Leviatán (19 page)

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Authors: Paul Auster

Tags: #narrativa, #Intriga

BOOK: Leviatán
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Pasaron semanas, sin embargo, y meses, y la situación continuó exactamente igual. Es verdad que recobró buena parte de su sociabilidad y a medida que pasaba el tiempo su sufrimiento se hizo menos evidente (ya no meditaba amargamente en compañía, ya no parecía tan ausente), pero eso era únicamente porque hablaba menos de sí mismo. No era el mismo silencio que el del hospital, pero su efecto era similar. Ahora hablaba, abría la boca y usaba palabras en los momentos apropiados, pero nunca decía nada sobre lo que realmente le importaba, nada sobre el accidente o sus consecuencias, y poco a poco intuí que había metido su sufrimiento bajo tierra, que lo había enterrado en un sitio donde nadie pudiera verlo. Si todo lo demás hubiese sido igual, tal vez esto no me habría preocupado tanto. Hubiese podido aprender a convivir con aquel Sachs más callado y alicaído, pero los signos externos eran demasiado descorazonadores, y yo no podía librarme de la sensación de que eran síntomas de una congoja mayor. Rechazaba los encargos de las revistas, no hacía ningún esfuerzo por renovar sus contactos profesionales, parecía haber perdido todo interés por sentarse delante de su máquina de escribir. Me lo había dicho cuando había vuelto a casa del hospital, pero yo no le creí. Cuando vi que cumplía su palabra, empecé a asustarme. La vida de Sachs giraba en torno a su trabajo, y verle de repente sin ese trabajo hacia que pareciese un hombre que no tenía vida. Iba a la deriva, flotando en un mar de días indiferenciados, y, que yo supiera, le daba exactamente igual volver a tierra o no.

En algún momento entre Navidad y Año Nuevo, Sachs se afeitó la barba y se cortó el pelo, dejándoselo a la medida normal. Fue un cambio drástico y le hacía parecer una persona completamente distinta. Parecía haberse encogido, haberse vuelto más joven y más viejo al mismo tiempo, y me costó más de un mes empezar a acostumbrarme a ello, dejar de sobresaltarme cada vez que entraba en una habitación. No es que tuviese preferencia por una forma u otra, pero lamentaba el simple hecho del cambio, cualquier cambio en sí mismo. Cuando le pregunté por qué lo había hecho, su primera respuesta fue un encogimiento de hombros evasivo. Luego, después de una breve pausa, dándose cuenta de que yo esperaba una respuesta más completa, murmuró algo acerca de no querer cuidarse tanto. Mantenimiento mínimo, dijo, nada de complicaciones en la higiene personal; además quería aportar su granito de arena al capitalismo. Afeitándose tres o cuatro veces a la semana ayudaría a la compañía de hojas de afeitar, lo cual significaba que estaba contribuyendo al bien de la economía americana, a la salud y la prosperidad de todos.

Éste era un argumento muy pobre, pero después de esa primera mención, el tema no volvió a surgir. Claramente, Sachs no quería extenderse sobre el asunto, y yo no le pedí más explicaciones. Eso no significa que no fuese importante para él. Un hombre es libre de elegir su aspecto, pero en el caso de Sachs yo sentí que era un acto especialmente violento y agresivo, casi una forma de automutilación. El lado izquierdo de su cara y cuero cabelludo habían recibido cortes profundos en la caída y los médicos le habían dado puntos en varias zonas alrededor de la sien y en la parte inferior de la barbilla. Con barba y pelo largo, las cicatrices de esas heridas habían quedado ocultas. Desaparecido el pelo, las cicatrices se habían vuelto visibles, las señales y las hendiduras quedaban expuestas para que todo el mundo las viera. A menos que yo le hubiera malinterpretado gravemente, creó que ésa es la razón de que Sachs hubiese cambiado su aspecto, quería exhibir sus heridas, anunciarle al mundo que aquellas cicatrices eran lo que entonces le definía, mirarse todos los días al espejo y recordar lo que le había sucedido. Las cicatrices eran un amuleto contra el olvido, una señal de que nada de ello se perdería nunca.

