Las mujeres de Stepford están poseídas por algo extraño, difícil de precisar. Su conducta es sorprendentemente ejemplar. El comportamiento de los maridos también sale de lo común. El asombroso desenlace dará que pensar a muchas mujeres, sobre todo en una época de insistentes reivindicaciones feministas. Se trata de una original novela escrita en un estilo ameno.
Ira Levin
ha hecho aquí una creación tan memorable como su famoso
La Semilla del Diablo.
Ira Levin
Las poseídas de Stepford
ePUB v1.1
GONZALEZ10.12.11
Título original:
THE STEPFORD WIVES
Traducción de MARÍA A. OYUELA DE GRANT
Primera edición: Mayo, 1984
© 1972, by Ira Levin
© Emecé Editores, S. A. Buenos Aires, 1973
© 1978, PLAZA & JANÉS, S. A., Editores
Virgen de Guadalupe, 21-33
Esplugues de Llobregat (Barcelona)
ISBN: 84-01-49049-9
Depósito Legal: B. 15.858 -1984
Hoy la lucha toma una forma diferente: en vez de pretender encerrar al hombre en una prisión, la mujer intenta escapar de otra; ya no procura arrastrarlo al ámbito de la inmanencia, sino emerger ella misma a la luz de la trascendencia. Pero la actitud de los varones crea ahora un nuevo conflicto: el hombre se muestra reacio a dejarla escapar.
SIMONE DE BEAUVOIR
, El Segundo Sexo
La delegada del Comité de Recepción, sesentona sin vuelta, aunque con forzada juventud y vivacidad (pelo zanahoria, labios rojos, vestido amarillo radiante) dedicó a Joanna un relumbrón de ojos y dientes, y afirmó:
—Le va a gustar vivir aquí. Es un pueblo encantador, con gente encantadora. No podía haber elegido mejor.
El enorme bolso de cuero marrón que llevaba al hombro estaba viejo y raspado. De su interior fue sacando y entregándole paquetes y paquetes de desayuno en polvo y mezclas para sopas; una latita con detergente no tóxico; una libreta de bonos de descuento, válidos en veintidós negocios de la localidad; dos panes de jabón; un envase de almohadillas desodorantes...
—¡Basta, basta! —exclamó Joanna, de pie en el umbral, con las dos manos llenas—. ¡Pare! ¡Deténgase! ¡Gracias!
La delegada del Comité de Recepción colocó un tubito de agua de Colonia encima de las otras cosas, y después hurgó en el bolso («¡No, de veras!», dijo Joanna) y extrajo unos lentes con montura rosa y una libretita bordada.
—Yo hago las «Notas sobre Nuevos Residentes» para la
Crónica de Stepford
—explicó, sonriendo y colocándose las gafas.
Se zambulló en el bolso, emergió con un bolígrafo y apretó el tope, que hizo
clic
bajo el pulgar de uña roja.
Joanna le informó de dónde se habían trasladado Walter y ella; cuál era la ocupación de Walter y en qué firma; los nombres y las respectivas edades de Pete y Kim; qué hacía ella antes de que nacieran los chicos; a qué colegios habían asistido Walter y ella.
Se meneaba impaciente al hablar, molesta de permanecer allí, en la puerta de entrada, con las dos manos cargadas, y Pete y Kim fuera del alcance de su oído.
—¿Tienen ustedes algunos
hobbies
o intereses especiales?
Estuvo a punto de contestar con un no que le ahorrara tiempo, pero titubeó: una respuesta explícita publicada en el periódico local, podía servir como un poste caminero para otras mujeres afines a ella, y por lo tanto amigas potenciales. Las que había conocido en los días anteriores, sus vecinas de las casas más próximas, aunque bastante agradables y serviciales, parecían completamente absorbidas por sus deberes domésticos. Tal vez cuando las fuera conociendo encontrara que tenían pensamientos e intereses de más vasto alcance; pero de todos modos resultaba prudente poner esa señal caminera.
