Armó el trípode sobre el cuadro de césped de la biblioteca, y tomó algunas de los frentes coloniales, usando el lente de cincuenta milímetros y haciendo exposiciones de diez, doce y catorce segundos.
Un olor raro, a droga, alteró el aire, traído por una ráfaga que soplaba a su espalda. Casi le recordó algo de su niñez, pero no por completo. ¿Algún jarabe que le habían dado? ¿Algún juguete que había tenido?
Volvió a cargar la cámara a la luz de la luna, cerró el trípode y retrocedió hacia el lado opuesto de la calle, explorando la biblioteca en busca de un ángulo conveniente. Encontró uno y se instaló. El blanco entablado de quilla aparecía listado de negro a la luz perpendicular de la luna; las ventanas mostraban paredes tapizadas de libros, débilmente iluminadas desde dentro. Enfocó, extremando las precauciones, y ensayó una serie de tomas, la primera de ocho segundos, y cada una de las siguientes un segundo más larga que la anterior, hasta llegar a dieciocho. Una, por lo menos, captaría las paredes interiores tapizadas de libros, sin sobreexponer el entablado.
Fue hasta el automóvil a buscar su suéter, y cuando volvió a la cámara, echó una mirada a su alrededor. ¿El
cottage
de la «Sociedad Histórica»? No, la sombra de los árboles lo oscurecía demasiado, y de cualquier modo, era insulso. En cambio, más allá, en lo alto de la colina, el edificio de la «Asociación de Hombres» presentaba un aspecto sorprendentemente cómico: sobre la casa cuadrada del siglo XIX, simétrica y maciza, se tambaleaba como una sombrillita una reluciente antena de TV. Las cuatro altas ventanas del primer piso estaban abiertas y vividamente iluminadas. En el interior se movían algunas figuras.
Joanna sacó de la cámara el lente de cincuenta milímetros, y estaba colocando el de treinta y cinco, cuando el resplandor de unos faros irrumpió en la calle y se fue haciendo más y más brillante.
Se volvió y un faro auxiliar la enfocó. Mientras cerraba los ojos, ajustó el lente; después se los protegió con la mano y miró de soslayo.
El automóvil se detuvo; el rayo del faro auxiliar se desvió, para extinguirse en una chispa naranja. Joanna parpadeó varias veces, viendo todavía la irradiación enceguecedora.
Un coche de la Policía. Continuaba detenido en el mismo lugar, a unos diez metros de distancia, del otro lado de la calle. Una voz de hombre hablaba suavemente en su interior; hablaba y seguía hablando.
Ella aguardó.
El coche avanzó, llegó hasta donde estaba y se detuvo. El joven policía del antipolicial bigote castaño, la saludó con una sonrisa.
—...noches, señora.
Lo había visto a menudo, una vez en la papelería, comprando papel crepé de todos los colores en existencia, un rollo de cada color.
—Hola —le contestó sonriendo.
Estaba solo en el coche; debía haber estado hablando por su radio. ¿Acerca de ella?
—Lamento haberla enfadado así —dijo el policía—. ¿Es suyo el auto que está estacionado junto a la estafeta de correos?
—Sí, no lo estacioné aquí mismo porque estaba...
—Bien, bien... Quería asegurarme, simplemente.
Miró de costado hacia la cámara.
—Es una bonita cámara ésa. ¿De qué marca es?
—Una «Pentax».
—«Pentax», ah. —Miró a la cámara y a Joanna—. ¿Y puede sacar fotografías de noche?
—Con tiempo de exposición.
—Sí, claro. ¿Y cuántos segundos lleva, en una noche como ésta?
—Bueno, depende.
Él quiso saber qué clase de película estaba usando, y en qué. Si era una aficionada o una fotógrafa profesional. Cuánto costaba aproximadamente una «Pentax», y qué ventajas tenía sobre otras cámaras.
