Read Las uvas de la ira Online
Authors: John Steinbeck
—Ahora enciende el fuego y prepara algunas estacas —dijo Joad—. ¡Dios!, qué gana tengo de comerme estos bichos —limpió y troceó los otros conejos y los ensartó en el alambre. Muley y Casy arrancaron unas tablas astilladas de la casa destruida con las que encendieron una hoguera, y clavaron en la tierra una estaca a cada lado donde enganchar el alambre. Muley se acercó a Joad.
—Mira bien que la liebre no tenga ningún divieso —dijo—. No me gusta comer liebres que tienen diviesos —sacó del bolsillo una bolsita de paño y la puso en el porche.
—Ni rastro de diviesos en la liebre —dijo Joad—. Santo Cielo, ¿también tienes sal? ¿No tendrás por casualidad unos platos y una tienda de campaña en el bolsillo? —dejó caer algo de sal en su mano y la espolvoreó sobre los trozos de conejo ensartados en el alambre.
El fuego saltaba y arrojaba sombras sobre la casa, y la madera seca crepitaba y crujía. El cielo estaba casi completamente negro y las estrellas brillaban con intensidad. El gato gris salió del granero y trotó hacia el fuego maullando, pero cuando ya estaba cerca, se volvió y se dirigió directamente a uno de los pequeños montones que contenían las entrañas de los conejos. Masticó y tragó y las tripas quedaron colgando de su boca.
Casy se sentó en el suelo junto al fuego, alimentándolo con trozos rotos de tablas, empujando las tablas largas dentro de la hoguera cuando las llamas devoraban los extremos. Los murciélagos de la noche volaban un momento sobre el fuego y salían igual de rápido del círculo de luz proyectado por la hoguera. El gato volvió a aproximarse, se agachó, se lamió el hocico y se limpió la cara y los bigotes.
Joad se acercó al fuego con el alambre repleto de trozos de conejo entre las dos manos.
—Agarra un extremo, Muley. Enróllalo en aquella estaca. Así, muy bien. Vamos a tensarla. Deberíamos esperar a que solo quedaran las brasas, pero no puedo más.
Tensó el alambre y encontró un palo con el que hizo deslizarse por el alambre los trozos de carne, hasta que quedaron sobre el fuego. Las llamas lamieron la carne, endureciendo y haciendo brillar las superficies. Joad se sentó junto al fuego, pero siguió moviendo y girando el conejo con el palo para que no se pegara al alambre.
—Esto es un banquete —dijo—. Muley tiene sal, agua, conejos. Ojalá tuviera un bote de maíz molido. No necesito nada más.
Desde el otro lado de la hoguera Muley dijo:
—Seguramente piensan que estoy sonado, por vivir así.
—De sonado nada —respondió Joad—. Si eso es estar sonado, ojalá todo el mundo lo estuviera.
Muley prosiguió:
—Pues sí, señor, es una cosa extraña. Algo me pasó cuando me dijeron que tenía que irme. Primero pensé ir y matar a unos cuantos. Luego, cuando mi familia se largó al oeste, me puse a vagabundear por ahí. Me dio por andar, sin alejarme nunca mucho. Duermo donde me pilla. Esta noche iba a dormir aquí. Por eso vine. Me decía: «Estoy cuidando las cosas para que cuando la gente vuelva encuentre todo como es debido.» Pero sabía que no era cierto. No hay nada que cuidar. La gente nunca volverá. No hago más que andar de un lado para otro como un maldito fantasma de cementerio.
—Cuando uno se acostumbra a un sitio es difícil dejarlo —dijo Casy—. Uno se acostumbra a pensar de una forma y luego cuesta cambiar. Ya no soy predicador, pero me sorprendo continuamente rezando, sin darme cuenta siquiera de lo que hago.
Joad giró los trozos de carne del alambre. Ahora goteaban, y cada gota, al caer en el fuego, hacía subir una lengua de llama. La superficie lisa de la carne se arrugaba y se teñía de color marrón claro.
—Oledla —exclamó Joad—. ¡Dios!, mirad qué aspecto tiene y qué olor.
