—A causa de usted, Santidad. Porque yo necesitaba pero no podía tener lo que usted le dio desde su primer encuentro: intimidad, confianza, afecto, un lugar en sus deliberaciones privadas. Soy un hombre viejo. He servido largo tiempo a la Iglesia. Creí que merecía mejor suerte. Estaba equivocado. Nadie merece más que el salario prometido al obrero de la viña… Me arrepiento. ¿Me absolverá ahora Su Santidad?
Mientras el Pontífice avanzaba hacia él, Leone se arrodilló dificultosamente e inclinó su blanca cabeza bajo las palabras de la absolución. Terminadas éstas, Leone preguntó:
—¿Y la penitencia, Santidad?
—Mañana dirá misa por un hombre que ha perdido un amigo y aún no se resigna del todo a la voluntad de Dios.
—Lo haré.
Las fuertes manos de Cirilo se tendieron hacia el anciano y lo alzaron, de manera que ambos quedaron frente a frente, sacerdote y penitente, Papa y cardenal, sumidos en un momento maravilloso de comprensión.
—También yo he pecado, Eminencia —dijo Cirilo—. Lo mantuve alejado de mí porque no podía tolerar su oposición a mis proyectos. Y también obré mal respecto a Jean Télémond, porque me aferré demasiado a él; y cuando llegó el momento de dejarlo ir en manos de Dios, no pude hacerlo sin amargura. Hoy me siento vacío y muy atribulado. Me alegro de que haya venido.
—¿Puedo decirle algo, Santidad?
—Por supuesto.
—He visto a tres hombres ocupando esta habitación; usted será el último que vea. Cada uno de ellos llegó a su vez al momento en el cual se halla usted; el momento de la soledad. Debo decirle que no hay remedio, ni puede escaparse de él. No puede retirarse de aquí, como lo ha hecho Rinaldi, y como espero que me permitirá usted nacer muy pronto. Usted estará aquí hasta el día de su muerte. Mientras más viva, mayor será su soledad. Empleará a este hombre o a aquél en la labor de la Iglesia, pero cuando la tarea esté cumplida, o cuando el hombre se haya demostrado incapaz de ejecutarla, entonces lo dejará ir y encontrará otro. Usted desea amor. Lo necesita como lo necesito yo, aunque soy viejo. Tal vez lo obtenga por corto tiempo, pero lo perderá, porque un hombre noble no puede entregarse a un afecto desigual. Y un hombre burdo no le satisfará. Quiéralo o no, está condenado a un solitario peregrinaje. Desde el día de su elección hasta el día de su muerte. Éste es un Calvario, Santidad, y usted está comenzando a subirlo. Sólo Dios puede acompañarle todo el camino, porque se hizo carne para subir por esa misma senda… Desearía poder decirle algo muy diferente. No puedo.
—Lo sé —dijo Cirilo sombríamente—. Lo siento en la médula de los huesos. Creo que me he negado a admitirlo desde el día de mi elección. Cuando anoche murió Jean Télémond, con él murió una parte de mi ser.
—Si morimos para nosotros mismos —dijo el viejo león—, finalmente llegamos a vivir en Dios. Pero es un largo y lento agonizar. Lo sé, ¡créame! Usted es un hombre joven. Aún tendrá que aprender lo que significa ser viejo. —Se detuvo un instante, se recuperó y luego preguntó—: Y ahora que nos comprendemos, Santidad, ¿puedo pedirle un favor?
—¿Cuál, Eminencia?
—Me gustaría que me permitiera retirarme, como Rinaldi.
Cirilo el Pontífice meditó un instante, y luego sacudió la cabeza.
—No, no puedo dejarlo ir todavía.
—Me pide mucho, Santidad.
—Espero que se muestre generoso conmigo. Usted no está hecho para descansar bucólicamente ni para marchitarse en un jardín conventual… Hay leones en las calles, allá afuera, y necesitamos leones para combatirlos. Quédese conmigo algún tiempo más.
—Sólo puedo quedarme si Su Santidad confía en mí.
—Confío en usted, se lo prometo.
—No debe halagarme, Santidad.
—No lo halago, Eminencia —dijo Cirilo gravemente—. Usted tiene mucho coraje, y quiero que me lo ceda por algún tiempo… Porque en este momento tengo miedo, mucho miedo.
Su miedo era tangible, familiar y poderosamente amenazante. Era el mismo que había sufrido a manos de Kamenev, y había llegado a él por el mismo proceso… Meses de interrogar su mente. Crisis recurrentes de dolor. Revelaciones súbitas y espectaculares de las complejidades de la existencia, junto a las cuales las solas proposiciones de la Fe parecían lastimosamente inadecuadas.
Si la presión se mantenía lo bastante, el delicado mecanismo de la reflexión y de la decisión fallaba como un motor excesivamente cargado. Todos los procesos de la personalidad parecían caer en síncope, y uno quedaba confuso e irresoluto, e incluso agradecido a la voluntad más fuerte que lo dominaba.
