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Authors: Colleen McCullough

Tags: #Histórica

Las mujeres de César (67 page)

BOOK: Las mujeres de César
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¡Tenía que conseguir que sus argumentos calasen en los demás antes de que César hablase! Pero, ¿cómo? Los ojos de Cicerón se pasearon por las gradas situadas detrás de César hasta que se le iluminaron al caer sobre Cayo Rabirio, que llevaba en el Senado cuarenta años y no se había presentado ni una sola vez como candidato a una magistratura, lo cual significaba que seguía siendo un pedarius. La quintaesencia de los que se sientan en los bancos de atrás. ¡No es que Rabirio fuera precisamente un dechado de virtudes viriles! Gracias a muchos turbios tratos e inmoralidades, Rabirio gozaba de poco afecto entre la mayor parte de los habitantes de Roma. También era uno de aquel grupo de nobles que se había subido a escondidas al tejado de la Curia Hostilia, había arrancado las tejas, había bombardeado a Saturnino…

—Si este cuerpo hubiera de decidir el destino de los cinco hombres que se encuentran bajo custodia y de los hombres que han huido, sus miembros estarían, desde el punto de vista legal, tan libres de culpa como… como… ¡pues algo así como si intentásemos acusar y juzgar al querido Cayo Rabirio del cargo de que él asesinó a Saturnino! A todas luces ridículo, padres conscriptos. El
senatus consultum ultimum
lo abarca todo, y además lo permite todo. Voy a abogar porque en el debate de hoy esta Cámara llegue a tomar una decisión sobre el destino de nuestros cinco prisioneros confesos, que se han declarado culpables ellos mismos. Mantenerlos encerrados para llevarlos a juicio sería, en mi opinión, poner en peligro a Roma. ¡Debatamos hoy aquí este asunto y decidamos qué hacer con ellos bajo la protección general existente del
senatus consultum ultimum
! A la luz de ese decreto podemos ordenar que se les ejecute, que se les destierre para siempre, o que se les confisquen las propiedades o que se les prohíba el fuego y el agua dentro de Italia para el resto de sus vidas.

Tomó aliento y se preguntó cómo reaccionaría Catón, pues estaba seguro de que también se opondría. Sí, Catón se hallaba sentado y estaba muy rígido y con una mirada furiosa. Pero como tribuno de la plebe electo, su turno para hablar quedaba al final en el orden jerárquico de oradores.

—Padres conscriptos, no es cosa mía tomar una decisión sobre este asunto. He cumplido con mi deber haciéndoos un resumen de los aspectos legales de la situación e informándoos de lo que podéis hacer bajo un
senatus consultutn ultimum
. Personalmente estoy a favor de tomar una decisión hoy aquí, no de esperar a hacerles un proceso judicial. Pero me niego a indicar con exactitud lo que debería hacer este cuerpo con los culpables. Eso es algo que le corresponde mejor a algún otro hombre que no sea yo. —Una pausa, una desafiante mirada a César, otra a Catón—. Dispongo que el turno de palabras no responda a las magistraturas elegidas, sino a la edad, la sabiduría y la experiencia. Por lo tanto le pediré al cónsul
senior
electo que hable en primer lugar, luego el cónsul
junior
electo, y después pediré la opinión de cada uno de los consulares que se hallan presentes hoy aquí. Catorce en total, según mis cálculos. Seguidamente hablarán los pretores electos, empezando por Cayo Julio César, el pretor urbano electo. A continuación de los pretores electos hablarán los pretores, luego los ediles electos y los ediles, los plebeyos antes que los curules. Después les llegará el turno a los tribunos de la plebe electos, y finalmente a los actuales tribunos de la plebe. Dejo pendiente una decisión acerca de los ex pretores, pues ya he enumerado a sesenta oradores, aunque tres de los actuales pretores están en el campo de batalla contra Catilina y Manlio, por ello suman cincuenta y siete sin llamar a los ex pretores.

