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Authors: Agatha Christie

Tags: #Intriga, Policíaco

Las manzanas (14 page)

BOOK: Las manzanas
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«¿Qué estoy viendo?», se preguntó Poirot. «¿Es esto el resultado de algún extraño fenómeno de encantamiento? Tal vez. En este lugar, aquí, todo es posible. Ya veo que se trata de un ser humano. ¿Y qué otra cosa podría ser, no obstante?»

Evocó algunas aventuras memorables de sus años juveniles, las que leyera en «Los Trabajos de Hércules». De pronto, se dijo que no se hallaba inmerso en un paisaje de jardín inglés propiamente dicho. Reinaba una atmósfera muy peculiar allí. Intentó aprehenderla. Observaba en ella cualidades de magia, de encantamiento, de belleza, de belleza absorbente, aunque salvaje. Plantado aquel jardín en el escenario de un teatro, cualquiera hubiera esperado ver ninfas, faunos, bellezas griegas… Pero allí había algo más, pensó Poirot. No acertaba a definirlo… Finalmente, pudo concretarlo: algo hablaba allí de un indefinido temor. ¿Qué era lo que había dicho la hermana de Spence? La hermana de Spence, sencillamente, habíale hablado de un crimen cometido en la cantera original, años atrás. La sangre había manchado las rocas del lugar. Después, la muerte había sido olvidada, apareciendo Michael Garfield, con sus proyectos de creación de un jardín maravilloso. Una dama muy anciana, que sólo podría vivir contados años, había aportado su dinero para que todo se transformase en esplendorosa realidad dentro del marco de una naturaleza al parecer reacia.

Vio ahora que lo que enmarcaban las ramas, con sus hojas, de un tono rojo dorado, era la figura de un joven, de un joven, señaló Poirot, de extraordinaria belleza. Nadie alude a los jóvenes de hoy en estos términos. De los muchachos de ahora suele decirse que son atractivos en mayor o menor grado y tal escala de valores no es desatinada, a menudo. Se habla de chicos agradables para el sexo opuesto que se hallan en posesión de rostros de facciones irregulares y de grasientas cabelleras. Nadie acostumbra decir actualmente de un joven contemporáneo que es bello. Y cuando uno se expresa en estos términos más bien es en tono de excusa, como si se estuviese valorando una cualidad que no se estimase desde hace muchos años. Las chicas modernas ya no ansían la compañía de un Orfeo con su laúd. Les agrada más el clásico cantante de «pop» de voz ronca, de ojos muy expresivos y cabeza adornada con masas de rebeldes cabellos.

Poirot continuó caminando. Al cabo de unos metros, el joven salió de entre los árboles, marchando a su encuentro. Aquel ser parecía estar caracterizado especialmente por su juventud. Pero Poirot advirtió enseguida que no era en realidad tan joven. Habría dejado atrás los treinta años… Sí. Más bien debía estar cerca de los cuarenta. La sonrisa, en su rostro, constituía una nota muy débil. No era la suya una sonrisa de bienvenida; era un gesto de reconocimiento sereno, tranquilo.

Era alto, esbelto. Sus rasgos faciales, perfectos, eran los que un escultor clásico hubiera estampado en una creación propia. Tenía unos ojos muy negros. Negros eran también los cabellos, que se ajustaban a su cabeza como un casco.

Por un momento, Poirot creyó que su encuentro con aquel hombre se estaba produciendo encima del tablado de alguna fiesta popular, durante el ensayo de una función tradicional. Entonces, involuntariamente, se fijó en sus chanclos de goma, diciéndose que tendría que recurrir a los buenos servicios del jefe de la tramoya, para que le procurase un equipo mejor.