Durante esos primeros meses de su Pontificado, día a día había debido poner en duda sus motivos y capacidades. Se había visto forzado a medir sus convicciones personales contra la experiencia acumulada de la burocracia y la jerarquía. Se sentía como el hombre que empuja una roca cerro arriba. Sólo para que ruede sobre él cada tres pasos.
Entonces, cuando el avance parecía más fácil, había debido hacer frente a una necesidad profunda y largamente escondida en su ser: la necesidad de amor que lo había llevado a aferrarse con tales ansias a la amistad de Jean Télémond, que su desprendimiento de religioso se había visto destruido casi totalmente. Los fundamentos de su confianza en sí mismo se habían debilitado aún más al permitirse un resentimiento contra Leone. No fue él quien dio el primer paso hacia la reconciliación, sino el viejo cardenal. No fue él quien ayudara a Jean Télémond a encontrar la conformidad en que necesitaba morir, sino Rinaldi y Rudolf Semmering.
Si había fracasado tan horriblemente en esas sencillas relaciones, ¿cómo podría confiar en sí mismo y en sus convicciones con respecto a las complejas exigencias de la jefatura de la Iglesia Universal
Así, aun después de diecisiete años de sufrimiento por la Fe, todo parecía vacilar nuevamente, y Cirilo vio cuán fácil resultaría desprenderse del peso de la acción. Bastaba con dejarse estar, con permitir que el sistema de la Iglesia actuase por él. No necesitaba decidir nada. Bastaba simplemente con que propusiera y sugiriera, y trabajara de acuerdo con las opiniones facilitadas por la Secretaría de Estado y por todos los cuerpos administrativos, grandes o pequeños, dentro de la Iglesia.
Era un método legítimo de gobierno. Y también seguro. Se asentaba firmemente sobre la sabiduría colectiva de la Iglesia, y podía justificarse como un acto de humildad por parte de un jefe que se ha sentido deficiente. Preservaría la integridad de la Iglesia y la dignidad de su ministerio contra las consecuencias de su propia incapacidad. Pero en lo más íntimo de su ser, profunda como las raíces de la vida misma, estaba la convicción de que la misión para la cual se le había llamado era muy otra. Tenía que demostrar en sí mismo la facultad de renovación que era uno de los signos de la Iglesia viviente. Ahora su problema era que no podía ya raciocinar esa convicción. Su temor era el de estar viviendo una ilusión de amor propio, de autoengaño y de orgullo destructivo.
Diariamente se acumulaban las pruebas contra él. EL problema de su visita a Francia y su intervención en la discusión política de las naciones estaba sometiéndose ya a encuesta entre los cardenales y primados de la Iglesia. Diariamente llegaban sus opiniones a su escritorio, y Cirilo veía con preocupación cuán inmensamente diferían de la suya propia.
El cardenal Carlin escribía desde Nueva York.
«Hasta ahora, el Presidente de los Estados Unidos ha manifestado su alegría por lo que Su Santidad ha hecho para ayudar a la iniciación de las negociaciones con la Unión Soviética. Sin embargo, ahora que esas conversaciones se han iniciado a nivel diplomático, se teme que la Santa Sede pueda tratar de obrar sobre ellas empleando su influencia en el bloque europeo de naciones, cuyos intereses divergen en ciertos puntos importantes de los intereses americanos. Desde este punto de vista, la visita que Su Santidad se propone hacer a Francia puede tomar un cariz diferente del que se pretende.»
El arzobispo Ellison, que aún no había recibido su capelo rojo, hizo el siguiente frío comentario.
«Su Santidad debe tener en cuenta que la República de Francia fue la oponente más encarnizada a la participación de Inglaterra en la comunidad europea de naciones. Si Su Santidad va a Francia, será inevitablemente invitado a visitar Bélgica y Alemania. Podrá parecer a muchos ingleses que Francia está tratando de emplear la Santa Sede, como lo ha hecho antes, para fortalecer su posición en Europa a costa de la nuestra…»
Platino, «el Papa Rojo», tenía otro punto de vista:
«Estoy convencido, como lo está Su Santidad, de que, tarde o temprano, el Vicario de Cristo deberá aprovechar los modernos medios de transporte para recorrer personalmente el mundo. Me pregunto, sin embargo, si el primer gesto en este sentido no debiera estar libre de asociaciones históricas. ¿ No sería tal vez mejor planear en un futuro más lejano una visita, digamos, a Sudamérica o a las Filipinas, para que el trabajo misional de la Iglesia recibiera un ímpetu que en este momento necesita imperiosamente?»
Desde Polonia, donde Potocki agonizaba y su sucesor había sido nombrado ya secretamente, llegó una advertencia aún más directa. La comunicó verbalmente el emisario que había llevado el nombramiento pontificio al nuevo cardenal:
«Existe el sentimiento, que se ha hecho sentir fuertemente, de que Kamenev, a quien se conoce como un político sutil y despiadado, está tratando de crear una situación en la cual la Santa Sede pueda mencionarse como cooperadora del Kremlin. El efecto de tal interpretación entre los católicos tras el telón de acero puede ser desastroso.»
