Las señoritas de escasos medios (14 page)

BOOK: Las señoritas de escasos medios
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Las chicas se acurrucaron en la parte correspondiente del aseo. Jane y Joanna, que eran las más grandes, se pusieron de pie sobre la tapa del retrete para hacer sitio a las demás. Desde su puesto, Nicholas vio que todas tenían la cara perlada de sudor. Al fijarse en Joanna, a quien tenía ahora muy cerca, se dio cuenta de que parecía tener la piel cubierta de unas enormes pecas, como si el miedo le hubiera producido un efecto parecido al del sol. Lo cierto era que las pálidas pecas de su rostro, normalmente invisibles, se habían convertido en unas brillantes manchas doradas que contrastaban con su piel blanca, ahora lívida debido al miedo. De sus labios macilentos fluían sin cesar los versículos y responsos, pese al estruendo de la demolición.

Grandes cosas ha hecho el Señor con nosotros; estaremos alegres.

Acaba con nuestra cautividad, Señor; como los arroyos en el austro.

Quienes siembran con lágrimas, con júbilo segarán.

¿Por qué motivo y con qué intención estaba Joanna haciendo aquello? Conocía bien los textos y aprendió a recitar siendo muy pequeña. Lo curioso era haber decidido hacerlo en aquellas circunstancias y en actitud de hallarse ante un público. Llevaba un sencillo jersey de lana verde oscuro y una falda gris. Las otras chicas oían su voz de manera automática, como hacían siempre, lo que tal vez les calmara algo los nervios y el temblor, pero parecían escuchar con mayor respeto y atención los sonidos procedentes de la claraboya, más atentas a su significado que al de las palabras del salmo del vigésimo séptimo día.

Si el Señor no construye la casa, en vano trabajan quienes la construyen.

Si el Señor no guarda la ciudad, en vano trabaja la guardia.

En vano es que os levantéis de madrugada y vayáis tarde a descansar y os desviváis por ganaros el pan.

Pues Dios concede el reposo a sus fieles.

He aquí…

Es probable que la liturgia de cualquier otro día tuviera el mismo efecto hipnótico. Pero Joanna tenía la costumbre de buscar siempre las palabras más adecuadas para cada día. Sin previo aviso, la claraboya se abrió con un chorro de escayola pulverizada y ladrillos rotos. Aún caía polvo blanco cuando por el hueco apareció la escalera de los bomberos. La primera en subir fue Dorothy Markham, la parlanchina debutante cuyos últimos cuarenta y tres minutos de vida la tenían sumida en una desconcertante oscuridad, como una farola de un pueblo de mar que se hubiera quedado repentinamente sin luz. Las ojeras, acentuadas por la tensión, le daban un aspecto curiosamente parecido al de su tía, lady Julia, la presidenta del comité del club May of Teck, que en ese momento estaba en Bath haciendo paquetes de ayuda para los refugiados y completamente ajena a lo sucedido. Lady Julia tenía el pelo tan blanco como su sobrina Dorothy en aquel momento, cuando ascendía por la escalera con la cabeza cubierta de polvo de escayola para salir por el techo abuhardillado hacia la seguridad de la azotea. Pisándole los talones iba Nancy Riddle, la hija del cura de la Baja Iglesia cuyo acento típico de la Inglaterra central había ido mejorando gracias a las clases que le daba Joanna. Pero sus días de elocución ya eran historia y el deje de las Midlands la acompañaría de por vida. En aquellos instantes sus caderas parecían peligrosamente anchas, más que nunca, mientras subía tras Dorothy por la escalera. Tres de las chicas que quedaban intentaron seguirla todas a la vez, las tres procedentes de un dormitorio para cuatro de la tercera planta y recién dadas de alta en el ejército; las tres con ese aspecto fornido y musculoso que adquieren las mujeres militares al cabo de cinco años de alistamiento. Mientras el terceto se organizaba, Jane subió reciamente por la escalera y desapareció. Entonces las tres aguerridas jóvenes la siguieron.

En cuanto a Joanna, se había bajado de la tapa del retrete y estaba dando vueltas en círculo, medio tambaleándose, como una peonza a punto de dejar de girar. Con una extraña expresión, había dejado de mirar hacia la claraboya y tenía los ojos puestos en la ventana. De sus labios salía aún la terca letanía del salmo, pero al tener la voz debilitada tuvo que pararse a toser. En la habitación seguía habiendo una densa humareda mezclada con polvo de escayola. Aparte de ella, todavía quedaban otras tres chicas. Joanna alargó un brazo hacia la escalera, que por algún motivo no logró agarrar. Entonces se agachó a recoger la cinta métrica. Manoteando el suelo como si estuviera medio ciega, seguía canturreando:

Y no hayan de decir quienes pasan:

la bendición del Señor sea sobre vosotros,

os bendecimos en nombre del Señor.

Desde las profundidades clamo…

Las otras tres se apoderaron de la escalera y una de ellas, una chica sorprendentemente esbelta cuyos disimulados huesos eran obviamente demasiado grandes para haberle permitido salir por el ventanuco, le gritó:

—Date prisa, Joanna.

