¡Otra maldita novela sobre la guerra civil!

BOOK: ¡Otra maldita novela sobre la guerra civil!
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Para Olivia, lectora salvaje

ADVERTENCIA

Nunca me había pasado algo así. Mi escritura ha sido cuestionada muchas veces y por distintas vías. Pero nunca me había pasado algo así. Y por lo que sé de otros autores, tampoco a ellos. Siempre te encuentras críticos que dudan de la calidad de tu obra; lectores que te mandan cartas para impugnar tu novela, para insultarte incluso; periodistas que en una entrevista te ponen en apuros; oyentes que en una conferencia te reconvienen micrófono en mano. Todo eso es lo habitual, lo esperable, lo controlable. Pero que un lector se meta en tu texto, que se infiltre en el libro, me parece un delicado punto de no retorno, una barrera hecha pedazos, algo incontrolable e insoportable, ante lo que no podemos permanecer cruzados de brazos.

Mi intención, honesta y confesable, era volver a publicar la que fue mi primera novela,
La malamemoria
. Ya que en su día apareció en una pequeña editorial, y tuvo poca circulación y menos lectores, me parecía buena idea ponerla al alcance de quienes se han interesado por mi última novela,
El vano ayer
. Asumía, y así se lo hice saber a mi editora, que era una obra aún inmadura —la escribí con poco más de veinte años—, propia de un autor primerizo, influenciable, ambicioso y tal vez temerario, y que por tanto es una novela no exenta de defectos y vicios, irregular, pero no por ello falta de calidad y dignidad. En definitiva, una novela que, pese a ese carácter inmaduro, no me avergüenza. Más bien al contrario, creo que puede ser leída con interés y gusto, de ahí la intención de recuperarla.

De hecho, sugiero y ruego a los lectores que no atiendan a ese impertinente lector que ha intentado boicotear la publicación, y que se dediquen a leer
La malamemoria
pasando por alto sus inoportunos comentarios, esas fastidiosas notas que ha añadido según su capricho, y que espero podamos eliminar en próximas ediciones.

Por supuesto, vamos a emprender acciones contra tal sujeto. Porque si en el caso de mi novela el daño está ya hecho, al menos evitaremos que se cree un peligroso precedente. Eso sería lo preocupante. Que cundiese el ejemplo y a partir de ahora los lectores, por mimetismo, se dedicasen a cuestionar las novelas que leen, hiciesen lecturas desaforadamente críticas, subrayasen y anotasen los textos, los saboteasen como ha hecho este vándalo con mi obra. No podemos arriesgarnos a que los lectores pierdan el debido respeto al autor, esto es, a su autoridad, y acaben no ya criticándolo, sino hasta mofándose de él, desnudándolo en la plaza pública.

Si no detenemos esta inicial subversión, los novelistas acabaremos encogidos, acobardados, mudos.

I
SAAC
R
OSA

Madrid, octubre de 2006

LA MALAMEMORIA
por
I
SAAC
R
OSA

* * *

¡Otra maldita novela sobre la guerra civil! Una más, y además con título bien explícito. La malamemoria. La memoria mala. ¿Cuántas novelas de la memoria en los últimos años? Según el ISBN, en los últimos cinco años se han publicado 419 obras literarias (novelas, relatos y poesía) que incluían en su título la palabra «memoria». En toda la década anterior, entre 1990 y 1999, sólo 289 títulos con «memoria». Inflación de memoria, es evidente. Sumemos otros 162 títulos de la categoría «Historia de España» que evocan, de una u otra manera, la memoria. Algunos ejemplos:
La memoria prohibida, La memoria inútil, La casa de la memoria, El perfume de la memoria, Memoria arrodillada, Azul es la memoria, La sombra de la memoria, En los campos de la memoria, El latido de la memoria.
También zoológica:
La memoria del gallo, La memoria de los peces, La memoria de los lobos.
Y títulos reversibles: en el ISBN encontramos
Memoria del corazón
, pero también
El corazón de la memoria. La memoria de cristal
, y poco después
El cristal de la memoria. Los espejos de la memoria
, y
La memoria del espejo.
Están
La memoria de la luz
y
La memoria del barro
, a los que aún cabe oponer
La luz de la memoria
y
El barro de la memoria. La piel de la memoria
deja sitio a una futura novela que se llame
La memoria de la piel
.

Nada graba tan fijamente en nuestra memoria alguna cosa como el deseo de olvidarla.

M.
DE
M
ONTAIGNE

Cada ser humano intenta hacer un mundo a su medida, en el que sentirse seguro y protegido frente al mundo. Sólo a la fuerza el ser humano se enfrenta a contextos indeseados.

