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Authors: Morris West

Tags: #Ficción

Las sandalias del pescador (13 page)

BOOK: Las sandalias del pescador
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Chiara era una muchacha morena, flexible como una gata; y los jóvenes que vagaban por la playa silbaban y se pavoneaban para llamar su atención. A salvo tras sus gafas oscuras, Chiara los contemplaba ir y venir, y se estiraba decorativamente sobre su toalla de colores.

Se hallaba invadida por una sensación de solaz y bienestar. Era joven, y la admiración de los muchachos le decía que era hermosa. Era amada. George Faber se había hecho cargo desgarbadamente de las batallas de su amante. Chiara se sentía libre, más libre que nunca.

Era esta libertad lo que la intrigaba más que todo, y cada día tomaba mayor conciencia de ella, y ansiaba prolongarla más. Aquella mañana había llorado y gritado a George como una verdulera, porque éste parecía poco dispuesto a hablar con Campeggio. Y si George vacilaba nuevamente, volvería a disputar con él, porque desde este momento ya no podría amar sin la libertad de ser ella misma.

Con Corrado Calitri se había sentido desgarrada, traída y llevada en todos sentidos como un papel al viento. Durante algún tiempo —período aterrador— le pareció que había dejado de existir como mujer. Ahora, por fin, había reunido todos sus fragmentos; pero ya no era la misma Chiara, sino una Chiara nueva, y nadie debía tener otra vez la facultad de destruirla.

Había elegido deliberadamente a un hombre mayor que ella, porque sería más tolerante, menos exigente. Los hombres mayores deseaban una vida más plácida. Ofrecían afecto además de pasión. Se movían con autoridad en un mundo más amplio. Hacían que la mujer se sintiese menos vulnerable…

Chiara se incorporó comenzó a juguetear con la arena tibia, filtrándola entre sus dedos para formar un montoncillo a sus pies. Sin saber por qué, pensó en un reloj de arena en el cual el tiempo se midiese inexorablemente con un hilillo de granos de oro. Incluso durante su niñez, Chiara había sentido la obsesión del tiempo, y lo había buscado como ahora buscaba su libertad, gastándolo impetuosamente, como si al hacerlo pudiese traer el futuro al presente. Cuando estaba en su casa, clamaba por ir al colegio. En el colegio deseaba crecer. Crecida, deseó casarse. En el matrimonio, en el amargo fracaso de su matrimonio con Calitri, el tiempo se había detenido súbitamente, hasta que le pareció que estaría anclada eternamente en esta unión con un hombre que despreciaba su femineidad y la degradaba en toda ocasión.

De este terror en el tiempo estático había escapado finalmente hacia la histeria y la enfermedad. El futuro que había esperado tan ansiosamente se le hacía ahora intolerable. Ya no deseaba avanzar, sino retroceder hacia la oscura matriz de la dependencia.

Incluso aquí el tiempo era su enemigo. La vida era tiempo; una extensión insoportable de años sin amor. Las únicas maneras para ponerle fin eran morir o permanecer para siempre en ese retroceso. Pero en el hospital vigilaban las enfermera para alejar la muerte, mientras los médicos la traían lenta y pacientemente hacia otro encuentro con la vida. Chiara había luchado contra ellos, pero sabían ser inflexibles. La despojaron una a una de sus ilusiones, como si fuesen capas de su epidermis hasta exponer sus nervios desnudos, haciéndola clamar contra su crueldad.

Y luego los médicos comenzaron a enseñarle una extraña alquimia: que el dolor podía transmutarse en bendición. Si lo soportaba el tiempo suficiente, comenzaba a disminuir. Si escapaba de él, la seguía, cada vez más monstruoso, como un perseguidor de pesadilla. Si luchaba contra él, finalmente se establecería una tregua, no siempre en los términos más favorables ni en los más prudentes, pero sí en un tratado soportable.

Chiara había hecho ahora su propio tratado con la vida, y bajo sus términos vivía mejor de lo que había esperado. Su familia desaprobó su decisión, pero su generosidad le daba amor y cierto afecto. No podía casarse, pero tenía un hombre que la quería. La Iglesia la condenaba, mas en tanto Chiara guardase decoro público, no pronunciaría pública censura contra ella.

La sociedad, como siempre paradójica, insinuó una mansa protesta, y luego la aceptó de bastante buen grado… No estaba totalmente libre, ni totalmente amada, ni totalmente protegida, pero tenía lo suficiente de estas cosas como para hacer soportable la vida y el tiempo, porque ambos ofrecían una promesa de superación.

Y, sin embargo, la respuesta no era total, y Chiara lo sabía. El tratado era menos favorable de lo que parecía. Había en él una trampa, una cláusula que, al invocarse, podría destruirlo todo.

Chiara contempló el agua vacía del mar Tirreno y recordó las historias de su padre acerca de la vida extraña que se desarrollaba en sus profundidades: árboles de coral; ballenas del tamaño de un barco; peces que agitaban las alas como pájaros; joyas que crecían en el lodo de las ostras, y algas semejantes a los cabellos de princesitas ahogadas. Bajo la superficie iluminada del sol bullía un mundo misterioso, y a veces las aguas se abrían y engullían al viajero que se arriesgaba en ellas con demasiada osadía. A veces, pero no siempre… Los marineros más inesperados sobrevivían y llegaban a puerto seguro.

