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Authors: Morris West

Tags: #Ficción

Las sandalias del pescador

BOOK: Las sandalias del pescador
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En plena guerra fría, Cirilo Lakota, de origen eslavo, es elegido Papa. Un único tema parece preocupar a la Iglesia: la renovación, el constante debate de sus ideas. Tras diecisiete años de prisión en los gulags, Cirilo I ocupa el trono de Pedro. Su antiguo verdugo es ahora el primer ministro de la Unión Soviética: el poder material frente al poder espiritual. La posibilidad de una terrible hambruna se cierne sobre el pueblo ruso, y con ella el peligro de invasión de los países vecinos y, quizás, un enfrentamiento armado con las potencias occidentales. En esta obra fascinante -llevada al cine con Anthony Quinn en el papel protagónico-, además de contarnos una historia extraordinaria, Morris West nos invita a reflexionar sobre el sentido de la justicia, tanto la terrena como la divina. Las sandalias del pescador es la novela con la que el consagrado autor australiano inicia la trilogía del Vaticano, que continúa con Los bufones de Dios y culmina con Lázaro. Escrita hace más de treinta años, se convirtió en una profecía una década y media más tarde, con la elección de Karol Wojtyla como Papa con el nombre de Juan Pablo II

Morris West

Las sandalias del pescador

ePUB v1.0

Tetralogía del Vaticano - 1

Lecram / OZN
15.03.12

Título Original: The Shoes of the Fisherman

Año de publicación: 1963

Nota del Autor

Roma es una ciudad más antigua que la Iglesia católica. Todo lo que puede suceder ha sucedido allí y, sin duda, sucederá otra vez. Éste es un libro situado en una época de ficción, poblado por personajes de ficción, y en el cual no se pretende hacer referencia a persona viviente alguna, ya sea dentro de la Iglesia o fuera de ella.

No puedo pedir a mis amigos que acepten la responsabilidad de mis opiniones. De manera que aquellos que me ayudaron en este libro deberán permanecer en el anonimato.

A aquellos que me entregaron sus historias, a aquellos que pusieron su sabiduría a mi disposición, a aquellos que me brindaron la caridad de la Fe, ofrezco mis sinceros agradecimientos.

También debo dar las gracias a «Penguin Books, Ltd.», por su autorización para incluir tres extractos de las traducciones de Eurípides de Philip Vellacott (Alcestis, Iphigenia in Tauris, Hyppolytus).

Y también al reverendo padre Pedro González, O. P., por su pasaje de su tesis sobre Miguel de Unamuno, que ha sido incorporado sin comillas al contexto.

Capítulo 1

El Papa había muerto. El camarlengo lo había anunciado. El maestro de Ceremonias, los notarios, los médicos, lo habían consignado bajo su firma para la eternidad. Su anillo estaba ya destrozado, y rotos sus sellos. Las campanas habían sonado en la ciudad. El cuerpo pontifical había sido entregado a los embalsamadores para ofrecerlo decorosamente a la veneración de los fieles. Ahora yacía entre velas blancas, en la Capilla Sixtina, y la Guardia Noble velaba sus restos bajo los frescos del Juicio Final de Miguel Ángel.

El Papa había muerto. Mañana, el clero de la Basílica reclamaría su cuerpo y lo expondría al pueblo en la capilla del Santísimo Sacramento. Al tercer día lo sepultarían, vestido con sus hábitos pontificios, con una mitra sobre la cabeza, un velo púrpura sobre el rostro y una manta de armiño rojo para que lo abrigase en la cripta. Las medallas y monedas que había acuñado serían sepultadas con él, para identificarlo ante quienquiera que lo exhumase mil años después. Lo encerrarían dentro de tres urnas selladas: una de ciprés, una de plomo para protegerlo de la humedad y para que llevase su escudo de armas y el certificado de su muerte; la última, de roble, para que su apariencia fuese la de otros hombres que bajan a la tumba en una caja de madera.