Por otra parte, estaba ahí la última carta de Kamenev, la cual, si tenía algún significado, era el de un cambio sorprendente en el rígido pensamiento marxista, y un cambio aún más profundo en su propia persona. El hombre no es un animal estático. La sociedad no es estática, y tampoco lo es la Iglesia. Ya fuese en el sentido de Jean Télémond o en algún otro, todos ellos evolucionan, desprendiéndose de adherencias históricas, desarrollando nuevas actitudes y potencialidades, avanzando a tientas, consciente o instintivamente, hacia la promesa de más luz y de una vida más plena. Todos necesitan tiempo, tiempo y el fermento de la divinidad obrando sobre la masa humana. Cada indicio de bien es una evidencia del fermento de Dios en su propia creación… Kamenev escribía:
«…De manera que gracias a sus buenos oficios, hemos podido comenzar una negociación con los Estados Unidos a nivel diplomático, con algunas esperanzas de éxito. Habrá palabras duras, y las discusiones serán arduas, pero nos queda muy poco tiempo, y de esto al menos todos estamos convencidos.
»Me interesa su proyecto de visitar Francia en los primeros días de febrero. Estoy de acuerdo, aunque el Partido pediría mi cabeza si lo supiera, en que usted puede hacer mucho por preparar un clima apropiado a nuestras conversaciones.
»Me interesará aún más leer lo que usted habrá de decir. Inevitablemente, deberá hablar de los derechos y deberes entre naciones. ¿Cómo se referirá usted a los derechos de Rusia, donde sufrió tanto y donde su Iglesia está extirpada? ¿Cómo se referirá a los derechos de China, donde sus obispos y sacerdotes están en la cárcel?
»Perdóneme. Soy un bromista incurable, pero esta vez me río de mí mismo. Si algún hombre pudiera convencerme de que hay un Dios, usted, Cirilo Lakota, sería ese hombre. Pero para mí el cielo sigue estando vacío, y debo conspirar y planear, y mentir y regatear, y cerrar los ojos al terror y la violencia, para que mi hijo y un millón de otros hijos puedan crecer y reproducirse sin cáncer en las entrañas o un monstruo en la cuna debido a la radiación atómica.
»La ironía está en que todo lo que hago puede resultar una locura y apresurar lo que estoy tratando de impedir. Usted es más afortunado. Cree que descansa en la providencia de Dios. A veces deseo, y lo deseo terriblemente, poder crecer con usted. Pero el hombre lleva su destino escrito en la palma de la mano, y la mía presenta caracteres diferentes. A menudo me avergüenza lo que le hice; desearía probarle que tiene alguna razón para estar orgulloso de lo que hizo por mí. Si logramos paz, aunque sea durante un año, a usted deberemos parte de ella.
»Piense alguna vez con bondad en mí. Suyo, KAMENEV.»
Eran todas voces muy diversas. Pero en sus diferentes acentos expresaban la esperanza común de que, viviendo bajo la sombra de un hongo nebuloso, el hombre pudiese aún sobrevivir en paz para cumplir un plan divino respecto a él.
Cirilo debía escucharlas todas. Podría esperar que, al final, el conflicto de estas opiniones se resolviese en armonía, pero sabía que esa esperanza era una ilusión.
No podía, sin grave riesgo, salirse de la esfera de acción fijada por mandato divino. Pero, dentro de esa esfera de acción, su autoridad era suprema. El gobierno recaía sobre sus propios hombros, y no sobre otros. Y sería él quien debería decidir en definitiva… Pero conociendo su debilidad, retrocedía ante la decisión.
La promesa divina le garantizaba sólo dos cosas: que al hallarse en el lugar del Pescador, no erraría en materias de doctrina, y que cualesquiera que fuesen sus desatinos, la Iglesia sobreviviría… En lo demás estaba entregado a sus propios recursos. Podía aumentar la gloria de la Iglesia o disminuirla terriblemente. Y esta perspectiva lo aterraba.
Tenía libertad para actuar, pero nada se le prometía respecto a la consecuencia de sus actos. Se le ordenaba orar, pero debía orar en la oscuridad y no podía conocer la forma que adoptaría la respuesta…
Aún se debatía en este dilema cuando el padre general de los jesuitas telefoneó para solicitar una audiencia. Tenía muchos asuntos que tratar con el Pontífice, dijo, pero podrían esperar hasta el día fijado para las audiencias ordinarias. Esta vez deseaba comunicar al Padre Santo la esencia de su última conversación con Jean Télémond.
—Cuando fui a verlo, Santidad, lo encontré sumido en profunda confusión —comenzó Semmering—. Nunca había visto a un hombre más conmocionado. Me costó mucho calmarlo. Pero estoy convencido de lo siguiente: la sumisión que expresó a Su Santidad era firme y sincera, y cuando murió lo hizo en paz…
—Me alegro de saberlo, padre. Sabía que el padre Télémond estaba sufriendo. Deseaba compartir ese sufrimiento, pero él sintió que debía alejarse de mí.
—No se alejó, Santidad —dijo Semmering gravemente—. En su mente llevaba clavada la idea de que debía cargar su propia cruz y, lograr su propia salvación. Me dio un mensaje para usted.