C. C
ASTILLA DEL
P
INO

* * *

Apuesto a que la cita de Montaigne es un mal préstamo. De calendario de mesa. Seguramente el autor no había leído a Montaigne (¿quién lee a Montaigne, y menos siendo joven?), sino que se limitó a consultar uno de esos diccionarios de citas y frases célebres, y buscó en el índice temático las referencias a «memoria», «olvido», etc., para encontrar alguna cita brillante que le adornase la primera página. Escogió una de Montaigne, pero lo mismo podía servirle de Shakespeare, de Rilke o de Benjamin, con tal de que se refiriera a la memoria, al pasado que regresa, al olvido... Esos diccionarios deberían ser citados en los agradecimientos de tantos escritores que sacan de ahí su maravillosa y apropiada cita de apertura, pero también por los asesores presidenciales que encuentran la frasecita genial para el discurso de turno, o los editores de periódico que espigan la cita del día para el cintillo superior de la portada
.

A MODO DE PRÓLOGO

Nadie sabe nada, nadie conoce o recuerda nada: en el balance de lo que sabemos la ignorancia se iguala con el olvido, el que no conoce es como el que no recuerda, el que no pregunta como el que no quiere recordar. Nadie conoce o recuerda nada porque en realidad —convenciones y simulaciones aparte— nadie hace preguntas o intenta recordar. Fuera erudiciones, adiós saberes enciclopédicos, de qué sirve almacenar datos, fechas, batallas pasadas, definiciones, citas o versos, de qué sirve tanto conocimiento externo y tanta memoria esforzada si desconocemos u olvidamos lo elemental, lo más cercano, lo realmente importante, lo que atañe a quienes nos rodean y a nosotros mismos.

Pasamos la vida obsesionados por la vastedad del conocimiento, por lo limitado de la memoria: nuestra incapacidad para comprender, asimilar y recordar tanta historia mundial, tantos nombres que poco o nada nos dicen pero hay que saberlos, lugares que nunca visitaremos y que damos por conocidos, obras fundamentales o banales de la literatura universal que no leeremos porque la biblioteca universal es infinita y nuestra vida tan breve; tanto saber que intentaremos atrapar de cualquier manera, todo vale para vencer al tiempo y al olvido, resúmenes de resúmenes, antologías miserables, sucintas historias por capítulos, cuadernos llenos de notas a lápiz, librerías llenando los salones, nuevas tecnologías, máquinas con memoria artificial (¿acaso nuestra memoria es natural?, ¿no es en verdad el olvido la norma y el recuerdo la excepción?). Este esfuerzo vano por saber nos hace desentendernos de lo verdaderamente importante, de lo vital que nos rodea, nosotros mismos y los demás, los prójimos, los más cercanos, nuestra vida y la de ellos, no sabemos nada: ¿qué ocurrió realmente en tu vida ya olvidada, en tu pasado más vergonzoso, en tu infancia de la que no conservas más que imágenes falseadas de enormes pasillos y gritos en la noche?; ¿quiénes son en verdad esas personas que tienes más cerca, tu familia, tus compañeros y colaboradores, tus amigos, el hombre o la mujer que amas?; ¿qué son y qué fueron en tiempo pasado?; ¿dónde estuvieron tus padres en la última guerra —cualquiera, siempre hay una última guerra reciente—, cómo vivieron el hambre o la represión de los años duros, fueron vencedores o vencidos, héroes o polvo del tiempo ajeno a la historia? ¿Dónde estabas tú mismo en los años más oscuros, si es que quieres recordarlo o preguntarlo?

Vives durante años o toda una vida junto a otras personas —tu amor, tu amigo, tu hermana o tu padre—, compartes con ellos la rutina, el paso de los días, creyendo que los conoces bien, pero sin saber en realidad nada, ignorando u olvidando quiénes son o quiénes fueron; desconociendo todo sobre ellos: quién fue una vez héroe o traidor, quién tuvo miedo durante años en silencio, quién amó desde la angustia o el delirio, quién construyó o destruyó algo, cualquier cosa. Vives toda una vida en un entorno humano del que no sabes o no recuerdas nada, qué ocurre o qué ocurrió en la casa colindante a la tuya, en algún pueblo de nombre incierto; qué hay tras las miradas que encuentras a diario en el transporte público o en el trabajo o en la calle, miradas que no nos interesan y que pueden esconder —o no lo esconden, es evidente pero somos ciegos— amor, odio, terror, miseria o esperanza.