Ella procuró no impacientarse: debía estar contenta de vivir en un pueblo donde un policía podía detenerse un rato a conversar.
—Bueno —acabó por decir el hombre, con una sonrisa—, supongo que no debo hacerle perder más tiempo. Buenas noches.
—Buenas noches —contestó Joanna, sonriendo.
El auto se puso en marcha lentamente.
El gato gris atravesó a la carrera los rayos de los faros.
Joanna se quedó mirando el coche un momento; después se volvió hacia la cámara y aseguró el lente. Agachada ante el visor, lo movió hasta conseguir un buen encuadre de la «Asociación de Hombres», y ajustó la cabeza del trípode. Enfocó, y obtuvo en el visor una imagen más nítida de la alta casa cuadrada con su antena tambaleante. Dos ventanas estaban ahora oscuras, otra oscurecida por la persiana bajada, y la última también.
Se incorporó, dirigió una mirada a la casa misma, y luego a las luces traseras, ya lejanas, del coche policial.
Sí, había irradiado un mensaje referente a ella, y la había distraído con sus preguntas mientras el mensaje surtía efecto y se bajaban las persianas.
¡Pero, mujer, no seas chiflada!
Miró el edificio una vez más. Seguramente no tendrían un aparato de onda corta allí. ¿Y qué podía temer el policía que fotografiara? ¡Quién sabe, a lo mejor estaban en plena orgía! ¡A lo mejor habían invitado a algunas mujerzuelas de la ciudad! (o, mejor aún, de aquí, de Stepford mismo, ¿por qué no?). La ampliación revela escandaloso secreto.
Al parecer, diligentes amas de casa, satisfactoriamente inmóviles para una exposición bastante larga, fueron sorprendidas mientras retozaban en la «Asociación de Hombres», el sábado a la noche, por la fotógrafa Nancy Drew Eberhart, de Fairview Lane...
Sonriendo, se agachó al visor, mejoró el encuadre y el enfoque y fotografió la casa de ventanas oscuras en tres exposiciones, de diez, doce y catorce segundos, respectivamente.
Fotografió también la estafeta de correos y su mástil desnudo, recortado contra las nubes que iluminaba la luna.
Estaba poniendo el trípode en el auto, cuando pasó a su lado el coche policial y aminoró la marcha.
—¡Espero que salgan todas! —gritó el joven policía.
—¡Gracias! —le gritó ella a su vez—. ¡Muy agradable la conversación!
Era una forma de reparar sus suspicacias de origen urbano.
—¡Buenas noches! —gritó el policía.
Uno de los socios más antiguos en la firma de Walter murió de uremia, y se descubrió que había llevado una contabilidad alarmantemente inexacta de los bienes administrados en fideicomiso. Walter tuvo que pasar dos noches y un fin de semana en la ciudad, y en las noches subsiguientes rara vez volvió a casa antes de las once. Pete sufrió una caída del ómnibus escolar, y a raíz de ella perdió dos dientes. Los padres de Joanna, que iban a pasar unas vacaciones en el Caribe, aprovecharon para hacerle una visita de tres días, anunciada en el último momento. (Quedaron encantados con la casa y con Stepford, y la madre de Joanna encontró admirable a Carol van Sant. «¡Tan serena y tan eficiente! No te vendría mal seguir su ejemplo, Joanna.»)
El lavaplatos se descompuso y también la bomba. Llegó el octavo cumpleaños de Pete, ocasión que, naturalmente, requirió regalos, privilegios, una tarta y una fiesta. Kim pescó unas anginas y no pudo salir en tres días. El período de Joanna se atrasó, pero llegó finalmente, gracias a Dios y a la píldora.