—Quizás he entrado donde no debí de entrar. Si es así, le ruego que me dispense. Soy un forastero. Llegué a este lugar ayer…

—No creo que nadie pueda tacharle aquí de intruso —la voz del hombre era serena. A Poirot le pareció sumamente cortés, y también fría, despegada, como si su interlocutor estuviese pensando en cosas realmente apartadas de su contorno contemporáneo—. Esto no se halla abierto al público exactamente, pero la gente suele pasear por aquí. El coronel Weston y su esposa no dicen nada. Otra sería su actitud si vieran que los visitantes ocasionaban daños en los jardines. Pero no es eso lo que viene sucediendo, desde luego…

—No. No he advertido la menor huella de ningún acto vandálico —manifestó Poirot mirando en torno a él—. Tampoco se ven desperdicios de ningún tipo. Hasta resulta extraño, ¿verdad? Me sorprende no haber encontrado más personas por aquí. Uno habría esperado descubrir por estos parajes algunas parejas de enamorados.

—Los enamorados no vienen por aquí —repuso el joven—. Por una razón u otra, se supone que éste es un sitio desgraciado.

—¿Es usted el arquitecto?, me he preguntado al verle. Quizá me he equivocado en mis suposiciones.

—Me llamo Michael Garfield —contestó el joven.

—Llegué a figurármelo —declaró Poirot, quien abarcó con un movimiento de los brazos todo el terreno circundante—. ¿Es usted el autor de todo esto?

—Sí —replicó Michael Garfield con sencillez.

—Me ha parecido todo muy bello —comentó Poirot—. Esto no es corriente. Resulta muy hermoso para hallarse encajado en un sector campesino de escasas condiciones naturales. Bueno, le estoy hablando con entera franqueza… Debo felicitarle. Tiene usted que sentirse bien satisfecho por lo logrado aquí.

—Yo me pregunto, amigo mío, si existirá alguna persona que pueda considerarse plenamente satisfecha.

—Usted proyectó todo esto por encargo de una señora apellidada Llewellyn-Smythe, quien, según tengo entendido, murió ya. Luego, está el coronel y la señora Weston… ¿Son ellos los propietarios del terreno?

—Sí. Hicieron una adquisición a bajo precio. La casa es grande y no demasiado acogedora, a decir verdad. Es difícil de llevar… No es lo que apetece hoy en día la mayor parte de la gente. Ella señaló en su testamento que había de ser para mí.

—Y usted la vendió.

—Vendí la casa, sí.

—¿Pero no el jardín?

—¡Oh, sí! El jardín iba con la casa. Todo fue prácticamente tirado. ¿No se dice así en estos casos?

—¿Y por qué procedió de este modo? —inquirió Poirot—. Me parece muy interesante… ¿No le importa que me muestre, quizás, un poco curioso?

—Sus preguntas no son como las que me dirige la gente habitualmente —puntualizó Michael Garfield.

—Yo me intereso siempre por los hechos, por las razones. ¿Por qué A hizo esto y lo otro? ¿Por qué B emprendió lo de más allá? ¿Por qué C adoptó una conducta distinta de la seguida por A y B?

—Usted debiera entenderse bien con un científico —declaró Michael—. Es todo una cuestión (así suelen decírnoslo), de genes o cromosomas. Hay una disposición especial, unas normas reguladoras y todo lo demás.

—Usted acaba de decirme que no se sentía satisfecho por completo porgue no hay una sola persona que haya experimentado tal sensación. ¿Sintióse satisfecha acaso su cliente, su patrona, como quiera llamarla? ¿Se declaró contenta, sin limitaciones, ante este despliegue de belleza?

—Hasta cierto punto… —respondió Michael—. Yo me ocupé de este detalle. Resultaba fácil dejarla satisfecha.

—Me parece muy improbable su afirmación —dijo Hércules Poirot—. Según me han informado, ella tendría más de sesenta años. Unos sesenta y tantos, tal vez. ¿Es que las personas de esa edad se muestran en alguna ocasión satisfechas?