Nadie sabe nada, nadie conoce ni recuerda nada ni a nadie, la inercia nos arrastra entre cuerpos humanos que permanecen sellados como cofres de algún misterio —o abiertos, pero somos ciegos, ya lo sabes—; nadie quiere recordar ni preguntar nada a nadie, porque lo fácil es el olvido y el desinterés. La memoria es un esfuerzo no siempre agradable, de qué sirve si podemos elegir el olvido, para qué recordar lo que aquél nos hizo o lo que sufrió por nuestra culpa, si lo fácil es cubrirlo con la arena estrecha de la amnesia deseada. No recuerdes, pero tampoco hagas preguntas, para qué quieres saber si aquél hizo algo a alguien —a nosotros mismos también— o sufrió algo por nuestra culpa, si lo fácil, lo cómodo, es no preguntar, no saber, ignorarlo todo para evitar las heridas.

Claro que sí, muchas veces preguntamos, ¿cómo estás?, ¿cómo te sientes?, ¿qué te pasaba ayer que parecías triste?, ¿qué sucede en tu vida?; pero estamos ciegos y también sordos, nadie escucha a nadie y por eso nadie habla en realidad, el uso del monosílabo está tan extendido, la frase corta y hueca, estoy bien, me siento bien, no me pasaba nada importante, todo va bien, normal. Ni siquiera el amor, que alguien definió como tensión de conocimiento, mentira, los amantes no preguntan ni recuerdan, el amor se encierra en un juego aprendido de gestos comunes y repetidos, de nuevas o viejas convenciones, de espacios neutrales donde no dañarnos.

Nadie sabe nada, nadie conoce o recuerda nada, y la ignorancia y el olvido permiten y fomentan la desidia de los válidos, la impunidad de los más callados criminales, el insulto de las víctimas, la muerte discreta de los notables, la ignominia de los héroes y el anonimato de los humildes, la gloria de los falsarios, la corrupción de los amantes y la muerte del sentimiento.

* * *

La edad del autor (según la fecha de la edición original, 1999, debió de escribir la novela con veintipocos años) tal vez disculpe un prólogo tan farragoso y sentencioso, a la vez que huero, lleno de inolvidables frases sonajero del tipo «polvo del tiempo ajeno a la historia», «cuerpos humanos que permanecen sellados como cofres de algún misterio», o «cubrirlo con la arena estrecha de la amnesia deseada». Un prólogo retórico y estridente, bastante disuasorio, pero sigamos
.

P
RIMERA PARTE
LA BUSCA
I

M
ARTES
, 5
DE ABRIL DE
1977

Tú.

Llegas a algún pueblo, cualquiera: no el que buscas, no aquel por el que preguntas en cada parada del camino, en gasolineras donde nadie oyó nunca hablar de un pueblo con ese nombre, en ventas descuidadas a un lado de la carretera, donde te mirarán con la sospecha natural hacia el forastero que llega desde tan lejos y que hace insistentes preguntas sobre un pueblo que nadie sabe bien si existió acaso, por mucho que tu viejo mapa de la provincia lo incluya, siete letras en tinta roja, en un lugar indefinido detrás de una breve sierra, adonde no parecen llegar las carreteras.

—¿De cuándo es ese mapa?

—De 1960 —contestas con desgana, automático.

—Bueno... ¿Y seguro que es de esta provincia?

La misma conversación tantas veces repetida desde que iniciaste este imposible viaje; idénticas preguntas en boca de hombres idénticos, todos con la dureza de piel común a estas tierras, el acento arrastrado, la voz sin emoción. La escena ya la adivinas, por reiterada: tú llegas a un pueblo cualquiera, apenas unas casas desordenadas, achatadas y de paredes enjalbegadas de sol; detienes tu automóvil en la primera puerta abierta donde puedan atenderte. Todo se sucede en la misma cadencia, la terca lentitud de estas tierras: el aldeano, arrebatado de la siesta, echa una inicial mirada a la matrícula del coche para confirmar tu carácter de forastero y establecer las primeras distancias. Tras un saludo convencional y cansino, dedica una nueva mirada, más curiosa, al vehículo, como evaluando la certeza de que en realidad vengas de donde dices venir en un auto tan viejo. Tú haces algún comentario tópico —el calor que hace en este abril, la admiración que te provoca el paisaje seco y duro de la región, la belleza sencilla de las construcciones—, y ofreces, amistoso, un cigarrillo, aceptado por tu interlocutor, que sin embargo no parece dispuesto a concederte mayor confianza sólo por unas palabras amables y un cigarrillo americano.