Entre tanto, Nicholas bramaba desde arriba:

—Joanna, sube por la escalera. Como si hubiera vuelto repentinamente en sí, Joanna comenzó a ascender tras las dos últimas chicas, una fornida nadadora de piel morena y una voluptuosa exiliada griega de noble cuna, ambas llorando de alivio. Joanna ocupó su lugar tras ellas, poniendo una mano sobre el travesaño de donde acababa de levantar el pie la chica que iba delante. En ese momento tembló todo: la casa, la escalera y el cuarto de baño. El incendio estaba apagado, pero el edificio sin cimientos cedía al fin bajo la presión de la violenta labor acometida por los bomberos en la claraboya. Cuando Joanna estaba en la mitad de su ascenso sonó un silbato. La voz del megáfono ordenaba a todos los hombres que se marcharan de inmediato. Mientras el último bombero esperaba a que Joanna saliera por la claraboya, el edificio se venía abajo. En el momento en que el tejado abuhardillado comenzaba a derrumbarse, el hombre saltó a la azotea contigua, dañándose al caer en una mala postura. El edificio, hecho pedazos, se colapso hacia dentro y se llevó a Joanna consigo.

Capítulo 9

L
a grabación la habían borrado entera, por una —cuestión de ahorro, para poder reutilizar la cinta. Así eran las cosas en 1945. Pero a Nicholas aquel asunto le indignó profundamente. Hubiera querido ponerle la voz grabada de Joanna al padre de la chica, que había acudido a Londres tras el entierro, para rellenar los impresos correspondientes al registro de los fallecidos durante la guerra. Nicholas le había escrito una carta para contarle cómo fueron los últimos momentos de su hija, en parte por curiosidad, pero también porque quería organizar un acto algo melodramático basado en la cinta de Joanna recitando el «Naufragio del
Deutschland
». En su carta ya le había hablado al padre de Joanna de la grabación.

Pero la atesorada voz había desaparecido. Alguien de su oficina la debía de haber borrado.

Tú me uniste los huesos y venas, me diste la piel.

Mas todo, con espanto, tornaste a deshacer.

Entonces, ¿cómo ahora me tocas otra vez?

—Es indignante —le dijo Nicholas al párroco—. El «Naufragio del
Deutschland»
lo recitaba de maravilla. No sabe usted cuánto lo siento.

Estaba sentado con el padre de Joanna, un anciano de mejillas sonrosadas y pelo blanco que le escuchaba atentamente.

—No te preocupes, te lo ruego —dijo.

—Me da pena que no lo haya podido oír.

Como para consolar a Nicholas del disgusto, el párroco murmuró con una sonrisa nostálgica:

Era el velero Hesperus

surcando el proceloso mar…

 

—No, no —dijo Nicholas—. El
Deutschland
, era el «Naufragio del
Deutschland».

—Ah, el
Deutschland
—dijo el párroco.

Con un gesto característico de su nariz aguileña, tan británica, el anciano pareció olisquear el aire en pos de la respuesta.

Esto indujo a Nicholas a hacer un último intento de recuperar la grabación. Era domingo, pero logró que uno de sus compañeros de trabajo se pusiera al teléfono.

—Tú no sabrás, por casualidad, si alguien se llevó una cinta de la caja esa que pedí prestada en la oficina, ¿verdad? Cometí la estupidez de dejármela en mi despacho. Y alguien me ha quitado una cinta importante. Un asunto privado.

—No, no creo que… Un momento… Sí, pues es cierto que lo han borrado. Era poesía. Lo siento, pero ya sabes que hay que cumplir las normas para ahorrar… ¿Qué te parecen las últimas noticias? Son impresionantes, ¿no?

—Pues sí, es verdad que lo han borrado —le dijo Nicholas al padre de Joanna.

—No te preocupes —dijo el párroco—. Siempre me quedará el recuerdo de Joanna en la rectoría. Pobrecilla, venirse a Londres fue un error.

Poniéndole más whisky en el vaso, Nicholas empezó a añadirle agua. Con un gesto irritado, el clérigo le indicó con la mano el momento en que la bebida ya estaba a su gusto. Tenía las manías propias de un viudo que llevara años viviendo solo, o de una persona poco acostumbrada a los reproches que suelen escuchar quienes viven entre mujeres dotadas de sentido crítico. De pronto Nicholas se dio cuenta de que el párroco no tenía la menor idea de cómo había sido la vida de su hija. Eso le consoló del fracaso de su recital, pues era posible el anciano ni siquiera hubiera reconocido a la Joanna del
Deutschland.

La mueca de su faz, un abismo infernal.

¿Dónde… dónde… dónde había allí un lugar?

—Me desagrada Londres —dijo el clérigo—. Solo vengo si no me queda más remedio, cuando tengo un sínodo o algo así. Ojalá Joanna hubiera podido encontrar una ocupación en la rectoría. Era una chica inquieta, pobrecilla —añadió, tomándose el whisky como si hiciera gárgaras, echando la cabeza hacia atrás.

