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Authors: Melanie Gideon

Tags: #Romántico

Las mujeres casadas no hablan de amor (10 page)

BOOK: Las mujeres casadas no hablan de amor
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—Eric me parece un chico muy agradable. Podrías invitarlo alguna vez a hacer campamento en casa.

—¿Por qué siempre estás diciendo cosas como «un chico muy agradable» o «hacer campamento en casa»?

—Dime, ¿cómo lo llamas tú cuando invitas a un amigo a dormir?

—Invitar a un amigo a dormir.

—En los años setenta, lo llamábamos «hacer campamento en casa». Claro, eso fue hace más de treinta años y las cosas eran distintas, pero lo que no ha cambiado es que aún sigue siendo difícil estar en la escuela secundaria. El cuerpo cambia. La identidad cambia. Un día eres una persona y al día siguiente eres otra. Pero no te preocupes. Todo eso es normal; es parte de…

La mirada de Peter se desvía hacia mi cabeza:

—¿Por qué se te han vuelto anaranjadas las mechas?

Me cojo un mechón de pelo.

—Es lo que pasa cuando el tinte pierde fuerza. ¿En serio están anaranjadas?

—Herrumbradas, más bien.

A la mañana siguiente, dejo a Peter y a Zoé en el colegio, y cuando ya voy de camino a mi trabajo, veo la almohada de Peter en el asiento trasero. Ya llego tarde, pero Peter estará muy incómodo si tiene que dormir en el suelo sin su almohada. Vuelvo a toda prisa a la escuela y llego justo a tiempo. El autobús que lleva a los chicos de séptimo a Yosemite todavía está en el aparcamiento, con el motor en marcha.

Subo al autobús, con la almohada bajo el brazo. Hay un momento durante el cual nadie advierte mi presencia, en el que yo me pongo a buscar como una loca entre los niños, encantada de tener una oportunidad de espiar a mi hijo en su hábitat natural.

Lo veo en medio del autobús, sentado al lado de Briana. Le ha pasado un brazo por detrás y ella tiene la cabeza apoyada sobre su hombro. El espectáculo me resulta sorprendente por varias razones. Por un lado, es la primera vez que veo a mi hijo en actitud mínimamente íntima con una chica, y su naturalidad y madurez me resultan perturbadoras. Y, por otro, sé que está fingiendo. Está tratando de pasar por hetero, y eso me da mucha pena.

—Mira, Pedro. Ha venido tu madre.

¿Será posible susurrar seis palabras más humillantes en un autobús escolar?

—Pedro ha olvidado su osito de peluche —grita alguien desde el fondo del autobús.

Sí, es posible.

—Yo se la daré a Peter —dice la señora Ward, la profesora de lengua de Peter, sentada unas filas más atrás de donde estoy.

Me agarro a la almohada, mortificada.

—No se preocupe. Démela, por favor —insiste.

Le doy la almohada, pero me quedo inmóvil, congelada. No puedo dejar de mirar a Briana. Sé que no debería sentirme amenazada, pero no puedo evitarlo. En lo que va de año, la niña desgarbada con aparatos en los dientes se ha convertido en una mujercita muy guapa, vestida con camisola y vaqueros ceñidos. ¿Tendrá razón William? ¿Tengo tanto miedo de perder a Peter que temo la competencia de una niña de doce años?

—Lo siento, pero tiene que irse, señora Buckle —me dice la profesora de lengua.

Sí, voy a tener que irme antes de que «Mira, Pedro. Ha venido tu madre» se convierta en «Mira, Pedro. Tu madre está gritando porque no puede soportar la idea de pasar veinticuatro horas separada de ti». Peter está hundido en el asiento, con los brazos cruzados, mirando por la ventana. Me meto en el coche y golpeo suavemente la cabeza contra el volante, mientras el autobús se pone en marcha; después, pongo el cede de Susan Boyle (elijo el tema
Wild Horses
, que siempre me hace sentir animada y valiente), y llamo a Nedra.