Muley continuó:
—Igual que un maldito fantasma de cementerio. He estado yendo a los lugares en los que pasaron cosas. Como, por ejemplo, un sitio que hay en nuestra propiedad; crece un arbusto en una hondonada. Allí fue donde me acosté con una chica por primera vez. Yo, con catorce años, pateando, dando tirones, resoplando igual que un gamo, tan cachondo como un macho cabrío. Así que volví a aquel lugar, me tendí en el suelo y sentí como si sucediera de nuevo. También está el sitio, detrás del granero, donde un toro corneó a Padre. Su sangre sigue allí en la tierra. Tiene que estar porque nunca la lavó nadie. Y con la mano toqué esa tierra de la que la sangre de mi propio padre forma parte.
Hizo una pausa, incómodo:
—¿Piensan que estoy chalado?
Joad giró la carne con la mirada dirigida a su interior. Casy, con los pies recogidos, contempló el fuego. A unos cinco metros estaba sentado el gato, con el estómago lleno, la larga cola gris envuelta pulcramente alrededor de las patas delanteras. Un gran buho chilló al volar sobre sus cabezas y la luz de la lumbre reveló su pecho blanco y las alas extendidas.
—No —dijo Casy—. Estás solo, pero no estás chalado.
El pequeño rostro de Muley estaba tenso y rígido.
—Puse la mano en esa tierra donde aún está la sangre, y vi a mi padre con un agujero en el pecho, lo sentí temblando contra mi cuerpo como cuando ocurrió y vi cómo se recostaba y estiraba las manos y los pies. Vi sus ojos, inundados de dolor y luego vi cómo quedaba inmóvil, los ojos límpidos, mirando hacia arriba. Yo era un crío pequeño y estaba sentado allí, sin llorar ni nada, sentado solamente —negó bruscamente con la cabeza. Joad daba a la carne una vuelta tras otra—. Fui al cuarto donde nació Joe. No estaba la cama, pero la habitación era la misma. Todas estas cosas son reales y están en el lugar donde sucedieron. Joe volvió a nacer allí mismo. Dio una profunda boqueada y luego soltó un berrido que se podía oír a una milla de distancia. Su abuela repetía: «qué joya, qué joya» una y otra vez. Y estaba tan orgullosa que esa noche rompió tres tazas.
Joad carraspeó.
—Creo que podemos empezar a comer.
—Deja que se haga bien, que se tueste, que se ponga casi negra —dijo Muley irritado—. Quiero hablar. No he hablado con nadie. Si estoy chalado, estoy chalado y en paz. Igual que un fantasma de cementerio que recorre las casas de los vecinos por la noche. Las de Peters, Jacobs, Ranee, Joad; todas las casas están oscuras, se alzan como cajas llenas de ratas, pero en ellas solía haber buenas fiestas y bailes. Se celebraban servicios y se oía gritar ¡Gloria! También había bodas, en todas las casas. Y entonces me daban ganas de ir a la ciudad y matar a algunos. Pero ¿qué consiguieron cuando el tractor empujó a la gente fuera de las tierras? ¿Qué se llevaron para asegurar su margen de beneficios? Se llevaron a Padre muriendo sobre la tierra, a Joe gritando al empezar a respirar, a mí agitándome como un macho cabrío, por la noche, bajo un arbusto. ¿Qué han conseguido? Dios sabe que la tierra no vale nada. Nadie ha tenido una buena cosecha en años. Pero esos hijos de puta, sentados en sus escritorios, han partido en dos a la gente por su margen de beneficios. Simplemente los han cortado al medio. Una parte de la gente es el lugar donde vive. Nadie está completo, allí solo en la carretera, en un camión atestado. Ya no están vivos. Esos hijos de puta los han matado.
Quedó en silencio; sus finos labios seguían moviéndose y su pecho aún jadeaba. Se sentó y se miró las manos a la luz de la lumbre.
—He estado mucho tiempo sin hablar con nadie —se disculpó suavemente—. He estado entrando y saliendo a hurtadillas, como un viejo fantasma de cementerio.