—Joanna estaba recitando algo del misal justo antes de venirse abajo el edificio —dijo Nicholas—. Las otras chicas estaban con ella, escuchándola, en cierto modo. Eran unos salmos.

—¿En serio? Nadie me había contado nada —dijo el anciano, con un gesto abochornado.

El párroco agitó su bebida y se la terminó de un trago, como si Nicholas estuviera a punto de contarle que su hija había muerto de un modo vergonzante, o que se había ido de peregrina a Roma.

—Joanna tenía un gran ímpetu religioso —le dijo Nicholas con vehemencia.

—Eso ya lo sé, hijo mío —respondió el cura, para su gran asombro.

—Tenía muy presente la idea del infierno. A una amiga suya le contó el miedo que le daba.

—¿En serio? No lo sabía. Jamás la oí hablar de sus temores. Eso sería por la influencia de Londres. Por lo que a mí se refiere, solo vengo si no me queda más remedio. En mis tiempos mozos me dieron la parroquia de Balham. Pero desde entonces siempre me ha tocado en el campo. A decir verdad, prefiero las parroquias rurales. Es donde uno se encuentra con las almas más devotas y hasta con alguna que otra alma santa.

Nicholas se acordó de un amigo suyo, un psicoanalista que le había escrito una carta sobre su intención de ejercer en Inglaterra al terminar la guerra, «para alejarme de este ambiente cargado de ansiedad y lleno de neuróticos».

—Hoy en día el cristianismo está en las parroquias rurales —le dijo este buen pastor experto en la mejor carne de cordero.

Para rubricar su opinión sobre el asunto, el cura dejó el vaso de whisky encima de la mesa, mientras su tristeza por la pérdida de Joanna la achacaba, una y otra vez, a la decisión de su hija de marcharse de la rectoría.

—Tengo que ir a ver el lugar donde murió —dijo a modo de colofón.

Nicholas se había comprometido a llevarle al edificio destruido de Kensington Road, pero el párroco se lo recordaba cada poco, como si temiera marcharse de Londres sin haber cumplido con su deber.

—Se puede ir andando, así que le acompaño —le dijo Nicholas.

—Bueno, no querría desviarte de tu camino, pero te estaré muy agradecido —dijo el cura—. ¿Qué te parece esta última bomba? ¿Tú crees que será una operación de propaganda?

—No lo sé, señor —dijo Nicholas.

—Estas cosas le dejan a uno espantado. Si es cierto, tendrán que pactar un armisticio —dijo el anciano, mirando a su alrededor mientras caminaban hacia Kensington—. Estas zonas bombardeadas son una verdadera tragedia. Yo solo vengo a Londres si no me queda más remedio, ¿sabes?

Al cabo de unos instantes, Nicholas le preguntó:

—¿Ha visto usted a alguna de las chicas que se quedaron encerradas en la casa con Joanna, o a alguna de las otras socias?

—Sí, he visto a bastantes de ellas. Lady Julia tuvo la amabilidad de invitar a varias de ellas a tomar el té en su casa ayer, para que me conocieran. Desde luego, esas chicas han pasado por una experiencia tremenda, incluso las que no se vieron directamente implicadas. Por eso lady Julia me sugirió que no habláramos abiertamente del asunto. Te diré que me pareció una sugerencia oportuna por su parte.

—Lo es —dijo Nicholas—. ¿Y recuerda usted el nombre de alguna de las chicas?

—Estaba la sobrina de lady Julia, Dorothy, y una señorita Baberton que logró escapar por una ventana, creo. Pero había varias más.

—¿Había una señorita Redwood? ¿Selina Redwood?

—Pues te diré que se me dan bastante mal los nombres.

—Una chica muy alta y delgada, muy guapa —dijo Nicholas—. Me gustaría dar con ella. Tiene el pelo oscuro.

—Eran todas muy atractivas, hijo mío. La gente joven siempre resulta encantadora. A mí Joanna me parecía la mejor de todas, pero en eso no puedo ser imparcial.

—Era una chica encantadora —dijo Nicholas en son de paz.

Pero el anciano había intuido su interés con la pericia del párroco ante un terreno bien trillado, por lo que le preguntó con voz solícita:

—Esa joven de la que me hablas, ¿acaso ha desaparecido?

—No consigo dar con ella —dijo Nicholas—. Llevo nueve días dedicado al asunto.

—Qué raro. ¿Y si resulta ser un caso de amnesia… ? Tal vez ande extraviada por las calles…

—En ese caso, ya habrían logrado dar con ella. Es una chica muy llamativa.

—¿Y qué dice su familia?

—Su familia está en Canadá.

—Quizá se haya ido para intentar olvidarlo todo. Sería comprensible. ¿Era una de las chicas que se quedaron atrapadas?

—Sí —dijo Nicholas—. Consiguió salir por una ventana.

—Por tu descripción, no creo yo que estuviera en casa de lady Julia. Quizás podrías llamarla y preguntárselo.

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