Sonrió una vez más y tendió hacia ellos sus manos deformadas, en un gesto de súplica.
—Tal vez no sea yo el hombre apropiado para vosotros, hermanos míos…, pero Dios me ha colocado aquí, y tendréis que aceptarme por lo que soy.
Hubo una pausa prolongada, y luego Cirilo continuó con mayor energía aún, sin suplicar ni pedir, sino exigiendo con todo el poder que brotaba de su persona:
—Os preguntáis adónde quiero conduciros, adónde quiero conducir a la Iglesia. Os lo diré. Quiero conduciros nuevamente hacia Dios, a través de los hombres. Comprendedlo así, comprendedlo en vuestras mentes y en vuestros corazones, con obediente voluntad. Somos lo que somos para servir a Dios por medio del servicio al hombre. Si perdemos contacto con el ser humano, con hombres que lloran atormentados, en la oscuridad, pecadores, perdidos y confusos; con mujeres angustiadas y niños que sollozan, entonces nosotros también estaremos perdidos, porque habremos sido pastores negligentes que lo han hecho todo, excepto lo que era necesario. —Se detuvo (alto, pálido y extraño, con su rostro marcado, sus manos deformadas y su renegrida barba bizantina), se encaró con su auditorio y le lanzó, como un desafío, la pregunta latina de rigor—: Quid vobis videtur…? ( ¿Qué os parece?)
Había un ritual que regía este momento, así como había un ritual para cada acto de la vida vaticana. Los cardenales se quitarían sus capelos rojos e inclinarían la cabeza sumisamente, y luego esperarían a que se les despidiese para hacer o no hacer lo que se les había aconsejado. Una alocución papal rara vez se convertía en diálogo, pero esta vez imperaba una sensación de urgencia y casi de conflicto en la asamblea.
El cardenal Leone alzó su pesado cuerpo de la silla, agitó su blanca melena y se dirigió al Pontífice:
—Todos los que nos hallamos aquí hemos brindado el servicio de nuestra vida a Su Santidad y a la Iglesia. Pero no estaríamos cumpliendo con el propósito de este servicio si no ofreciésemos consejo cuando estimásemos que ese consejo era necesario.
—Es lo que os he pedido —dijo Cirilo mansamente—. Hable libremente, por favor.
Leone le dio las gracias con grave ademán y continuó firmemente:
—Es muy prematuro aún medir el efecto de la elección de Su Santidad en el mundo, y especialmente sobre la Iglesia italiana y la romana. Mi intención no es irrespetuosa cuando digo que hasta que conozcamos esta reacción, hay que mostrar prudencia en las palabras públicas y los actos públicos.
—No tengo nada que objetar a eso —dijo Cirilo con la misma mansedumbre—. Pero tampoco deben oponérseme objeciones cuando digo que deseo fervientemente que la voz de Cristo sea escuchada por todos los hombres…, no otra voz, ni otro acento, sino mi voz. Un padre no habla a sus hijos a través de la máscara del actor. Habla sencillamente, libremente, y esto es lo que me propongo conseguir.
El viejo león se mantuvo firme y continuó obstinadamente:
—Hay que encarar realidades, Santidad. La voz cambiará, hágase lo que se haga. Saldrá de boca de un campesino, y de un académico inglés, y de un misionero alemán en el Pacífico. Será interpretada por la Prensa hostil u por algún teatral corresponsal de Televisión. Su Santidad sólo puede esperar que la primera voz sea la suya propia y que la primera grabación sea auténtica. Se permitió una sonrisa severa—. También nosotros somos sus voces, Santidad, y también nosotros hallaremos difícil interpretar la partitura sin defectos.
Leone se sentó en medio de un tenue susurro de aprobación.