Casy empujó las tablas largas hacia el fuego y las llamas lamieron las tablas y se elevaron de nuevo hasta la carne. La casa crujió ruidosamente cuando el aire más fresco de la noche contrajo la madera. Casy dijo en voz baja:
—Tengo que ver a la gente que está en la carretera. Tengo el presentimiento de que debo verla. Esas personas van a necesitar una clase de ayuda que no les va a dar la oración. ¿Cómo van a tener la esperanza del cielo cuando no viven sus vidas? ¿Cómo van a albergar el Espíritu Santo si su propio espíritu está abatido y triste? Necesitarán ayuda. Han de vivir antes de permitirse el lujo de morir.
Joad gritó nervioso:
—Santo Cielo, comamos la carne antes de que se encoja tanto como un ratón asado. Miradla, ¡cómo huele!
Se puso en pie de un salto y deslizó los trozos de carne por el alambre hasta que quedaron fuera del alcance del fuego. Cogió la navaja de Muley y cortó un trozo de carne hasta librarlo del alambre.
—Éste para el predicador —dijo.
—Te he dicho que no soy predicador.
—Bueno, pues entonces para el hombre.
Cortó otro trozo.
—Toma, Muley, si no estás demasiado trastornado para comer. Éste es de liebre. Más duro que una vaca.
Se volvió a sentar, clavó sus largos dientes en la carne, arrancó un gran bocado y masticó.
—¡Dios! ¡Cómo cruje! —le dio otro mordisco vorazmente.
Muley permanecía sentado contemplando su carne.
—Quizá no debería haber hablado así —dijo—. A lo mejor cada uno debe guardarse esas cosas en la cabeza.
Casy le echó una mirada, con la boca llena de conejo. Masticó y el musculoso cuello se convulsionó al tragar.
—Sí, deberías hablar —dijo—. A veces un hombre triste puede sacar por la boca toda su tristeza, o un asesino puede hablar del asesinato y no cometerlo. Has hecho bien. No mates a nadie si puedes evitarlo.
Mordió otro pedazo de conejo. Joad arrojó los huesos al fuego, se levantó y sacó más trozos del alambre. Muley comía ahora despacio, mientras sus ojillos nerviosos iban de uno a otro de sus compañeros. Joad comía ceñudo como un animal, y un círculo de grasa iba rodeando su boca.
Durante un largo rato Muley le observó, casi con timidez. Bajó la mano que sujetaba la carne.
—Tommy —dijo.
Joad levantó la vista sin dejar de roer la carne.
—¿Sí? —dijo con la boca llena.
—Tommy, ¿no te enfadas conmigo por hablar de matar gente? ¿No te picas, Tom?
—No —respondió Tom—. No estoy picado. No es más que algo que pasó.
—Todo el mundo sabe que no fue culpa tuya —dijo Muley—. El viejo Turnbull dijo que iría a por ti cuando salieras, que nadie podía matar a uno de sus hijos. Sin embargo, entre todos los de los contornos le disuadieron.
—Estábamos borrachos —dijo Joad quedamente—. Borrachos en un baile. No sé cómo empezó la cosa, pero de pronto sentí el cuchillo entrar en mí y ya estaba completamente sobrio. Lo primero que veo es a Herb que viene a por mí otra vez con el cuchillo. Había una pala apoyada en la pared de la escuela, así que la agarré y le aplasté la cabeza. Yo no tenía nada contra Herb. Era buena gente. Solía perseguir a mi hermana Rosasharn cuando era un crío. No, Herb me caía bien.
—Sí, eso es lo que todos le dijimos a su padre hasta que conseguimos calmarle. Dicen por ahí que el viejo Turnbull tiene sangre Hatfield por parte materna y debe vivir de acuerdo con ello. Yo eso no lo sé. Él y su familia se fueron a California hace seis meses.
Joad sacó el resto del conejo del alambre y lo repartió. Se volvió a acomodar y siguió comiendo, más despacio ahora, masticando regularmente, y se limpió la grasa de la boca con la manga. Clavó los ojos, negros, entrecerrados y pensativos en la hoguera que moría.