—Cincuenta y ocho, Marco Tulio.

¿Cómo se le podía haber pasado por alto a Metelo Celer, pretor urbano?

—¿No deberías estar en Picenum con un ejército?

—Si lo recuerdas, Marco Tulio, tú mismo me delegaste para que fuera a Picenum con la condición de que regresase a Roma cada undécimo día, y que permaneciera en Roma durante doce días para cuando llegase el momento del cambio de tribunos.

—Así es. Cincuenta y ocho oradores, entonces. Eso significa que ninguno dispone de tiempo para labrarse una reputación de orador deslumbrante, ¿comprendido? ¡Este debate debe terminar hoy! Quiero que toméis una decisión antes de que se ponga el sol. Por ello os aviso sin engaño, padres conscriptos, de que os cortará en seco si empezáis con oratorias.

Cicerón miró a Silano, cónsul
senior
electo.

—Décimo Junio, empieza el debate.

—Teniendo en cuenta tu advertencia acerca del tiempo de que disponemos, Marco Tulio, seré breve —dijo Silano, que por el tono de voz parecía un poco desvalido; el hombre que hablaba en primer lugar se suponía que había de establecer el curso del debate y llevar por aquel camino a todos los sucesivos oradores. Cicerón sabía hacerlo, siempre lo hacía. Pero Silano no sabía si podría, especialmente porque no tenía ni idea de qué camino tomaría la Cámara acerca de aquel tema.

Cicerón había dejado todo lo claro que se había atrevido que él abogaba por la pena de muerte… pero, ¿qué querrían todos los demás? Así que al final Silano se comprometió y se mostró a favor de «la pena última», lo cual todo el mundo dio por sentado que significaba la pena de muerte. Se las arregló para no mencionar en modo alguno un proceso judicial, cosa que todo el mundo interpretó como que no debía haber proceso judicial.

Luego llegó el turno de Murena; él también se mostró a favor de «la pena última».

Cicerón, naturalmente, no habló, y Cayo Antonio Híbrido estaba en el campo de batalla. Así que el siguiente de la orden era el líder de la Cámara, Mamerco, el príncipe del Senado, el consular de mayor categoría. A pesar de sentirse incómodo optó por «la pena última». Luego los consulares que habían sido censores —Gelio Publícola, Catulo, Vatia Isáurico, un preocupado Lucio Cotta— se pronunciaron por «la pena última». Después de los cuales venían los consulares que no habían sido censores, por orden de edad: Curión, los dos Lúculos, Pisón, Glabrio, Volcacio Tulo, Torcuato, Marcio Figulo. Todos dijeron que «la pena última». Actuando de forma muy correcta, Lucio César se abstuvo.

Hasta el momento todo iba bien. Ahora le tocaba el turno a César, y como pocos conocían sus puntos de vista tan bien como los conocía Cicerón, lo que tenía que decir fue una sorpresa para muchos. Incluso, eso se vio claramente, para Catón, que no había buscado un aliado tan desconcertante e indeseado.

