Las sandalias del pescador (19 page)

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Authors: Morris West

Tags: #Ficción

BOOK: Las sandalias del pescador
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De modo que Cirilo el Pontífice, cogido como todos sus semejantes en el dilema humano, se hallaba sentado ante su escritorio y buscaba en las palabras formales de su Secretario de Estado las sombras de la inminente tormenta.

«El eje de la situación actual es China. Los informes dignos de mayor crédito indican que el programa agrícola ha fracasado otra vez, y que la cosecha de este verano será escasa, lo que significará inevitablemente que se produzca una presión militar hacia las zonas arroceras del Asia sudoriental después de los próximos monzones. Se están activando ya los entrenamientos militares, y todos los días recibimos informes acerca de medidas represivas contra elementos desafectos al régimen. Nuestra propia gente está sufriendo nuevas campañas de vigilancia y de abierta persecución.

»En Estados Unidos, la recesión económica ha amainado, pero ello se debe en gran medida a un aumento en el programa de armamentos militares. Nuestras fuentes en los Estados Unidos nos informan que cualquier nueva expansión china hacia Birmania, Indochina o Siam crearía un inmediato peligro de guerra…

»En Bonn y en París se habla ahora de que Francia y Alemania participarán en un programa conjunto para el desarrollo de armas atómicas. Ésta es una consecuencia lógica de su posición de miembros principales del bloque europeo, pero resulta evidente que será considerada una abierta amenaza para Alemania Oriental y Moscú…

»Hemos esperado durante algún tiempo que el temor ruso a los chinos redundara en un mejoramiento de las relaciones de Rusia con el Occidente, pero esta situación introduce un elemento nuevo y contradictorio.

»Parecería oportuno que Su Santidad, clara y oportunamente, hiciese algún comentario acerca de los peligros de esta nueva carrera de armamentos, que encuentra su justificación en el fortalecimiento de la alianza occidental contra el comunismo.

»Es difícil imaginar cómo hacerlo, pero si pudiésemos ponernos en contacto con el Presidium, en el Kremlin, e introducirnos como elemento mediador en las relaciones entre Oriente y Occidente, el momento actual sería el más indicado. Desgraciadamente, nuestra oposición a las doctrinas del comunismo es fácilmente interpretable como una alianza política con el Occidente. Hemos impartido instrucciones a nuestros legados y nuncios en todo el mundo, recomendándoles acentuar, tanto en público como en sus conversaciones con personalidades políticas, los peligros de la actual situación.

»Como Su Santidad sabe, ahora mantenemos relaciones cordiales con representantes de la Iglesia Ortodoxa y con miembros eminentes de otras organizaciones cristianas. Podemos esperar confiadamente su cooperación en esta materia. Sin embargo, la creación de un clima moral queda siempre rezagado tras la creación de un clima político, y debemos afrontar el hecho de que los próximos seis o doce meses pueden llevar al mundo hasta el umbral de otra guerra…

»En África…»

Cirilo el Pontífice dejó el informe y se cubrió los fatigados ojos con las palmas de las manos. Ésta era la lucha por la supervivencia humana en el macrocosmos. Los chinos querían una escudilla de arroz. Los rusos, mantener las comodidades de la civilización, con las cuales comenzaban a familiarizarse. Era preciso mantener trabajando a ciento ochenta millones de americanos, so pena de que la precaria economía de consumo se derrumbara. Francia y Alemania, despojadas de sus colonias, tenían que mantener su influencia en la comunidad europea de naciones.

«Lo que tenemos lo guardamos, porque es nuestro, porque lo hemos ganado. Todo lo que nos hace crecer es bueno. Todo lo que nos disminuye es un1 amenaza… La ley de la jungla… Supervivencia de los más aptos… No hay moral en la política…»

Pero reducida a sus términos esenciales, la supervivencia, incluso de los individuos, no era nunca una ecuación simple. La definición de derechos y deberes había ocupado a los teólogos y juristas durante los dos mil años del ministerio cristiano, y durante miles de años anteriores. Una cosa era establecer la ley, pero aplicarla, hacer que los diversos millones que formaban la Humanidad la viesen con los mismos ojos, reconocerla como decreto divino…, todo ello era aparentemente una imposibilidad absoluta. Pero existía la promesa. «Si se me exalta, Yo atraeré todas las cosas a mí.» Y sin la promesa no quedaba asidero para la razón en el Universo. Si uno no creía que la órbita giratoria de la Tierra se mantenía a salvo por la continuidad de un acto creador, haría bien en desesperar y desear su disolución en el fuego, para hacer lugar a otro mundo mejor.

Una vez más, su memoria se deslizó, por una tangente, hacia la conversación que había mantenido diez años antes con Kamenev.

