Las sandalias del pescador (21 page)

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Authors: Morris West

Tags: #Ficción

BOOK: Las sandalias del pescador
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De pronto pareció extinguirse su sangre fría; su cuerpo comenzó a temblar, y su joven rostro se crispó en una mueca de intolerable dolor. Y, en el frenesí de su desesperación, suplicó a Ruth:

—No me deje ahora. No me deje, por Dios. Venga al hospital, y luego…, luego iremos a alguna parte. A alguna parte sana. Creo que si me quedo solo esta noche, enloqueceré.

—Por supuesto que lo acompañaré. Pero usted no tiene la culpa. Usted, como médico, sabe que estas cosas suceden todos los días.

— ¡Lo sé! ¡Oh, sí, lo sé! —Trató de sonreír, pero sólo logró un rictus de agonía—. Y le diré algo que usted no sabe. En las próximas ocho semanas debo atender veinte nacimientos, y por lo menos la mitad de esos niños serán semejantes a éste.

—¡Oh, Dios! —exclamó Ruth Lewin en voz muy baja—. ¡Oh, Dios Todopoderoso! ¿Por qué…?

En casa de Ruth, tranquila bajo las sombras animadas del Palatino, el médico le explicó por qué. Se lo dijo salvajemente, con brutalidad, como si la paradoja del arte curativo, su semi—promesa de continuidad, su derrota última ante la muerte, fuesen demasiado para él.

—…Es una idea absurda…, pero la farmacología parece siempre acudir con el elixir de la vida en una mano y una redoma de veneno en la otra… Hay antibióticos que curan a algunos y matan a otros. Hubo aquella droga francesa que hizo hervir los cerebros de los hombres. Y la talidomida, que brindaba sueño y luego creó monstruos en las entrañas de las madres. Ahora hay otra droga. Salió al mercado hace unos doce meses; una fórmula combinada para evitar las náuseas en el embarazo y reducir el peligro de toxemia… Tres meses atrás comenzamos a recibir de Alemania las primeras advertencias respecto a deformaciones producidas por la droga… Parece que será un caso semejante al de la talidomida, pero ahora están tratando de silenciarlo. —Se estiró en su silla, imagen de la fatiga, el desaliento y la desesperación—. Antes solía creer que era una especie de apóstol médico. Compraba medicinas de mi bolsillo a los pacientes más pobres. Fui yo quien adquirió esa maldita droga para la muchacha de hoy y para todas las demás del pueblo.

—¿Hay alguna esperanza de que el resto de los nacimientos sean diferentes?

—Algunos serán normales. Pero otros… —Extendió sus manos en una súplica apasionada—. ¿Qué debo hacer? No puedo asesinarlos a todos.

—Ante todo, no vuelva a emplear esa palabra. Esta noche no vi nada. No escuché nada.

—Pero lo sabe, ¿no es así?

—Sólo sé esto: que no debe culparse y que no ha de volver a actuar como si fuese Dios. Hay algo de locura en eso.

—Sí, locura. —El médico se pasó una mano temblorosa por el pelo—. Lo de esta noche fue una locura, y sin embargo… ¿De qué dispone esa gente para hacer frente a una situación así? ¿Sabe lo que habrían dicho si hubiesen visto ese feto? Mal occhio! El mal de ojo. Alguien miró a la madre y la maldijo mientras el niño estaba en sus entrañas. Usted no se imagina el poder de la superstición en la mente de esa pobre gente. ¿Qué habrían hecho con el niño? Algunos, muy pocos, lo hubieran cuidado. Otros lo hubiesen sofocado o tratado de lanzarlo al río. Algunos pocos lo habrían vendido a mendigos profesionales, que obtendrían provecho de su deformidad. ¿Y qué será de los demás que deben nacer? ¿Qué hago con ellos? Santo cielo, ¿qué puedo hacer?