—El Senado y el pueblo de Roma, que juntos constituyen la República de Roma, no hacen concesiones para el castigo de ciudadanos de pleno derecho sin un juicio —dijo César con aquella voz alta, clara y atractiva—. Quince personas acaban de abogar por la pena de muerte, pero ninguna de ellas ha mencionado un proceso judicial. Está claro que los miembros de este cuerpo han decidido revocar la República para retroceder en la historia de Roma en busca de un veredicto sobre el destino de veintiún ciudadanos de la República, incluido un hombre que ha sido cónsul en una ocasión y pretor en dos, y que en este momento sigue siendo pretor legalmente elegido. Por ello, no malgastaré el tiempo de esta Cámara alabando a la República ni a los procesos judiciales y de apelación a los que todo ciudadano de la República tiene derecho antes de que sus iguales puedan aplicarle una sentencia de ninguna clase. En cambio, puesto que mis antepasados los Julios fueron padres durante el reinado de Tulo Hostilio, limitaré mis comentarios a la situación tal como era durante el reinado de los monarcas. —Los miembros de la Cámara se habían puesto ahora en una posición más erguida. César continuó hablando—: Con confesión o sin ella, una sentencia de muerte no es el estilo romano. No fue el estilo romano bajo el gobierno de los reyes, aunque éstos dieron muerte a muchos hombres igual que nosotros hacemos hoy: mediante el asesinato durante actos de violencia pública. El rey Tulo Hostilio, a pesar de ser un guerrero como era, dudó en aprobar una sentencia formal de muerte. No parecía bien, eso pudo comprenderlo con tanta claridad que fue él quien le aconsejó a Horacio que apelase cuando el
duumviri
lo condenó por el asesinato de su hermana Horacia. Los cien padres, los antepasados de nuestro Senado republicano, no eran propensos a la misericordia, pero cogieron la indirecta del rey y desde entonces establecieron el precedente de que el Senado de Roma no tenía derecho a condenar a los romanos a muerte. Cuando los romanos son condenados a muerte por hombres que están en el gobierno, ¿quién no recuerda a Mario y a Sila?, ello significa que el buen gobierno ha perecido, que el Estado ha degenerado.

»Padres conscriptos, dispongo de poco tiempo, así que sólo diré esto: ¡No volvamos a la época de los reyes si eso significa ejecución! La ejecución no es un castigo adecuado. La ejecución es muerte, y la muerte no es más que el sueño eterno.
Cualquier
hombre sufrirá más si se le condena a vivir en el exilio que si muere! Cada día ha de pensar en que se ha visto reducido a la no ciudadanía, a la pobreza, al desprecio, a la oscuridad. Se derriban sus estatuas públicas; su imago no puede llevarse en ninguna procesión funeral de la familia, ni exhibirse en ninguna parte. Es un paria, un desgraciado y vil. Sus hijos y nietos deben bajar siempre la cabeza con vergüenza, su esposa y sus hijas lloran. Y todo esto él lo sabe porque continúa vivo, sigue siendo un hombre, con todos los sentimientos, las debilidades y las energías de un hombre, que en estos casos no le sirven más que para atormentarse. La muerte en vida es infinitamente peor que la muerte auténtica. Yo no le temo a la muerte con tal de que sea súbita. A lo que yo le temo es a alguna situación política que pudiera tener como resultado el exilio permanente, la pérdida de mi
dignitas
. Y si no soy otra cosa, soy romano hasta el más minúsculo de los huesos, hasta la más diminuta tira de tejido. Venus me hizo, y Venus hizo a Roma.

Silano parecía confuso, Cicerón enojado, todos los demás muy pensativos, incluso Catón.

—Aprecio lo que el instruido cónsul
senior
ha dicho acerca de lo que insiste en llamar el
senatus consultum ultimum
: que bajo su amparo todas las leyes y procedimientos quedan en suspenso. Comprendo que la principal preocupación del instruido cónsul
senior
sea el presente bienestar de Roma, y que considere que la estancia continuada de esos traidores confesos dentro de los muros de nuestra ciudad sea un peligro. Quiere acabar con el asunto tan rápidamente como sea posible. ¡Bueno, yo también! Pero no con una sentencia de muerte, si para ello debemos volver a los tiempos de los reyes. No me preocupa nuestro instruido cónsul, ni ninguno de los catorce brillantes hombres que se encuentran sentados aquí y ya han sido cónsules. No me preocupan los cónsules del año que viene, ni los pretores de este año, ni los pretores del año que viene, ni todos aquellos hombres que están aquí sentados y que ya han sido pretores y quizás esperen ser cónsules algún día. —César hizo una pausa con un aspecto en extremo solemne—. Lo que me preocupa es algún cónsul del futuro, alguno dentro de diez o veinte años. ¿Qué clase de precedente verá ese cónsul en lo que nosotros hagamos hoy aquí? Verdaderamente, ¿a qué clase de precedente está acudiendo nuestro instruido cónsul sen ior cuando cita a Saturnino? El día en que todos nosotros realmente sepamos quién ejecutó ilegalmente a ciudadanos romanos sin celebrar un juicio, esos ejecutores nombrados a sí mismos habrán profanado un templo inaugurado debidamente. ¡Porque eso es lo que es la Curia Hostilia! La propia Roma fue profanada. ¡Menudo ejemplo! ¡Pero no es nuestro instruido cónsul quien me preocupa! Es algún otro cónsul, menos escrupuloso y menos instruido, del futuro.

