». La chica respondió en una ocasión: «Lo había olvidado todo. Hace mucho tiempo de ello».

—¡Aja! ¿Como cuánto?

—Joyce aclaró que habían transcurrido varios años. «¿Por qué no recurriste a la policía entonces?», inquirió una de las chicas. Ann, me parece, o Beatrice. Era una muchacha que adoptaba unos aires de superioridad terribles.

—¡Aja! ¿Y qué contestó ella a eso?

—Joyce respondió: «Es que entonces yo no supe que se trataba de un crimen».

—Una respuesta sumamente interesante —comentó Poirot, incorporándose un poco en su sillón.

—Se mostró un tanto confusa luego —explicó la señora Oliver—. Dése cuenta: intentaba justificarse. Y cada vez se enfadaba más porque los unos tomaban a broma cuanto decía. Insistieron en preguntarle por qué no había recurrido a la policía. Y ella siempre respondía lo mismo: «Es que entonces yo no sabía que se trataba de un crimen. Fue después cuando identifiqué realmente qué era lo que había visto, interpretándolo bien».

—Pero nadie quería creerla… Ni siquiera usted, ¿verdad? En cambio, a raíz, de su muerte, a usted, Ariadne, se le ocurrió pensar que la chica había estado diciendo la verdad, ¿no?

—Justamente. No sabía qué hacer… más adelante, pensé en usted.

Poirot inclinó la cabeza gravemente, como dándole las gracias. Guardó silencio unos momentos diciendo después:

—Tengo que formular una pregunta muy seria. Le ruego que reflexione antes de contestarme. ¿Usted cree que la chica presenció
realmente
un crimen? ¿O se figura que ella, simplemente,
creyó
haberlo visto?

—Me inclino por lo primero —dijo la señora Oliver—. En aquellos instantes, sin embargo, no pensaba así. Me imaginé que Joyce recordaba vagamente algo que viera en alguna ocasión y que pretendía darse importancia, atraer sobre su persona la atención de los presentes. La vi hablar con mucha vehemencia: «Lo vi. Os digo que lo vi. Vi todo lo que pasó».

—¿Y luego?

—Me acordé de usted, decidiendo venir a verle —manifestó la señora Oliver—. Su muerte sólo tiene sentido si alguien cometió un crimen y la chica lo presenció.

—Cabe establecer ciertas conclusiones. Es posible que el crimen fuese cometido por una de las personas que participaron en la reunión. Esa misma persona tuvo que encontrarse en la casa en las primeras horas, en las de los preparativos, oyendo las declaraciones de Joyce.

—¿Usted no pensará que he dejado volar la fantasía, que todo esto acabo de inventármelo, verdad? —inquirió la señora Oliver—. No habrá pensado, ¿eh?, que cuanto le he referido es el fruto de mi imaginación…

—No. Una chica fue asesinada —declaró Poirot—. Fue asesinada por alguien que tenía fuerzas suficientes para obligarla a permanecer con la cabeza introducida en un cubo lleno de agua. He aquí un feo crimen, cometido, podríamos decirlo así, sobre la marcha, sin tiempo que perder. Alguien se sintió amenazado. Y la persona amenazada procuró pasar a la acción lo antes posible, para librarse de lo que se le venía encima.

—Joyce no podía conocer la identidad del autor del crimen que presenció —opinó la señora Oliver—. Quiero decir que ella no habría dicho lo que dijo de haber sabido que en la habitación se hallaba la persona directamente interesada en aquella historia.

—En efecto —corroboró Poirot—. Creo que está usted en lo cierto ahí. Presenció un crimen, pero no llegó a ver la faz del asesino. Tenemos que ir más allá de todo eso.

—No comprendo exactamente qué es lo que usted quiere darme a entender.

—Pudo suceder que alguien que visitara la casa durante el día y oyera la acusación de Joyce estuviese enterada del crimen y supiese quién lo había cometido. A lo mejor era una persona estrechamente relacionada con el agresor. Pudo haber sido un hombre que se creyera el único ser al corriente de lo que había hecho su esposa, su madre, su hija o su hijo. Pudo tratarse de una mujer también que se hallase informada sobre lo que hiciera su marido, madre, hija o hijo. En todo caso, estoy hablando de una criatura humana convencida de que era el único ser en la tierra conocedor de un secreto grave… Y al empezar a hablar Joyce…

—¿Entonces?

—Decidió que la chica tenía que morir.

—¿Y qué piensa usted hacer ahora?

—Verá… —dijo Hércules Poirot—. Acabo de recordar por qué me sonaba a algo familiar el nombre de Woodleigh Common.

C
APÍTULO
V

H
ÉRCULES Poirot se quedó mirando la pequeña puerta que daba acceso a Pine Crest. Tratábase de una casita de bellas líneas modernas, construida a conciencia. La respiración de Hércules Poirot resultaba un poco agitada en aquellos instantes. La edificación que contemplaba había sido adecuadamente bautizada. Estaba en la cumbre de un promontorio y en el cerro se veían algunos pinos. Contaba con un diminuto jardín. Un hombre de buena talla, ya entrado en años, avanzaba con alguna dificultad por el sendero interior de la finca, portador de una gran regadera de hierro galvanizado.

El superintendente Spence ya no tenía plateadas las sienes tan sólo. Las canas se habían extendido por toda su cabeza. Sin embargo, su complexión seguía siendo, aparentemente, la misma. Se detuvo para observar al visitante que se encontraba en la puerta de su vivienda. Hércules Poirot no hizo el menor movimiento.

BOOK: Las manzanas
4.36Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Spies of the Balkans by Alan Furst
The Art of Happiness by The Dalai Lama
The Innocent by Magdalen Nabb
The Gray Man by Mark Greaney