Leviatán (23 page)

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Authors: Paul Auster

Tags: #narrativa, #Intriga

BOOK: Leviatán
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En ese momento iban por una carretera asfaltada, pero Dwight dijo que conocía un atajo para ir a casa de Sachs. Significaba dar la vuelta y retroceder dos o tres kilómetros, pero una vez que hizo los cálculos en su cabeza, decidió que valía la pena cambiar de rumbo, así que frenó bruscamente, dio la vuelta en medio de la carretera y siguió en la otra dirección. El atajo resultó ser un sendero estrechísimo, una cinta de tierra de una sola dirección y llena de baches que atravesaba un oscuro y espeso bosque. Poca gente lo conocía, dijo Dwight, pero si no estaba equivocado les llevaría a otro camino de tierra un poco más ancho y ese segundo camino les escupiría en la autopista del condado a unos seis kilómetros de la casa de Sachs. Probablemente Dwight sabía lo que decía, pero nunca tuvo la oportunidad de demostrar la exactitud de su teoría. Menos de dos kilómetros después de que tomaran el primer camino de tierra, tropezaron con algo inesperado. Y antes de que pudiesen rodearlo, su viaje llegó a su fin.

Todo sucedió muy rápidamente. Sachs lo experimentó como una agitación en las tripas, un vuelco en la cabeza y una corriente de miedo en las venas. Estaba tan agotado, me dijo, y transcurrió tan poco tiempo entre el principio y el final que nunca pudo asimilarlo como algo real, ni siquiera retrospectivamente, ni siquiera cuando estaba sentado contándomelo dos años después. Un momento avanzaban por el bosque, dijo, y al momento siguiente se habían detenido. En el camino, más allá, había un hombre apoyado en el maletero de un Toyota blanco fumando un cigarrillo. Parecía tener cerca de cuarenta años, era más bien alto, esbelto, vestido con una camisa de trabajo de franela y unos pantalones color caqui flojo, la única cosa en la que Sachs se fijó era que llevaba barba, parecida a la que solía llevar él, pero más oscura. Pensando que el hombre tendría algún problema con el coche, Dwight se bajó de la camioneta y caminó hacia él, preguntándole si necesitaba ayuda. Sachs no oyó la respuesta del hombre, pero el tono parecía enojado, innecesariamente hostil, y mientras continuaba mirándoles a través del parabrisas se sorprendió cuando el hombre respondió a la segunda pregunta de Dwight con algo aún más violento: vete a tomar por culo, o algo así. Fue entonces cuando la adrenalina empezó a bombear por sus venas, dijo Sachs, e instintivamente alargó la mano para coger del suelo el bate de metal. Dwight, sin embargo, era demasiado buena persona para darse por enterado. Siguió andando hacia el hombre, ignorando el insulto como si no importara y repitiendo que lo único que quería era ayudarle. El hombre retrocedió agitado y luego corrió a la parte delantera del coche, abrió la puerta del pasajero y se agachó para sacar algo de la guantera. Cuando se irguió y se volvió de nuevo hacia Dwight tenía una pistola en la mano. Disparó una vez. El muchachote aulló y se agarró el estómago, entonces el hombre disparó de nuevo. El muchacho aulló una segunda vez y empezó a andar tambaleándose, gimiendo y llorando de dolor. El hombre se volvió para seguirle con los ojos y Sachs saltó de la camioneta, sosteniendo el bate en la mano derecha. Ni siquiera pensó, me dijo. Corrió hacia el hombre, que estaba de espaldas, justo cuando se oyó el tercer disparo. Aferró bien el mango del bate y lo blandió con todas sus fuerzas. Apuntó a la cabeza del hombre, esperando partirle el cráneo en dos, esperando matarle, esperando que sus sesos se derramaran por el suelo. El bate golpeó con una fuerza horrible, machacando un punto justo detrás de la oreja del hombre. Sachs oyó el ruido del impacto, el crujido del cartílago y el hueso, y luego el hombre se derrumbó. Cayó muerto en medio del camino, y todo quedó en silencio.

