Read Las uvas de la ira Online
Authors: John Steinbeck
—¿Has estado viajando? —preguntó Casy.
Joad le miró con desconfianza.
—¿No oyó de mí? Salí en todos los periódicos.
—No, yo nunca… ¿Qué? —cruzó una pierna sobre la otra y se acomodó más bajo contra el árbol. La tarde avanzaba rápidamente y la tonalidad del sol se iba enriqueciendo.
Joad le dijo amablemente:
—No me importa decírselo ahora mismo y dejarlo zanjado. Pero si aún estuviera predicando, no se lo diría por miedo a que empezara a rezar por mí —bebió el último trago de la botella y la lanzó lejos de él, y la plana botella marrón patinó ligera sobre el polvo—. He estado en McAlester estos cuatro años.
Casy giró hasta estar frente a él y bajó las cejas de modo que su frente pareció aún más despejada.
—No quieres hablar de ello ¿eh? No te voy a hacer preguntas; si hiciste algo malo…
—Volvería a hacerlo —dijo Joad—. Maté a un tipo en una pelea. En un baile. Estábamos borrachos. Me sacó una navaja y le maté con una pala que había por ahí. Le reventé la cabeza como una calabaza.
Las cejas de Casy volvieron a su altura normal.
—¿Entonces no te avergüenzas de nada?
—No —contestó Joad—, de nada. Me echaron siete años, teniendo en cuenta que me amenazaba con una navaja. He salido después de cuatro años… libertad bajo palabra.
—Entonces ¿no has sabido nada de tu familia en cuatro años?
—Sí, algo sí. Madre me mandó una postal hace dos años y la abuela me mandó otra la última Navidad. Dios, lo que se rieron los de la galería. Tenía un árbol y una cosa brillante que parecía nieve. Decía en verso:
Feliz Navidad, niño de Dios Jesús manso, Jesús bondad Bajo el árbol de Navidad Hay regalos para los dos.
Supongo que la abuela no llegó a leerla. Seguramente se la compró a un viajante y escogió la que tenía más brillantina. Los tipos de mi galería casi se mueren de risa. Jesús Manso, me llamaron a partir de entonces. La abuela no pretendía que fuera gracioso; como la postal era bonita no se molestó en leerla. Perdió las gafas el primer año que estuve allí. Quizá no llegó a encontrarlas nunca.
—¿Cómo te trataron en McAlester? —se interesó Casy.
—No está mal. Te dan la comida, ropa limpia y hay donde bañarse. Está muy bien en algún sentido. Se hace duro no tener mujeres —de pronto se echó a reír—. Hubo uno que salió bajo palabra, pero al cabo de un mes estaba dentro otra vez por violación de la libertad condicional. Uno le preguntó por qué lo había hecho. Bueno, la cosa es, dijo él, que en casa de mi viejo no hay comodidades. No hay luz eléctrica, ni duchas. No hay libros y la comida es asquerosa. Decía que volvía a un sitio donde hay algunas comodidades y te dan comida regularmente. Decía que se sentía solo allí fuera teniendo que pensar qué hacer a continuación. Así que robó un coche y volvió.
Joad sacó el tabaco, sopló un papel marrón del paquete y lió un cigarrillo.
—La verdad es que tenía razón —comentó—. Anoche me asusté pensando dónde iba a dormir. Me acordé de mi litera y me pregunté qué estaría haciendo el bicho de prisión que tenía por compañero de celda. Unos cuantos habíamos montado una banda de cuerda. Buena. Uno dijo que debíamos salir por la radio. Y esta mañana no sabía a qué hora levantarme. Me quedé ahí tumbado esperando que sonara el timbre —Casy rió entre dientes—. Uno puede llegar a echar de menos hasta el ruido de un aserradero.
La luz de la tarde, amarilla y polvorienta, ponía un color dorado sobre el campo. Los tallos de maíz parecían de oro. Una bandada de golondrinas pasó por encima en busca de alguna charca. La tortuga dentro de la chaqueta comenzó un nuevo intento de escapada. Joad arrugó la visera de la gorra. Ahora ya iba curvándose en forma de pico de cuervo, largo y saliente.