Se las arregló para intercalar entre todas estas cosas un poco de tenis, y su juego había mejorado, aunque todavía no estaba a la par del de Charmaine. Consiguió dejar instaladas tres cuartas partes del cuarto oscuro; ensayó unas cuantas ampliaciones de la foto «Negro y Taxi»; reveló e imprimió las que había tomado en el Centro, y encontró dos que parecían excelentes. Tomó instantáneas de Pete, Kim y Scott Chamalian, jugando en el columpio del jardín.
Veía a Bobbie casi diariamente; hacían las compras juntas y, de vez en cuando, ella se presentaba con sus dos hijos menores, Adam y Kenny, de vuelta de la escuela. Un día, Joanna, Bobbie y Charmaine se vistieron de punta en blanco y fueron a Eastbridge, para obsequiarse con un
lunch
de dos cócteles en un restaurante francés.
Hacia finales de octubre, Walter ya regresaba a comer, después de haber dejado convenientemente desenredadas, remendadas y tapadas las malversaciones del socio difunto. En la casa todo funcionaba, todos andaban bien. Tallaron una calabaza enorme para la fiesta de Todos los Santos, a la que Pete asistió, por-la-razón-o-por-la-fuerza, en figura de Batman desdentado, y Kim disfrazada de Heckel o Jeckel (insistía en que era las dos). Joanna repartió cincuenta bolsas de bombones, y después tuvo que ponerse a régimen de fruta y galletitas. Ya sabía para el año próximo.
El primer sábado de noviembre dieron una comida: Bobbie y Dave, Charmaine con Ed, su marido, y de la ciudad, Shep y Silvia Tackower, Don Ferrault —uno de los socios de Walter— y su esposa, Lucy.
La asistenta local que Joanna tomó para que ayudara a servir y a lavar la vajilla, estaba contentísima de trabajar en Stepford, para variar un poco.
—¡Antes había aquí
tanta vida social!
—añoró—. Yo tenía una rueda de señoras que se disputaban mis servicios. Y ahora tengo que ir a Norwood, a Eastbridge y a New Sharon. ¡Y eso que aborrezco conducir de noche!
Era una mujer regordeta y movediza, de pelo blanco, que se llamaba Mary Migliardi.
—Todo por culpa de la «Asociación de Hombres» —añadió, mientras clavaba palillos en un plato de camarones—. La vida social se fue por la ventana desde que ellos inauguraron. Los hombres salen y las mujeres se quedan en casita. Si viviera mi viejo, tendría que tumbarme de un garrotazo en la cabeza, antes que lo dejara hacerse socio.
—Pero es una institución muy antigua, ¿no? —dijo Joanna, mezclando la ensalada a la distancia de un brazo, en atención a su vestido.
—¿Habla en broma? Es nueva. Seis o siete años, no más. Antes estaba la «Asociación Cívica», los «Elks» y la «Legión». —Siguió pinchando camarones a una velocidad automática—. Pero todas se refundieron en ésa, en cuanto empezó a funcionar. Menos la «Legión», que todavía está separada. Seis o siete años, y nada más. Esto no será todo lo que tiene para
hors d'oeuvres,
¿verdad?
—Hay un rollo de queso en el refrigerador.
Llegó Walter, elegantísimo con su chaqueta a cuadros, con el cubo para el hielo.
—Andamos de suerte. Hay una buena película de animales. Pete ni siquiera piensa en bajar. Llevó el «Sony» a su cuarto.
Abrió el congelador y sacó una bolsa de cubitos.
—Mary acaba de informarme que la «Asociación de Hombres» es nueva —dijo Joanna.
—No es nueva —dijo Walter, tirando del extremo de la bolsa.
—Unos seis o siete años —intervino Mary.
—A eso en mi pueblo lo llaman viejo.
—Yo creía que se remontaba a los puritanos —dijo Joanna.
—¿Qué te dio esa idea? —preguntó Walter, volcando los cubitos de hielo en el cubo.
Ella revolvía la ensalada.
—No sé... La forma en que está establecida. Esa casa tan vieja...