De pronto le sacudieron sollozos cansados y profundos, y Ruth Lewin corrió hacia él, le rodeó con sus brazos y le confortó con palabras suaves e impotentes. Cuando, finalmente, se calmó, Ruth le hizo tenderse en su propia cama, le cubrió con una manta y permaneció a su lado, teniendo su mano hasta que cayó en un sueño misericordioso. Y entonces se halló sola, sola en las horas dolorosas, enfrentada con el misterio último de la vida y con el maldito enredo que era el mundo.

Había visto nacer un monstruo como resultado de un acto de caridad y de curación. Había visto cometer un asesinato en nombre de la misericordia, y su corazón aprobaba, en parte, la acción. Aquí estaba, en pequeño, la gran tragedia del hombre, el helado misterio de su existencia y de su destino.

Frente a aquel lastimoso embrión, ¿cómo podía decirse que los engranajes de la Creación no se salían de su sitio, reduciéndolo todo a una monstruosa confusión? ¿Cómo hablar de omnipotencia y omnisciencia y de una bondad siempre presente? ¿Cómo encontrar un alma o un espíritu en esa criatura débil, gimiente, con forma de pez, que nadaba ciegamente desde el fluido del útero para enfrentarse con la luz del día?

¿Dónde estaban ahora los cimientos de la Fe, y la esperanza, y el amor? ¿Dónde encontrar un vestigio de cordura en eso matrimonio de víctimas de la civilización, enfermas, lisiadas e impotentes? Si no existían, entonces era tiempo de abandonarlo todo y partir. La salida era fácil, y Ruth había estado ya muy cerca de ella. Era imposible errar indefinidamente, enloquecidamente, a través de una sala de espejos, sintiéndose confundida, desquiciada, carente de objetivo y atenazada por el miedo. Si no existía una solución para esa discordia, más valía enviar los músicos a casa. Pero si la había, tenía que llegar pronto, antes de que los nervios destrozados gritasen el horror de la ruina.

El cansancio de la vigilia se le incrustó en los huesos, y se tendió en la cama junto al hombre dormido. Pero el contacto de su cuerpo la perturbó, y cuando el joven, en sueños, se volvió hacia ella, Ruth se levantó y fue a la cocina a prepararse una taza de café.

Recordó una noche anterior con otro hombre en aquella misma casa, y cómo por un momento había vislumbrado un destello de luz. Se preguntó lo que aquel hombre habría visto en lo sucedido esta noche, y cuál habría sido su respuesta para el horror que aún estaba por llegar. Y entonces surgió en ella una idea súbita, fría y vivificante. El hombre había dicho que ésta era su ciudad. La había reclamado como propia. Se había calificado de pastor y siervo de este pueblo

Ruth Lewin permanecía aún despierta cuando el gris del alba reptó sobre el Cerro Palatino. Y antes de que la ciudad se desperezase, escribió una carta pidiendo una audiencia privada a Cirilo el Pontífice.

La carta de Cirilo a la Iglesia estaba terminada, y el manuscrito ruso, en manos de los traductores. Ahora que ya estaba hecho, Cirilo se sentía extrañamente vacío, oprimido por una sensación de futilidad y frustración.

Mientras escribía, se había sentido poseído más que nunca por el poder de la palabra, por la convicción de su inevitable fructificación en el corazón de los hombres buenos. Pero ahora se enfrentaba al hecho descarnado de que sin la gracia de Dios, y sin hombres que cooperaran con la gracia de Dios, la semilla podría yacer fértil, pero sin dar frutos, durante cien años. Entre los millones de creyentes que profesaban obediencia a la Palabra, y a su autoridad como predicador supremo, ¿cuántos habría que se sintiesen impulsados a darle cabal cumplimiento?

Veía con claridad meridiana lo que sucedería con su carta. Dentro de algunos meses se leería en todos los púlpitos católicos del mundo. Recibiría comunicaciones de obispos que expresarían su lealtad a sus consejos y prometerían ejecutarlos en la medida de su capacidad. Pero entre la promesa y el cumplimiento había cien obstáculos: falta de hombres, falta de dinero, falta de visión y, a veces, de valor, y el resentimiento natural del hombre que se halla en el umbral de la acción y que se pregunta por qué se le pide que haga tantos ladrillos con tan poca paja.