—Sí, varios —dijo, pues—. Yo juego al tenis cuando se me presenta la oportunidad, y soy fotógrafa casi profesional.
—¿Cómo? —dijo la delegada del Comité de Recepción, tomando nota.
Joanna sonrió.
—Significa que una agencia se encarga de comercializar tres de mis fotografías. Además, me interesa la política y el Movimiento Pro Emancipación de las Mujeres. Por este último me intereso muchísimo. Igual que mi marido.
La delegada del Comité de Recepción la miró:
—¿También
él?
—Sí. Una cantidad de hombres se interesa por ese movimiento.
No entró en la explicación de los beneficios-para-ambos-sexos; en cambio, echó la cabeza hacia atrás, en dirección al
hall
de entrada, y tendió el oído: un público de canal de Televisión reía en el comedor de diario, y Pete y Kim estaban discutiendo, pero por debajo del nivel de intervención.
Joanna sonrió a la delegada.
—Mi marido tiene interés, además, por el remo y el fútbol —siguió diciendo— y colecciona documentos jurídicos norteamericanos de otros tiempos.
Era la parte de información que le correspondía a Walter.
La delegada del Comité de Recepción terminó de escribir, cerró su libreta y apretó el tope de su bolígrafo, que hizo
clic.
—Ya está bien, señora Eberhart —dijo, sonriendo y quitándose las gafas—. Sé que le va a encantar el pueblo, y deseo darle una sincera y cordial «bienvenida a Stepford». Si necesita cualquier información sobre tiendas y servicios locales, llámeme sin reparo. El número está en la tapa de la libreta de bonos.
—Gracias, lo haré —dijo Joanna—. Y gracias por todo esto.
—Pruébelos, son excelentes productos —dijo la delegada del Comité de Recepción—. Ahora, adiós.
Se volvió y echó a andar. Joanna la observó mientras bajaba por el senderito curvo y se dirigía a su baqueteado «Volkswagen» rojo. Unos perros llenaron repentinamente las ventanillas: un alboroto negro y castaño de spaniels, saltando y ladrando, con las patas apretadas contra los vidrios. Más allá del «Volkswagen», una blancura móvil atrajo la mirada de Joanna. Del otro lado de la calle bordeada de árboles jóvenes, en una de las ventanas altas de los Claybrook, la blancura se movió de nuevo, dejando un panel para ocupar el inmediato: estaban lavando la ventana. Joanna sonrió, por si Donna Claybrook la estuviera mirando. La blancura bajó a un panel inferior, y de ahí pasó al contiguo.
Con un bramido sorprendente, el «Volkswagen» arrancó del bordillo; Joanna retrocedió hasta el
hall
de entrada y cerró la puerta con la cadera.
Pete y Kim estaban alzando el tono.
—¡Mocosa, cola sucia!
—¡Basta! ¡Basta! ¡Basta!
—¡Acabad ya! —ordenó Joanna, tirando el doble puñado de muestras sobre la mesa de la cocina.
—¡Ella me está pateando! —gritó Pete.
—¡Mentira! —gritó Kim—: ¡Cola sucia tú!
—Ahora basta, ¿entendéis? —dijo Joanna, acercándose a mirar por la abertura.
Pete estaba tirado en el suelo, demasiado cerca del televisor y Kim, de pie junto a él, con la cara encendida de furia, se contenía para no patearlo. Los dos seguían en pijama.
—Ella me pateó dos veces —dijo Pete.
—¡Tú cambiaste el canal! —gritó Kim— ¡Él cambió el canal!
—¡Mentira!
—
Yo estaba viendo al Gato Félix.
—¡Callaos! —ordenó Joanna—. Quiero silencio. ¡Total, perfecto, absoluto silencio!
Los dos la miraron: Kim, con los grandes ojos azules de Walter; Pete con los de ella misma, graves y oscuros.
«¡Persígalos a muerte! —vociferó el televisor—. ¡Nada de electricidad!»
—Punto A, estáis demasiado cerca del televisor —dijo Joanna—. Punto B, lo apagáis inmediatamente. Punto C, os vestís los dos de una vez. Eso verde que está allá fuera, es césped. Y eso amarillo que cae sobre lo verde, es sol.