Un día de mediados de febrero salí a comer con mi editora en Manhattan. El restaurante estaba en la zona de las Veinte Oeste y después de terminar la comida eché a andar por la Octava Avenida hacia la calle 34, donde pensaba coger el metro para volver a Brooklyn. Cuando estaba a cinco o seis manzanas de mi destino, vi a Sachs al otro lado de la calle. No puedo decir que esté orgulloso de lo que hice entonces, pero en aquel momento me pareció que tenía sentido. Sentía curiosidad por saber qué hacía en aquellos vagabundeos suyos, estaba deseoso de tener alguna información acerca de cómo pasaba sus días, así que en lugar de llamarle me rezagué y me mantuve escondido. Era una tarde fría, el cielo estaba gris y en el aire había amenaza de nieve. Durante las siguientes dos horas seguí a Sachs por las calles, espiando a mi amigo por las gargantas de Nueva York. Mientras escribo esto ahora, suena mucho peor de lo que realmente fue, por lo menos en términos de lo que yo pretendía hacer. No tenía intención de espiarle, no deseaba averiguar ningún secreto, buscaba algo esperanzador, un destello de optimismo que calmase mi preocupación. Me dije: va a sorprenderme; va a hacer algo o ir a alguna parte que me demostrará que está bien. Pero pasaron dos horas y no sucedió nada. Sachs vagó por las calles como un alma perdida, deambulando al azar entre Times Square y Greenwich Village siempre con el mismo paso lento y contemplativo, sin apresurarse en ningún momento, sin que en ningún momento pareciese importarle dónde estaba. Dio monedas a los mendigos. Se detuvo para encender un cigarrillo cada diez o doce manzanas. Curioseó en una librería durante varios minutos, donde sacó uno de mis libros de un estante y lo miró con cierta atención. Entró en una tienda de pomo y hojeó unas revistas de mujeres desnudas. Se paró delante de un escaparate de una tienda de electrónica. Finalmente se compró un periódico, entró en un café en la esquina de Bleecker y MacDougal Street y se instaló en una mesa. Allí fue donde le dejé, justo cuando una camarera se le acercó a preguntarle qué quería. Lo encontré todo tan desolador, tan deprimente, tan trágico, que no fui capaz de contárselo a Iris cuando volví a casa.

Sabiendo lo que sé ahora, veo lo poco que entendí entonces. Estaba sacando conclusiones de lo que venía a ser una evidencia parcial, basando mi reacción en un puñado de hechos observables y fortuitos que sólo contaban una pequeña parte de la historia. Si hubiese dispuesto de más información, tal vez habría tenido una imagen diferente de lo que estaba sucediendo, lo cual me habría hecho menos proclive a la desesperación. Entre otras cosas, ignoraba por completo el papel tan especial que Maria Turner había asumido para Ben. Se habían visto regularmente desde octubre, pasaban los jueves juntos desde las diez de la mañana hasta las cinco de la tarde. No me enteré de esto hasta dos años después. Según me contaron ambos (en conversaciones separadas por dos meses al menos), nunca hubo relaciones sexuales entre ellos. Dado lo que sé de los hábitos de Maria, y dado que la historia de Sachs concuerda con la de ella, no veo ningún motivo para poner en duda lo que me dijeron.

Reflexionando ahora sobre la situación, tiene perfecto sentido que Sachs recurriese a ella. Maria era la personificación de su catástrofe, la figura central del drama que había precipitado su caída, y por lo tanto nadie podía ser tan importante para él. Ya he hablado de su determinación de aferrarse a los sucesos de aquella noche. ¿Qué mejor método para conseguirlo que estar en contacto con Maria? Convirtiéndola en una amiga, podría tener constantemente ante sus ojos el símbolo de su transformación. Sus heridas permanecerían abiertas, y cada vez que la viese podría revivir la misma secuencia de tormentos y emociones que había estado tan cerca de matarle. Podría repetir la experiencia una y otra vez, y con suficiente práctica y esfuerzo quizá aprendería a dominarla. Así es como debió de empezar. El desafío no era seducir a Maria o llevársela a la cama, era exponerse a la tentación y ver si tenía la fuerza necesaria para resistirla. Sachs estaba buscando una cura, una forma de recobrar su autoestima, y sólo las medidas más drásticas servirían. Para averiguar lo que valía, tenía que arriesgarlo todo de nuevo.