«La diferencia entre usted y yo, Cirilo, estriba en que yo estoy dedicado a lo posible, mientras usted está dedicado a una insensatez… "Dios desea que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad." Eso es lo que usted predica, ¿verdad? Pero usted sabe que eso es una locura… No sucede así. No sucederá. No puede suceder. ¿Qué es su cielo sino una zanahoria para hacer trotar al burro? ¿Qué es su infierno sino un montón de desperdicios donde van a parar todos sus fracasos…, fracasos de Dios, amigo mío? Y usted dice que Dios es omnipotente. ¿Y después? ¿Viene usted conmigo a la búsqueda del pequeño posible, o va tras el gran imposible…? Sé lo que quiere decirme: Dios lo hace todo posible. ¿No comprende? En este momento yo soy Dios para usted, porque ni siquiera puede moverse de esa silla sin que yo lo ordene… ¡Tome! Dios le hace un pequeño obsequio. Un cigarrillo…»

Y Cirilo recordaba que había aceptado el cigarrillo y se lo había fumado, agradecido, mientras su mente fatigada luchaba con la paradoja que Kamenev le había sometido: ¿La pequeña ganancia o la gran pérdida? ¿Cuál? ¿La sabiduría limitada o la locura monstruosa? Había elegido la locura, y lo habían confinado nuevamente a los trajes listados, al hambre y a la soledad, para extirparla de él.

Y ahora la paradoja había dado un vuelco. Kamenev se encontraba en una situación imposible de resolver, mientras Cirilo, el prisionero abyecto, representaba a Dios, para quien todas las cosas eran posibles.

Durante largo rato consideró Cirilo el gigantesco humor de la situación. Luego alzó el auricular del teléfono y llamó a Goldoni en la Secretaría de Estado.

—Estoy leyendo su informe. Me ha impresionado grandemente. Le estoy muy agradecido. Y también, muy preocupado. Y ahora, dígame algo… Si yo deseara enviar un mensaje al Primer Ministro ruso, un mensaje privado, ¿cómo podría hacerlo?

FRAGMENTO DE LAS MEMORIAS SECRETAS DE CIRILO I, PONT. MAX.

…He sido afortunado al mantener cierto sentido del humor, o me hubiese visto abrumado hasta la locura por las consecuencias de mis actos más triviales. Cuando un hombre de mi posición hace la pregunta más insignificante, todo el Vaticano se agita como nido de pájaros. Si hago el menor movimiento, se diría que estoy intentando remover los cimientos del mundo. Sólo puedo hacer lo que me parece bueno, pero siempre hay veinte personas con otras tantas razones para justificar mi inmovilidad… Y sería un necio si no escuchase al menos sus opiniones.

Cuando propuse a Goldoni mi deseo de hacer un recorrido pastoral por toda Italia y observar in situ los problemas de mi clero local, aquél quedó horrorizado. No se había hecho nada semejante en siglos. Crearía dificultades con el Gobierno italiano. Suscitaría sabe Dios qué problemas de protocolo y de logística y de ceremonia local. Me recordó que yo era un príncipe y que al requerir mi presencia honores principescos, impondría privaciones a regiones pobres y arruinadas. Sobre este punto tuve que mostrarme firme y decirle que ante todo soy pastor, sucesor de un pescador ejecutado como criminal común en la Ciudad de los Emperadores. Aun así, todavía no hemos convenido cómo y cuándo haré este viaje; pero estoy decidido a efectuarlo pronto. También quiero hacer otros viajes. Quiero cruzar las fronteras de Europa y los océanos del mundo para ver a mi pueblo: dónde y cómo vive, y las cargas que soporta en su jornada hacia la eternidad… Sé que éste es un proyecto de difícil ejecución. Implica oposición de los Gobiernos, un riesgo para mí y para la administración de la Santa Sede… Pero creo que restablecería como ningún otro acto la misión apostólica del Pontífice… Por el momento, sin embargo, tengo un asunto más apremiante que resolver: establecer y mantener contacto personal con Kamenev.

Inmediatamente después de mi llamada telefónica, Goldoni acudió apresuradamente, desde la Secretaría de Estado, para hablarme. Es un hombre hábil, con mucha práctica en la diplomacia, y respeto grandemente su opinión. Su primer consejo fue negativo. No podía imaginar una base posible de comunicación con aquellos que predican una herejía atea y que se dedican a una activa persecución de los fieles… Agregó también que todos los miembros del Partido comunista quedan automáticamente excomulgados por la Iglesia. No pude dejar de decirle que en el siglo xx, la excomunión era un arma sin filo y posiblemente muy anticuada… Entonces me advirtió muy sensatamente que incluso un diálogo privado con el Kremlin podría constituir una afrenta diplomática a los Gobiernos occidentales.