Sachs corrió hacia Dwight, pero cuando se agachó para examinar el cuerpo del muchacho, vio que el tercer disparo le había matado. La bala había penetrado en la parte de atrás de su cabeza y tenía el cráneo destrozado. Sachs había perdido su oportunidad, era todo cuestión de tiempo y él había sido demasiado lento. Si hubiese conseguido llegar al hombre una fracción de segundo antes, ese último disparo habría fallado, y en lugar de estar mirando un cadáver, estaría vendando las heridas de Dwight y haciendo todo lo posible por salvarle la vida. Un momento después de pensar esto, Sachs notó que su cuerpo empezaba a temblar. Se sentó en el suelo, puso la cabeza entre las rodillas y se esforzó por no vomitar. Pasó el tiempo. Sintió que el aire se colaba por entre sus ropas; oyó a un gayo graznar en el bosque; cerró los ojos. Cuando volvió a abrirlos, cogió un puñado de tierra del camino y lo aplastó contra su cara, se metió la tierra en la boca y la masticó, dejando que la arenilla arañara sus dientes, notando los guijarros contra la lengua. Masticó hasta que no pudo soportarlo más, entonces se inclinó y escupió aquella porquería, gruñendo como un animal enfermo y enloquecido.

Si Dwight hubiese vivido, dijo, toda la historia habría sido diferente. La idea de huir nunca se le habría ocurrido y, una vez eliminado ese primer paso, no habría sucedido ninguna de las cosas que se siguieron del mismo. Pero allí de pie, solo en el bosque, Sachs cayó presa de un pánico profundo e incontrolado. Dos hombres habían muerto, y la idea de ir a la policía del estado le parecía inimaginable. Ya había cumplido condena en prisión. Había sido convicto, y sin testigos que corroboraran su historia, nadie iba a creer una palabra de lo que dijera. Todo era demasiado absurdo, demasiado increíble. No podía pensar con mucha claridad, por supuesto, pero todos sus pensamientos se centraban enteramente en él. No podía hacer nada por Dwight, pero por lo menos podía salvar su propio pellejo. Y en medio de su pánico la única solución que se le ocurrió fue salir pitando de allí.

Sabía que la policía deduciría que había un tercer hombre. Seria evidente que Dwight y el desconocido no se habían matado el uno al otro, ya que un hombre con tres balas en el cuerpo difícilmente tendría la fuerza necesaria para matar a un hombre de un porrazo, y aunque así hubiese sido, no habría podido andar seis metros por el camino después de haberlo hecho, y menos aún cuando una de esas balas estaba encajada en su cráneo. Sachs sabia también que era inevitable que dejase algún rastro tras sí. Por muy concienzudamente que limpiase sus huellas, un equipo forense competente no tendría dificultad en encontrar algo con lo que empezar a trabajar: una huella dactilar, un mechón de pelo, un fragmento microscópico. Pero nada de eso cambiaría las cosas. Siempre y cuando consiguiese quitar sus huellas dactilares del camión, siempre y cuando se llevase el bate consigo, no habría nada que le identificase como el hombre desaparecido. Ésa era la cuestión crucial. Tenía que asegurarse de que el hombre desaparecido pudiese ser cualquiera. Una vez que hiciese eso estaría libre de irse a casa.

Pasó varios minutos frotando la superficie de la camioneta: el salpicadero, el asiento, las ventanillas, los tiradores exteriores e interiores de las puertas, todo lo que se le ocurrió. No bien terminó, lo hizo de nuevo, y luego una vez más para mayor seguridad. Después de recoger el bate del suelo, abrió la portezuela del coche del desconocido, vio que la llave estaba aún puesta y se metió detrás del volante. El motor arrancó al primer intento. Habría huellas de las ruedas, por supuesto, y esas huellas desvanecerían cualquier duda acerca de la presencia de un tercer hombre, pero Sachs estaba demasiado asustado para marcharse a pie. Eso es lo que habría sido más sensato: alejarse andando, irse a casa, olvidarse de todo el horrible asunto. Pero su corazón latía demasiado deprisa para hacer eso, sus pensamientos galopaban desatados, y actos serenos de ese tipo ya no eran posibles. Ansiaba la velocidad, ansiaba la velocidad y el ruido del coche, y ahora que ya estaba preparado, lo único que deseaba era irse, estar sentado en el coche y conducir lo más rápido que pudiese. Sólo eso podría equipararse al tumulto que había en su interior, sólo eso le permitiría silenciar el estruendo de terror en su cabeza.