Entonces Pallenberg, el alemán delgado y frío, se adelantó para presentar su propio problema:
—Su Santidad ha hablado de cambios. Es mi opinión y la de mis hermanos obispos que hay ciertos cambios que debieron efectuarse hace largo tiempo. Somos un país dividido. Nuestra prosperidad es grande, y nuestro futuro, incierto. La población católica se está alejando de la Iglesia porque nuestras mujeres deben casarse fuera de ella, puesto que nuestros hombres cayeron diezmados durante la guerra. Nuestros problemas al respecto constituyen legión. Sólo podemos resolverlos en un nivel humano. Y, sin embargo, aquí en Roma los están resolviendo llonsignori que ni siquiera hablan nuestra lengua, que se rigen exclusivamente por los cánones y que no comprenden el sentido de nuestra Historia ni de nuestros problemas presentes. Demoran las soluciones, ganan tiempo, centralizan. Tratan los asuntos del alma como si fuesen ingresos en el libro mayor. Nuestra carga es ya muy pesada; no podemos llevar también sobre nuestros hombros el peso de Roma. ¡Para mí y para mis hermanos, Appello ad Petruin…, apelo a Pedro!
Hubo un murmullo de sorpresa ante tanta crudeza. Leone enrojeció encolerizado, y Rinaldi ocultó una sonrisa tras su pañuelo de seda.
Después de un momento, Cirilo el Papa habló otra vez. Su tono era siempre manso, pero esta vez empleó el plural de la realeza:
—Prometemos a nuestros hermanos alemanes que otorgaremos inmediata y total consideración a sus problemas específicos, y que conferenciaremos privadamente con ellos antes de su regreso a su patria. Sin embargo, los instamos a demostrar paciencia y caridad hacia sus colegas de Roma. Deben recordar también que a menudo se dejan de hacer las cosas por hábito y por tradición más que por falta de buena voluntad. —Se detuvo un instante, permitiendo que el reproche hiciese su efecto; luego rió brevemente—. He tenido mis propios problemas con otra burocracia. Incluso los hombres que me torturaban no carecían de buena voluntad. Deseaban construir un mundo nuevo en una generación, pero la burocracia los derrotaba una y otra vez. Veamos si podemos hallar más sacerdotes y menos burócratas…, menos funcionarios y más almas sencillas que comprendan el corazón humano.
Tocó ahora el turno al francés, el cual se expresó con la misma crudeza que Pallenberg.
—Todo lo que hacemos en Francia, todo lo que proponemos desde Francia, llega a Roma oscurecido por las sombras de la Historia. Cada uno de nuestros proyectos, desde los sacerdotes obreros a los estudios sobre el desarrollo del dogma y la creación de una Prensa católica inteligente, se recibe aquí como si fuese una nueva rebelión tramontana. No podemos trabajar libremente ni con cierta continuidad en un ambiente así. No podemos sentirnos apoyados por la fraternidad de la Iglesia si sobre todo lo que planeamos o proponernos se cierne una nube de censura. —El francés se volvió airadamente hacia sus hermanos y lanzó un desafío a los italianos—. También hay herejías aquí en Roma, y ésta es una de ellas: creer que unidad y uniformidad son términos idénticos, que la manera romana es la mejor para todos desde Hong Kong al Perú. Su Santidad ha expresado el deseo de hacer escuchar su voz con sus tonos auténticos. Nosotros también deseamos que nuestra voz se escuche sin distorsiones ante el trono de Pedro. Es necesario hacer algunos nombramientos, y que éstos recaigan en hombres que puedan representarnos y representar el clima en el cual vivimos con veracidad y comprensión.
Ése es un problema que también nos preocupa —dijo Cirilo cuidadosamente—. También nosotros llevamos sobre nuestros hombros el peso de la Historia, de manera que no siempre podemos atender sólo a la simplicidad de un asunto sin considerar una complejidad de matices y de asociaciones históricas. —Se llevó una mano a la barba y sonrió—. Creo que esto ha sido también fuente de escándalo para algunos, aunque nuestro Maestro y los primeros apóstoles llevasen barba. No me gustaría pensar que la roca de Pedro pudiese trizarse por falta de una navaja. Quid vobis videtur?