Lo más que podía esperar era que allá o acullá la Palabra tomase cuerpo en el alma de algún hombre, iluminase sus ojos de visión y lo lanzara en busca de un divino imposible. En cuanto a sí mismo, Cirilo sabía que no podía dejar de predicar, de enseñar, de impulsar a la acción, y de aguardar, vacío de todo menos de esperanza, confiado en la promesa del Paráclito.

Oyó un golpe dado en su puerta, y el maestro de Cámara entró a preguntar si Su Santidad estaba dispuesto a comenzar las audiencias de la mañana. Cirilo recorrió rápidamente la lista, y vio que el primer nombre era el de Ruth Lewin.

Su carta lo había perturbado profundamente, porque le había llegado en un momento de tentación: la tentación de sumergirse en los aspectos políticos de la Iglesia y de desafiar mediante un despliegue de poder a aquellos hombres que, como Leone, no ocultaban su desacuerdo con el Pontífice. Había algunos, lo sabía, que consideraban su encíclica como una novedad. Opinaban que era demasiado personal, demasiado específica. Criticaba demasiado abiertamente la política anterior. Pedía nuevas modalidades en el adiestramiento del clero v en la dirección de la educación misional. Encontrándose en la cima, le era fácil, demasiado fácil imponer su autoridad y acallar las críticas con un llamamiento a la obediencia religiosa.

La carta de Ruth Lewin le recordó que el verdadero campo de batalla estaba en otra parte: en cuartos desiertos y corazones solitarios, entre gente que no conocía la Teología, pero que conocía íntimamente, con aterradora intimidad, los problemas de vivir y morir. Ruth Lewin representaba un contacto con esa gente. Si podía hacer que la Fe fuese eficaz en ella, entonces, cualquiera que fuese la obra de su Pontificado, no habría fracasado totalmente.

Cuando Ruth Lewin compareció ante él, Cirilo la saludó cordialmente y abordó el tema sin preámbulos.

—La hice llamar con la mayor rapidez posible, porque sé que debe de estar sufriendo mucho.

—Lo agradezco, Santidad —dijo Ruth, con su habitual franqueza—. No tengo derecho a molestarle, pero éste es un asunto espantoso.

—¿Para usted? —preguntó Cirilo curiosamente. —Para mí significa ponerlo todo en duda. Pero quiero hablarle, ante todo, de los otros.

—¿Qué otros?

—De las mujeres que darán a luz esos hijos. La mayoría de ellas, creo yo, no están preparadas para lo que sucederá.

El rostro delgado de Cirilo se nubló, y en la cicatriz que lo cruzaba palpitó un nervio.

—¿Qué desea que haga yo?

—Nosotros… Es decir, las madres necesitan ayuda. Necesitan algún lugar donde dejar esos niños si no son capaces de cuidarlos personalmente. Esos niños necesitan que se los cuide. Se me dice que seguramente vivirán poco, pero necesitan cuidados especiales…, ternura especial…

—¿Usted cree que la Iglesia puede dárselos?

—Tiene que dárselos —dijo Ruth categóricamente—. Si cree en lo que enseña.

Se ruborizó, comprendiendo que había cometido una imprudencia, y luego se apresuró a explicarse:

—Soy mujer, Santidad. La otra noche me pregunté qué haría, qué sentiría, si fuese la madre de un niño así. No lo sé. No creo que pudiera comportarme decentemente.

Cirilo el Papa sonrió tristemente su aprobación.

—Creo que se subestima. Usted posee más valor del que cree… Dígame. ¿Cuántos de esos nacimientos se esperan en Roma?

—Alrededor de veinte en los próximos dos meses. Puede haber muchos más.

El Pontífice guardó silencio un instante, pensativo. Luego sonrió con un mohín torcido y juvenil.