Pero había algo más que eso. No era sólo un ejercicio simbólico para él, era un paso adelante hacia una verdadera amistad. A Sachs le habían conmovido las visitas de Maria al hospital, y ya entonces, durante las primeras semanas de su recuperación, creo que comprendió lo profundamente que el accidente había afectado a Maria. Ése fue el vínculo inicial entre ellos. Ambos habían vivido algo terrible y ninguno de los dos se inclinaba a desecharlo como un simple producto de la mala suerte. Y lo que es más importante, Maria era consciente del papel que había desempeñado en lo sucedido. Sabía que había animado a Sachs la noche de la fiesta y era lo bastante honrada consigo misma como para reconocer lo que había hecho, para darse cuenta de que hubiese estado moralmente mal buscar excusas. A su manera, estaba tan trastornada por el suceso como Sachs, y cuando finalmente él la llamó en octubre para darle las gracias por acudir al hospital tan a menudo, ella lo vio como una oportunidad de reparar parte del daño que había causado. No estoy únicamente haciendo suposiciones cuando digo esto. Maria no me ocultó nada cuando hablamos el año pasado, y toda la historia viene directamente de sus labios.

—La primera vez que Ben vino a mi casa —me dijo—, me hizo muchas preguntas sobre mi trabajo. Probablemente sólo lo hacía por cortesía, ya sabes lo que pasa: te sientes incómodo, no sabes de qué hablar y empiezas a hacer preguntas. Al cabo de un rato, sin embargo, me di cuenta de que se interesaba. Saqué alguno de mis viejos proyectos para que los viera y sus comentarios me parecieron muy inteligentes, mucho más perspicaces que la mayoría de las cosas que oigo. Lo que pareció gustarle especialmente era la combinación de documental y ficción, la objetivación de estados interiores. Comprendió que todas mis obras eran historias, y aunque fueran historias verdaderas, también eran inventadas. O aunque fueran inventadas, también eran verdaderas. Así que hablamos de eso durante un rato y luego pasamos a otros temas, y cuando se marchó yo ya estaba empezando a concebir una de mis extrañas ideas. El hombre parecía sentirse tan perdido y desdichado que pensé que tal vez sería una buena cosa que empezásemos a trabajar juntos en un proyecto. No tenía nada especifico en mente en ese momento, sólo que la obra sería acerca de él. Vino a visitarme de nuevo unos días después y cuando le dije lo que estaba pensando, pareció comprenderlo inmediatamente. Eso me sorprendió un poco. No tuve que defender mi idea ni convencerle. Simplemente dijo sí, eso parece una idea prometedora, y seguimos adelante y lo hicimos. A partir de entonces, pasamos todos los jueves juntos. Durante los cuatro o cinco meses siguientes pasamos todos los jueves trabajando en la obra.

