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Authors: Greg Bear

Tags: #ciencia ficción

Legado (32 page)

BOOK: Legado
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Shirla torció los labios. No le interesaban las teorías místicas de Shimchisko.

El capitán, Salap, los investigadores y Randall admiraron la vista con asombro. Tampoco ellos podían explicar lo que había sucedido. Miré la cima del monte Jiddermeyer y pensé en su silencio, en sus vapores extinguidos. Ya no había seísmos, ya no había azufre en las fumarolas cercanas a la playa.

Nimzhian suspiró y nos instó a seguir adelante. Encabezó la marcha moviendo las piernas largas y flacas en un contoneo infatigable. A diez o doce pasos de distancia, yo escuchaba su conversación con el capitán y Salap.

Shimchisko se quejó entre dientes de la altitud y el esfuerzo, de la vergüenza de toda aquella destrucción. Le pedí que se callara para escuchar a Nimzhian y me miró con rencor.

—Llegamos a este lugar dos años antes de que Martha muriese —dijo Nimzhian—. Yeshova y yo recorrimos la isla, yendo adonde nunca podríamos haber ido cuando la silva era tan espesa. Con la desaparición de los arbóridos flox y de los fítidos, podíamos ir prácticamente a cualquier parte que quisiéramos, y así fue como encontramos estructuras distintas de todo lo que habíamos visto en los demás ecos. Yeshova las llamó palacios. Lo encuentro un término equívoco, pero es el que él usaba.

Entre rocas de lava desgastadas por los trituradores de roca y el incesante crecimiento y procesión de las formas arbóreas de la silva, un profundo cuenco se abría en el flanco del monte Tauregh.

—Hay otros cinco palacios, todos similares a éste. Cuando murieron, Yeshova creyó que Martha también había muerto. Estas ruinas y el bosquecillo huérfano son los únicos vestigios.

El cuenco medía ochenta metros de borde a borde. Pilares curvos y vigas transversales del color del marfil viejo nacían en el centro del cuenco como un costillar gigantesco dispuesto por una antigua partida de caza. En el fondo del cuenco, debajo de las costillas inclinadas y caídas, había cámaras hexagonales talladas en la lava. El agua de lluvia formaba un estanque en el suelo de las cámaras.

Nos pusimos en fila al borde del cuenco. El capitán tenía el rostro pálido. Se abrió paso con el índice y apretando los labios. Salap, cruzado de brazos, se concentraba como si recordara una vieja partida de ajedrez.

—Las cámaras de la reina —rumió el capitán—. ¿Tú qué piensas? —le preguntó a Salap.

—Tal vez. —Cuanto más interesaba algo a Salap, menos demostraba su interés.

—Por el Hombre Bueno —dijo Shatro, mirando a los demás para medir la intensidad de su propia reacción.

—Tonterías —comentó Nimzhian—. No son cámaras de la reina. Nunca me gustó la palabra «palacio», tan engañosa. Encontramos cinco de éstas, todas muertas. Todas iguales. Según la teoría de la reina, sólo habría una.

—Aquí es donde se fabrican y se liberan los vástagos —dijo el capitán, señalando las cámaras y hendiduras de la roca en las paredes externas de las cámaras—. Aquí nacen. Deben ser salidas. Deberíamos investigar.

—Dentro de una hora anochecerá, capitán —le recordó Randall.

—Sí, claro. Pero si encontráramos las salidas, o aunque no las encentráramos... aquí es donde el controlador central, la madre seminal, o las madres... —Se volvió hacia Nimzhian, que lo miró con escepticismo—. Si hay cinco, ¿qué importa? ¿Qué importa si no hay una sede única y central, un solo palacio? No me aferró a la idea de una madre seminal solitaria y exclusiva. Si hay cinco, podríamos considerar a las demás como criadas, ayudantes... Una podría ser más grande.

—Todos tienen el mismo tamaño, con leves diferencias —dijo Nimzhian—. Es siempre la misma estructura.