En ese momento todos rieron y lo amaron. Sus cóleras recíprocas amainaron y escucharon con mayor humildad mientras los hombres de Sudamérica exponían sus propios problemas: pueblos pobrísimos, escasez de sacerdotes preparados, asociación histórica de la Iglesia con los ricos y los colonizadores, falta de fondos, la fuerza de la ideología marxista que se alzaba como una antorcha para reunir a los desposeídos…
Hablaron luego los hombres del Este, quienes contaron que las fronteras se cerraban una a una a los ideales cristianos. Y que las antiguas bases misioneras se desplomaban, mientras la idea del paraíso terrenal se apoderaba de las mentes de los hombres, que necesitaban desesperadamente de él, puesto que tenían tan poco tiempo para gozarlo. Sus palabras constituían un brutal balance para hombres que debían rendir cuentas al Todopoderoso. Y cuando terminaron, la asamblea guardó silencio, esperando que Cirilo el Papa hiciese su síntesis final.
El Pontífice se alzó entonces, una figura extrañamente sola, como un Cristo de tríptico bizantino, y se encaró con su auditorio:
—Hay algunos —dijo solemnemente— que creen que hemos llegado a las postrimerías del mundo porque el hombre tiene ahora el poder de destruirse sobre la faz de la Tierra, y porque cada día es mayor el peligro de que así lo haga. Y, sin embargo, nosotros, hermanos míos, por la salvación del mundo no tenemos más ni menos que ofrecer de lo que teníamos al comienzo. Predicamos a Cristo y a Cristo crucificado…, un verdadera obstáculo para los judíos; para los gentiles, una necedad. Ésta es la locura de la Fe, y si no la aceptamos así, entonces estamos aceptando una ilusión. ¿Qué hacemos entonces? ¿Adónde vamos desde aquí? Creo que no hay más que un camino. Cogemos la verdad como una lámpara y salimos como los primeros apóstoles a contar la buena nueva a quien quiera escucharnos. Si la Historia nos cierra el paso, la ignoramos. Si los sistemas nos inhiben, prescindimos de ellos. Si las dignidades nos oprimen, las apartamos. Y ahora tengo una misión que encomendar a aquellos que os alejaréis de Roma y a los que permaneceréis aquí, a la sombra de nuestros triunfos y de nuestros pecados: ¡Buscadme hombres! Hombres buenos que sepan lo que es amar a Dios y a sus criaturas. Encontradme hombres con fuego en el corazón y alas en los pies. ¡Enviádmelos! Y yo los enviaré a llevar amor a los que no lo tienen y esperanza a los que esperan en la oscuridad… ¡Id ahora en nombre de Dios!
Inmediatamente después del Consistorio, Potocki, el cardenal de Polonia, solicitó una urgente audiencia privada con el Papa. Ante su sorpresa, la respuesta llegó una hora más tarde, en forma de una invitación a cenar. Cuando llegó a las habitaciones papales, encontró al nuevo Pontífice solo, sentado en un sillón y leyendo un pequeño volumen encuadernado en un cuero desteñido. Cuando el cardenal se arrodilló ante él, Cirilo tendió una mano y lo hizo alzarse, sonriendo:
—Esta noche debemos ser hermanos que están juntos. La comida es mala, y no he tenido tiempo de reformar la cocina del Vaticano. Espero que su compañía me brinde una cena superior a la acostumbrada. —Señaló las páginas amarillentas del libro y rió suavemente—: Nuestro amigo Rinaldi es un humorista. Me hizo un regalo para celebrar mi elección. Un relato del reinado del holandés Adriano VI. ¿Sabe usted cómo llamaban a los cardenales que lo eligieron? Traidores a la sangre de Cristo, que entregaron el hermoso Vaticano a la furia extranjera y sometieron a la Iglesia y a Italia en servidumbre ante los bárbaros. ¿Qué estarán diciendo de usted y de mí en este momento? —Cerró bruscamente el libro y se relajó otra vez en su sillón—. Es sólo el principio, pero me va tan mal y me siento tan solo… ¿Qué puedo hacer por usted, amigo mío?