—¡Peter tiene una novia falsa! —exclamo.

No tengo que explicarle a Nedra por qué creo que es falsa.

—¿Una novia falsa? ¡Me alegro por él! Es prácticamente un rito de paso. Eso, en el caso de que realmente sea gay, claro.

Nedra, como William, todavía no acaba de decantarse respecto a la sexualidad de Peter.

—Entonces, ¿es normal? —pregunto.

—Lo que es seguro es que no es anormal. Es joven y está confuso.

—Y humillado. Acabo de avergonzarlo delante de toda la clase de séptimo. Iba a pedirle que me ayudara a teñirme el pelo, pero ahora me odia y tendré que hacerlo yo sola.

—¿Por qué no vas a que te lo haga Lisa?

—Estoy intentando recortar gastos.

—Alice, deja de ser tan catastrofista. Las cosas se arreglarán. ¿Tiene nombre esa novia falsa?

—Briana.

—Detesto ese nombre. Es tan…

—De niña rubia del Medio Oeste, sí, ya lo sé. Pero es una chiquita muy simpática. Y muy guapa —añado con sentimiento de culpa—. Hace años que son amigos.

—¿Se da cuenta ella de que es una especie de coartada?

Pienso en los dos acurrucados juntos, con los ojos entrecerrados.

—Lo dudo.

—A menos que ella sea lesbiana y él también sea su coartada… Quizá tienen algún tipo de acuerdo. Como Tom y Katie.

—¡Sí, como ToKat! —digo.

No me gusta la idea de que Peter juegue con los sentimientos de Briana. Me parece casi tan triste como que finja ser heterosexual.

—¿ToKat? ¡Nadie los llama así!

—¿KatTo?

Silencio.

—¿Nedra?

—Te voy a regalar otra suscripción a la revista
People
, ¡a ver si esta vez empiezas a leerla!

27

—Has sido muy amable al permitir que me quede aquí con vosotros hasta que me instale del todo —entona Caroline Kilborn.

Me quedo parada en la puerta, incapaz de disimular la sorpresa. Esperaba una versión más joven de Bunny: una rubia elegantemente vestida y peinada. Pero en lugar de eso encuentro una pelirroja sin maquillaje y llena de pecas, con el pelo impacientemente recogido en una coleta. Lleva una falda negra de algodón que le marca las formas y una blusa suelta sin mangas que le deja al descubierto los brazos musculosos.

—No me recuerdas, ¿verdad? —pregunta—. Una vez me dijiste que me parecía a una muñeca de trapo. A Raggedy Ann.

—¿Ah, sí?

—Sí, cuando tenía diez años.

Niego con la cabeza.

—¿Te dije eso? ¡Qué poca sensibilidad! No sabes cuánto lo siento.

Se encoge de hombros.

—No me molestó. Estabas a punto de estrenar con la compañía de teatro del Blue Hill. Seguro que tenías otras cosas en la cabeza.

—Es cierto —respondo con una mueca, tratando de suprimir de mi memoria el recuerdo de aquella noche.

Caroline sonríe y se balancea sobre los talones.

—La función estuvo genial. A mis amigos y a mí nos encantó.

Sus amigos tenían ocho años, como ella.

—¿Sales a correr? —me pregunta, señalando mis zapatillas deportivas manchadas de barro, que he metido sin querer en una jardinera donde no había más que tierra, porque siempre se me olvida regar lo que planto.

—Hum… sí —respondo, queriendo decir que hace veinte años salía a correr, pero ahora más bien salgo a trotar o, mejor dicho, a caminar, o quizá deba decir que cuento el camino desde el sofá hasta el ordenador como parte de mis diez mil pasos diarios.

—Yo también —dice ella.

A los quince minutos, Caroline Kilborn y yo salimos a correr.

A los cinco minutos, Caroline Kilborn me pregunta si padezco asma.