El Papa había muerto. Y orarían por él como por cualquier otro hombre: «No juzgues a tu siervo, oh, Señor… Líbralo de la muerte eterna.» Luego, lo descenderían dentro de la bóveda que quedaba bajo el altar mayor, donde, tal vez, y sólo tal vez, sus restos se desharían en polvo con el polvo de Pedro; y un albañil cerraría la bóveda con ladrillos y fijaría una placa de mármol con su nombre, su dignidad, la fecha de su nacimiento y la de su muerte.

El Papa había muerto. Lo llorarían con nueve días de misas y le darían nueve absoluciones; pues habiendo sido en vida más grande que otros hombres, su necesidad de ellas podría ser también mayor después de la muerte.

Entonces lo olvidarían, porque la Sede de Pedro estaba vacante, la vida de la Iglesia se hallaba en síncope y el Todopoderoso carecía de Vicario en este mundo atormentado.

La Sede de Pedro se hallaba vacante. De manera que los cardenales del Sacro Colegio se transformaron en depositarios de la autoridad del Pescador, aunque no poseyeran facultades para ejercerla. El poder no residía en ellos, sino en Cristo, y nadie podía asumirlo sino mediante una transmisión y elección legítimas.

La Sede de Pedro estaba vacante. De manera que acuñaron dos medallas, una para el camarlengo, que ostentaba un gran paraguas sobre llaves cruzadas. Bajo el paraguas no había nadie, indicándose así incluso a los más ignorantes que la Silla de los Apóstoles estaba vacía y que todo lo que se hacía era sólo con carácter interino. La segunda medalla era la del gobernador del Conclave: aquel que debía reunir a los cardenales de la Iglesia y encerrarlos bajo llave dentro de las habitaciones del Conclave, manteniéndolos allí hasta que hubiesen designado al nuevo Papa.

Cada moneda acuñada ahora en la Ciudad del Vaticano, cada estampilla emitida, llevaba las palabras sede vacante, que incluso los poco versados en latín, entendían como «mientras la Silla está vacante». El periódico del Vaticano llevaba la misma leyenda en su portada, y mantendría su franja negra de duelo hasta que se nombrase al nuevo Pontífice.

Todos los servicios informativos del mundo tenían algún representante instalado ante el umbral de la oficina de Prensa del Vaticano; y desde todos los puntos cardinales acudían ancianos doblegados por los años o las enfermedades, a vestir el escarlata de los príncipes y a sentarse en el Conclave, del que saldría un nuevo Papa.

Entre ellos estaban Carlin el americano, y Rahamani el sirio, y Hsin el chino, y Hanna el irlandés proveniente de Australia. Y estaban también Coucha de Brasil, y Da Costa de Portugal. Y Morand de París, y Lavigne de Bruselas, y Lambertini de Venecia, y Brabdon, de la ciudad de Londres. Había también un polaco y dos alemanes, y un ucraniano al cual nadie conocía porque su nombre había permanecido oculto en el pecho del último Papa, proclamándosele sólo algunos días antes de su muerte. En total eran ochenta y cinco hombres, el mayor de los cuales tenía noventa y dos años, y el menor, el ucraniano, cincuenta. A medida que llegaban a la ciudad, cada uno de ellos se presentaba y presentaba sus credenciales al fino y amable Valerio Rinaldi, cardenal camarlengo.

Rinaldi les daba la bienvenida con una mano esbelta y seca y con una sonrisa de suave ironía. Administraba a cada uno de ellos el juramento de los miembros del Conclave: que comprendía y observaría rigurosamente todas las reglas de la elección, tal como estaban expresadas en la Constitución Apostólica de 1945; que preservaría el secreto de la elección bajo pena de una excomunión reservada, que no serviría con sus votos los intereses de poder secular alguno, que en caso de ser elegido Papa no renunciaría a los derechos temporales de la Santa Sede que se considerasen necesarios a su independencia.