Precisamente aquí estaba el riesgo de su propio contrato con la vida. Creía en Dios. Creía en lo que la Iglesia enseñaba acerca de Él. Conocía la pena de ruina eterna que se cernía sobre las cabezas de quienes desafiaban imprudentemente la cólera divina. Cada paso, cada minuto constituía un peligro inminente de condenación. En cualquier momento podría expirar el contrato… ¿Y entonces…?

Pero tampoco era éste todo el misterio. Había otros, y más profundos. ¿Por qué había sido ella y no otra quien debió sufrir la injusticia inicial de un falso contrato matrimonial? ¿Por qué había sido ella y no otra quien se había visto empujada a la confusión suicida de una depresión nerviosa, y a este asirse precipitadamente a cualquier tablilla para sobrevivir? ¿Por qué? ¿Por qué?

No bastaba decir, como el confesor parroquial, que Dios lo había dispuesto así para ella. Era Corrado quien, en primer lugar, lo había dispuesto de ese modo. ¿Transigía Dios con la injusticia y luego amenazaba con la condenación a aquellos que se marchitaban bajo su peso? Chiara sintió que el mar se alzaba y la envolvía otra vez en la confusión de su enfermedad.

No había cura para el pensamiento inoportuno que acudía de día o de noche, aguijoneando la carne como un viento helado. No podía abandonarse a él por temor a una nueva Iocura. No podía borrarlo sino por el ejercicio del amor y la pasión, lo cual parecía afirmar extrañamente lo que los predicadores le acusaban de negar: la realidad del amor y de la misericordia, y la mano que ayudaba a la mayoría de los marineros desafortunados para que escaparan a la condenación de las profundidades…

Chiara se estremeció en el aire tibio y se puso en pie, envolviéndose en la toalla. Un muchacho bronceado, con la apostura de un dios griego, silbó y la llamó, pero Chiara lo ignoró y se apresuró playa arriba, hacia el automóvil. ¿Qué sabían de la vida quienes se pavoneaban como emblemas fálicos al sol? George lo comprendía mejor… George, querido George, maduro, inquieto, que comprendía sus riesgos y que, por lo menos, trabajaba por librarla del peligro. Ansió el consuelo de sus brazos y el sueño que seguía al acto del amor…

Rudolf Semmering, padre general de la Compañía de Jesús, se sentó en el aeropuerto de Fiumicino y aguardó al hombre que venía de Yakarta. Para quienes lo conocían bien, su vigilia tenía gran significación. Rudolf Semmering era un hombre eficiente, adaptado por naturaleza y por los ejercicios ascéticos al espíritu militar de Ignacio de Loyola. Para él, el tiempo era precioso, porque sólo en el tiempo es posible prepararse para la eternidad. Una pérdida de tiempo significaba entonces un derroche de los medios de salvación. Los asuntos de su Orden eran complejos y apremiantes, y con facilidad hubiese podido enviar algún delegado a aguardar a ese oscuro miembro de la Compañía que se retrasaba ya treinta minutos.

Pero la ocasión parecía exigir algo más que una cortesía normal. El viajero era francés, forastero en Roma. Había vivido más de veinte años en el exilio: en China, en África, en la India y en las dispersas islas de Indonesia. Era un mero sacerdote y un distinguido estudioso, a quien Rudolf Semmering había mantenido silencioso bajo su voto de obediencia.

Para un hombre de estudio, el silencio era peor que el exilio. El sacerdote había tenido libertad para trabajar, para mantener correspondencia con sus colegas del mundo entero, pero se le había prohibido publicar los resultados de sus investigaciones o enseñar en alguna tribuna pública. En la última década, Rudolf Semmering había interrogado varias veces a su conciencia por esta prohibición impuesta a una mente tan brillante. Pero siempre había llegado a confirmar su primera convicción: que este hombre era un espíritu escogido a quien la disciplina refinaría, y cuyas audaces especulaciones necesitaban un período de silencio para fundamentarse firmemente.

Semmering tenía el sentido de la Historia, y estaba convencido de que la efectividad de una idea dependía de las condiciones de la época en la cual hacía su primera aparición. Era demasiado tarde en la Historia para arriesgarse a otro asunto Galileo o para quemar a otro Giordano Bruno. La Iglesia sufría aún las consecuencias de los desdichados debates acerca del rito chino. Semmering temía menos a la herejía que a un clima intelectual que podría transformar en herejía algún nuevo aspecto de la verdad. No carecía de compasión ni dejaba de comprender los sacrificios que exigía a una mente noble como ésta, pero, como todos los miembros de la Compañía, Jean Télémond había hecho voto de obediencia y se había sometido al exigírsele su cumplimiento.