—¡Pero no las viste con vida! —exclamó el capitán—. Puede que una tuviese festones, penachos, adornos vistosos que simbolizaban que su rango era superior al del resto. Debe haber habido un controlador, un jefe, una autoridad.

Todavía estaba desposado con su reina, a pesar de todo. Nimzhian tocó el suelo con el bastón, con el fastidio de quienes han estado solos mucho tiempo y ahora deben soportar una compañía irritante.

—Como quieras —murmuró.

El capitán ordenó a Shatro y a Thornwheel que comenzaran a medir el palacio y a recoger muestras de los restos de tejido. Shatro me miró con satisfacción mientras se iba. Sentí ganas de pegarle, no porque el capitán lo hubiera escogido para aquella tarea, sino porque parecía atribuirle tanta importancia y pensar que a mí me molestaría.

—Agua del suelo de las cámaras... —reflexionó el capitán, ajeno a aquel breve encontronazo—. Podría haber tejidos, residuos, material genético. Podemos conservarlo y analizarlo después.

Shatro, Thornwheel y Cham comenzaron a descender por el tosco talud de las cámaras hasta el fondo del cuenco. Sacamos una cinta de agrimensor de la caja del equipo, para consignar en la pizarra del capitán medidas que permitieran comparaciones posteriores.

Randall miró el sol y luego el largo y sinuoso sendero que bajaba a la playa.

—Capitán, tal vez Nimzhian quiera regresar a su casa... y deberíamos avisar a los del barco.

Keyser-Bach se detuvo, temblando de entusiasmo. Frunció el rostro como un niño. Por un momento pensé que tendría un berrinche, pero se sentó de golpe en una roca de lava y se palmeó las rodillas.

—De acuerdo —murmuró, y se dirigió a los hombres que estaban cuesta abajo—. Esperad, regresaremos mañana. Traeremos más equipo. Hagamos esto bien.

Randall asintió, Shirla y los demás tripulantes se alegraban de no pasar la noche en esa desolación. Shimchisko miró el palacio con espanto. No quiso contarnos qué lo inquietaba hasta que estuvimos otra vez en el sendero, caminando entre los fosos cónicos a la luz evanescente.

—Es feo —murmuró al fin, siguiéndome a pocos pasos—. Pensé que serían bellas. Remas. Pero es sólo un viejo salón derrumbado. Vigas y habitaciones. Nada más que un hotel.

—No sabemos qué aspecto tenía cuando estaba viva —dijo Shirla—. Tal vez haya sido encantadora.

—Se esconden. Nadie puede llegar a ellas, dondequiera que estén —dijo sombríamente Shimchisko—. Eso significa que son feas, estén muertas o vivas. ¿Y qué las mató?

Me abstuve de opinar.

En el bosquecillo huérfano, el capitán preguntó si Nimzhian prefería dormir en el Vigilante.

—Por el Hado y el Hálito, no, gracias —dijo ella—. Soy una anciana de costumbres arraigadas. Vine aquí con Lenk cuando era una mujer mayor, me casé con Yeshova en mi madurez, y ahora que soy vieja tengo aquí a toda mi familia.

—Mañana regresaremos para realizar una buena inspección —dijo el capitán—. Instalaremos un campamento y examinaremos los demás palacios. Sin duda vamos a emprender un largo viaje, pero estarás más segura si vienes con nosotros.

—No —dijo Nimzhian—. No estoy dispuesta a emprender otra expedición.

—Podemos ofrecerte un alojamiento cómodo.

—Capitán, he pasado aquí los mejores años de mi vida —replicó Nimzhian—. Baker y Shulago nos hicieron un favor. Por lo que me has dicho, nuestro mundo es cada vez más conflictivo y confuso. Sin duda conoces la profunda paz de la dedicación a la investigación. He presenciado el final de un ecos, algo que nadie ha visto. Pero la historia aún no ha terminado. Hay muchas preguntas. Por qué permanecen los huérfanos, cómo se las apañan para seguir con vida, por qué los palacios optaron por desmantelarse y morir en vez de desplazarse... Son preguntas suficientes para mantenerme ocupada el resto de mi vida.