Condujo hacia el norte por la autopista interestatal durante dos horas y media, siguiendo el río Connecticut hasta llegar a la latitud de Barre. Allí fue donde el hambre le pudo finalmente. Temía que le costara trabajo retener el alimento, pero no había comido nada en veinticuatro horas y sabía que tenía que intentarlo. Dejó la autopista en la salida siguiente, condujo por una autovía durante quince o veinte minutos y luego se detuvo a almorzar en un pueblo cuyo nombre no recordaba. Para no correr riesgos, ordenó dos huevos pasados por agua y una tostada. Después de comer, entró en el servicio de caballeros y se aseó, sumergiendo la cabeza en un lavabo lleno de agua caliente y quitándose las ramitas y manchas de tierra de la ropa. Esto le hizo sentirse mucho mejor. Cuando pagó la cuenta y salió del restaurante, comprendió que el paso siguiente era dar la vuelta e irse a Nueva York. No iba a ser posible callarse la historia. Eso estaba claro ya, y una vez que se dio cuenta de que tenía que hablar con alguien, supo que esa persona tenía que ser Fanny. A pesar de todo lo que había sucedido durante el último año, de repente anheló volver a verla.

Cuando se encaminó al coche del muerto, Sachs se fijó en que tenía matrícula de California. No sabia cómo interpretar este descubrimiento, pero de todas formas le sorprendió. ¿Cuántos otros detalles se le habrían escapado? Antes de volver a la autopista y dirigirse al sur, se salió de la carretera y aparcó al lado de lo que parecía ser una gran reserva forestal. Era un lugar aislado, sin rastro de nadie en kilómetros a la redonda. Sachs abrió las cuatro puertas del coche, se puso a gatas y examinó el interior exhaustivamente. Aunque lo hizo a conciencia, los resultados de esta búsqueda fueron decepcionantes. Encontró algunas monedas encajadas en el asiento delantero, unas cuantas bolas de papel esparcidas por el suelo (envolturas de comidas rápidas, pedazos de billetes, paquetes de cigarrillos arrugados), pero nada que llevara un nombre, nada que le diera un solo dato acerca del hombre que había matado. La guantera resultó igualmente poco reveladora, ya que sólo contenía el manual del Toyota, una caja de balas del calibre 38 y un cartón sin abrir de Camel con filtro. Sólo quedaba el maletero, y cuando Sachs finalmente lo abrió, el maletero resultó ser otra historia.

Había tres maletas dentro. La más grande estaba llena de ropa, artículos de afeitar y mapas. En el fondo, metido en un sobre blanco, había un pasaporte. Cuando miró la fotografía de la primera página, Sachs reconoció al hombre de la mañana; era el mismo hombre pero sin barba. El nombre era Reed Dimaggio, la inicial intermedia era N. Fecha de nacimiento: 12 de noviembre de 1950. Lugar de nacimiento: Newark, New Jersey. El pasaporte había sido expedido en San Francisco en julio de ese año y las últimas páginas estaban vacías, sin sellos de visados ni de aduanas. Sachs se preguntó si no sería falso. Dado lo que había sucedido en el bosque aquella mañana, parecía casi seguro que Dwight no era la primera persona a quien Dimaggio había asesinado y, si era un matón profesional, era posible que viajase con documentación falsa. Sin embargo, el nombre era demasiado singular, demasiado raro para no ser real. Debía de haber pertenecido a alguien, y por falta de otras pistas de la identidad del hombre, Sachs decidió aceptar que ese alguien era el hombre a quien había matado. Reed Dimaggio. Hasta que encontrara algo mejor, ése era el nombre que le daría.