—Era la propiedad Terhune —dijo Mary, cubriendo con una hoja de plástico la fuente erizada de palillos—. La compraron tirada. Salió a remate judicial y no hubo otro postor.
La comida resultó un desastre. Lucy Ferrault era alérgica a algo y no paraba de estornudar; Silvia estaba preocupada; Bobbie, con quien Joanna había contado como estrella de la conversación, tenía laringitis. Charmaine era Miss Vamp: provocativa y gancho en ristre, moldeada en seda blanca hasta el suelo y con una ventana a la altura del ombligo. Dave y Shep fueron provocados y enganchados. Walter (¡que el diablo se lo llevase!) conversaba de leyes con Don Ferrault, en un rincón. Ed Wimperis —corpulento, carnoso, bien trajeado y adobado— hablaba de televisión, palmeando el brazo de Joanna y explicando con palabras parsimoniosas por qué los
cachets
iban a cambiarlo todo. Ya en la mesa, Silvia sacudió sus preocupaciones y arremetió contra las comunidades suburbanas, que se enriquecían a costa de los flojos gravámenes de la industria liviana, y al mismo tiempo se encastillaban en un parcelamiento de dos y de cuatro acres. Ed Wimperis derramó su copa de vino. Joanna procuró mantener la conversación en un nivel superficial, y Bobbie acudió valerosamente en su ayuda, intentando una explicación afónica sobre el origen de su laringitis: había estado grabando cintas para un amigo de Dave, que «se las daba de Henry Higgins, el desgraciado». Pero en este punto Charmaine, que conocía al aludido, y también había hecho grabaciones para él, le interrumpió:
—Nunca tomes a risa lo que haga un Capricorniano.
Producen.
Tras lo cual, se internó en un análisis de signos que dio toda la vuelta de la mesa y reclamó la atención de cada uno.
El asado estaba demasiado hecho y Walter pasó un mal rato cortándolo en tajadas. El
soufflé
levantó, pero no tanto como hubiera debido, tal y como Mary se cuidó de hacer notar cuando lo servía. Lucy Ferrault siguió estornudando.
—Nunca más —dijo Joanna mientras apagaba las luces de fuera.
—Para mí será bastante pronto —dijo Walter en un bostezo.
—Oye, tú, ¿cómo pudiste quedarte parado ahí, parrafeando con Don, cuando había tres mujeres sentadas como postes en el sofá?
Silvia llamó para disculparse, le habían birlado un ascenso que estaba segura de merecer; y Charmaine llamó para decir que habían pasado un rato estupendo, y para posponer una cita de tenis, concertada condicionalmente para el martes.
—A Ed se le ha metido un tema entre ceja y ceja —explicó—. Va a tomarse unos días de descanso; haremos quedarse a Merrill con los Da-Costas (¿no los conoces?, ¡dichosa tú!) y los dos nos dedicaremos al «redescubrimiento mutuo». Significa que me va a andar persiguiendo todo el tiempo alrededor de la cama. Y mi período no llega hasta la semana próxima, ¡maldito sea!
—¿Por qué no dejar que te alcance? —sugirió Joanna.
—¡
Vaya
una pregunta! Simplemente, porque no me hace gracia que un tremendo gallo se me eche encima. Nunca me gustó y nunca me gustará. Y no es que sea una lesbiana, porque lo probé, y eso tampoco es gran cosa. No, simplemente no me interesa el sexo. No creo que a ninguna mujer le interese, en realidad, ni siquiera a las de Piscis. ¿Te interesa a ti?
—Bueno, no soy una «ninfo», pero me interesa, cómo no.
—
¿Realmente,
o sólo porque se supone que debe interesarte?
—Realmente.
—Bueno, cada uno es como es. En fin... Dejémoslo para el jueves, ¿de acuerdo? Ese día él tiene una conferencia de la que no puede zafarse, gracias a Dios.
—
Okay.
El jueves, si no surge algún inconveniente.