Pete se levantó de un salto, manoteó el tablero de controles y oscureció la pantalla hasta un moribundo puntito de luz. Kim rompió a llorar.
Joanna rezongó y dio la vuelta para entrar en el comedor de diario. En cuclillas, atrajo a Kim contra su hombro; le rascó la espalda, cubierta por el pijama, le besó los ricitos de seda.
—Vamos, vamos, ¿no quieres volver a jugar con esa simpática Allison? A lo mejor veis hoy otra ardilla.
Pete se acercó a su madre y le levantó un mechón de pelo. Ella lo miró:
—No le cambies más los canales.
—¡Oh, está bien! —dijo el chiquillo, enrollando en un dedo el mechón oscuro.
—Y tú no patees, ¿eh?
Siguió rascando la espalda de Kim, y trató de alcanzar con sus besos la mejilla escurridiza. Le tocaba lavar los platos a Walter y los dos chicos jugaban tranquilos en el cuarto de Pete, de modo que se dio una rápida ducha fresca, se vistió con short, camisa y zapatillas y se cepilló el pelo. Mientras se lo ataba, se asomó a echar un vistazo a Pete y a Kim: estaban sentados en el suelo, jugando con la estación espacial de Pete.
Se retiró en silencio y bajó la escalera recién alfombrada. La noche se presentaba bien: la tarea de desempaquetar había quedado definitivamente concluida; se sentía limpia y fresca, y contaba con unos minutos de libertad —diez o quince, si la ayudaba la suerte— quizá para sentarse fuera con Walter, a contemplar sus árboles y sus dos acres y pico de terreno.
Dobló y atravesó el
hall.
La cocina estaba hecha un primor y el lavaplatos funcionaba.
Walter, delante del fregadero, se inclinaba para mirar por la ventana hacia la casa de los Van Sant. Tenía en la camisa una mancha Rorschach de sudor: un conejo, con las orejas torcidas hacia fuera.
Walter se volvió, pegó un respingo y le preguntó, sonriendo:
—¿Cuánto tiempo hace que estás ahí?
—Acabo de llegar.
Él se secó las manos en un paño:
—Parece como si hubieras vuelto a nacer.
—Así me siento. Los chicos están jugando como dos ángeles, ¿quieres que vayamos fuera?
—
Okay
—dijo Walter, doblando el paño—. Pero sólo unos minutos. Voy a ir a conversar con Ted. —Deslizó el paño sobre un barrote del estante—. Por eso estaba mirando. En este momento acaban de comer.
—¿Sobre qué quieres conversar con él?
Salieron al parque.
—Iba a contártelo —dijo Walter mientras caminaban—. He cambiado de opinión: voy a entrar en esa «Asociación de Hombres».
Ella se detuvo y lo miró.
—Hay demasiadas cosas centradas allí, para optar por la abstención sin más ni más —prosiguió Walter—. La politiquería local, las campañas de caridad y todo eso...
—¿Cómo puedes incorporarte a una
anacrónica, vetusta...?
—Hablé con algunos socios en el tren —la interrumpió Walter—. Ted, Vic Stavros y algunos más que ellos me presentaron.
Están de acuerdo
en que ese asunto de «no se admiten mujeres» es arcaico.
La tomó del brazo y siguieron caminando juntos.
—Pero el cambio sólo puede intentarse desde dentro —continuó Walter— y como yo quiero contribuir a él, me incorporo el sábado a la noche. Ted me va a informar sobre las comisiones y la gente.
Le ofreció sus cigarrillos.
—¿Fumas o «esta noche no»?
—Sí, fumo —dijo Joanna, y tendió la mano para coger un cigarrillo.
Se quedaron en el límite extremo del parque, en la fresca penumbra azul rechinante de grillos, y Walter acercó la llama de su encendedor al cigarrillo de Joanna y después al suyo.
—Mira ese cielo —dijo—. Vale hasta el último penique que nos cuesta.