Potocki se sintió conmovido por la simpatía de su nuevo Amo, pero en él la cautela era un hábito arraigado, y se contentó con una formalidad:
—Esta mañana me entregaron una carta, Santidad. Me dicen que viene de Moscú. Y me pidieron que se la entregase directamente en propia mano.
Extrajo un abultado sobre sellado con cera gris y lo entregó a Cirilo, el cual lo sostuvo un momento en sus manos y luego lo dejó sobre la mesa.
—Lo leeré más tarde, y si le concierne a usted también, le haré llamar. Y, ahora, dígame… —Se inclinó hacia delante en su silla, solicitando gravemente una confidencia—. Usted no habló hoy en el Consistorio, y sin embargo sus problemas son tan grandes como los de los demás. Deseo escucharlos.
El rostro arrugado de Potocki se puso tenso y sus ojos se nublaron.
—Ante todo existe un temor privado, Santidad.
—Compártalo conmigo —dijo Cirilo suavemente—. Tengo tantos temores propios, que tal vez haga que me sienta mejor.
—La Historia tiende sus celadas para todos nosotros —dijo el polaco gravemente—. Su Santidad lo sabe. La historia de la Iglesia rutena en Polonia es una historia amarga. No siempre hemos actuado como hermanos en la Fe, sino como enemigos recíprocos. La época de las disensiones ya ha pasado, pero si Su Santidad la recordase demasiado duramente, sería perjudicial para todos nosotros. Nosotros los polacos somos latinos en nuestro temperamento y lealtades. Hubo un tiempo en el cual la Iglesia polaca se prestaba a persecuciones de sus hermanos del rito ruteno. En esa época, usted y yo éramos jóvenes, pero es posible, y ambos lo sabemos, que muchos de los que murieron viviesen hoy si hubiéramos mantenido la unidad del espíritu en la unión de la Fe.
Potocki vaciló, y luego luchó torpemente con la próxima pregunta:
—No quiero parecer irrespetuoso, Santidad, pero debo preguntar con lealtad lo que otros preguntarán de mala fe: ¿Cuál es la actitud de Su Santidad hacia nosotros los polacos? ¿Qué opina de lo que estamos tratando de hacer?
Se produjo un largo silencio. Cirilo el Pontífice bajó la vista hasta sus manos roídas y luego se levantó bruscamente de su sillón y las puso sobre los hombros del otro obispo. Dijo dulcemente:
—Ambos hemos estado prisioneros. Ambos sabemos que cuando trataban de quebrantarnos no lo hacían a través de nuestros afectos, sino a través de los resentimientos ocultos en lo más profundo de nuestro ser. Cuando se hallaba en la oscuridad, temblando y aguardando la próxima sesión con las luces, y el dolor, y las preguntas, ¿qué le tentaba más?
—Roma —dijo Potocki rudamente—, donde sabían tanto y parecían preocuparse tan poco.
Cirilo el Pontífice sonrió y asintió gravemente.
—Y a mí, la memoria del gran Andrew Szepticki, metropolitano de Galitzia. Lo quería como a un padre. Me dolía amargamente lo que se le había hecho. Lo recordaba antes de morir, un cascarón paralizado, destrozado por el dolor, contemplando la destrucción de todo lo que había construido, de las escuelas, los seminarios, de la vieja cultura que se había esforzado tanto por conservar. Me oprimía la futilidad de su esfuerzo, y me preguntaba si valdría la pena sacrificar tantas vidas, tantos espíritus nobles, para intentarlo otra vez… Eran días malos aquéllos y noches peores.