—Creo que voy a seguir adelante —dijo—. No me gusta andar bajo el sol, pero ya no es tan fuerte.
Casy se incorporó.
—No he visto al viejo Tom en un siglo —dijo—. Pensaba hacerle una visita de todas formas. Durante mucho tiempo le traje a Jesús a tu gente y nunca hice una colecta ni acepté nada que no fuera un bocado para comer.
—Venga conmigo —invitó Joad—. Padre se alegrará de verle. Siempre decía que tenía usted el pito demasiado largo para ser predicador —cogió del suelo su chaqueta enrollada y la apretó con cuidado alrededor de los zapatos y la tortuga.
Casy acercó las zapatillas de lona y metió dentro los pies descalzos.
—No tengo tu confianza —explicó—. Siempre temo que va a haber un alambre o un cristal bajo el polvo. No hay nada que me moleste más que cortarme un dedo del pie.
Vacilaron en el borde de la sombra y luego se internaron en la luz amarilla del sol como dos nadadores que se apresuran para llegar a la orilla. Tras unos cuantos pasos rápidos disminuyeron a un ritmo tranquilo y pensativo. Los tallos de maíz proyectaban ahora ladeadas sus sombras grises y el olor picante del polvo cálido llenaba el aire. El campo de maíz llegó a su fin y en su lugar se extendió el algodón verde oscuro, las hojas verde oscuro a través de la película de polvo, las cápsulas en crecimiento. Era un algodón desigual, grueso en la parte baja donde el agua se había conservado, ralo en la parte alta. Las plantas luchaban contra el sol. Y la distancia, hacia el horizonte, se extendía parda hasta alcanzar lo invisible. La carretera de tierra se alargaba delante de ellos, ondeando arriba y abajo. Los sauces, bordeando un riachuelo, se alineaban hacia el oeste y, hacia el noroeste, una sección descolorida volvía a ser arbusto escaso. Pero en el aire seco se podía notar el olor del polvo abrasado, y la mucosa de la nariz se secaba hasta formar una costra y los ojos se humedecían para evitar que los globos oculares quedaran secos.
Casy dijo:
—Mira lo bien que crecía el maíz hasta que el polvo se levantó. Llevaba camino de ser una cosecha sonada.
—Todos los años —replicó Joad—. Cada año que puedo recordar teníamos una buena cosecha en camino, pero nunca llegaba. El abuelo dice que era buena las primeras cinco veces que se araba, mientras aún crecían las hierbas silvestres.
La carretera bajó una pequeña cuesta y volvió a subir por otra colina ondulante.
—La casa del viejo Tom no puede estar más allá de una milla. ¿No está tras la tercera loma? —preguntó Casy.
—Exactamente —contestó Joad—. A menos que alguien la haya robado igual que hizo Padre.
—¿Tu padre la robó?
—Claro, la encontró a una milla y media de aquí, hacia el este, y la arrastró. Vivía allí una familia que se fue. El abuelo, Padre y mi hermano Noah habrían querido llevársela entera, pero se resistió. Sólo se llevaron una parte. Por eso uno de los extremos tiene una pinta tan extraña. La cortaron en dos y la arrastraron con doce caballos y dos mulas. Volvieron a por la otra mitad, pero Wink Manley y sus chicos llegaron antes y la robaron. Padre y el abuelo se enfadaron mucho, pero algo después ellos y Wink se emborracharon juntos y se morían de risa al acordarse. Wink decía que su casa estaba en celo y que si lleváramos la nuestra y las apareásemos, a lo mejor salía una camada de casas de mentira. Wink era un gran tipo cuando estaba borracho. Después de eso, él, Padre y el abuelo se hicieron amigos. Se emborrachaban juntos cada vez que se presentaba una ocasión.
—Tom era un buen punto —afirmó Casy. Levantando polvo al caminar pesadamente llegaron hasta abajo y disminuyeron el ritmo de su paso para la subida.
Casy se enjugó la frente con la manga y se volvió a poner el sombrero achatado.