A los cinco segundos, le explico que mi respiración sibilante se debe a la alergia y a la reciente floración de las acacias, y le sugiero que siga corriendo sin esperarme, porque no quiero ser la causante de que no pueda disfrutar de una buena sesión de ejercicio en su primer día en California.

Cuando Caroline se aleja hasta perderla de vista, piso una piña, me tuerzo el tobillo y me caigo encima de una pila de hojas, mientras rezo interiormente: «¡Por favor, Dios mío, que no me atropelle ningún coche!»

No he debido preocuparme. No me atropella ningún coche. Me pasa algo muchísimo peor. Un coche se detiene a mi lado y un amable señor mayor me pregunta si necesito que me lleve a casa. En realidad, no estoy segura de que sea eso lo que me pregunta, porque tengo puestos los auriculares y estoy gesticulando desesperadamente para que siga su camino, como suele hacer la gente cuando se cae y se empeña en decir «estoy bien, estoy bien», cuando está claro que no es así. Acepto el ofrecimiento.

Cuando llego a casa, me pongo hielo en el tobillo y subo al piso de arriba, pero antes doy un rodeo por la habitación de Zoé. Cuando veo lo último que ha comprado en la tienda de segunda mano (una falda con crinolina de los años cincuenta, que ha dejado sobre el respaldo de una silla), recuerdo los pantalones acampanados de rayas que usaba yo en la escuela secundaria y me pregunto por qué no habré tenido el coraje de vestirme como ella, con prendas únicas que no tiene ninguna otra chica. Para mi hija, seguir la moda es un pecado tan grande como responder «de plástico» cuando te preguntan en el supermercado qué tipo de bolsa quieres. Abro el armario y, mientras curioseo entre sus vestidos de talla 34, me pregunto qué pasará en su vida, por qué no me lo cuenta y cómo puede estar tan segura de sí misma a los quince años. Es antinatural, es intimidante…, ¿es eso de ahí mi chaqueta amarilla de punto?

Tengo que ponerme de puntillas para alcanzarla y, cuando la agarro, se me caen encima una caja de cupcakes Hostess, otra de pastelitos de chocolate Ding Dong y una tercera de bollitos rellenos Yodel, así como otras tres chaquetas de punto con pelotillas y un vago olor a cebolla. Nunca hay que comprar prendas de punto en las tiendas de segunda mano, porque el olor corporal no se quita de la lana. Se lo podría haber dicho a Zoé si me lo hubiera preguntado.

—¡Ups!

Caroline está en el pasillo.

—La puerta estaba abierta —digo.

—Claro —responde Caroline.

—Estaba buscando mi chaqueta —digo, mientras trato de procesar el hecho de que mi hija tiene cajas de bollos y pastelitos escondidas en el armario.

—Déjame que te ayude a guardarlas.

Caroline se arrodilla junto a las cajas, con el ceño fruncido.

—¿Es Zoé muy perfeccionista? Muchas chicas de su edad lo son. ¿Crees que las guardará por orden alfabético? Ding Dong, Hostess y, por último, Yodel. Será mejor que las alfabeticemos, por si acaso.

—¡Tiene un trastorno alimentario! —exclamo—. ¿Cómo es posible que no lo haya notado?

—¡Eh! —dice Caroline, apilando tranquilamente las cajas—. No te precipites. No saques conclusiones antes de tiempo.

—¡Mi hija tiene cien pastelitos en el armario!

—Hum… No exageres.

—¿Cuántos hay en cada caja?

—Diez. Pero todas las cajas están abiertas. Quizá tiene un negocio. Quizá los vende en el colegio —dice Caroline—. O puede que simplemente sea golosa.

Imagino a Zoé llenándose la boca de pastelitos de chocolate por la noche, cuando los demás nos hemos ido a dormir. Al menos es mejor que imaginarla llenándose la boca con el bizcochito de Jude cuando los demás nos hemos ido a dormir. Dios me perdone, pero es lo que pienso.

—No lo entiendes. Zoé jamás probaría la comida basura.