No pude rebatirlo, pero me obsesiona el convencimiento de que la misión primordial de la Iglesia es pastoral y no diplomática. Enseñé a Goldoni la carta que me escribió Kamenev, y comprendió mi ansiedad por iniciar algún tipo de conversación. Sin embargo, Goldoni me hizo otra advertencia: cualquier paso que yo dé puede ser interpretado como señal de debilidad y convertirme en arma propagandística de los comunistas…

Desde luego, Goldoni tiene razón; pero no creo que la tenga totalmente. La verdad tiene su propia virtud; la buena acción tiene su propia virtud, y no podemos desestimar jamás el poder fructificador del Todopoderoso…

Nunca he creído que todos los que llegan a Roma tengan que llegar a ella por la Via de Canossa. Creo que éste ha sido uno de nuestros errores históricos. El buen pastor busca las ovejas perdidas y las lleva a casa sobre sus hombros. No pide que regresen arrastrándose, con el rabo entre las piernas y llenas de remordimientos, y con un cordón de penitente alrededor del cuello… Fue san Agustín quien dijo: «Se requiere una mente grande para construir una herejía.» Y hay mentes nobles y espíritus nobles que no reciben el don de la Fe y para quienes la salvación llega mediante la gracia gratuita de Dios. Con todos ellos debemos tratar con paciencia, tolerancia y caridad fraternal, sintiéndonos siempre humildes al considerar la misericordia gratuita de Dios respecto a nosotros. Para ellos debemos ejercer en forma especial el ministerium de la Fe y no insistir con excesiva dureza en su magistratura.

Así, Goldoni y yo llegamos, finalmente, a un compromiso. Trataríamos de hacer llegar un mensaje a Kamenev, para decirle que he recibido su carta y que mis sentimientos hacia él y hacia su pueblo son en extremo cordiales. El problema, por supuesto, estaba en la forma de hacer llegar el mensaje, pero, con su sutileza habitual, Goldoni propuso una solución bastante graciosa. Un diplomático sudamericano que tiene contactos sociales con el Kremlin buscará una oportunidad para hablar en un cóctel con el Primer Ministro y decirle que un amigo suyo desearía hablar más del cultivo de los girasoles… Así, ni él ni yo nos veremos comprometidos, y Kamenev deberá dar el próximo paso. Dios sabe adónde conducirá ese paso, pero debo orar y aguardar esperanzado…

Es curioso, pero me perturba más profundamente un caso del Santo Oficio que me ha dado a conocer Leone: un sacerdote acusado de hacer requerimientos en el confesionario, y que ahora está en peligro de verse citado en un juicio civil de supuesta paternidad… Este tipo de escándalos es esporádico en la Iglesia, desde luego, pero me angustia el espectáculo de un alma presa de una enfermedad mortal.

Hay hombres que jamás deben ser sacerdotes. El sistema de preparación en los seminarios está dispuesto para filtrar los candidatos inadecuados, pero siempre hay algunos que se deslizan a través de la red. Hay algunos cuya única esperanza de una vida fructífera y normal radica en el matrimonio, mas la disciplina de la Iglesia occidental impone a todos los sacerdotes un celibato perpetuo.

Mis facultades de Pontífice me permiten dispensar a este desdichado de su votos y permitirle contraer matrimonio. Mi corazón me impulsa a hacerlo, pero no me atrevo. Sería crear un precedente que podría dañar irreparablemente la disciplina clerical y una tradición que tiene sus raíces en las enseñanzas de Cristo acerca del estado de virginidad consagrada.

Tengo el poder de hacerlo, sí, mas debo usarlo para construir y no para demoler lo que ha sido confiado a mis manos. Sé que puedo estar aumentando el peligro de condenación para esa alma desdichada. Quiero obrar hacia ella con suma misericordia, pero no me atrevo a poner en peligro a diez mil almas por una sola…

Las llaves del Reino están en mis manos, mas no las poseo totalmente. Me han sido confiadas según la ley… Hay ocasiones, y ésta es una de ellas, en las cuales desearía poder cargar sobre mis hombros los pecados del mundo y ofrecer mi vida en expiación por ellos. Pero sé que soy sólo un hombre, y que la expiación se consumó ya en el Calvario. A través de la Iglesia distribuyo los frutos de la redención. No puedo cambiar el pacto de Dios con el hombre, que gobierna esta distribución…

Es tarde, y mi carta a la Iglesia aún está inconclusa. Esta noche trabajo sobre el texto «Una generación escogida, un sacerdocio real». El sacerdote es sólo un hombre, y tenemos algunos breves años para prepararlo para la carga de la realeza… A aquellos que se tambalean bajo su peso, debemos extender el amor maternal de la Iglesia. Para ellos debemos invocar la protección de la Virgen, Madre de todos los hombres…

La noche está tibia. El verano llega, pero hay seres que caminan en un invierno perpetuo, perdidos y solitarios… Quiera Dios que no frustre yo sus esperanzas, puesto que he sentido el invierno en mis huesos y he llorado de noche, pidiendo amor, en una prisión sin amor…

Capítulo 6

La princesa María Catarina Daría Poliziano era una mujercilla canosa que admitía setenta y cinco años y que estaba dispuesta a demandar a quien tuviese la osadía de dudar de sus cuentas.

Sus cabellos ralos y su piel arrugada, su nariz pronunciadamente aguileña y sus ojos negros de ágata le daban el aspecto de un águila momificada extraída de alguna tumba antigua. Pero la princesa MaríaRina distaba mucho de hallarse muerta, y era, por el contrario, una anciana imponente.

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