Para Semmering, ésta era la prueba final del temple de un religioso, la evidencia final de su capacidad para una labor piadosa desde una posición de responsabilidad. La prueba había concluido, y Semmering quería explicar su actitud a Télémond y ofrecerle el afecto que cada hijo tenía derecho a esperar de su padre espiritual. Pronto pediría a Télémond que caminase por una nueva ruta, no ya solitaria o inhibida, sino expuesto, como no lo había estado nunca, a las tentaciones de la influencia y a los ataques de intereses celosos. Télémond necesitaría ahora más apoyo que disciplina, y Semmering quería ofrecérselo con calor y generosidad.

También necesitaría diplomacia. Desde la época de Pacelli, los cardenales de la Curia y los obispos de la Iglesia habían temido la introducción de una eminencia gris en los consejos del Pontífice. Deseaban, y hasta ahora lo habían logrado, un regreso al orden natural de la Iglesia, por el cual los miembros de la Curia eran los consejeros del Papa, y los obispos sus colaboradores, reconociendo su primacía como sucesor de Pedro, pero manteniendo también su propia autonomía apostólica. Si la Compañía de Jesús aparecía intentando forzar un favorito en la Corte papal, despertaría inevitablemente suspicacia y hostilidad.

Y, sin embargo, el Pontífice había pedido hombres, y el problema estaba ahora en la manera de ofrecerle éste sin dar la impresión de una campaña en su favor… La voz del anunciador restalló en los amplificadores, confirmando la llegada del vuelo «BOAC» procedente de Yakarta, Rangún, Nueva Delhi, Karachi, Beirut. Rudolf Semmering se puso en pie, alisó su sotana y caminó hasta la puerta de la Aduana para recibir al exiliado.

Jean Télémond habría llamado la atención en cualquier parte. De seis pies de estatura, erguido, rostro delgado, cabello gris y ojos azules fríos y llenos de humor, llevaba sus atavíos religiosos como un uniforme militar, mientras el tinte amarillo que la malaria dejara en su tez y los surcos sobre su boca, de comisuras altas, hablaban de sus campañas en lugares exóticos. Saludó a su superior con respetuosa reserva, y luego se volvió hacia el mozo de cuerda, que luchaba con tres pesadas maletas.

—Cuidado con esas maletas. Hay media vida de trabajo en ellas.

Con leve encogimiento de hombros dijo a Semmering:

—Supuse que esto era un traslado. Traje conmigo todos mis papeles.

El padre general le dedicó una de sus escasas sonrisas.

—Y tenía razón, padre. Ha estado alejado demasiado tiempo. Ahora lo necesitaremos aquí.

Una chispa de malicia brilló en los ojos azules de Télémond.

—Temí que quisieran arrastrarme ante la Inquisición.

Semmering rió.

—Aún no… Estamos muy satisfechos de tenerlo con nosotros, padre.

—Me alegro —dijo Télémond con curiosa sencillez—. Estos años han sido difíciles para mí. Rudolf Semmering se sobresaltó. No había esperado que fuese un hombre tan franco y de comprensión tan rápida. Y al propio tiempo sintió un destello de satisfacción. Éste no era un sabio abstraído, sino un hombre de mente resuelta y corazón fuerte. El silencio no lo había quebrantado, ni lo había domado el exilio. Estaba bien tener espíritu de obediencia, pero un hombre con la voluntad quebrantada resultaba inútil a sí mismo y a la Iglesia.

Semmering respondió gravemente:

—Conozco su trabajo, y sé lo que ha sufrido. Tal vez le he hecho la vida más difícil de lo necesario. Sólo le pido que crea que lo hice de buena fe.

—Nunca lo dudé —dijo Jean Télémond abstraídamente—. Pero veinte años es mucho tiempo.

Permaneció silencioso un instante, observando las verdes planicies de Ostia, salpicadas de antiguas ruinas y modernas excavaciones, y las amapolas rojas que crecían entre las resquebrajaduras de las viejas piedras. De pronto dijo:

—¿Aún estoy bajo sospecha, padre?

—¿Sospecha de qué?

Télémond se encogió de hombros.

—De herejía, de rebelión, de modernismo oculto, qué sé yo. Usted nunca me lo explicó claramente.

—Traté de hacerlo —dijo Semmering suavemente—. Traté de explicarle que se trataba de un problema de prudencia, no de ortodoxia. El Santo Oficio examinó algunos de sus primeros trabajos y conferencias. Ni los condenó, ni los censuró. Opinaron, como yo, que usted necesitaba más tiempo, más estudio, más maduración. Usted posee una gran autoridad. Deseábamos emplearla como mejor favoreciera a la Fe.

—Es lo que creo —dijo Jean Télémond—. De otro modo, habría abandonado totalmente mi trabajo. —Vaciló un momento y luego preguntó—: ¿Cuál es mi posición ahora?

—Le hemos hecho regresar —dijo Semmering dulcemente—, porque lo valoramos y lo necesitamos. Vamos a encomendarle una misión difícil y apremiante.

—Nunca he puesto condiciones, usted lo sabe. Nunca he tratado de negociar con Dios ni con la Compañía. Trabajé como mejor pude dentro de los límites que se me impusieron. Ahora…, ahora desearía pedirle algo.

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