— ¡Bien! Veamos cuál es mi autoridad en la Iglesia.

Cogió el teléfono y marcó el número del secretario de la Sagrada Congregación de lo Religioso.

Explicó con vivacidad la situación, y luego preguntó:

—¿Cuáles de nuestras monjas enfermeras de Roma están mejor equipadas para cuidar a esos niños?

Desde el otro extremo de la línea se escuchó un rumor indescifrable, y Ruth Lewin vio que la boca del Pontífice se contraía de cólera, mientras decía enfáticamente: «Sé que es difícil. Todo es difícil. Pero ésta es una labor de caridad apremiante, y debe hacerse. Si se necesita dinero, lo proporcionaremos. Usted se encargará de encontrar el lugar y las enfermeras necesarias. Quiero que todo quede dispuesto dentro de veinticuatro horas.»

Colgó con violencia el auricular, y dijo irritadamente:

—Esta gente vive en un mundo propio. Hay que hacerlos brincar hacia la realidad… En todo caso, puede usted dar por sentado que proporcionaremos cuidados y hospitalización a los que lo necesiten. Se la informará por teléfono y por carta de los detalles. Luego haré publicar un anuncio en el Osservatore, que circulará también en la Prensa romana.

—Quedo muy agradecida a Su Santidad.

—Y yo le quedo también muy agradecido, jovencita. Y ahora, ¿qué puedo hacer por usted?

—No lo sé —dijo Ruth Lewin desoladamente—. Me lo he preguntado mientras venía hacia el Vaticano. ¿Por qué suceden estas cosas? ¿Por qué permite un Dios que estas cosas sucedan?

—Si pudiese decírselo —dijo Cirilo el Pontífice—, sería Dios mismo. No lo sé, aunque a veces desearía saberlo. No debe usted creer que el misterio de la Fe es más simple para mí que para usted. El Acto de Fe es un acto de aceptación…, no una explicación. Le relataré una historia acerca de mí… Cuando me hicieron prisionero en Rusia, los tiempos eran malos. Había mucha tortura, mucha crueldad. Una noche trajeron de regreso a mi cabaña a un hombre que había sufrido el trato más brutal que yo había conocido. Agonizaba, y gritaba una y otra vez que alguien lo matara para poner fin a tanto sufrimiento. Le digo sinceramente que me sentí tentado. Es horroroso presenciar tanto dolor. Degrada y aterra a quienes lo ven, pero no pueden hacer nada por aliviarlo. Por eso puedo comprender, aunque no perdonar, lo que hizo su amigo el médico. A veces nos parece que dispensamos una misericordia divina con el don de la muerte. Pero no somos divinos, no podemos dispensar la vida ni la muerte.

Por un momento pareció sumirse en una contemplación interior.

Ruth sugirió suavemente:

—¿Cuál fue el final de la historia, Santidad?

—El hombre murió en mis brazos. Me gustaría poder decirle que murió piadosamente, pero no tengo medio de saberlo. No pude penetrar a través de su dolor hasta las fuentes de su voluntad. Murió, simplemente, y tuve que encomendarlo a Dios… Ésa es la única respuesta que puedo darle.

—Es un salto en la oscuridad —dijo Ruth Lewin gravemente—. No sé si podré darlo.

—¿Le es más fácil permanecer donde está?

—Más difícil, creo.

—Pero usted ya ha dado un salto en la oscuridad.

—No comprendo.

—No pudo perdonar ese asesinato, incluso de un recién nacido monstruoso.

—No totalmente, no.

—Y ha acudido a mí buscando ayuda, no para usted, sino para esos niños.

— ¡Me sentí tan impotente…! Necesitaba a alguien que pudiese actuar…

—Tal vez —dijo Cirilo suavemente—, tal vez ése es el significado del dolor: que desafía nuestra arrogante posesión de la vida; que nos confronta con nuestra propia debilidad y nos hace percibir, aunque sea débilmente, el poder sustentador de Dios.

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