Después, tras un primer intento de interrogatorio al que tu interlocutor responde con sequedad («No conozco ese pueblo»), sacarás de la guantera del coche el plano de carreteras de 1960 («No puede ser que en poco más de quince años desaparezca un pueblo») para extenderlo sobre el capó amarillo y señalar con un dedo el nombre del pueblo presente en el mapa, el punto exacto entre ondulaciones y caminos que culebrean sin origen ni motivo. «Aquí está, ¿lo ve? Aparece en el mapa, luego existe», dirás, llenando de evidencia tus palabras. El hombre —porque será siempre un hombre: pequeños pueblos del sur habitados por hombres desocupados que permanecen sentados en las puertas de las casas, sosteniendo ociosa la tarde— se acercará un poco y mirará el mapa fingiendo interés —probablemente no sabe leer, pensarás con tristeza—, para después mirarte de nuevo, con mayor sospecha, observándote como lo que eres: un hombre que llega desde ciudades lejanas y sólo entrevistas en postales o diarios atrasados, que conduce un automóvil demasiado antiguo, por carreteras apenas transitadas, un viajero que se detiene en pequeños pueblos, en cortijos cercanos a la carretera con niños que se suben al coche y perros canijos que ladran al desconocido, en ventas olvidadas del paso de los años donde almorzarás cualquier cosa en salones vacíos, con el desasosiego y la premura que te producen las sillas volcadas sobre las mesas, el polvo que vence las estancias, el sabor metálico del agua de pozo, la tarde descompuesta tras las cortinas de plástico.

Ahora recorres la carretera —y todavía no sabes que ésta es la misma carretera de entonces, todavía no, aún debes esperar para saber, paciencia—, la carretera estrecha y rota, como flecha sola que estira el paisaje monótono y despoblado: tierra agostada, pocos árboles, recios olivos en las sierras del fondo, ausentes alquerías, alejadas de la carretera, ningún automóvil más que el tuyo, nadie más que tú, hombre agotado, demasiadas horas de viaje sin apenas detenerte, con el mapa extendido sobre el volante, imaginas el recorrido en el papel, inventas caminos que no aparecen, desvíos inexistentes, un pueblo que nadie conoce en la provincia, aunque tú sabes que existe, no importa que no tengas más evidencias que este mapa y algunas fotografías amarilleadas en las que docenas de hombres sonríen con la felicidad a que obligan los antiguos daguerrotipos, y en una esquina anotado, a lápiz, el nombre de la población que nadie recuerda o conoce pero que aparece también, repetido, en varias cartas antiguas que guardas en la cartera, atadas en fardo con una vitola de papel recio, poco más que eso.

«Alcahaz», repites con la vista puesta en la sierra azulada del fondo, «Alcahaz», como si tratases de conjurar en voz alta la presencia del pueblo, su inexistencia repentina, el temblor de voz de algunos hombres de la región al pronunciarlo; «Alcahaz», mientras dejas caer el pie en el acelerador y relajas los músculos, rendido a un suave cansancio que te va venciendo poco a poco, los ojos picados de sueño, el rostro blando, los dedos que aflojan la presión en el volante. «Alcahaz.»

Enciendes un cigarrillo para espantar el sueño.

* * *

El primer capítulo ya se apresura a plantear el que seguramente será hilo conductor de la novela: la búsqueda —«la busca», como titula esta primera parte—, la investigación desde el presente (aunque ese presente sea 1977) sobre hechos del pasado, a partir de algún elemento casual, dudoso y enigmático (en este caso, un pueblo desaparecido y negado). Todo lo cual, siguiendo el previsible esquema común a tantas novelas de los últimos años (la investigación a partir de un hallazgo fortuito de algún episodio oculto del pasado), desemboca en el inevitable descubrimiento de... ¡Un secreto de la guerra civil! En efecto, una historia olvidada, un drama terrible del que nadie tiene recuerdo, unas vidas perdidas en el sumidero de la historia, etc., etc
.

En este caso, además, la investigación toma forma de viaje, con lo que ya pueden añadirle todas las esperadas simbologías (el viaje que se acaba convirtiendo en viaje interior, el descubrimiento que al final es de uno mismo, etc.)
.

Demasiado visto. Me vienen a la cabeza decenas de ejemplos sólo entre las novelas de los últimos años. Un escritor en horas bajas se encuentra por casualidad con una vieja historia de cuyo hilo tirará hasta conocer un drama terrible y unos protagonistas fascinantes —uno de los cuales, aún vivo, le dará toda una lección humana y moral en las últimas páginas—. Una mujer, en plena crisis personal, se dedica tras la muerte de su padre a reconstruir la dramática historia familiar a partir de los papeles y fotografías que encuentra en un baúl en el desván. Un periodista investiga un caso de corrupción local y acaba destapando un drama guerracivilesco. Un policía desencantado y alcohólico se hace cargo de un caso de asesinato en un pequeño pueblo de la España profunda cuya trama conduce a una venganza de guerra largo tiempo aplazada. Y como éstos, muchos más argumentos hermanos que cualquier lector tendrá en mente. Veremos
.

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