La siguiente era una maleta de acero, una de esas cajas plateadas y brillantes en las que los fotógrafos llevan a veces su equipo. La primera se había abierto sin necesidad de llave, pero ésta estaba cerrada y Sachs pasó media hora luchando por forzar las bisagras. Las martilleó con el gato y la llave de aflojar las ruedas, y cada vez que la caja se movía, oía el entrechocar de objetos metálicos en su interior. Supuso que eran armas: cuchillos, pistolas y balas, las herramientas del oficio de Dimaggio. Cuando la caja cedió finalmente, sin embargo, reveló una desconcertante colección de objetos diversos, en absoluto lo que Sachs había supuesto. Encontró carretes de alambre, despertadores, destornilladores, microchips, cordel, masilla y varios rollos de cinta adhesiva negra. Uno por uno, fue cogiendo cada objeto y estudiándolo, esforzándose por desentrañar su finalidad, pero ni siquiera después de haber revisado todo el contenido de la caja pudo adivinar qué significaban aquellas cosas. Sólo más tarde cayó en la cuenta, mucho después de volver a la carretera. Conduciendo hacia Nueva York esa noche, de repente comprendió que aquéllos eran los materiales para construir una bomba.

La tercera pieza de equipaje era una bolsa de bolos. No había nada extraordinario en ella (era una pequeña bolsa de cuero con segmentos rojos, blancos y azules, una cremallera y un asa de plástico blanco), pero a Sachs le daba más miedo que las otras dos e instintivamente la había dejado para el final. Se daba cuenta de que allí podía haber oculta cualquier cosa. Considerando que pertenecía a un loco, a un maníaco homicida, ese
cualquier cosa
se volvía cada vez más monstruoso para él. Cuando terminó con las otras dos maletas, Sachs casi había perdido el valor necesario para abrirla. Antes que enfrentarse con lo que su imaginación había puesto allí dentro, casi se había convencido a sí mismo de tirarla, pero no lo hizo. Justo cuando estaba a punto de sacarla del maletero y arrojarla al bosque, cerró los ojos, titubeó y luego, de un solo tirón, abrió la cremallera.

No había una cabeza en la bolsa. No había orejas cercenadas, ni dedos cortados, ni genitales arrancados. Lo que había era dinero. Y no simplemente un poco de dinero, sino montones, más dinero del que Sachs había visto nunca junto. La bolsa estaba abarrotada de dinero: gruesos fajos de billetes de cien dólares sujetos con cintas de goma, cada uno de los cuales representaba tres, cuatro o cinco mil dólares. Cuando Sachs terminó de contarlo, estaba razonablemente seguro de que el total sumaba entre ciento sesenta y ciento sesenta y cinco mil. Su primera reacción al descubrir el dinero fue alivio, gratitud de que sus temores hubiesen quedado en nada. Luego, al sumarlo por primera vez, una sensación de conmoción y mareo. La segunda vez que contó el dinero, sin embargo, se dio cuenta de que se estaba acostumbrando a ello. Eso fue lo más extraño, me dijo: lo rápidamente que digirió todo el improbable suceso. Cuando contó el dinero de nuevo, ya había empezado a considerarlo suyo.

Conservó los cigarrillos, el bate de
softball
el pasaporte y el dinero. Todo lo demás lo tiró, esparciendo el contenido de la maleta y de la caja de metal en el interior del bosque. Unos minutos después depositó las maletas vacías en un basurero en las afueras de un pueblo. Eran ya más de las cuatro y tenía un largo camino por delante. Se detuvo a cenar en Stringfield, Massachusetts, fumándose los Camel de Dimaggio mientras bebía café, y llegó a Brooklyn poco después de la una de la madrugada. Allí fue donde abandonó el coche, dejándolo en una de las calles adoquinadas cerca de Gowanus Canal, una tierra de nadie de almacenes vacíos y manadas de delgados perros vagabundos. Tuvo cuidado de limpiar las huellas dactilares de todas las superficies, pero eso no fue más que una precaución añadida. Las puertas no estaban cerradas, la llave estaba puesta, y era seguro que el coche sería robado antes de que acabase la noche.

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