—Todo el mundo se va al oeste —dijo—. Yo estoy en libertad bajo palabra. No puedo salir del estado.
—¿Libertad bajo palabra? —preguntó Muley—. He oído hablar de ella. ¿En qué consiste?
—Mira, he salido antes de tiempo, tres años antes. Tengo que cumplir unas normas si no quiero que me vuelvan a encerrar. Tengo que presentarme cada cierto tiempo.
—¿Cómo te trataron en McAlester? El primo de mi mujer estuvo allí y lo pasó fatal.
—No es para tanto —replicó Joad—. Es como en todas partes. Te tratan mal si montas bronca. Puedes ir tirando bien, a menos que a algún guarda le dé por ir a por ti. Entonces sí que lo pasas mal. A mí me fue bien. No me metí en los asuntos de nadie, que es lo que hay que hacer.
Aprendí a escribir como los ángeles. No solo palabras, también a dibujar pájaros y cosas así. A mi viejo no le va a gustar cuando me vea dibujar un pájaro de un trazo. Seguro que le sienta mal. No le gustan esas monerías. Ni siquiera le gusta escribir palabras. Supongo que le da miedo o algo así. Cada vez que Padre ha visto un escrito, alguien le ha quitado algo.
—¿No te pegaron palizas ni nada parecido?
—No, yo me limité a dedicarme a mis asuntos. Claro que acabas bien harto de hacer lo mismo un día tras otro durante cuatro años. Si has hecho algo de lo que te avergüenzas, puedes dedicarte a pensar en eso. Pero, demonios, si ahora viera a Herb Turnbull venir a por mí con el cuchillo le volvería a reventar la cabeza con la pala.
—Como cualquiera —dijo Muley.
El predicador contempló con fijeza el fuego; su frente despejada relucía blanca al caer la oscuridad. El parpadeo de las llamas bajas iluminaba los nervios de su cuello. Con las manos, abrazadas alrededor de las rodillas, hacía crujir los nudillos.
Joad tiró los últimos huesos a la lumbre, se chupó los dedos y luego se secó en el pantalón. Se levantó y fue a por la botella de agua que estaba en el porche, bebió un poco y pasó la botella antes de sentarse. Continuó:
—Lo que más me molestaba era que no tenía sentido. No intentas encontrar sentido al hecho de que un rayo mate a una vaca o haya una inundación. Eso son las cosas que pasan. Pero cuando unos hombres te cogen y te encierran cuatro años, debería tener algún sentido. Se supone que los hombres hacen cosas racionales. Aquí estoy yo, me meten allí, me encierran y me alimentan cuatro años. Así deberían conseguir cambiarme de modo que no lo volviera a hacer o, si no, castigarme para que no me atreva a repetirlo —hizo una pausa—; pero si Herb o cualquier otro viniera a por mí, lo volvería a hacer. Antes incluso de darme cuenta. Sobre todo estando borracho. Me preocupa esa especie de inconsciencia con que puedes actuar.
Muley observó:
—El juez dijo que había sido benévolo al decidir la sentencia porque la culpa no era toda tuya.
—Había un tipo en McAlester —dijo Joad—. Estaba condenado a cadena perpetua. Estudiaba todo el tiempo. Es el secretario del guarda, le escribía las cartas y cosas así. Es muy inteligente, lee derecho y cosas parecidas. Bueno, pues como él lee tanto, una vez hablé con él sobre esa idea que me preocupa. Y me dijo que leer libros no servía para nada, que él había leído todo acerca de las cárceles, las de ahora y las de hace mucho tiempo; y dice que ahora le parece que tienen menos sentido que cuando empezó a leer. Dice que es un asunto que empezó hace siglos, nadie parece ser capaz de ponerle fin y no hay nadie con el sentido común suficiente para cambiarlo. Me dijo: por el amor de Dios, no leas sobre eso porque, por una parte, solo conseguirás embrollarte más, y por otra, perderás el respeto por los que manejan los gobiernos.