—Le aseguré que llevaría a cabo con toda exactitud sus instrucciones, que me esforzaría por traducir fielmente cuanto imaginara, cada una de sus ideas…

—¿Y fue así?

—¿Me pregunta usted eso en serio?

—No —respondió Poirot—. No. Con franqueza.

—Para triunfar en la vida —manifestó Michael Garfield—, uno tiene que abrazar la carrera que le agrada, apoyándose artísticamente en todo lo que va encontrando al paso… Hay que ser, sin embargo, también un poco comerciante. No lo olvide: cada uno dispone de unos géneros que ha de saber vender. De otro modo, cualquiera acaba viéndose atado a las ideas de otras gentes, de forma nada de acuerdo con las concepciones propias. Yo exhibí mis ideas y las vendí, las puse en el mercado (¿está mejor dicho así?), las sometí al cliente que me pagaba, nutriendo con ellas sus planes, sus proyectos. Se trata de un arte que no es muy difícil de aprender. Viene a ser algo así como vender huevos de cascara morena o blanca. Todo consiste en hacer ver a la parroquia cuáles son los mejores. Es la esencia de la campaña. Hay que hablar de huevos morenos, por ejemplo, de granja, de «huevos de campo». Cuesta más trabajo venderlos si se dice: «Todos son huevos. En este artículo sólo existe una cosa interesante: que sean frescos».

—Es usted un joven fuera de lo corriente, tengo que reconocerlo —opinó Poirot—. Le encuentro… arrogante —agregó, muy grave y pensativo.

—Es posible que esté usted en lo cierto.

—Ha hecho usted aquí cosas realmente hermosas. Ha sabido dar perspectivas originales a un sector de campiña caprichosamente alterado por la explotación de tipo industrial… ¿Qué belleza encerraba esto? Usted supo desplegar su fantasía y dar una aplicación práctica al dinero de su cliente. Tengo que felicitarle. Y he de ofrendar mi tributo, el de un hombre ya viejo, que se aproxima al final de su trabajo…

—Pero de momento usted sigue adelante con él, ¿eh?

—Así pues, ¿sabe quién soy?

Indudablemente, Poirot se sintió complacido. Le gustaba que la gente le reconociera. Temía, sin embargo, estar registrando muchos fallos en este sentido en los últimos tiempos…

—Sigue usted un rastro de sangre… Aquí ya es sabido eso. Nos encontramos en el seno de una reducida comunidad; las noticias tienen alas. Otra persona famosa le trajo aquí.

—¡Ah! Se está usted refiriendo a la señora Oliver..

—Me estoy refiriendo a Ariadne Oliver, autora de libros de mucho éxito. La gente desea que sea entrevistada para descubrir lo que opina sobre temas como el de la agitación estudiantil, el socialismo, los vestidos de las chicas, las relaciones amorosas entre los jóvenes y otros muchos asuntos que a ella deben tenerla sin cuidado.

—En efecto, en efecto —respondió Poirot—. Es deplorable, me imagino. Son pocas las enseñanzas que reciben todos de la señora Oliver. En lo único que se fija la gente con preferencia es, por ejemplo, en su afición por las manzanas. Es algo que se sabe desde hace veinte años, por lo menos, pero que ella da a conocer a quien quiera escucharla con la más agradable de las sonrisas. Últimamente, me temo que hayan dejado de gustarle las manzanas dichosas.

—Fueron unas manzanas la causa inicial de su presencia aquí, ¿no?

—Las manzanas de una reunión celebrada en la víspera de Todos los Santos —contestó Poirot—. ¿Estuvo usted en esa reunión?

—No.

—Es usted un hombre afortunado.

—¿Afortunado?

Michael Gardfield repitió el vocablo. Poirot observó un dejo de sorpresa en su voz.