—Sí —repitió—. Tom era un buen punto, para ser un descreído. Le he visto en un servicio cuando el espíritu se introducía en él nada más que un poco y le he visto dar saltos de hasta tres metros. Te aseguro que cuando Tom tenía una dosis del Espíritu Santo se tenía uno que mover rápido para evitar ser atropellado y pisoteado. Se ponía tan nervioso como un semental en una cuadra.
Coronaron la loma siguiente y la carretera descendió hasta un viejo barranco abierto por el agua, feo y árido, de curso desigual, con surcos formados por las crecidas que salían por ambas orillas. Había unas cuantas piedras colocadas para cruzar. Joad lo atravesó con los pies descalzos.
—Y habla usted de Padre —dijo—. Tal vez no vio usted al tío John cuando le bautizaron en casa de Polk. No vea, se puso a saltar y a brincar y saltó un arbusto tan alto como un piano. Lo saltaba y lo volvía a saltar del otro lado, aullando como un perro lobo en plenilunio. Así estaba y Padre le vio. Bueno, Padre pensaba que él era el que más alto saltaba estando en trance, que era el mejor saltador de los contornos. Así que eligió un arbusto más o menos el doble de alto que el del tío John, dejó escapar un chillido como el de una cerda que pariera botellas rotas, cogió carrerilla hacia el arbusto, lo saltó limpiamente y se quebró la pierna derecha. Eso le vació del espíritu. El predicador quería reducirle la fractura por medio de la oración, pero Padre dijo, no, por Dios, estaba empeñado en que viniera un médico. No había médico, pero había un dentista que iba viajando y él fue el que redujo la fractura. De todas formas, el predicador dijo unas oraciones.
Subieron pesadamente por la pequeña loma a la otra orilla del barranco. Ahora que comenzaba el ocaso, la fuerza del sol había disminuido algo y aunque el aire era cálido, la intensidad de los rayos del sol era menor. Aún bordeaba la carretera el alambre tenso sobre los postes torcidos. A mano derecha la línea de una cerca de alambre atravesaba el campo de algodón y el algodón era igual en ambos lados: polvoriento y seco y verde oscuro.
Joad señaló la cerca divisoria.
—Ésa es nuestra divisoria. En realidad la cerca no es necesaria aquí, pero teníamos alambre y a Padre le hacía gracia que estuviera ahí. Decía que así se hacía mejor a la idea de lo que eran cuarenta acres. No habríamos tenido cerca si no hubiera aparecido una noche el tío John con seis carretes de alambre en el carro. Se los cambió a Padre por un cochinillo. Nunca supimos de dónde había sacado el alambre.
Aminoraron para la subida, moviendo los pies en el polvo suave y profundo, sintiendo la tierra con ellos. Los ojos de Joad miraban en el interior de su memoria. Parecía reírse por dentro.
—El tío John era un cabrón chiflado —dijo—. Lo que hizo con aquel cochinillo… —rió entre dientes y siguió caminando.
Jim Casy esperó con impaciencia. La historia no continuaba.
Casy le dio tiempo antes de exigir, con cierta irritación:
—Bueno, ¿qué fue lo que hizo con el cochinillo?
—¿Eh? Ah, sí. Bueno, mató al cochinillo allí mismo y le dijo a Madre que encendiera el hogar. Cortó chuletas de cerdo y las puso en la sartén y metió las costillas y una pierna en el horno. Comió chuletas hasta que las costillas estuvieron listas y costillas hasta que se hizo la pierna. Y entonces atacó la pierna, cortando grandes pedazos que se iba metiendo en la boca. Los chicos dábamos vueltas alrededor, mientras se nos hacía la boca agua y él nos dio algunos trozos, pero no quiso darle nada a Padre. Al final comió tanto que vomitó y se quedó dormido. Mientras dormía, nosotros y Padre nos acabamos la pierna. Pues bien, cuando tío John despertó por la mañana agarró otra pierna y la metió en el horno.
—John, ¿te vas a comer el maldito cerdo entero? —le preguntó Padre.