Hasta donde puedo juzgarlo, la obra nunca llegó a concretarse. Al contrario de lo que ocurría con otros proyectos de Maria, éste no tenía ningún principio organizativo o propósito claramente definido y, en lugar de empezar con una idea concreta como siempre había hecho en el pasado (seguir a un extraño, por ejemplo, o localizar los nombres que aparecían en una libreta de direcciones), “jueves con Ben” era básicamente informe: una serie de improvisaciones, un álbum de fotos de los días que pasaron juntos. Habían acordado de antemano que no seguirían ninguna regla. La única condición era que Sachs llegaría a casa de Maria a las diez en punto y a partir de ahí tocaban de oído. Generalmente Maria le hacía fotos, tal vez dos o tres carretes, y luego pasaban el día hablando. Unas cuantas veces le pidió que se disfrazara. En otras ocasiones grabó sus conversaciones y no hizo ninguna fotografía. Cuando Sachs se afeitó la barba y se cortó el pelo, resultó que lo había hecho por consejo de Maria, y la operación tuvo lugar en su
loft
. Ella captó con su cámara todo el proceso: el antes, el después y todos los pasos intermedios. Empieza con Sachs delante de un espejo cogiendo unas tijeras con la mano derecha. En cada foto sucesiva hay un poco menos de pelo y luego se le ve dándose espuma en las mejillas y después afeitándose. Maria dejó de tomar fotos en ese punto (para dar unos toques finales a su corte de pelo) y luego hay una última foto de Sachs, con el pelo corto y sin barba, sonriendo a la cámara como uno de esos muchachos de peinado engominado que vemos en las paredes de las barberías. Me pareció un toque simpático. No sólo era divertida en sí misma, sino que demostraba que Sachs era capaz de disfrutar. Después de ver esa foto, comprendí que no había soluciones sencillas. Yo le había subestimado, y la historia de esos meses era mucho más complicada de lo que yo me había permitido creer. Luego venían las fotos de Sachs en la calle. En enero y febrero, al parecer, Maria le había perseguido por la calle con su cámara. Sachs le había dicho que quería saber qué se sentía al saberse observado, y Maria le había complacido resucitando uno de sus viejos proyectos: sólo que esta vez estaba hecho al revés. Sachs hacía el papel que ella había interpretado, y ella se convirtió en el detective privado. Ésa era la escena con la que tropecé en Manhattan cuando vi a Sachs andando al otro lado de la calle. Maria también estaba allí, y lo que yo había tomado como una prueba concluyente de la desgracia de mi amigo no era más que una broma, un pequeño juego, una tonta representación del Espía contra Espía. Sólo Dios sabe cómo es posible que no viese a Maria aquel día. Debí de concentrarme tanto en Sachs que estaba ciego para todo lo demás. Pero ella sí me vio, y cuando finalmente me lo contó el otoño pasado, me sentí abrumado por la vergüenza. Afortunadamente, ella no consiguió tomar ninguna fotografía en la que estuviéramos Sachs y yo juntos. Todo habría salido a relucir entonces, pero yo le iba siguiendo a demasiada distancia como para que ella pudiera tomarnos en la misma instantánea.

Le hizo varios miles de fotos en total, la mayoría de las cuales estaban todavía en copias de contacto cuando yo las vi en septiembre pasado. Aunque las sesiones de los jueves nunca se convirtieron en un trabajo coherente, tuvieron un papel terapéutico para Sachs, que era el propósito que Maria se había trazado desde el principio. Cuando Sachs fue a visitarla en octubre, ella comprendió que era un hombre al límite de sus fuerzas. Se había metido tanto en su dolor que ya no era capaz de verse. Digo esto en un sentido fenomenológico, de la misma manera en que se habla de autoconciencia o del modo en que uno se forma una imagen de sí mismo. Sachs había perdido la capacidad de salirse de su pensamiento y evaluar dónde estaba, de medir las dimensiones precisas del espacio que le rodeaba. Lo que Maria consiguió a lo largo de esos meses fue sacarle de su propia piel. La tensión sexual fue parte del asunto, pero también estaba su cámara, el constante asalto de su cámara ciclópea. Cada vez que Sachs posaba para una fotografía, se veía obligado a representarse a sí mismo, a jugar al juego de fingir ser quien era. Al cabo de un tiempo, debió de surtir efecto. Al repetir el proceso tan a menudo, debió de llegar un momento en que empezó a verse a través de los ojos de Maria, momento en que el proceso se invirtió y pudo encontrarse a sí mismo de nuevo. Dicen que una cámara puede robarle el alma a una persona, en este caso creo que fue justamente lo contrario. Creo que con esta cámara el alma de Sachs le fue devuelta gradualmente.

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