Nadie rehusó prestar este juramento; pero Rinaldi, que tenía sentido del humor, se preguntó muchas veces por qué era necesario exigirlo… a menos que la Iglesia sintiese una saludable desconfianza de las virtudes de sus príncipes. Los ancianos son, generalmente, muy susceptibles. De manera que al esbozar los términos de esta promesa, Valerio Rinaldi acentuaba levemente el consejo expresado por la Constitución Apostólica, que recomendaba que los procedimientos de la elección se desarrollasen con «prudencia, caridad y calma singular».

Su cautela no era injustificada. La historia de las elecciones papales había sido tormentosa y, a veces, turbulenta. Cuando en el siglo XV se eligió a Dámaso el Español, hubo masacres en las iglesias de la ciudad. León V sufrió prisión, torturas, y, finalmente, cayó asesinado por los teofilactos, de manera que durante casi un siglo la Iglesia se vio regida por títeres manejados por las mujeres teofilactas Teodora y Marozia. En el Conclave de 1623, ocho cardenales y cuarenta de sus ayudantes murieron de malaria, y en la elección del santo Pío X hubo escenas violentas y palabras duras.

A fin de cuentas, decidió Rinaldi, callando discretamente sus conclusiones, era más prudente no confiar demasiado en el mal genio y las vanidades frustradas de los ancianos. Lo que le llevó una vez más al problema de alojar y alimentar a ochenta y cinco de ellos, con sus servidores y ayudantes, hasta el final de la elección. Seguramente algunos tendrían que instalarse en el recinto de la Guardia Suiza. Ninguno podría quedar muy lejos de baños y tocadores, y todos requerían un servicio mínimo de cocineros, barberos, cirujanos, médicos, ayudas de cámara, mandaderos, secretarios, camareros, carpinteros, fontaneros, bomberos ( ¡por si algún prelado exhausto se quedaba dormido con el cigarrillo en la mano! ). Y si, ¡Dios no lo permitiese!, algún cardenal se hallase preso o bajo alguna acusación, habría que traerlo al Conclave y hacerle ejercitar sus funciones bajo una guardia militar.

Esta vez, sin embargo, ninguno se hallaba en prisión, excepto Krizanic, en Yugoslavia; pero se hallaba preso por la Fe, lo cual era muy diferente. Y el último Papa había organizado una eficiente administración, de manera que Valerio, cardenal Rinaldi, incluso tuvo tiempo para reunirse con su colega Leone, del Santo Oficio, el cual era también decano del Sacro Colegio. Leone hacía honor a su nombre. Tenía una blanca melena leonina y un humor gruñón. Y además era romano hasta la médula de los huesos. Para él, Roma constituía el centro del mundo, y el centralismo era una doctrina casi tan inmutable como la de la Trinidad y la de la Procesión del Espíritu Santo. Con su gran nariz aguileña y su mandíbula poderosa, parecía un senador surgido de los tiempos de Augusto, y sus ojos pálidos miraban al mundo con helada desaprobación.

Toda innovación era para él el primer paso hacia la herejía, y ocupaba su lugar en el Santo Oficio como un perro guardián, erizándose ante todo lo que le parecía desusado en la interpretación o la práctica de la doctrina. Uno de sus colegas franceses había dicho, con más ingenio que caridad, «Leone huele a fuego». Pero era creencia general que el prelado pondría su propia mano sobre las llamas antes de estampar su firma bajo la menor desviación de lo que fuese ortodoxo.

Rinaldi lo respetaba, aunque jamás había logrado simpatizar con él, de manera que sus relaciones se habían limitado a las cortesías propias de su común oficio. Esta noche, sin embargo, el viejo león parecía de mejor talante y dispuesto a la charla. Sus ojos pálidos vigilantes se hallaban encendidos con momentánea diversión.

—Tengo ochenta y dos años, amigo mío, y he sepultado a tres Papas. Estoy comenzando a sentirme solo.

—Si no buscamos ahora a un hombre más joven, bien podrá enterrar a un cuarto dijo Rinaldi dulcemente.

Leone le lanzó una mirada bajo sus tupidas cejas:

—¿Qué quiere decir?

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