—Es lo que pretendo, Tom, pero temo que se va a echar a perder antes de que me lo pueda comer todo, a pesar de que estoy hambriento de cerdo. Quizá lo mejor sea que te cojas un plato y me devuelvas un par de rollos de alambre —contestó.
Bien, Padre no tiene un pelo de tonto. Dejó que John siguiera comiendo cerdo hasta que se puso malo, y cuando se marchó se había comido poco más de la mitad.
—¿Por qué no lo salas? —sugirió Padre.
Pero no, el tío John no es de esos; cuando le apetece cerdo, quiere uno entero y cuando ha terminado, no quiere ver ningún resto de cerdo a su alrededor. Así que se fue y Padre saló lo que había quedado.
Casy dijo:
—Si siguiera predicando ahora sacaría una moraleja de esta historia y te la explicaría, pero ya no hago eso. ¿Por qué crees que haría cosa semejante?
—No sé —replicó Joad—. Simplemente le entró hambre de cerdo. Sólo de pensarlo me da hambre. En cuatro años no he visto más que cuatro lonchas de cerdo asado, una en cada Navidad.
Casy sugirió cuidadosamente:
—Tal vez Tom mate una ternera cebada para el hijo pródigo, como en las Escrituras.
Joad rió con desprecio.
—No conoce usted a Padre. Si mata un pollo, los chillidos los dará él más que el pollo. Nunca aprenderá. Siempre guarda un cerdo para la Navidad y entonces el cerdo va y explota en septiembre y no lo podemos comer. Cuando el tío John quería cerdo, comía cerdo. Lo conseguía cuando le apetecía.
Avanzaron por la cima ondulante de la loma y vieron la casa de los Joad a sus pies. Joad se detuvo.
—No es la misma —dijo—. Mire esa casa, algo ha ocurrido. Allí no hay nadie.
Se quedaron los dos parados mientras fijaban la vista en el pequeño grupo de edificios.
L
os propietarios de las tierras o, con mayor frecuencia un portavoz de los propietarios, venían a las tierras. Llegaban en coches cerrados y palpaban el polvo seco con los dedos, y algunas veces perforaban el suelo con grandes taladros para analizarlo. Los arrendatarios, desde los patios castigados por el sol, miraban inquietos mientras los coches cerrados avanzaban sobre los campos. Y al fin los representantes de los dueños entraban en los patios y permanecían sentados en los coches para hablar por las ventanillas. Los arrendatarios estaban un rato de pie junto a los coches y luego se agachaban en cuclillas y cogían palitos con los que dibujar en el polvo.
Las mujeres miraban desde las puertas abiertas y detrás de ellas los niños, niños de cabeza de maíz, los ojos de par en par, un pie descalzo encima del otro y los dedos de los pies en movimiento. Las mujeres y los niños miraban a los hombres hablar con los propietarios y callaban.
Algunos portavoces eran amables porque detestaban lo que tenían que hacer, otros estaban enfadados porque no querían ser crueles, y aun otros se mostraban fríos, porque habían descubierto hacía ya mucho tiempo que no se puede ser propietario si no se es frío. Y todos se sentían atrapados en algo que les sobrepasaba. Unos despreciaban las matemáticas a las que debían obedecer, otros tenían miedo, y aun otros adoraban a las matemáticas porque podían refugiarse en ellas de las ideas y los sentimientos. Si un banco o una compañía financiera eran dueños de las tierras, el enviado decía: el Banco, o la Compañía, necesita, quiere, insiste, debe recibir, como si el banco o la compañía fueran un monstruo con capacidad para pensar y sentir, que les hubiera atrapado. Ellos no asumían la responsabilidad por los bancos o las compañías porque eran hombres y esclavos, mientras que los bancos eran máquinas y amos, todo al mismo tiempo. Algunos de los enviados estaban algo orgullosos de ser los esclavos de señores tan fríos y poderosos. Se quedaban sentados en los coches y daban explicaciones. Sabes que la tierra es pobre. Ya has escarbado en ella lo suficiente, Dios lo sabe.