El capitán sonrió.

—Siento envidia. Pero hay acertijos más grandes para resolver.

—Este acertijo tiene la magnitud apropiada para mí. Haz lo que debas hacer, llévate nuestros dibujos y nuestros resultados. Pero yo me doy por satisfecha.

Randall ordenó a Shatro, Cham y Kissbegh que se quedaran. Los demás regresamos a la playa cuando oscurecía y volvimos al Vigilante.

En el bote me senté junto a Shirla, que meditaba con la cabeza entre las manos.

—¿Triste? —pregunté.

Ella frunció el ceño, hizo una mueca, irguió la cabeza.

—Un poco desorientada.

—¿Por qué?

—Las reinas pueden morir.

—¿Sí?

—Es algo que no quería saber, y mucho menos ver.

—Todo acaba muriendo —dije.

—En Thistledown, según me contó mi padre, la gente podía optar por vivir para siempre. Tenían máquinas que se metían en la cabeza, máquinas para el cuerpo. Nuevos cuerpos. Cerebros adicionales. Supongo que yo esperaba... —Alzó las manos—. Olvídalo. Ni siquiera puedo pensar con claridad.

—Querías que las reinas, los ecoi, fueran más fuertes y mejores que los humanos, que durasen para siempre.

Negó con la cabeza, pero un destello en sus ojos me indicó que mi sugerencia no estaba lejos de la verdad.

—Un día quería visitar una reina. Me uní a esta expedición, fui a la escuela Lenk y me especialicé en ecología... y aunque no continué como investigadora, me embarqué como tripulante, como aprendiz, sólo para encontrar una reina. Supongo que quería sentarme a charlar con ella.

—¿De mujer a mujer?

—Desde luego. Madre Naturaleza en persona.

Me miró con severidad, como retándome a reírme.

—Es un mito encantador.

—Mito. —Shirla arrugó la nariz—. Quería que ella me contara qué tenía de malo estar vivo.

Miré hacia el agua, pues ahora el turbado era yo. Las luces del Vigilante titilaban en el límite entre el mar negro y el cielo estrellado. Nunca me había sentido cómodo con los sueños vagos y las asociaciones poéticas. Había abandonado a los naderitas con la esperanza de encontrar una filosofía que no estuviera enturbiada por deseos inciertos y sueños altisonantes.

—De cualquier modo, estas reinas están muertas —continuó Shirla—. Todavía pienso que las matamos nosotros. Una enfermedad, o quizá mera repulsión.

—¿Qué hicieron Nimzhian, su esposo u otra persona para provocar la repulsión de Martha? —pregunté en tono jocoso, con la esperanza de animarla.

—Oí lo que la anciana le dijo al capitán. Baker y Shulago los dejaron aquí. Los abandonaron.

—Aunque los traicionaron, ¿qué significaría eso para una rema?

—No sé.

—Una reina tiene que luchar con otros ecoi, proteger un territorio y crear vástagos. Los trae de regreso cuando están agotados y fabrica otros nuevos. Tiene que pensar las cosas de otra manera. No podría tener preocupaciones humanas. Yo dudo que sea hembra.

—Eso no me importa —replicó Shirla con terquedad.

Shimchisko, sentado en el banco de atrás, nos había escuchado en silencio.

—Tal vez no sea hembra, pero no cabe duda de que es madre. Así es como yo la veo.

Shirla miró el fondo del bote. A la luz del fanal de proa vi lágrimas en sus ojos y sentí la repentina necesidad de consolarla. Le rodeé el hombro con el brazo, pero ella me rechazó.

Cuando subimos a cubierta por la escalerilla de cuerda, llevé a Shirla aparte un momento y dije algo que no tenía demasiado sentido para ninguno de los dos, pero para mí menos.

—Cuando entremos en una silva viva y exuberante —dije— y me pidas que vaya contigo, si quieres pedirme que vaya contigo... iré.