—Quizá no la pruebe en público. ¿Por qué no tratas de ver si presenta algún signo más de trastorno alimentario, antes de decir nada? —sugiere.

Hubo una época, no hace mucho tiempo, en que Zoé y yo pasábamos juntas todas las tardes de los viernes. Iba a buscarla a la escuela y la llevaba a algún sitio divertido: a la tienda de cuentas para hacer collares, al Colonial Donuts a merendar, o a Macy's a probarnos pintalabios. Me daba un vuelco el corazón en cuanto la veía montarse en el coche. Y todavía me ocurre, pero ahora tengo que disimularlo. He tenido que aprender a no hacer caso de sus miradas inexpresivas y sus gestos de desdén. Llamo a la puerta de su habitación cuando la tiene cerrada e intento no escuchar sigilosamente cuando está hablando por el Skype. Lo que intento decir es que, aparte de esta incursión furtiva en su armario, normalmente la dejo vivir su vida sin inmiscuirme. Pero la echo terriblemente de menos. Sí, claro que he oído las batallas que cuentan los padres con hijos mayores. Pero yo, lo mismo que todos los demás, me decía con aires de suficiencia que nosotras seríamos la excepción, que yo nunca la perdería.

—Puede que tengas razón —digo—. Voy a investigar un poco.

Hago una mueca de dolor. Me duele el tobillo. Se me ha puesto negro y azul.

—¿Qué te ha pasado en el tobillo? —pregunta Caroline.

—Me he caído. Cuando te has ido. He tropezado con una piña.

—¡Oh, no! ¿Te has puesto hielo? —se interesa Caroline.

Asiento con la cabeza.

—¿Cuánto tiempo te lo has dejado?

—Por lo visto, no lo suficiente.

Caroline se pone de pie de un salto y apila las cajas en el armario de Zoé. Después, dobla con mano experta las chaquetas («Trabajé en Gap todos los veranos, durante el bachillerato», explica) y las amontona delante de las cajas. Le doy mi chaqueta amarilla de punto. Caroline la recibe sin decir palabra, la acomoda encima del montón y cierra la puerta del armario. Me tiende la mano.

—Ven. Vamos a buscar más hielo.

28

35. Sí, teníamos un secreto. Lunes, miércoles y viernes, nos encontrábamos delante del hotel Charles a la hora del almuerzo y salíamos a correr. En la oficina fingíamos que no salíamos a hacer ejercicio juntos tres veces a la semana. Simulábamos no conocer la forma de los muslos del otro, ni las cicatrices de nuestros tobillos y rodillas, ni la marca de nuestras zapatillas deportivas, ni si éramos pronadores o no. Aparentábamos no tener el mismo bronceado de camionero, que pronto se nos corrigió cuando mayo se convirtió en junio y pudimos quitarnos más capas de ropa y los hombros se nos pusieron del color de las nueces. Yo fingía no saber que él tenía novia. Hacía como que no conocía el olor mineral de su sudor, ni su forma de sudar, que era siempre igual: una línea por la espalda y otra línea vertical entre las clavículas. Simulaba que no me había comprado unos shorts nuevos, que no practicaba con ellos delante del espejo para asegurarme de que no iba mostrando nada inapropiado y que no me untaba las piernas con aceite de bebé para tenerlas resplandecientes. Fingía no estar obsesionada con el olor que debía tener una compañera de jogging, ni con la conveniencia de usar perfume. Al final me decidí por los polvos de talco, que con suerte me señalarían como «alguien que huele a fresco y a limpio de un modo natural, pero no como huele una niña pequeña, sino una mujer». Él simulaba no notar que mi respiración se convertía en gemidos entrecortados y casi inaudibles cuando corríamos los cuatrocientos metros del sprint final, con el hotel Charles a la vista, y yo fingía que no fantaseaba con que un día él me cogiera de la mano, me hiciera subir a una habitación y me metiera en su cama.

36. Tener un secreto es el afrodisíaco más potente del mundo y, por definición, es precisamente lo que falta en el matrimonio.

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