»Conservemos la cabeza fría y miremos este asunto con los ojos bien abiertos y nuestra capacidad de pensar de modo objetivo. Hay otros castigos aparte de la muerte y de un exilio en un lujoso lugar como Atenas o Masilia. ¿Qué os parece Corfinium, o Sulmona, o alguna otra formidable ciudad fortificada en alguna montaña italiana? Ahí es donde hemos colocado durante siglos a nuestros reyes y príncipes capturados. Así que, ¿por qué no hacer lo mismo con enemigos romanos del Estado? Confiscarles sus propiedades para pagar bien a esas ciudades por la molestia, y a la vez asegurarnos de que no escapen. ¡Hacerles sufrir, sí! ¡Pero no matarlos!

Cuando César se sentó nadie habló, ni siquiera Cicerón. Luego el cónsul
senior
electo, Silano, se puso en pie con cierto aspecto sumiso.

—Cayo Julio, creo que has interpretado mal lo que yo quería decir con «la pena última», y creo que todos los demás han cometido el mismo error. ¡Yo no me refería a la muerte! La pena de muerte no es propia del estilo romano. No, en realidad lo que yo quería decir era en gran parte lo que tú has dicho. Encarcelarlos de por vida en alguna casa de una inexpugnable ciudad de montaña en Italia, a la que se le pague con lo que se obtenga de la confiscación de bienes.

Y a partir de ese momento, todos abogaron por el confinamiento costeado con la confiscación de bienes.

Cuando todos los pretores hubieron acabado, Cicerón levantó la mano.

—Hay demasiados ex pretores para permitir que cada uno de ellos hable, y yo no los había contado en el total de cincuenta y ocho hombres. Aquellos que no deseen añadir nada nuevo al debate, por favor, que levanten la mano en respuesta a las dos preguntas que ahora voy a haceros: ¿quiénes están a favor de una condena a muerte? —Nadie; Cicerón se ruborizó—. ¿Quiénes están a favor de una estricta custodia en una ciudad italiana y la completa confiscación de bienes?

Todos, excepto uno, fue la respuesta.

—Tiberio Claudio Nerón, ¿qué tienes tú que decir?

—Sólo que la ausencia de la palabra «juicio» en todos estos discursos me desazona enormemente. Todo hombre romano, se confiese a sí mismo traidor o no, tiene derecho a un juicio, y estos hombres deben ser juzgados antes de que Catilina, o bien sea denotado, o bien se rinda. Que el autor principal de los hechos sea sometido a juicio el primero de todos.

—¡Catilina ya no es ciudadano romano! —dijo suavemente Cicerón—. Catilina no tiene derecho a ser juzgado bajo ninguna ley de la República.

—El también debería ser juzgado —dijo obstinadamente Claudio Nerón; y se sentó.

Metelo Nepote, presidente del nuevo colegio de los tribunos de la plebe que entraría en posesión de su cargo al cabo de cinco días, habló en primer lugar. Estaba cansado y hambriento; habían transcurrido ocho horas, lo cual, en realidad, no estaba mal considerando la importancia del tema y el número de hombres que ya habían hablado. Pero lo que temía era a Catón, cuyo turno iba después del suyo; ¿cuándo no era Catón interminable, prolijo, difícil y completamente aburrido? Así que soltó un discurso apoyando a César, y se sentó dirigiéndole a Catón una mirada furibunda.

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