Ella parecía dispuesta a replicarme con furia, y se sonrojó a la luz de los faroles eléctricos de cubierta. Luego se apartó de mí y se dirigió hacia el castillo de proa, pero se detuvo y regresó, contoneándose al andar. Me apoyó la mano en el brazo, me miró con severidad y dijo:

—Ser Olmy. Estaba bromeando.

Dio media vuelta y se dirigió hacia el castillo de proa sin mirarme. Pero después de ayudar al capitán y a Salap a guardar los especímenes recogidos aquel día en los armarios que había junto a la cabina del capitán, me fui a la litera del castillo de proa y allí encontré dos golosinas envueltas en papel sobre mi almohada, un silencioso regalo.

Mantener las distancias y aislarme va en contra de mi carácter. Tenía que adaptarme a los demás, y Shirla podía brindarme una especie de refugio. Al menos, eso me servía de excusa. Lo cierto es que esas golosinas habían reavivado en mí el calor hormonal. La tristeza de Shirla, el elegante contoneo con que regresó para ponerme en cintura, me hacían ver su cara redonda y sus ojos oscuros bajo una nueva luz. En comparación, las mujeres que había conocido en Thistledown me parecían frías y calculadoras. La comparación era ciertamente injusta, porque mi ánimo estaba influido por el entorno, y el entorno era exótico y perturbador.

Yo también había mirado los costillares y restos del palacio y había sentido algo que no podía expresar. Yo también había abrigado la secreta esperanza de que los ecoi representaran algo mejor y superior. Pero la muerte de Martha, que el triste bosquecillo de huérfanos hacía todavía más inquietante, me demostraba a mí, aunque no se lo demostrara a Shirla, que Lamarckia no era un paraíso arruinado por la presencia de los humanos.

Aquí la vida seguía el mismo ciclo natural que en cualquier otro mundo. Las criaturas vivían, competían, triunfaban durante un cierto tiempo o fracasaban y perecían.

No habíamos estropeado nada.

Aun así, parte del misticismo de Shimchisko se me había contagiado. Lo que era perturbador, incluso temible, pensé mientras me comía la golosina echado en mi litera, era que el conflicto fuera inevitable, no sólo entre los humanos, sino entre los ecoi y los humanos. Los ecoi eran curiosos. Tal vez los irritábamos.

Tal vez tuvieran un plan.

Desperté a la mañana siguiente cuando sonó la campana que llamaba para la guardia de estribor. Los que no estaban de guardia siguieron durmiendo. Me levanté, me vestí y me comí la segunda golosina, pensando nuevamente en mi misión.

Sin razón, estos pensamientos me llevaban de vuelta a Shirla; nuestros flirteos en la isla de Martha me parecían absurdos e improductivos. Casi todas mis relaciones con las mujeres habían cobrado tintes absurdos, sobre todo mi frustrado intento de vincularme.

Las mujeres naderitas —sobre todo las divaricatas— parecían una raza aparte, eran muy diferentes de las geshels. Cuando yo era más joven, antes e incluso un poco después de cambiar mi actitud hacia los geshels, me parecía que las características de las mujeres naderitas se combinaban con diferentes resultados a partir de un mismo surtido. Yo había salido con mujeres geshels y las encontraba encantadoras, pero en cierto modo menos atractivas, más calculadoras, más duras. Creía que todas las mujeres eran calculadoras, aunque sus maquinaciones no fueran del todo conscientes. Todas las mujeres sopesaban y medían; aunque no siempre se atenían a los resultados racionalmente, se orientaban en esa dirección de una manera que la mayoría de los hombres que yo conocía no podían imitar ni comprender. Las mujeres naderitas, en cambio, y sobre todo las que no eran conversas, adoptaban un enfoque más inocente de este cálculo. No hacían que te sintieras inferior si no estabas a la altura. Se limitaban a no alentarte, o dejaban que los impedimentos sociales te desalentaran, mientras te convencían de que no te consideraban inadecuado.

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