—Figurar entre los invitados de una reunión en la cual fue cometido un crimen no constituye una experiencia agradable precisamente. Usted no ha pasado nunca por eso, quizá, pero yo le diré que le considero afortunado porque… —Poirot asumió ahora parte de su naturaleza extranjera—
il y a des ennuis, vous comprenez?
La gente empieza a preguntarle a uno datos, fechas, horas… La gente formula con facilidad preguntas impertinentes —Poirot se apresuró a añadir—. ¿Conocía usted a la niña?

—¡Oh, sí! Los Reynolds son muy conocidos aquí. Yo conozco, por otra parte, a la mayor parte de las personas que viven por los alrededores. La verdad es que dentro de Woodleigh Common todos nos hallamos relacionados de una forma u otra, en diversos grados. Todos tenemos nuestros amigos íntimos y otros más superficiales. Es lo que pasa en otros sitios por el estilo.

—¿Cómo era esa niña? Me refiero a Joyce.

—Era… ¿Cómo se lo explicaría yo…? Bien. No se trataba de una criatura que destacara positivamente de las demás. Poseía una voz más bien fea. Chillona. Es cuanto recuerdo principalmente de la chica, ¿sabe? Le confesaré que los pequeños a mí no me dicen nada, normalmente. Me cansan, me fastidian. Joyce era de las niñas que me fatigaban más. Cuando hablaba lo hacía siempre en primera persona.

—¿No era una chica interesante?

Michael Garfield pareció sentirse ligeramente sorprendido.

—Yo creo que no. ¿Usted cree que forzosamente tenía que ofrecer algún interés especial su persona?

—En mi opinión, es improbable que una persona que no ofrezca el menor interés sea asesinada. Hombre y mujeres, criaturas incluso, mueren asesinados porque ofrecen la perspectiva de facilitar una ganancia, porque inspiran temor, porque despiertan amor también. Siempre existe un punto de arranque justificativo en mayor o menor grado…

Poirot se interrumpió echando un vistazo a su reloj.

—Tengo que continuar mi camino. He de hacer frente a un compromiso. Reciba, una vez más, mis felicitaciones.

Poirot continuó andando, con todo cuidado. Se alegró en aquellos instantes de no calzar estrechos zapatos de cuero.

Michael Garfield no iba a ser la única persona que encontraría en el jardín aquel día. Al llegar al fondo de la depresión, Poirot divisó tres senderos que apuntaban a distintas direcciones. A la entrada del camino central, sentada sobre el tronco caído de un árbol, le estaba esperando una chica. Fue esto último algo que ella reveló inmediatamente.

—Supongo que usted es el señor Hércules Poirot… —le dijo.

La chica tenía una voz muy clara y sonora. Era una frágil niña. Había en su persona algo especial que la hacía encajar perfectamente en aquel original marco. Hacía pensar en un gracioso duendecillo de los bosques.

—Tal es mi nombre, en efecto —respondió Poirot.

—He querido salirle al encuentro —manifestó la niña—. Usted va a tomar el té con nosotras, ¿verdad?

—Con la señora Butler, con la señora Oliver, ¿eh? Pues sí, efectivamente.

—Cierto. Está usted hablando de mamá y de tía Ariadne —la niña agregó en tono de censura— se ha retrasado usted.

—Lo siento. Hice una parada para hablar con alguien…

—Sí. Ya lo vi. Estuvo usted hablando con Michael, ¿verdad?

—¿Lo conoces?

—Desde luego. Vivimos aquí hace mucho tiempo. Yo conozco a todo el mundo.

«¿Qué edad tendría aquella chiquilla?», se preguntó Poirot. Optó por preguntarle cuántos años tenía. La chica respondió:

—Tengo doce años. El que viene ingresaré como interna en un colegio.

—¿Te alegra o te entristece?

—Me sentiré alegre o triste cuando conozca el colegio a que voy a ir. Esto de aquí ya no me agrada tanto como me gustó en otras ocasiones. Me parece que lo mejor que podría hacer usted ahora es acompañarme. Por favor, señor Poirot…

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